19 abril 2024

Premios Ortega y Gasset y World Press Photo 2024

 

Hospital Nasser (Gaza) 17 de octubre de 2023. Mohammed Salem

 

 

10 abril 2024

Odio a los indiferentes

Antonio Gramsci (1891-1937)

Traducción y preámbulo de Julio Sánchez Mingo

Gramsci, hombre de origen humilde, con problemas de crecimiento y salud desde la niñez seguramente afectado por una tuberculosis osteoarticular, se involucró desde muy joven en política. Pensador, escritor y periodista, fue uno de los intelectuales italianos más destacados del siglo XX. Fundó el Partido Comunista de Italia junto con Amadeo Bordiga. Diputado en 1924, fue confinado y encarcelado por Mussolini en 1926. Por razones de enfermedad, a partir de 1933 fue recluido sucesivamente en distintas clínicas. Primero bajo severo aislamiento y, desde octubre de 1934, en libertad condicional. En abril de 1937 es perdonado pero fallece pocos días después en la clínica Quisisana de Roma, sin haber llegado a disfrutar de la libertad plena.

Es un ejemplo de dignidad y compromiso público, de entrega desinteresada y de oposición a la dictadura fascista, de capacidad de superación y fuerza frente a la adversidad y autor de una extensa bibliografía sobre teoría política, sociología, antropología y lingüística.

 



Odio a los indiferentes. Creo que vivir significa tomar partido. Cualquiera que viva de verdad no puede dejar de ser ciudadano y tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por ello odio a los indiferentes.

La indiferencia es el peso muerto de la historia. La indiferencia actúa poderosamente en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad; es con lo que no se puede contar; es lo que altera los programas, lo que desmonta los planes mejor trazados; es la materia bruta que anula la inteligencia. Lo que sucede, el mal que se cierne sobre todos, es posible porque la gran mayoría de los hombres abdica de su voluntad, permite que se promulguen leyes que sólo unas revueltas podrían derogar, permite que lleguen al poder personas que sólo un motín podría derrocar. Entre el absentismo y la indiferencia, unas pocas manos, no supervisadas por control alguno, tejen la red de la vida colectiva. Las masas lo ignoran, porque les da igual. Y parece ser el destino el que arrasa con todo y con todos, como si la historia no fuera otra cosa que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto del que todos somos víctimas, tanto los que lo desearon como los que no, los que sabían y los que desconocían, quienes habían sido activos y quienes habían sido indiferentes. Ante los hechos, unos se lamentan lastimosamente y otros protestan con dureza, pero nadie, o muy pocos, se preguntan: si yo hubiera cumplido con mi obligación, si hubiera intentado hacer valer mis deseos, ¿habría sucedido lo que aconteció?

Odio a los indiferentes también porque me molestan sus continuas lamentaciones de eternos inocentes. A cada uno de ellos pediría cuentas de cómo realizan la tarea que la vida les ha impuesto y les impone cada día, de lo que hacen y, especialmente, de lo que dejan de hacer. Y creo que puedo ser inexorable, que no tengo que malgastar mi compasión, que no tengo que compartir mis lágrimas con ellos. Me involucro, vivo, siento en las conciencias que me son cercanas la actividad de la ciudad futura que estamos edificando. Y en ella la carga social no reposa sobre unos pocos, todo lo que sucede no es fruto del azar, de la fatalidad, sino que es obra inteligente de los ciudadanos. No hay nadie allí que permanezca en la ventana mirando mientras unos pocos se sacrifican y se desangran. Vivo, me comprometo. Por eso odio a los que no toman partido, odio a los indiferentes.

11 de febrero de 1917

Nota del traductor. Partidista, de partidismo, tiene una connotación negativa en español. Por ello prefiero utilizar el que toma partido, el que se involucra, es decir, en lenguaje coloquial, el que se moja.

04 abril 2024

“Se ha parado la máquina”

Julio Sánchez Migo

 

A Aitor

 

Reuters


Eran ocho y a seis de ellos los engulleron las gélidas aguas —a 8 °C de temperatura, que permiten sobrevivir muy poco tiempo antes de producirse la muerte por hipotermia— de la desembocadura del río Patapsco, que significa remanso en la lengua de los aborígenes, a los que a su vez se tragó, hace ya cientos de años, la codicia colonialista. Ahora ha sido la pulsión clasista y racista la que ha terminado con seis inmigrantes centro y norteamericanos —de Guatemala, Honduras, El Salvador y México—. Trabajaban en condiciones lastimosas, de madrugada, a -1 °C de temperatura ambiente, parcheando los baches de la calzada del ya famoso puente de Baltimore. Una tarea dura, ingrata, inhumana, que los locales nunca aceptarían. Pero la necesidad, la pobreza, la violencia en sus lugares de origen, la búsqueda de un porvenir mas halagüeño para sus hijos, el hacer realidad el sueño gringo, les llevó a estar esa funesta noche sobre esa bella —paradojas de la vida— estructura metálica, en un país que no los quiere, que los rechaza, que los explota, que se aprovecha de ellos. Una mayoría de cuyos ciudadanos aplauden las inhumanas políticas antiinmigración de un individuo que ha demostrado, por activa y por pasiva, ser un delincuente, un peligro para la convivencia entre las personas y la supervivencia del planeta, una amenaza para la paz mundial, que adora el dinero por encima de todas las cosas. A las 01:28:45, hora local del martes 26 de marzo, el portacontenedores Dali, de casi 300 metros de eslora, con problemas intermitentes de propulsión —la máquina se paró dos veces—, sin gobierno, impactó contra uno de los pilares del puente, que colapsó y cuyas secciones centrales se desplomaron cuatro segundos después sobre las aguas y sobre el propio buque y su carga de contenedores.

 

NTSB. Reuters.


Este accidente me trae a la mente algún recuerdo y me suscita varias preguntas.

En el verano de 1978, para aprender lo qué es un barco desde el punto de vista práctico y ganarme unas perrillas, me embarqué en el Durango de Naviera Vizcaína, un petrolero de 19.440 toneladas de peso muerto, 172,16 metros de eslora total, propulsado por un motor Götaverken 760/1300VG8U, con una potencia de 7.250 caballos a un sólo eje, que le permitía mantener una velocidad de 14 nudos. Construido en Bazán Ferrol, entregado en 1958 y vendido a los armadores noruegos Grundstadts Rederi a finales de 1978, se perdió en las costas de Mozambique, en junio de 1982, a causa de una vía de agua. Yo estaba enrolado como alumno de Máquinas, aunque estudiaba Arquitectura Naval, y hacía mis guardias diarias de dos turnos de cuatro horas cada uno. Un día que estaba zascandileando por el puente, de improviso, cesaron el tenue ruido de fondo y la vibración, omnipresentes en cualquier barco. Alguien dijo: “Se ha parado la máquina”. Demudó el semblante de todos y, sin esperar órdenes o instrucciones, cada cual se dirigió a su puesto, incluso los que sesteaban en su correspondiente camarote, libres de servicio. Yo corrí, escaleras abajo, hasta la sala de máquinas. El primer oficial emitió su diagnóstico: ”Ha entrado agua en los cilindros en lugar de combustible. Hay que purgarlos. En Santander habrá habido una filtración en alguno de los depósitos de fuel que nos abastecen”. Y así se hizo. La situación era delicada y preocupante, pues estábamos sin propulsión, y por tanto sin gobierno, a la vista del Cabo de San Vicente, a su Poniente, expuestos a las corrientes que desde el Atlántico desaguan al Mediterráneo por el sumidero del Estrecho de Gibraltar. El momento de arrancar el motor fue de la máxima tensión. El estampido del impacto del aire comprimido contra la cabeza de los pistones es ensordecedor, la sensación es de que se perforan los tímpanos. Entonces no se usaban protectores auditivos. Pistones, bielas, cigüeñal y línea de ejes comenzaron a moverse y, afortunadamente, a la primera inyección de combustible, el motor se puso en marcha y una sonrisa de alivio se dibujó en todos los rostros. Unos magníficos profesionales —casi todos gallegos y vascos, con algún cartagenero incrustado —nos acababan de sacar del atolladero.

 

B/T Durango.


¿Es baja la tasa de accidentes en el tráfico marítimo mundial de mercancías, y en particular en el de contenedores, con buques de máquina desatendida, tripulaciones sobreexplotadas con muy baja cualificación, en su mayor parte originarias de poblaciones muy pobres de países como Bangladesh, Filipinas o Indonesia? ¿Tienen esas tripulaciones capacidad de reacción suficiente para hacer frente a un imprevisto y que no se produzca un accidente que termine en una tragedia humana o medioambiental? Es raro el día en que los noticiarios no nos informan de percances, no tan mediáticos como el de Baltimore o el del Ever Given en 2021 en el Canal de Suez, producidos por la pérdida de propulsión o de gobierno de un buque. Hay que tener en cuenta que la mayor parte de la flota mundial está compuesta por navíos de una sola línea de ejes y un único timón. Cuando su eslora es de 300 metros, ¿no es demasiado forzado el recorrido que efectúan en el remanso del Patapsco los mercantes que, como el Dali, zarpan del terminal Seagirt con rumbo NO, siguen una trayectoria semicircular hasta enfilar hacia el puente Francis Scott Key, para rebasarlo por un angosto canal de navegación de 130 metros de anchura? ¿No deberían hacerlo remolcados hasta el punto en el que ahora desembarcan los prácticos del puerto que dirigen la maniobra, un poco más allá de la estructura desplomada? Obviamente, esta solución es muy segura pero reduce los márgenes de explotación.

 

WJLA TV.


En ocasiones, la calidad de los combustibles deja mucho que desear. ¿Sigue dándose en mayor o menor medida la comercialización fraudulenta de fuel adulterado, que provoca mal funcionamiento de los motores, paradas de máquinas y, a medio plazo, averías?

Muy dura es la vida a bordo. La globalización ha hecho trizas el sector naviero español y nuestras importaciones y exportaciones corren a cargo de buques extranjeros con tripulaciones malpagadas y maltratadas. Queremos mantener nuestro estilo de vida, nuestro consumismo, pero sin pagar gran cosa por él, atesorando productos, y grandes cantidades de ellos, casi sin necesidad, sin sentido alguno. Si es preciso, traemos desde el Lejano Oriente una camisa a ocho euros mejor que a diez, en uno de esos gigantescos portacontenedores que yo llamo de la miseria, pues están alimentados por los últimos eslabones de la cadena fabril y de suministro: cosedoras bangladesíes de finos dedos y marineros tagalos. Todos ellos perciben sueldos de miseria.