El
padre Palomar, un cura insólito
Julio
Sánchez Mingo
Enero
2016
A
Menchu García Delgado, Isabel Fernández Asís, Marilù Ciattei,
Cristina Fischesser, Cristina Pérez Gabrielli, Marilar Andrés
Montalvo, Lola Alegre Esteve, Alberto Molinas, Sandro Corradi,
Michelangiolo Villar, Jesús Sotillo, José Antonio Rodríguez Rubio
y Fernandito Ramos, agradeciendo sus testimonios y colaboración
Recientemente
han repuesto en televisión, por enésima vez, El
desencanto, película
documental protagonizada en 1976 por los hermanos Leopoldo María y
Michi Panero y por su madre, Felicidad Blanc, viuda del poeta falangista
Leopoldo Panero. Ambos fueron alumnos de mi colegio. En esa película,
en una conversación que mantienen en el patio del mísmo, nuestro
cortile,
hablan de nuestro cura, el padre Palomar, de una forma negativa, de
un sacerdote retrógrado y cavernario.
Mi
valoración de Máximo Palomar es completamente contraria. Cada cual
tiene un mundo distinto en la cabeza, sus ideas, sus demonios y, por
ende, sus opiniones. En el caso de nuestro clérigo todos los
excompañeros consultados coinciden en recordarlo, ante todo, con
mucho cariño y como una buena persona, de infinita paciencia.
El
presbítero Máximo Palomar era, además de capellán del colegio, el
profesor de la asignatura de Religión en todos los ciclos y cursos.
Tenía que lidiar un ganado de lo más variopinto, desde niños de 6
años hasta jovencitos de 17, chicos y chicas, españoles e
italianos.
No
era un hombre entrañable, paternalmente cercano. Al menos con los
alumnos. Ya iremos viendo que con los exalumnos su actitud cambiaba
radicalmente, algo, a priori, extraño. Supongo que de alumnos nos
quería mantener a raya. Eramos unos perfectos gamberros que nos
subíamos a la chepa de cualquiera que nos diera la más mínima
ocasión.
En
una ocasión mandó a inspeccionar la limpieza de los servicios, es
decir expulsó de clase, a Sandro Corradi y a algún otro por jugar a
las cartas mientras explicaba la lección del día.
Una
vez, justo antes de que entrara en clase, descolgamos el crucifijo
que presidía el aula y colgamos en su lugar la foto enmarcada de un
niño, Michelangiolo Villar, vestido de boxeador. Impartió los
cincuenta minutos de su asignatura sin comentar nada. Al terminar,
mientras salía, dijo: - Que conste que me he dado cuenta de lo que
habéis hecho.
Con
frecuencia le poníamos la cátedra del profesor, elevada sobre una
tarima, justo al borde de ésta con la aviesa intención de que se
apoyara y rodara al suelo junto con la mesa. Nunca sucedió, nuestros
intentos fueron siempre vanos.
En
otra ocasión se tuvo que asomar al balcón para reclamar a un
numeroso grupo de alumnos, que remoloneaba charlando en el patio del
colegio, que entrara en el aula para comenzar su clase. Empezaron a
gritarle: – Habemus Papam, habemus Papam…..- Dicen que entró
en cólera. Yo creo que haría un poco de teatro y se reiría para
sus adentros. Se hacía el enfadado para amedrentarnos, pero no lo
conseguía. Su comportamiento fue siempre correcto y educado, aunque
alguna vez soltaba algún exabrupto. Eramos tremendos.
Vestía
sotana preconciliar y lucía tonsura. Eran los años de la nefasta
dictadura de Franco, de oscurantismo y nacionalcatolicismo.
Desaliñado en el vestir, a su hábito siempre le faltaban botones y
exhibía unos
llamativos brillos de
desgaste. Calzaba unos zapatos negros de cordones con suela de goma con pinta de ser de Segarra, la famosa Segarra, los que duraban toda la vida, cuya tienda madrileña estaba en Gran Vía, entonces José Antonio, esquina a Callao. Siempre cargaba con una misteriosa cartera portafolios.
Todos
los días, a primera hora, decía misa en Santa Bárbara. Mi padre se
lo cruzaba muchas mañanas, cada uno yendo a su trabajo. El padre
Palomar al colegio, mi padre a las Salesas, el Palacio de Justicia.
Se saludaban cordialmente. En cierto modo eran colegas. Nuestro cura
era abogado y ejercía ante el Tribunal de la Rota. A Isabel
Fernández Asís le consiguió la nulidad matrimonial gratis
et amore, sin cobrarle un
duro. También era abogado de pleitos pobres, con lo que sus ingresos
probablemente eran bastante exiguos.
Debía
madrugar bastante y en clase, más de una vez, mientras el alumno de
turno recitaba la lección, se quedaba dormido. A veces, para
despertarlo, levantábamos la tapa del pupitre y la dejábamos caer
con gran estrépito.
Cuando
hicimos la Primera Comunión él asistió al Nuncio, futuro cardenal,
Ildebrando Antoniutti, que nos la dio.
Los
fines de semana cuando oficiaba utilizaba de monaguillos a sus
alumnos del colegio. Íbamos rotando y todos debíamos pasar por
ello. Yo tenía miedo a quedarme en blanco allí, junto al altar,
frente a todos los feligreses. He tenido miedo escénico toda la
vida. Por paradojas del destino he tenido que hablar ante auditorios
de lo más variados, hasta de más de 600 personas. Como monaguillo,
¡conseguí escaquearme!
Recuerdo
perfectamente sus manos. De todos los profesores que tuve en aquellos
catorce años, sólo recuerdo las suyas. ¿Por qué será?
En
sus clases yo estaba siempre en Babia. No era una asignatura de mi
interés, cuya contenido iba evolucionando a lo largo de los cursos.
De pura y dura catequesis a Ética, Moral y Pensamiento cristianos y
Doctrina Social de la Iglesia, pasando por Historia Sagrada. Él no
exigía especial atención por nuestra parte y nosotros dormitábamos.
Había como un pacto tácito de no agresión. Realmente las lecciones
de Religión con él eran aburridas, soporíferas.
A
pesar de estar en Las Batuecas, algunas veces sintonizaba la emisión.
Así le oí hablar de Ángel Pestaña, dirigente anarcosindicalista,
y su pensamiento político y social, ¡en la época de Franco!
Curiosamente, el padre de nuestro compañero Angelito de Lera, Ángel
María de Lera, ganador en 1967 del Premio Planeta con Las
últimas banderas,
publicó, ya en el período de la Transición, una biografía de
Pestaña. Menchu García Delgado, ella era más aplicada, y
Michelangiolo Villar me recuerdan que, en clase, el padre Palomar
citaba y hablaba de Zubiri. También de Maritain y de Teilhard de
Chardin, dos de las bestias negras de la Jerarquía Católica
española. Incluso el cardenal Ottaviani tuvo en el punto de mira del
Santo Oficio al insigne paleontólogo y pensador jesuita.
En
nuestro colegio los profesores italianos eran de tendencias políticas
diametralmente opuestas. Unos nostálgicos de Mussolini, como el
profesor Gerbino. Otros, del PCI, comunistas, como Notte, Marsiglia
Picchio
o Gennaro Picazio. La relación personal entre ellos era excelente.
Yo he coincidido en Altea, veraneando con la familia Picazio, con
Gerbino, Notte y Cardone, cuyas ideas, de este último, desconozco.
Se querían y se respetaban. También tenían buena relación con
Ruiz Gijón, el falangista profesor de FEN, Formación del Espíritu
Nacional. La imagen perfecta de la tolerancia, a la que no era ajeno
el padre Palomar, que asumía con naturalidad que Zanesco, una
compañera protestante, abandonara el aula en clase de Religión y se
mostraba muy respetuoso con el judío Herman, otro alumno.
Menchu
rememora que un día en clase, no teníamos más de once años,
preguntó si creíamos que un musulmán podía ir al cielo. La
sonora, unánime e inmediata respuesta fue ¡no! Ese día recibimos
otra lección magistral de convivencia y tolerancia. El padre Palomar
contestó que si no robaba, no mataba, ni hacía el mal podía ir al
cielo, porque Dios era bondad y justicia infinita.
Censuraba
la actividad de las monjas. Decía que no aportaban nada ni a la
Iglesia ni a la Sociedad. Nos aconsejaba que, si alguno de nosotros
sentía la llamada de la vocación religiosa, nunca entrara en
clausura. Había que estar en el mundo. En las tinieblas de mi
memoria recuerdo haberle oído comentar algo del sacerdocio de las
mujeres en la época de los primitivos cristianos.
¡Nada
más lejos del cura ultramontano que pintaban los Panero!
Casó
a nuestra compañera Marilar con Antonio Carnal, nuestro profesor de
Matemáticas y Física, y bautizó a su hija Isabel.
Ofició
el funeral corpore
insepulto por el padre de
nuestra compañera Lola Alegre en la capilla de la, entonces, Escuela
de Bellas Artes de San Fernando, hoy Facultad de Bellas Artes de la
Complutense.
Isabel
Fernández Asís tuvo que repetir curso porque el padre Palomar le
suspendió la Religión en septiembre. Luego el pater
invariablemente le decía: - Hay que ver la lata que me has dado
siempre -. Años después, si se tenía que reunir con ella para
tratar de su nulidad matrimonial, en el piso de Zurbano que compartía
con su sobrino, le exigía que acudiera con sus hijos, que de lo
contrario no fuera. Cuando ella volvió al colegio para terminar sus
estudios, siempre quería quedarse con sus niños y les ofrecía
galletas. Para Isabel es alguien muy especial. Según ella le debe
muchísimo. Mantuvo contacto con él hasta que murió, sobre el 78.
Alberto
Molinas, aún siendo ateo, siempre mantuvo una excelente relación
con el padre Palomar. Le visitó muchas veces en su casa cuando ya
había dejado el colegio y reconoce que le ayudó mucho. Recuerda
que le comentaba lo fácil que era conseguir una nulidad matrimonial.
Michelangiolo
Villar evoca que el padre Palomar decía que lo importante no era ir
a misa sino comportarse de acuerdo con principios morales, fueran
cristianos o no. Considera que esa amplitud de miras fue muy positiva
para todos nosotros. También fue capellán de la Cruz Roja, según
Miguel Ángel. De él aprendió la única plegaria sentida que sabe,
en italiano, por supuesto:
Dei cari compagni
che con la loro vita arricchirono la
nostra non bisogna dire
con tristezza non ci sono più, ma, con
gratitudine, ci furono!
De los
queridos compañeros que con su vida enriquecieron
la nuestra no hay
que decir con tristeza que ya no están, sino,
con gratitud, estuvieron.
Realmente
es una oración muy apropiada para él mismo, como opina
Michelangiolo. Yo comparto esta idea.
El
padre Palomar es uno de mis profesores con los que ahora, más que
adulto, me hubiera gustado tener una conversación de tú a tú.
El colegio que yo viví, en los 60, no tiene nada que ver con el de los alumnos de los 50, los 70 ó los 80. Es más, mi colegio y el de las chicas compañeras de clase eran como dos colegios distintos porque nuestros anhelos, nuestras vivencias y nuestras percepciones eran totalmente diversos. Nosotros vivíamos para los amigotes, el fútbol, mirar a las chicas y aprobar, no había otras cosas en el mundo. Yendo mucho más allá, podríamos decir que existe un colegio diferente por cada alumno que pasó por él. El colegio de los Panero y el mío eran radicalmente opuestos.