29 julio 2022

Perfume de higos y olivos

José Luis Castellano

 


Era el año 1973, un luminoso día de otoño. Yo tenía 16 años. Llegamos con papá a las puertas de una cochería y casa mortuoria de Santos Lugares, en la provincia de Buenos Aires, a primera hora de la tarde. Del baúl sacó un paquete envuelto prolijamente en papel blanco. Me pidió que lo sostuviera unos segundos para ordenar una documentación y me sorprendió lo frágil y liviano que era. Entramos a la casa de servicios fúnebres y entregamos los restos de mi abuelo, recién trasladados del cementerio de Tandil, para que los depositaran junto a su esposa, en la ciudad de Buenos Aires.

Fue el único contacto que ambos tuvimos con aquel hombre, al que ninguno de los dos había conocido…

El fenómeno de la emigración presenta siempre mil caras, comprende siempre mil historias. Historias que, aun enmarcadas en diferentes épocas o escenarios, parten siempre desde un difícil comienzo: no se suele emigrar por placer. Emigración significa distancia; emigración implica desarraigo. Conlleva además otro sentimiento que, en mayor o menor medida, la hace aún menos llevadera: la soledad.

La soledad de dejar atrás en el camino ciertos pilares fundamentales como la familia, la amistad o el hogar, que son los que nos arropan o nos hacen más fuertes ante las adversidades de la vida. Escribía Isabel Allende que “… al emigrar se pierden las muletas que han servido de sostén hasta entonces, y hay que comenzar desde cero. El pasado se borra de un plumazo y a nadie le importa de dónde uno viene o qué ha hecho antes… ”.

Ésta es la apretada síntesis de la historia de mi abuelo Claro Bonifacio Castellano. La titulé Perfume de higos y olivos. En el final, el bebé mencionado de casi tres meses era mi padre. J. L. C.


A finales de la primavera del año 1884, en Cantoria, España, nacía Claro Bonifacio Castellano. Era una época de privaciones y duro trabajo, también de adversidades trágicas, como las inundaciones. Su infancia no entendía de epidemias, catástrofes naturales o magra economía familiar. Así fue que una caña era una espada, una madera un carro y una hoja un barquillo navegando acequia abajo.

Con los años, Claro aprendió a amar las tradiciones de su pueblo. A soportar el sol abrasador del verano andaluz y a apreciar el perfume dulce de los higos, el aroma de las migas, la sombra fresca debajo del olivo, la brisa cálida y el cielo estrellado del Valle del Almanzora. Ya joven, el objetivo de todos los emigrantes era procurarse un buen dinero para fortalecer la economía familiar. Ilusionado con un pronto y exitoso retorno, tomó la decisión de emigrar, dejando las indicaciones necesarias para sobrellevar su ausencia.

Fue así como, apenas terminada la primera década del siglo XX, con algunas pocas ropas envueltas en humilde fardo al hombro, emprendió la gran travesía. Su familia quedaría presente en lo más profundo de su corazón, plasmada en aquel último beso, la lágrima por la mejilla derramada, el pañuelo que lo despedía, la oración que lo seguía y la incertidumbre que lo acompañaba.

En el horizonte se perdían los mástiles de los barcos anclados en el puerto. Mirando la estela luminosa que dejaba la nave, lo invadía la angustia que le oprimía al corazón. Claro dejaba atrás el sol abrasador del verano andaluz, el perfume dulce de los higos, el aroma de las migas, la sombra fresca debajo del olivo, la brisa cálida y el cielo estrellado del Valle del Almanzora.

Ya en la Argentina, se instaló en Tandil, donde organizó una chacra y se casó con Mercedes Cruz, principal protagonista en el escenario de su vida. Los campos que ocupó el matrimonio estaban ubicados en la intersección de la ruta 226 y la ruta 30. La pareja sufrió la pérdida de su hija de 8 años y, luego de varios años de duro trabajo, la llegada de otros hijos atenuaría aquel dolor.

Pronto, otro golpe sacudiría al noble labrador. Por el lugar pasaba la hacienda que iba al remate y muchas veces los arrieros pedían quedarse estacionados con las vacas, uno o dos días, y le pagaban a don Castellano por ese servicio. En una oportunidad irrumpió la policía e identificó la hacienda estacionada como robada. Claro fue detenido y sufrió el oprobio de la cárcel en la localidad de Azul, hasta que fue esclarecido el hecho e identificado el verdadero responsable.

Sin embargo, la adversidad, la vergüenza y su orgullo herido afectaron a su salud. Si el alma de Claro sufría, su cuerpo suplicaba. Así fue que una implacable enfermedad doblegó la salud del labrador y las manos curtidas por el ámbito rural no tuvieron más fuerzas. Lo atacó una neumonía que era la causa más frecuente de muerte en adultos en aquella época. En aquel duro invierno de 1929, Claro Bonifacio entregó a esta tierra su último aliento. Apenas tenía 45 años. Dejó varias herramientas de campo, algunos animales, una viuda desamparada, cuatro hijos tristes y un bebé de casi tres meses con su mismo nombre.

Se llevó consigo el sol abrasador del verano andaluz, el perfume dulce de los higos, el aroma de las migas, la sombra fresca debajo del olivo, la brisa cálida y el cielo estrellado del Valle del Almanzora.

 

22 julio 2022

Tercer clasificado en el VI Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid

Sindedos

Esteban Conde Choya

 

 

Todo el mundo en el pueblo me llama Sindedos, pero muy pocos conocen el verdadero origen de ese apodo. Unos aventuran que me serré los dedos en la carpintería de mi padre, otros que saltaron por los aires cuando jugaba con la pólvora sobrante de los fuegos artificiales, y hasta había quien aseguraba que me los había devorado un cochino cuando sólo era un niño de teta y mi madre me había dejado un rato en la cuna. Hay personas para todo, ¿qué se le va a hacer? Pero la verdad es que las primeras falanges de mis manos las perdí durante la guerra. Recuerdo que cada vez que regresaba al pueblo donde había nacido y volvía a ver el paisaje del monte donde había ocurrido todo, los muñones me escocían. Una noche de febrero, justo la siguiente al intento del golpe de estado en el Parlamento, un poco alegre por el vino que había trasegado en compañía de unos cuantos parroquianos de la taberna del señor Saturnino, se me ocurrió contar lo ocurrido en la carretera vieja que conduce al cementerio. Los ojos de los asistentes parecían brillar con la luz de la incredulidad, y el propio dueño de la cantina, que no había dejado de sonreír durante mi relato, me dijo socarrón mientras golpeaba mi espalda: "Lo que pasa es que a ti te ha envalentonao lo de Tejero, macho."

Sin embargo, y a riesgo de que nadie me llegue a creer, en las líneas que siguen, relato otra vez lo que me ocurrió aquel 21 de julio de 1936, recién declarada nuestra maldita guerra, porque al hacerlo estoy convencido de que cuando termine me sentiré profundamente aliviado. Todo empezó aquella tarde de julio en que media España se convirtió en feroz enemiga de la otra media. Y en mi pueblo pasó lo mismo. Los que juntos habíamos ido a la escuela, los que juntos nos habíamos enamorado, los que juntos habíamos corrido aventuras sin fin en las eras o en el palomar del molino y los que juntos nos habíamos convertido en adultos, de la noche a la mañana estábamos alineados en bandos enemigos. Por tradición familiar yo me quedé en el grupo de los indefensos.

Corrió la voz por el pueblo de que los otros, armados hasta los dientes, recorrían las calles y entraban en nuestras casas para darnos el paseo. La camioneta, el recorrido hasta la tapia del cementerio, la descarga de los fusiles y el luto atroz entre las familias. A unos cuantos les dio tiempo a huir hacia la sierra del norte. Pero al resto ni tiempo nos dio para pensar en ponernos a salvo. Y aquella tarde calurosa de verano dos vecinos, con los que yo había ido a la escuela y jugado de pequeño, irrumpieron en casa y, sin darme tiempo a despedirme de mi mujer —aún estoy oyendo sus gritos y los llantos de nuestra niña—, me sacaron a rastras a la calle. A unos pasos de la puerta de casa aguardaba una camioneta con el motor en marcha. Tengo que decir que al ver el vehículo, no pude retener la orina y me meé en los pantalones. Me obligaron con sus fusiles a subir a la camioneta donde iban otros cinco hombres, todos encogidos de miedo y con la mirada de los corderos que saben adónde los llevan. Allí vi las caras pálidas del Serranillo, del Sordo, del maestro y de dos empleados de la granja de cerdos. Los hombres armados cerraron de golpe la compuerta de la caja de la camioneta dando conmigo en el suelo del vehículo. Mientras intentaba levantarme, la camioneta reanudó la marcha y volví a perder el equilibrio, cayendo esta vez encima del Sordo.

Nos miramos y él no pudo contener las lágrimas. Me senté junto a él e intenté animarlo. A todo esto, mientras la camioneta circulaba por la calle que conducía a las afueras, hasta donde nosotros estábamos no dejaban de llegar los gritos y los llantos de terror que salían de las casas. Los dejamos de oír cuando el vehículo dejó atrás el pueblo y empezó a recorrer los primeros tramos de la carretera vieja del cementerio. Entonces cambié con el maestro unas palabras sobre lo que estaba pasando y él también lloró mientras me decía en voz baja: "Ya ves, hijo, ahora nos toca a nosotros".

Yo le respondí con una seguridad que no era mía: "Yo no voy a morir, señor maestro. No en esta ocasión. Se lo juro.” Yo conocía palmo a palmo aquella carretera. Sabía que el barranco de las zarzamoras se abría en la segunda curva, una curva tan cerrada que la camioneta debía reducir mucho la marcha si no quería salirse de la calzada. Así se lo dije a mis acompañantes y nadie parecía escuchar mis palabras o ninguno era capaz de estar por otra cosa que por la muerte inminente que les esperaba. Por el ventanuco de detrás de la cabina veía a los dos asesinos ir más pendientes de los baches de la descarnada carretera que de la suerte segura que nosotros íbamos a correr. Unos cien metros nos separaban de esa curva. Una vez más les dije infructuosamente a aquellos hombres muertos de miedo que era preferible morir huyendo que caer como ovejas bajo las balas de los mosquetones en las tapias del cementerio. Bajaron los ojos para que no viera en ellos el terror que sentían o para que no me lo contagiaran. Justo en ese momento empezó la camioneta a reducir la marcha. Entonces me despedí de todos ellos, sin recibir respuesta alguna, excepto la del maestro que me dijo entre sollozos: “Reza por todos nosotros.” Lo que ocurrió después duró segundos. La llegada del barranco, la visión de las zarzas, mi salto desde la camioneta, mi cuerpo rodando talud abajo... Y los consiguientes pellizcos de dolor: el arañazo en la nariz de las zarzas, los golpes de las piernas al chocar contra la tierra y las piedras del terraplén. Enseguida dejé que mi cuerpo obedeciera a la inercia, arrastrando en su caída ramas de zarzas, tierra, guijarros… durante un tiempo indeterminado, hasta que se detuvo en una especie de repisa que hacía el terreno. En cuanto a los dolores, ante el instinto perentorio de escapar de la muerte como fuera, habían desaparecido. Las púas de las zarzas, los salientes del áspero relieve, las piedras... Los pinchazos, los hematomas, las múltiples heridas, la sangre caliente chorreándome por todas partes... no eran nada frente al terror de la muerte a tiros. Me limpié la tierra y la sangre mezcladas que nublaban mis ojos para ver dónde estaba. Y descubrí delante de mí en la pequeña pared natural del desnivel un pequeño agujero, una hura de conejo tal vez o de alguna alimaña en el peor de los casos. ¿Qué más daba si me podía servir de escondrijo y posponer al menos la hora de mi muerte? Y empecé, con las ansias y las fuerzas que regala el instinto de la supervivencia, a agrandar con los dedos aquella especie de madriguera. No sé cuánto tiempo estuve empleándome a fondo en aquella operación, pero al fin logré ensanchar el orificio lo suficiente para acurrucarme en él. Y así estaba, cuando escuché una descarga de fusiles, apagada por la distancia pero definida.

Temblé de pies a cabeza al acordarme de los pobres hombres que acababan de morir en las tapias del cementerio. Empeñado como estaba en lograr mi salvación terrena, no me había acordado de rezar por su salvación eterna, que ya la tenían asegurada.

Al instante caí en la cuenta de que yo todavía seguía en peligro. Sin duda, los asesinos, al notar que les faltaba uno, tornarían a por mí. Y volví a temblar de miedo y a mearme en los pantalones mientras oía acercarse el ruido del motor de la camioneta. A los pocos segundos escuché gritar mi nombre en lo alto del talud, al borde de la carretera. Blasfemias. Disparos. Silbidos de balas. Golpes de los proyectiles en las zarzas, en la tierra. Algunos chocaron a unos centímetros de donde yo estaba y arrancaron polvo rojo del suelo. Me acurruqué aún más y recé de un tirón la oración que mi madre me había enseñado de niño, aquella que comienza "Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche ni de día..." Más disparos. Más blasfemias. Más gritos con mi nombre y la afrentosa mención de mi santa madre. Luego el silencio. Después el ruido de la camioneta alejándose. Finalmente, un segundo silencio que jamás había oído. Fue entonces cuando respiré profundamente y descubrí lo que les había ocurrido a mis dedos. Eran de repente más cortos, y la sangre y la tierra se amontonaban en sus extremos, en las que habían sido sus primeras falanges en el brevísimo paréntesis que separa la vida de la muerte. Lo que viví a partir de entonces y hasta mi regreso a casa, sólo lo saben dos personas: el pastor que me llevaba algunos trozos de pan y de queso a los zarzales y mi mujer. Mi hijita no porque creyó que había muerto en las tapias del cementerio.

De acuerdo con lo que dije más arriba, he sentido un gran alivio al contar lo que viví aquel día de julio de 1936. Y sin embargo, cada vez que regreso al pueblo y veo el paisaje del monte donde ocurrió todo, me siguen escociendo los muñones de los dedos.

 

15 julio 2022

Montaña adentro. Un camino a tu interior 

Maricarmen Rizo

Maricarmen Rizo: El volcan Popocatépetl (5.452 m) visto desde el Iztaccíhuatl (5.280 m).

En la montaña todo cambia de un momento a otro: el clima, el camino, los paisajes, tu respiración y, a cada paso, un latido más fuerte del corazón. Durante el ascenso la euforia inicial se va transformando en cansancio, sed, calor, frío, en ocasiones mal de altura, vértigo y llega la lucha interior entre seguir o parar.

Hay ocasiones en que la montaña decide por ti; si la neblina se cierra o nieva, no hay manera de continuar, pero cuando solo se trata de un mayor esfuerzo no siempre es sencillo discernir si falta voluntad o realmente el cuerpo no da más y es momento de dejar a un lado el orgullo para no exponer ni a tu equipo ni a ti mismo, porque hay una diferencia entre valentía e imprudencia.

Todo ello lleva a un análisis profundo de nuestros límites y cuando logras sobreponerte al miedo, la fatiga o las lesiones la recompensa de alcanzar el objetivo es inmensa. La satisfacción de contemplar la majestuosidad de la naturaleza desde kilómetros de altitud sobre el nivel del mar no tiene parangón.

La actividad del senderismo, alpinismo, escalada o excursión, según sea la montaña, es una excelente práctica hacia el autoconocimiento, la reflexión y la superación personal. Las lecciones son muchas y variadas dependiendo de cada vivencia.

Recientemente tuve la oportunidad de subir al Refugio de los 100 (4.780 msnm), situado en las laderas del volcán Iztaccíhuatl en náhuatl: Istaksiwatl, Mujer Blanca, de istak, blanco, y siwatl, mujer, también conocido como Mujer dormida, México, con un equipo solidario y experimentados guías que condujeron nuestros pasos por el camino correcto y nos alentaban cuando veían que lo necesitábamos. A continuación, comparto algo de lo que aprendí no solo para la montaña sino también para la vida.

Carga lo que puedas aguantar y elige bien tu compañía

Es imprescindible llevar mochila pero, como en la vida, a veces cargamos cosas que nos dificultan caminar, que no son necesarias e impiden el ascenso. Por ello, lleva sólo lo que te va a ayudar. Los extras estorban y no es que no lo supongas al momento de equiparte, pero hasta que no te enfrentas a los empinados caminos de una montaña no valoras bien lo que realmente era necesario y qué no.

También elige bien tu compañía, porque como en la vida, es quien te impulsará o desalentará cuando equivocas el camino o el peso es excesivo, que a veces puede ser emocional, por lo que quien te acompaña desempeña un papel trascendental. En nuestro equipo al menos a cuatro personas nos ayudaron con la mochila; en mi caso lo hizo mi compañero de aventuras y de vida, Óscar, quien también me dio confianza y aliento. Nuestra guía y amiga, en algún momento, subió con tres mochilas a cuestas. Sobra decir que la fuerza física y mental de Johana es admirable.

Y, por supuesto, cárgate de mucha energía positiva, de pensamientos optimistas, de autoestima, confianza y prudencia. Para quienes creemos en Dios, también ayuda encomendarte y agradecer por la montaña y lo que ésta nos regala y enseña.

La lengua en el paladar

La respiración correcta es un pilar en el camino. Si no logras controlarla, llega el dolor de caballo1, el aire frío entra en tus pulmones y el jadeo te obliga a detenerte. Un truco que ahí aprendí fue poner la lengua en el paladar, lo que ayuda a oxigenarte adecuadamente. Respirar bien, lo cambia todo. No por nada existen varias técnicas de meditación y antiestrés mediante la inhalación y exhalación en ciertas maneras y posturas.

Solidaridad en la montaña

La hermandad que se genera, desde las faldas hasta las alturas de la montaña, es conmovedora y contagiosa. Los alpinistas que al paso van deseándote buen ascenso o descenso, las sonrisas a pesar del cansancio, los consejos y solidaridad de quienes te vas topando, aunque sea la primera y tal vez la última vez que los veas en tu vida, es increíble. Si a esto le sumas que vas con buenos amigos la experiencia se vuelve inolvidable, las emociones se ponen a flor de piel. Basta ver a una Laura llorando por la emoción para que se te contagie. Sin duda, experiencias que alegran el corazón y fortalecen alma y cuerpo.

Equipo adecuado, valora tu vida

Adentrarte en la montaña no es ir al bosque, por tanto, hay que llevar el equipo adecuado, no escatimar en lo requerido e ir con un guía. Ese día en que tuvimos la experiencia en la Mujer dormida, también celebrábamos los 45 años de uno de nuestros guías. Silenciamos el tradicional canto mexicano de Las mañanitas, justo en el Refugio de los 100, porque nos comentaron que momentos antes un joven de 31 años acababa de resbalar y caer por un voladero. Lamentablemente el accidente fue mortal. Su hermano estaba a unos metros de nosotros llorando mientras intentaba hacer una llamada telefónica. No puedo imaginar el dolor que en esa familia se vivió ese día. Hay ocasiones en que la falta de un equipo adecuado o la imprudencia cobra vidas. En otras es que simplemente tocaba.

Para quienes aman este deporte es un riesgo que se asume.

En la montaña cambia todo, cambias tú.

Nos vemos en la próxima, buena suerte, qué tengas buen camino.

1 El dolor de caballo, como se le conoce coloquialmente en México, es el dolor abdominal transitorio asociado al ejercicio (DATAE). Es un dolor intenso y repentino que aparece en el abdomen. En España se le dice flato.

09 julio 2022

Lo que realmente sucedió

Daniela Amadori

Me mira con sus ojos de un azul indefinido, curvada por el peso del sufrimiento de tantos años.

Siempre fui rubia y esbelta me dice. En su día, a mis diecisiete años, no estaba nada mal, aunque no era consciente de ello.

La creo, he visto muchas fotografías suyas. ¿Por qué, después de tanto tiempo de silencio, se ha decidido a tener esta conversación conmigo?

Aunque lo sucedido marcó mi vida para siempre, ahora, que mi edad madura me lo permite, hablo para dejar cada cosa en su sitio. Sin emoción desmedida, sin rabia. Ya no siento rencor y quiero que se sepa mi verdad. Además, usted es muy joven para recordar... y no tiene prejuicios.

Le sonrío. A lo mejor soy joven para recordar lo acontecido, pero he leído y estudiado mucho para preparar en profundidad esta entrevista.

Empecemos, pues. Cuénteme todo desde su punto de vista —. Comienza a narrar de forma introspectiva y decido interrumpirla lo menos posible.

Estudiaba bachillerato, pero lo que de verdad me gustaba era el violín. Me faltaba poco para diplomarme en este señero y exigente instrumento. Soñaba con dar recitales por todo el mundo, tocar en orquestas internacionales, ser concertino con la Filármónica de Viena en el Musikverein el día de Año Nuevo. A mis padres no les faltaban medios y conocidos para abrirme paso a la fama.

También mi hermano pequeño lo descubrí con posterioridad tenía vena artística. Escribía historias de intriga que ilustraba con impactantes y originales fotografías. Entonces él tenía sólo quince años.

Sin embargo, quien acaparaba la atención y la admiración de toda la familia era mi hermano mayor.

Se refiere a Vittorio, ¿no?

Sí, a Vittorio. Era alto, de mirada profunda y cautivadora, pelo negro con rizos siempre alborotados. Imagino que las chicas que salían con él debían sentit el irrefrenable impulso de atusarle el cabello como si fuera un caniche, que espera recibir mimos y devuelve fidelidad.

Qué suerte tienes”, me decían mis amigas cuando él venía en moto a recogerme al colegio. “Tener en casa un chico tan guapo que te cuida sin necesidad de que tengas que enamorarlo”. Yo me reía, pero también me llenaba de orgullo el hecho de que me lo dijeran. Mis padres lo adoraban. Era su primer hijo, el mayor, el más atractivo, verdaderamente inteligente. “Tomad ejemplo de Vittorio“, nos decían al pequeño y a mí, “él sí que no tiene pájaros en la cabeza, es muy aplicado y buen estudiante y llegará a ser un gran ingeniero. Es el único de vosotros con la cabeza sobre los hombros, nos dará grandes alegrías”. Esto me hacía sentir un poco de pelusa, pero solo un poco.

¿Y Vittorio, cómo reaccionaba? ¿No se sentía incómodo frente a tantos elogios?

No comentaba nada. Era reservado, prudente y esquivo. Yo le juzgaba así. Tenía pocos amigos, muy escogidos. Venían mucho a casa, por la tarde, y se encerraban en su habitación. Decían que tenían mucho que estudiar para los exámenes. No se sabía qué hacían allí dentro, pero él aprobaba los exámenes y ¡con las mejores notas! Era muy bueno, especialmente en Física y Química. No se podía pedir más.

¿Le gustaban sus amigos? ¿Eran amables?

Me gustaba sobre todo uno, Luigi. Era larguirucho y desgarbado, con pelambrera rojiza y de mirada simpática.

Yo soñaba con los ojos abiertos que se percatara de mi existencia, que un día hiciera un aparte conmigo, sin que mi hermano se diera cuenta, y me propusiera salir.

Qué sorpresa me llevé el día en que, cuando él salía del dormitorio de Vittorio, se dirigió a mí por separado. Contuve la respiración imaginando...

Sofia me dijo— necesito que me hagan un favor y he pensado que tú eres la persona adecuada para ello”.

No era lo que yo esperaba pero le respondí con presteza que estaba a su disposición.

Mira —continuó— mi hermana ha tenido una niña, Matilde, y necesita volver a trabajar lo antes posible. Quiere que yo me ocupe del bebé por las tardes, pero tengo que estudiar. Si la traigo aquí, ¿tú podrías mientras tanto cuidar de ella?”.

Su propuesta me enterneció y mi fantasía se desencadenó. Aunque ya no tenía edad de juegos, me imaginé en el papel de mamá con su nueva muñeca. Acepté.

La cría era preciosa, mofletuda y sonriente. La mayor parte del tiempo lo pasaba durmiendo en su carrito o me escuchaba mientras yo practicaba al violín: parecía que le gustaba. A media tarde Luigi se la llevaba al dormitorio de Vittorio para cambiarla, lo quería hacer él, y después me la devolvía para que yo le diera el biberón. A eso de las seis y media se iban, para entregársela a su madre cuando volvía del trabajo. Era una rutina deliciosa.

¿Duró mucho esa rutina?

Cerca de tres meses. Una tarde, con la primavera avanzada y los árboles en flor, Luigi me dijo que su hermana iba a regresar antes. “¿Podrías, después de darle la papilla, llevar a la niña a este sitio, atravesando el parque? Así le da un poco el aire. Es su casa”, me dijo, al mismo tiempo que me daba una nota con una dirección escrita. Aquel papel tenía un extraño olor… el mismo olor que desprendía Luigi cuando cogía a Matilde y se iba.

Yo me sentí muy orgullosa de que me hubiera hecho un encargo de tal responsabilidad. A las cuatro y media, como siempre, Luigi cambió a la cría en la habitación de mi hermano, yo le di el biberón y nos fuimos.

¡Venga, pequeñaja, vamos al parque!”. Matilde seguía mi voz con la mirada y me respondía con simpáticos y continuos gorjeos. Cuando llegué a la dirección indicada en la nota, me encontré frente a un edificio de aspecto decadente. Llamé y me abrió la portera.

¿Es usted Sofia? ¿La chica de Luigi?”.

Enrojecí, pues no me esperaba semejante comentario. Balbuceé: “No, no, solo soy una amiga suya”.

Bueno, bueno, esos no son asuntos míos. En cualquier caso, señorita, la mamá de Matilde no ha vuelto todavía”.

Entonces me voy y se la devuelvo a Luigi”.

No hace falta. Me ha telefoneado diciendo que me puede dejar a la niña aquí”. La miré perpleja. ¿Podía confiar en esa señora? Como si me hubiera leído el pensamiento, añadió: “Si desconfía, puede llamar a su casa y hablar con él. Lo conozco desde que era pequeño”.

Y usted, ¿qué hizo?.

Como no me fiaba, telefoneé. Me dijo que se la dejara a aquella mujer y así lo hice.

¿Recuerda que día era?

Sí. Todavía recuerdo la fecha, porque el día después explotó una bomba en uno de los lugares estratégicos de otra ciudad. Dejó decenas de muertos. Para mí fue una noticia terrible, como tantas otras en aquellos tiempos.

Sin embargo, mi padre estaba muy alterado con el suceso: “Estos malditos terroristas… “, decía. “Ninguna idea política puede justificar un asesinato. En el fondo son unos cobardes, que se juntan para matar porque no saben argumentar y dialogar. Carecen de inteligencia, de cultura y sus padres no han sabido educarles”. En casa nadie le replicaba.

¿Qué sucedió a continuación?

Parecía que nada podía llevar hasta los culpables de aquella tragedia. Pero fue encontrado un trozo de tela de algodón, que, según la opinión de los peritos, podía haber envuelto la bomba o servirle de apoyo. Parecía la sabanita de un carrito de bebé… de un carrito de bebé… Unos días después, a las cinco de la mañana, la policía nos despertó, apuntándonos con sus metralletas. Se llevaron detenido a mi hermano, que no volvió a casa hasta muchos años después. Se demostró que el artefacto había sido fabricado en nuestro domicilio.

Calla. Se abstrae en sus pensamientos, presa de un dolor que todavía la aflige. Yo no interrumpo su ensimismamiento. Al poco vuelve a la conversación y retoma su relato.

Mis padres consumieron todo su patrimonio en ayudar a su querido hijo. Mi carrera y la de mi hermano pequeño se truncaron. Quedamos marcados para siempre. Nadie quería tener relación con alguien que llevara ese apellido. Al final he desarrollado un trabajo modesto y conseguí casarme porque mi marido se enamoró de mí, sin importarle nada mi familia.

¿Volvió a ver a Matilde? —le pregunto a media voz, con delicadeza, pues sé que es un tema difícil de encarar para ella.

No. Afortunadamente, no se encontró entre los restos de la explosión ningún cadáver de niño. Yo no la volví a ver, ni siquiera en el proceso. Juntas, ignorantes de ello, habíamos transportado el explosivo desde el lugar de su producción para entregárselo a las personas encargadas de emplazarlo. Juntas, sin saberlo, habíamos arriesgado la vida.

He odiado a mi hermano muchos años por lo que hizo, por lo que nos hizo y por lo que, sin ningún escrúpulo, me hizo además a mí. Ahora ya no lo aborrezco, pero no quiero ni puedo olvidar. Hay una pregunta que siempre me hago, que me persigue: “Mi pequeña Matilde, ¿dónde estará? Y, ¿realmente se llamará Matilde?”.

Se vuelve hacia mí con un rápido gesto de curiosidad, que contrasta con la tristeza que reflejaban sus ojos un momento antes: Por cierto señorita Muguruza, cuando me ha telefoneado para solicitarme esta entrevista sólo me he quedado con su apellido. Querida, ¿cuál es su nombre?

¡Matilde, señora! ¡Me llamo Matilde!

 

08 julio 2022

Ciò che veramente accadde

Daniela Amadori



La donna mi guarda con i suoi occhi di un azzurro slavato. E’ curva sotto il peso degli anni.

Sono sempre stata bionda” mi dice: “Snella. All’epoca non ero male per i miei 17 anni, ma non me ne accorgevo”.

Non faccio fatica a crederle: di fotografie ne ho viste tante. “Signora, perché dopo tutti questi anni di silenzio, ha scelto proprio questo momento per accordare a me un’intervista?”

Sebbene ciò che è accaduto abbia segnato per sempre la mia vita, solo ora che l’età tarda me lo consente, ne parlo per fissare ogni cosa al suo posto, senza particolari emozioni, senza rabbia, perché ho smesso di portare rancore e perché voglio che si sappia la mia verità. E poi lei è troppo giovane per ricordare… non ha pregiudizi.”

Le sorrido: forse ero giovane per ricordare ciò che accadde, ma ho letto e studiato molto e mi sono preparata bene a questa intervista. “Allora iniziamo. Mi dica le cose dal suo punto di vista!” Inizia a raccontare in modo introspettivo e decido di interromperla il meno possibile.

Studiavo al liceo, ma amavo il violino. Mancava poco per diplomarmi in questo prestigioso strumento. Sognavo concerti in giro per il mondo, partecipazioni in orchestre internazionali: diventare primo violino al Concerto di Capodanno a Vienna… Ai miei genitori i mezzi e le conoscenze per “aprirmi la strada alla celebrità” non mancavano.

Anche il mio fratellino più piccolo, avrei scoperto più tardi, aveva una vena artistica: scriveva storie intriganti, accompagnate da fotografie originali e coinvolgenti, ma a quell’epoca aveva solo 15 anni.

Chi era veramente al centro di tutta l’attenzione e l’ammirazione della famiglia, però, era il fratello maggiore.”

Intende Vittorio?”

Sì! Vittorio: alto, occhi dallo sguardo profondo e accattivante, capelli neri, con i riccioli sempre fuori posto. Tanto che le ragazze che lo incontravano penso avessero l’innato desiderio di affondarci le mani per risistemarglieli come si fa con un barboncino, sperando di riceverne coccole e fedeltà..

-Come sei fortunata! - Dicevano le mie amiche quando veniva a prendermi a scuola in moto. - Avere in casa un così bel ragazzo e non dover aspettare che si innamori perché si prenda cura di te! - Questo mi faceva ridere, ma anche mi riempiva di orgoglio.

Anche i miei genitori lo adoravano: era il primo figlio, quello più bello, quello veramente intelligente: - Prendete esempio da Vittorio! - Dicevano al mio fratellino e a me. - Vittorio sì che non ha grilli per la testa, lui studia seriamente per diventare ingegnere. Lui è l’unico con la testa sul collo, è lui che ci darà le vere soddisfazioni.- Questo mi rendeva un po’ gelosa, ma solo un po’.”

E Vittorio come rispondeva? Non si sentiva a disagio davanti a tutti questi elogi?”

Vittorio non rispondeva: era riservato, prudente, schivo. Almeno così pensavo io.

Aveva pochi amici, selezionati. Venivano spesso a casa nostra nel pomeriggio e si chiudevano in camera sua. Diceva che studiavano per gli esami. Nessuno sapeva realmente cosa e come facessero, ma gli esami li dava, eccome se li dava! E prendeva quasi sempre il massimo dei voti. Era bravo soprattutto in fisica e in chimica. Cosa si poteva chiedere di più?”

A lei piacevano i suoi amici? Erano gentili?”

A me ne piaceva soprattutto uno. Si chiamava Luigi: era allampanato, con una zazzera di capelli rossi ed uno sguardo simpatico.

A volte sognavo ad occhi aperti che si accorgesse di me, che mi prendesse in disparte, senza che mio fratello se ne accorgesse, e mi chiedesse di uscire…

Quale fu la mia sorpresa il giorno in cui davvero, uscendo dalla camera di Vittorio, mi prese in disparte. Avevo il fiato sospeso e immaginavo…

- Sofia - mi disse: - Ho bisogno di un piacere e penso che tu sia la persona ideale per farmelo.-

Non era proprio ciò che mi aspettassi… ma risposi prontamente che ero a sua disposizione.

- Vedi -, continuò: - mia sorella ha avuto una bambina, Matilde, e ha bisogno di tornare a lavorare il prima possibile. Vorrebbe che le tenessi io la piccola, ma, almeno il pomeriggio, io ho bisogno di studiare. Se io la portassi qui, potresti occupartene tu?

Questa richiesta mi intenerì, il mio immaginario si scatenò e, nonostante non avessi più l’età per giocare, mi vidi già nelle vesti di “mamma” con una nuova bambola. Accettai.

La bimba era bellissima, paffuta e sorridente. La più parte del tempo dormiva nella sua carrozzina o mi ascoltava mentre mi esercitavo al violino: pareva le piacesse. A metà pomeriggio Luigi la portava in camera di Vittorio, la voleva cambiare lui, e poi me la riportava perché le dessi il biberon. Verso le 18,30 lo zio riportava la bimba alla mamma che, nel frattempo, tornava dal lavoro. Era una routine deliziosa.

Durò a lungo questa routine?”

Circa tre mesi. La primavera era ormai inoltrata, il tepore si faceva sentire e gli alberi erano in fiore. Luigi mi disse che la sorella avrebbe terminato prima il lavoro, quel pomeriggio: -Potresti, dopo la pappa, uscire con Matilde e, magari passando per il giardino così prende un po’ di aria buona, portarla a qui? E’ dove abita - Presi il foglietto che mi stava porgendo. C’era un indirizzo scritto sopra. Aveva uno strano odore quel biglietto… lo stesso profumo che sentivo sempre addosso a Luigi quando prendeva Matilde e se ne andava.

Mi sentii così fiera che mi avesse chiesto di fare una cosa di tale responsabilità! Alle 16,30 come sempre, Luigi cambiò la piccola in camera di mio fratello, io le diedi la pappa e poi uscii.

- Vieni piccolina! Andiamo al parco! - Matilde seguiva la mia voce e mi rispondeva con tanti deliziosi versetti. Quando giunsi all’indirizzo scritto nel biglietto, vidi un palazzo dall’aria decadente. Suonai e mi aprì la portinaia - Lei è Sofia? La ragazza di Luigi? - Arrossii. Non me l’aspettavo. Balbettai: - Nnnno no, sono solo un’amica! –

- Va bene non sono affari miei! Comunque, signorina, la mamma di Matilde non è ancora rientrata. –

- Allora la riporto da Luigi - dissi. - No, mi ha telefonato dicendo che può lasciare a me la bambina - La guardai perplessa. Potevo veramente fidarmi? Come se mi avesse letto nel pensiero aggiunse: - Se non si fida può chiamare a casa sua e chiedere di Luigi. Lo conosco da quando era piccolo.-“

E lei cosa fece?”

Non mi fidai e telefonai. Mi disse di lasciare la bimba a quella donna. Così feci”.

Ricorda ancora che giorno era?”

Sì! Ricordo ancora la data, perché il giorno dopo scoppiò una bomba in uno dei punti strategici della città. Fece decine di morti. Per me era un fatto di cronaca come tanti altri.

Papà invece non si dava pace: - Questi maledetti terroristi - diceva, - nessuna idea politica può giustificare l’omicidio. In fondo sono dei codardi, che si uniscono per ammazzare perché non sanno parlare. Sono privi di intelligenza, di cultura e hanno avuto genitori che non hanno saputo educarli - In casa nessuno replicava…”

Cosa accadde in seguito?

Sembrava che nulla potesse portare ai colpevoli di quella tragedia, ma poi fu ritrovato un pezzo di stoffa in fibra di cotone e gli esperti dissero che poteva avvolgere la bomba o farne da appoggio. Avrebbe potuto essere il lenzuolino di una carrozzina. Il lenzuolino di una carrozzina…

Dopo qualche giorno, alle 5 del mattino, la polizia ci svegliò con i mitra spianati. Mio fratello fu arrestato e non tornò più a casa per molti, molti anni. Fu dimostrato che la bomba era stata fabbricata in casa nostra.”

Tace come assorta in un pensiero tutto suo, in un dolore che ancora la lacera ed io non riesco ad intervenire. Poi si riprende e continua.

I miei genitori spesero tutti i nostri averi per aiutare quel figlio. La carriera mia e del fratello più piccolo fu rovinata per sempre: nessuno voleva qualcuno con il nostro cognome. Alla fine ho fatto un lavoro modesto e sono riuscita a sposarmi perché mio marito si era innamorato di me aldilà della mia famiglia”.

Ha mai rivisto la piccola Matilde?” Chiedo a mezza voce, con delicatezza, perché so che è un argomento difficile, per lei, da affrontare

No! Fortunatamente nessun cadavere di bimbo fu mai trovato fra i rottami dell’esplosione, ma io non rividi più Matilde, nemmeno durante i processi. Insieme avevamo trasportato l’esplosivo da chi l’aveva prodotto a chi l’aveva posizionato. Insieme, senza saperlo, avevamo rischiato la vita.

Per molti anni ho odiato mio fratello per quello che aveva fatto, per quello che ci aveva fatto, per quello che, senza alcun scrupolo, aveva fatto a me! Ora non più. Ma non posso, non voglio dimenticare e una domanda mi perseguita: la mia piccola Matilde dove sarà? E poi… chissà…si sarà chiamata davvero Matilde?”

Mi guarda con un guizzo di curiosità che supera la tristezza che c’era nei suoi occhi fino a un attimo prima: “A proposito signorina Blanco… quando mi ha telefonato per chiedermi di fare quest’intervista, ho afferrato solo il suo cognome.. Qual è il suo nome cara?”

Matilde signora! Mi chiamo Matilde!”

02 julio 2022

Requiem por la sanidad madrileña

Carmen García Delgado

 


En una entrevista que le hicieron para Diario Médico, publicación gratuita que se ofrecía a los profesionales sanitarios, mi difunto hermano Emilio contaba que en Cantabria existía la costumbre de apartar una vaca para sufragar posibles gastos sanitarios. También, con su ironía habitual, contestó que en sanidad había malos, como en Harry Potter. Ambas afirmaciones son grandes verdades que reflejan la situación que vive la sanidad pública y lo que nos puede llegar a ocurrir.

Hay malos como en Harry Potter que esquilman, degradan y hunden la sanidad pública en pro de intereses espurios, muy alejados del bien común, de la equidad que promueven las políticas del estado de bienestar.

El canto de sirenas neoliberal ha hechizado a muchos de nuestros dirigentes que, además, han visto en la sanidad un negocio muy lucrativo y perdurable. Bien se lo advirtió hace unos años un consejero de Sanidad a los asistentes a un desayuno en el Ritz. La convocatoria del acto rezaba: “Aproveche las oportunidades de negocio para su empresa”

La situación de la sanidad pública madrileña es precaria y caótica, sometida a constantes embestidas privatizadoras y recortes para facilitar su colapso. Veamos algunos ejemplos.

En marzo de 2020, cuando estalló la pandemia, la Consejería de Sanidad cerró treinta y siete Servicios de Urgencias de Atención Primaria, SUAP. Eran servicios próximos al domicilio de los ciudadanos, que prestaban atención urgente cuando el centro de salud estaba cerrado. Los fines de semana, además, ponían tratamientos o realizaban curas prescritas por profesionales de otros niveles asistenciales, garantizando la continuidad asistencial. Sus profesionales fueron trasladados al hospital que se montó en los pabellones de IFEMA (la feria de muestras de Madrid) iniciando así un peregrinaje que perdura a día de hoy.

Tras muchas excusas de mal pagador, como reza el dicho, al fin salen a la luz las aviesas intenciones del gobierno de la Comunidad de Madrid. De de los 37 SUAP que había en marzo de 2020, 20 no volverán a abrir sus puertas y, de los 17 restantes, 7 no tendrán médico, lo que imposibilita que atiendan urgencias extrahospitalarias. Además, se les cambia el nombre y pasan a denominarse Puntos de Atención Continuada, PAC. De un plumazo han eliminado una estructura que, en el año 2019, último del que conocemos datos, atendió a 753.678 pacientes. La falta de un recurso de atención urgente cercana al domicilio implica que la ciudadanía deberá acudir a las urgencias de los hospitales, ya saturadas y próximas al colapso.

Hace unas horas, desdiciendo a su Consejero de Sanidad, la Presidenta de la Comunidad de Madrid ha anunciado que se abrirán paulatinamente todos los SUAP, sin precisar fecha prevista. Sólo ha adelantado que lo harán primero aquellos que estén a mayor distancia de un hospital, lo que supone seguir centrando la asistencia urgente en los recursos hospitalarios con todos los problemas de saturación y colapso que conlleva. ¿Será real algún día la apertura de los SUAP o estamos ante una maniobra de distracción? El tiempo lo dirá.

Entre tanto, el día 23 de junio pasado, el diario El País publicaba un artículo en el que se analizaba la situación de los servicios de urgencias de algunos hospitales de Madrid. Bajo el acertado título de Llega la tormenta perfecta a las urgencias hospitalarias de Madrid: hasta un 50% más de pacientes, menos camas y menos sanitarios, relataba la experiencia de pacientes y profesionales: esperas interminables para ser atendidos, pasillos llenos, profesionales estresados y al límite de sus fuerzas. En el Hospital 12 de Octubre la asistencia a urgencias ha aumentado un 50%, según datos de Amyts, uno de los sindicatos más representativos del sector sanitario El departamento de prensa del centro lo rebaja: “Estamos atendiendo a 700 pacientes al día, frente a los 500 de media habitual en este período… ”. Ese mismo artículo hace referencia a una publicación en Twitter de Mats, otro sindicato del sector, que recoge la situación del servicio de urgencias del Hospital Ramón y Cajal: 71 pacientes esperando para triaje.

Médicas de otro hospital manifiestan que la espera de urgencias en su centro, tanto de día como de noche, son seis o siete horas; los mismos efectivos que había en 2008 tienen que atender un mayor número de pacientes en 2022 y como ellas mismas dicen: “Ves el Zendal cerrado, casi sin pacientes”. Pero esto es harina de otro costal.

La Consejería de Sanidad admite que se está viviendo más frecuentación en urgencias, es decir, que acuden más pacientes, y añade que la mayoría de los pacientes no requieren ingreso. En mi opinión está claro lo que ocurre: ante el cierre de los SUAP, están acudiendo a los servicios de urgencias hospitalarias pacientes que podrían haber sido tratados en menor tiempo en estos centros que se han cerrado. Las urgencias hospitalarias no estarían colapsadas, los pacientes esperarían menos y los profesionales no se verían abocados a hacer frente a una elevadísima demanda asistencial. Todos, ciudadanos y profesionales, saldríamos beneficiados.

Ante la pregunta que formulan los autores del artículo “¿Cree la Consejería de Sanidad que el hecho de tener cerrados 37 SUAP desde hace dos años provoca esta tensión en las Urgencias?”, ningún portavoz responde.

Pero no sólo se cierran los SUAP, ante la falta de médicos para cubrir todos los recursos móviles de emergencia, las conocidas como UVIs móviles, se crea otro llamado Soporte Vital Avanzado de Enfermería, SVAE, que no es más que una UVI sin médico.

Por otra parte, ya se ha anunciado que algunos centros de salud no tendrán médico, de momento en verano, ante la imposibilidad de encontrar suplentes.

Lo que no dicen es que han despedido a 6.000 sanitarios con el llamado contrato COVID, contrato de refuerzo creado para hacer frente a la pandemia.

¿Será por falta de dinero? No lo parece si tenemos en cuenta los gastos millonarios, los enormes sobrecostes que comportó la construcción de una estructura megalómana e inútil como el Hospital de Emergencias Enfermera Isabel Zendal, más conocido como el Zendal. O el escandaloso beneficio que dejan los pacientes de la sanidad pública al ir a la privada al amparo de la libre elección: 263 millones de euros para la Fundación Jiménez Díaz entre 2015 y 2021, según El País de 16 de junio de 2022.

¿Y qué repercusión tienen estas medidas? Lo hemos podido deducir de párrafos anteriores: una asistencia sanitaria de menor calidad, urgencias saturadas y colapsadas, listas de espera astronómicas… en definitiva, consecuencias directas sobre nuestra salud, en plena pandemia además.

Todo apunta a que se va perfilando un sistema en el que la calidad de la atención que recibes va en consonancia con la cantidad de dinero que puedes pagar por ella. Se potencia la sanidad privada, que no es ajena a muchos de los problemas que tiene la pública, en detrimento del sistema público de salud. Se pierde un bien social y de enorme poder redistributivo en aras de un sistema desigual.

Tal vez debamos ir pensando en guardar una vaca por si acaso, como se hacía en Cantabria.

Carmen García Delgado es médico internista.