Emilio
García Delgado. In memoriam
Álvaro
Delgado Gal
Sé que conocí a Emilio en el 57,
cuando cursábamos ambos Materna, pero mentiría si declarase ahora
su rostro, sus trazas o su altura. En realidad, Emilio se empieza a
perfilar para mí más tarde, y no como una silueta que viene del
fondo y se agranda sino como una presencia en la que pongo cosas que
he sabido a medida que pasaba el tiempo, desordenadamente: los ojos
color uva, el pelo rubial, la frente ancha. Me contó su hermano
Carlos, en el velatorio, la versión que había hecho correr Emilio
en su familia. Al parecer, la primera vez que nos vimos nos dimos una
paliza, y después nos hicimos amigos. Es verosímil. Pegarse,
entonces, era como decir “¡hola!”, y los que se saludan diciendo
“¡hola!” se dan después la mano. Aquella España era muy pobre
todavía: desvencijados los autobuses que recogían y devolvían a
sus casas a los escolares, pobres las provisiones de boca que cada
uno llevaba para entretener el hambre durante el recreo (una delicia
no infrecuente era el bocadillo de plátano machacado: la carne se
reservaba para los días de fiesta), pobres los arreos con que nos
echaban a rodar por la calle. Pobres, sí, y, en el caso del Liceo,
rigurosamente reglados por la Administración italiana: grembiule
blanco para los de Materna, luego babi negro o azul, que se abotonaba
por detrás y remataba por arriba en un cuello de hule blanco; y así
hasta los once años. Las chicas, al revés que los chicos,
conservaban el rigor indumentario hasta el último curso, el de
Quarta Liceo. Visto desde un helicóptero, no se habría podido
distinguir nuestro colegio de un orfelinato, con sus pueriles
bandadas, menudas y oscuras, salpicando el patio durante las horas de
asueto. Y allí estaba Emilio y allí estaba yo, o para ser más
exactos, allí estaba García y allí estaba Delgado. Porque nos
conocíamos por los apellidos, reproduciendo las jerarquías
aprendidas en el aula cuando la maestra leía la lista antes de que
empezara la clase, en mala prosodia castellana:
Delgado,
Álvaro
García,
Emilio
Pérez
Lozano, Valeriano
Pérez
Martínez, José Ignacio
La duplicación de apellidos, ideada
por las autoridades docentes para distinguir a los dos Pérez, se
transmitió también al patio de recreo, y Valeriano era Pérez
Lozano y José Ignacio era Pérez Martínez. Emilio, en fin, fue para
mí García hasta muy tarde. No empecé a llamarle “Emilio” hasta
mucho después de habernos hecho realmente amigos, quiero decir, el
tipo de amigos que lo son por algo más que haberse sacudido
previamente la badana. ¿Cuándo ocurrió la amistad, la amistad de
veras? A la vuelta de Terza Media, unos minutos antes de iniciarse
oficialmente el curso siguiente, nos habíamos congregado todos
frente a la puerta de entrada, un día de principios de octubre.
Emilio nos sorprendió mirándonos desde arriba: había dado un
estirón fabuloso y nos llevaba al resto más de una cuarta. Además,
el verano o el esfuerzo de crecer lo habían dejado medio pelón. Ese
es el primer Emilio que recuerdo como una fotografía de verdad, esto
es, no hecha con fragmentos arbitrarios de fotografías dispersas.
Después, no creció más. En Preu, estaba en la media, ni alto ni
bajo. Seguía perdiendo pelo, y apuntaba ya, en el horizonte, el
Emilio joven y después maduro: los ojos claros color uva, una calva
a lo Ramón y Cajal y finalmente la barba bíblica, rubia primero y
después canosa, como tienen que ser las barbas bíblicas. Nos
hicimos irreversiblemente inseparables, copiamos a los siameses, a
los 14-15 años, en Quinto. Primero en compañía de otro Álvaro,
Forqué, y luego solos cuando Forqué empezó a echarse novias y a
tirar por otro lado. Emilio era un hombre fuerte, y muy veloz
corriendo: lo llamaban “el hombre bala”, no el peor mote en un
mundo donde ser cortés se confundía con ser un pringado. Salíamos
con chicas en grupo, que era salir con chicas y a la vez no salir con
ellas. Los de nuestra generación recordarán igualmente lo
previsible de nuestros movimientos, los sábados por la tarde: desde
el cruce de Goya con Alcalá, a la Casa de la Moneda, y al revés.
Volvíamos a casa hacia las nueve y media, después de haber comido
un pastel en Italnova o visto una película en las salas de la margen
derecha, según se baja la calle. Me parece no mentir si digo que
algunos lucíamos corbata y blazer. Tengo también la impresión de
que éramos inimaginablemente castos, aunque quizá esté proyectando
mi caso sobre los de los demás. Cultivábamos nociones voluntariosas
aunque equivocadas sobre la anatomía femenina, extraídas de las
películas toleradas para todos los públicos. Ya en la universidad,
donde cursé Ciencias Físicas, puede descubrir que mis nuevos
compañeros me superaban en la inopia total. Oí una conversación en
que un joven de veinte años disputaba con otro sobre la forma de las
piernas de las mujeres: uno afirmaba que eran cilíndricas, y el
otro, que cónicas. Más que el desconocimiento, me sorprendió el
punto de vista, o si preferís, la perspectiva.
Emilio eligió medicina, como su
hermana Menchu. Y pasado un tiempo, se hizo novio de Nieves, con la
que se casaría terminada la carrera. Yo seguí por ahí rodando, y
un poco perdido. Tengo la sensación de que Emilio me dio a mí más
que yo a él. No me sentía culpable, porque Emilio ha sido enorme,
casi lunáticamente, generoso, y resultaba difícil competir con él.
Fue un hombre inteligente. Fue un buen padre. Fue un buen hijo. Fue
un buen médico. Ser simultáneamente bueno en todas estas cosas es
raro, aunque no absolutamente extraordinario. Lo absolutamente
extraordinario, en Emilio, ha sido la generosidad. Yo he reposado en
él, cada vez que tenía un problema, de forma refleja, como se
reposa en la pierna izquierda o la derecha después de un tropezón.
Ahora que ha muerto, no sé qué hacer. Estoy como el hombre al que
han amputado un miembro que persiste en usar porque sigue haciéndose
a la idea de estar entero. Creo que a esto, los sicólogos, lo
denominan “fase de negación”, o algo parecido. Y sí, ahora me
siento culpable, aunque no acierte a explicarme el motivo a ciencia
cierta. Me quedaban cosas por decirle. Cosas por demostrarle.
Podríamos, dentro de unos años, haber ido a tomar el sol de
invierno a un banco del Retiro, para ver cómo perdían sus últimas
hojas los castaños de India. Podríamos haber hecho lo que teníamos
derecho a hacer, después de tanto tiempo juntos. Y no, no será. Uno
ha corrido demasiado o el otro se ha rezagado. No hemos sabido
igualar el paso, amigo mío, como Dios manda.