28 octubre 2015

La tía buena del colegio, por Julio Sánchez Mingo

La tía buena del colegio

Julio Sánchez Mingo

Octubre 2015


      En mi colegio había una tía buena, una maciza “oficial”, que despertaba la admiración y el deseo entre los “varoncitos” y la envidia entre las compañeras: - “Pues no es para tanto”. Era dos o tres años mayor que yo. Resultado, yo era transparente para ella y ella me resultaba tan lejana e inalcanzable como las actrices que veíamos en el cine. Además, nosotros teníamos nuestros amorcitos de carne y hueso. Menudo vivero había en un colegio mixto ¡en la época de Franco!.
      En verano yo solía ir con mi hermana y algún amigo a la piscina Stella de Arturo Soria, con unas invitaciones que le regalaban a mi padre. Unas muy cuidadas praderas arboladas daban cobijo a un público adulto. Allí no había niños como en la relativamente cercana piscina Formentor. Además el ambiente que se respiraba denotaba que era un lugar para, digamos, aproximaciones entre adultos de costumbres avanzadas. Uno de los asiduos que allí destacaba era Hercules Cortés, por aquel entonces campeón del mundo, eso proclamaban, de lucha libre americana, esa actividad mezcla de gimnasia, circo y teatro. De estatura notable, musculatura de culturista, siempre impregnado de aceite, nunca se sumergía en el agua de la piscina. En ocasiones exhibía sus dotes y fuerza levantando a pulso a alguna señorita cogida por la entrepierna. ¡Todo un espectáculo! También acudían muchos militares americanos de la base de Torrejón. Y allí solía estar ella, la tía buena de mi colegio, por entoces una jovencita de dieciséis o diecisiete años, tomando el sol y luciendo su espléndida figura. ¡Qué sueño de mujer! Pero allí las dueñas del territorio eran las, llamémoslas, starlettes a la búsqueda de sustento o, si se prefiere, muchachas liberales.
      La he visto recientemente, después de tantos años, en la celebración del 75º aniversario de nuestro colegio. Ahora es una atractiva señora de alrededor de 65 años, muy bien conservada. El que tuvo retuvo y guardó para la vejez. Hablé con ella y le recordé los días de verano en la piscina Stella. Se le iluminó la cara. La nostalgia pudo con ella como ahora puede conmigo.
¡Gracias Marilù!

25 octubre 2015

Recuerdos del golfo de Nápoles, por Julio Sánchez Mingo


Recuerdos del golfo de Nápoles

Julio Sánchez Mingo
Enero 2015

A Nadia

La primera vez que estuve en el golfo de Nápoles tenía 15 años recién cumplidos. Estaba veraneando en Gaeta, en la playa de Serapo, a mitad de camino entre Roma y Nápoles, en casa de mi amigo y compañero del colegio Ugo Picazio, con sus padres y sus hermanas.

Un día su madre, una genuina italiana del Meridión, nacida en Pola, ahora Pula, en la península de Istria, que Italia perdió tras la II Guerra Mundial, nos dio dinero para que cogiéramos el tren y nos fuéramos, Ugo y yo, a conocer Nápoles.

Pasamos todo el día pateando la ciudad, nos metimos en los barrios más canallas, el Español entre ellos. A esa edad nos comíamos el mundo.

Volvimos a Gaeta por la noche. Luz, calor y la felicidad de la libertad. Una jornada espléndida.

En otra ocasión, un primo de Ugo, diez o quince años mayos que nosotros, que ya conducía y tenía coche, vino de visita a Gaeta y después nos llevó a pasar unos días a su casa, con sus padres, en San Sebastiano, al pie del Vesubio, que fue alcanzada por la erupción de 1944, durante la II Guerra Mundial. La madre de Ugo vino con nosotros.

                                                                El autor con su amigo Ugo Picazio en el cráter del Vesubio. Agosto 1967

Después subimos con él hasta el cráter del volcán y, posteriormente, visitamos las ruinas de Pompeya y su museo. Me impactó mucho la visión de los cuerpos petrificados por la lava. Como Ugo y yo éramos menores, no nos dejaron entrar en la sala donde conservaban los cuerpos de aquellos a quienes la erupción sorprendió en actividades sexuales y que quedaron conservados para la eternidad en posturas inapropiadas para nuestras calenturientas mentes de adolescentes.

Recorrimos toda la Costiera Amalfitana hasta Amalfi, donde la madre de Ugo localizó a su hermana en la playa, sin necesidad de móviles ni WhatsApp. También visitamos Ravello, llegando hasta Salerno, sin alcanzar Paestum, más al sur.

                                         El autor con Maria Fuscello, la madre de su amigo Ugo, en Pompeya. Agosto 1967

Volví al golfo de Nápoles en 2002, con mi madre, una jovial señora de 85 primaveras. Como le encantaba viajar, la invitaba una vez al año a algún viajecito. El último con ella fue a París, por la Almudena de 2006. Lamentablemente se rompió la cadera en la primavera de 2007 y, para ella, se terminaron los viajes, excepto el veraneo en Altea.

Nos alojamos en Vico Equense, en la penísula Sorrentina, a mitad de camino entre Castellamare di Stabbia y Sorrento, en un hotel, al borde del mar, cuyas habitaciones deben ser alcanzadas por el agua cuando hay temporales fuertes del NO.

Estuvimos en Pompeya y rodeamos, de pueblo en pueblo, la falda del Vesubio. Montaña siniestra, decía ella. Justo un año antes había desaparecido Beatriz, en el Etna.

En una población bastante grande asistimos, a la salida de una notable iglesia barroca, al espectáculo de un cortejo fúnebre muy singular. Coche de caballos negro y muy barroco, como el de Tierno Galván. Los corceles, negros por supuesto, eran ocho. Desfile de plañideras. Los hombres de chaqueta y corbata y las mujeres con velo. Todos de negro. Pensamos que el difunto sería un capo mafioso de la Camorra.

Navegamos hasta Capri, dejando Ischia, al fondo, a estribor. Me resisto a escribir Isquia, no sé por qué. Sin embargo, escribo Milán, Turín o Nápoles cuando lo hago en castellano.

Hicimos la Costiera Amalfitana visitando Positano, Amalfi y Ravello llegando hasta Salerno.

Y alcanzamos Paestum, un lugar mágico, como casi todos los enclaves griegos del sur de Italia, la Magna Grecia.

En el museo admiré il Tuffatore, la pintura de la Antigüedad clásica más "moderna", creo yo, que se puede contemplar. Parece del siglo XX.

Cuando nos despedimos de los empleados del hotel de Vico Equense, todos ellos muy cariñosos con mi madre, le insistían para que volviera en otra ocasión. Yo creo que ella pensaba que, con lo mayor que era y con la cantidad de sitios que hay por el mundo, las posibilidades de volver eran nulas.

De hecho no volvimos nunca. ¡Qué pena!