23 diciembre 2022

Unas Navidades con impronta

Daniela Amadori

Traducción del italiano de Julio Sánchez Mingo


Navidades: luces centelleantes, árboles adornados, regalos envueltos en papel brillante, mesas engalanadas para acoger reuniones familiares y, para algunos, la misa más tradicional del año, la misa de gallo a medianoche.

No se celebraban así decía mi madre a su nieta. No era así en mi niñez, en tiempos de guerra.

¿Qué guerra? —preguntaba Silvia, que suponía que dominaba toda la historia contemporánea desde la perspectiva de sus once años. —¿La Gran Guerra?

No. Entonces yo aún no había nacido. Yo fui niña en la II Guerra Mundial.

¿Y cómo se celebraba, cómo era? ¡Cuenta, abuela, cuenta!

En aquellos tiempos, donde yo vivía, los árboles estaban en la huerta, no en casa. Se montaba el belén, aunque muy pobre y sencillo. La comida estaba racionada y la electricidad era tan cara que no se podía malgastar. Con la primera oscuridad se apagaba la luz y se cubrían las ventanas para que los aviones enemigos no localizaran blancos que bombardear. Cada noche, siempre a la misma hora, sobre nuestras cabezas sobrevolaba uno al que apodamos Pippo. Cuando oíamos su zumbido aproximarse en la lejanía, ya fuera por miedo, por costumbre o por un juego inconsciente propio de nuestros edad, corríamos a guarecernos bajo la maciza mesa de la cocina, de tablero de mármol y recias patas de madera. Por aquel entonces no se hacían regalos especiales. Si tenías la suerte de ser el hijo mayor te podía caer un par de zapatos nuevo, tras meses de suplicio por utilizar un obligado número de menos. Eso sí, ni soñar con que fuera de la talla apropiada. Siempre eran zapatos crecederos; total, íbamos a estirar. Los pequeños heredábamos la ropa y el calzado de los mayores. Estos eran los regalos de Navidad, que eran para el invierno, y los de Pascua, para el verano. Nos sentíamos unos privilegiados porque, al vivir en el campo, teníamos, de más, la comida que mi padre cultivaba él ya era viejo para ir al frente y que mi madre escondía, muy bien camuflada, en una oquedad excavada en la roca. Aquel año, el día de Nochebuena, mi madre encargó una serie de tareas a todos y cada uno de nosotros. Las mayores tenían que arreglar y limpiar las alcobas, cambiar las sábanas y cargar las estufas sin escatimar leña, por una noche. Yo tenía que ayudarla en la cocina, amasando huevos y harina para hacer pasta, al mismo tiempo que enseñaba a mi hermana María, que ya había alcanzado la edad adecuada para aprender esa labor. Mi hermano hubo de sentarse en el patio con el capón entre las piernas con el pescuezo ya retorcido y desplumarlo. Sólo la más pequeña pudo zascandilear libremente, aunque sin distraer al resto, especialmente a mi madre que se ocupaba de cocinar para que todo estuviera en su punto. Daba gusto aquel follón que transmitía un ambiente de gran expectación. La cena fue muy frugal, pues, al no celebrarse la misa de gallo por el toque de queda, había que ayunar para la eucaristía de la mañana siguiente. Habitualmente, antes de ir a dormir, mi padre encendía la radio. Escuchábamos un poco de música y Radio Londres, si lograba sintonizarla.

Silvia asentía, atenta y compungida, como si fuera conocedora de lo que escuchaba. De niños, al resto de nosotros nos fascinaba este relato.

Mi madre continuaba:

Era Nochebuena. Después de cubrir las ventanas y apagar las luces, mi padre nos reunió a su alrededor y encendió un cabo de vela. No recuerdo que nos estaba contando, pues con la mirada fija en la llama titilante y las sombras que se proyectaban en la pared, yo me estaba adormilando. En ese momento escuchamos el lejano zumbido de Pippo. Mi padre apagó la vela y empujando suavemente a la pequeña ordenó: “Venga, todos bajo la mesa”. Era lo habitual, algo sin importancia, algo divertido. Pero aquella noche no fue así. Pippo frenó, el zumbido se convirtió en un rugido ensordecedor, se oyó un silbido y después un estruendo seguido de una luz cegadora que traspasó las cortinas oscuras al tiempo que las ventanas reventaban y se hacían añicos. La bomba había caído en la huerta, dañando el tejado de la casa que, a pesar de la explosión, no se hundió. Cuando se hizo el silencio de la noche, se sintió crepitar la casa por unos instantes al asentarse la estructura. Tras el miedo sufrido, mi padre encendió la vela y mi madre contó a sus hijos como hace una gallina clueca con sus polluelos. Entonces la pequeña, con los ojos como platos ante lo desconocido y con expresión estentórea acorde a su edad gritó: “¡Mirar pared!”. Frente a nosotros, un baldosín blanco de la cocina se había agrietado de tal forma que las fisuras componían una figura que semejaba un hombre postrado.

Aquella loseta me impactó igual que los recuerdos de mi abuela, primero, y los de mi madre y mis tías, después. El tejado fue reparado, reforzándolo con elementos metálicos, y la vivienda rehabilitada. Aguantó hasta el terremoto del Friuli del 76, que obligó a los abuelos a dejarla. Se vendió y fue reformada en profundidad.

Ahora que soy mayor he querido transitar los caminos de mi memoria. Vivo sola. Silvia tiene que recorrer sus propios trayectos vitales. He llamado al timbre y he expresado mi deseo de visitar la casa. Me han hecho pasar. La que fue morada de mis abuelos es ahora un centro de acogida. La cocina es un despacho. He entrado un poco decepcionada. Pero allí, en mitad de la pared, hay un solitario elemento: el baldosín blanco. Miro con cara de sorpresa a la amable empleada que me atiende. Ella, intuyendo mi pregunta que no llego a expresar, me dice:

¿Sabe? Cuando se empezaron los trabajos de remodelación, los operarios nos dijeron que se trataba de un vestigio histórico. ¿Quiere que le cuente?

Asiento con una sonrisa y, mientras ella comienza su narración, pienso lo extraña que es la vida. Todos los protagonistas de aquel suceso ya no están, pero el testigo mudo de aquella noche los mantiene vivos para siempre. ¿Será ello la eternidad?

 

 

Un Natale per sempre

Daniela Amadori

 

Panada friulana.

Natale: sfavillio di luci, alberi addobbati a festa, regali impacchettati in carte scintillanti, tavole imbandite che aspettano riunioni familiari e, per alcuni, la Messa più tradizionale dell’anno, quella di mezzanotte.

- Non così! Non così! - raccontava mia mamma alla nipotina: - Non così, per noi bambini, in tempo di guerra.

- Quale guerra? - chiedeva Silvia che, dall’altezza dei suoi 11 anni, credeva di sapere tutto di storia contemporanea. - La Grande Guerra?

- No! In quella non ero nata. Io ero bambina nella Seconda Guerra Mondiale.

- E allora Nonna? Racconta!.

- A quei tempi, dove abitavo io, gli alberi erano fuori, non in casa. Si usava il Presepe, anche se semplice e povero. Il cibo era razionato, l’elettricità troppo costosa per sprecarla e al primo buio si doveva spegnere la luce e coprire le finestre, affinché gli aerei nemici non riconoscessero obiettivi da bombardare. Sul nostro cielo, ogni sera, sempre alla stessa ora, ne passava uno che avevamo soprannominato Pippo. Se ne sentiva il rombo da lontano e un po’ per paura, un po’ per abitudine e forse un po’ per gioco incosciente dell’età… ci nascondevamo sotto il tavolo della cucina. Quello in legno robusto con il piano di marmo. In quegli anni non c’erano doni speciali… Se avevi la fortuna di essere il figlio maggiore, forse potevi ritrovarti con un paio di scarpe nuovo dopo mesi di dolore per un forzato numero in meno. Non pensare che, comunque, le scarpe appena acquistate fossero di giusta misura, erano sempre almeno di una taglia in più: perché tanto saresti cresciuto! Ai più piccoli passavano di mano in mano gli abiti e le scarpe dei più grandi e questi erano i doni del Natale, per l’inverno, e della Pasqua, per l’estate. Noi ci sentivamo fortunati, perché, vivendo in campagna, avevamo del cibo in più coltivato da papà ormai troppo vecchio per la guerra e nascosto da mamma in una strana cantina scavata nella roccia e ben nascosta… Quell’anno, il giorno della vigilia, mamma diede a ciascuno di noi dei compiti. Le più grandi dovevano occuparsi delle camere da letto, pulirle, cambiare le lenzuola e, per una notte, preparare le stufe senza lesinare la legna. Io dovevo aiutarla in cucina, impastando le uova e la farina per fare la pasta, insegnando a farlo anche a mia sorella Maria, che aveva raggiunto l’età giusta… Mio fratello avrebbe dovuto sedersi nel cortile con il cappone, dal collo tirato, fra le gambe, e spennarlo. Solo la più piccolina poteva trastullarsi liberamente, ma senza disturbare il lavoro degli altri, soprattutto quello di mia mamma che consisteva nel cuocere tutto a puntino. Era una gioia per noi tutto quel trambusto che creava un clima di attesa… Alla fine della giornata, il pasto era frugale perché, non essendoci la Messa notturna a causa del coprifuoco, ci si doveva preparare alla Celebrazione del mattino dopo digiunando. Prima di andare a dormire, solitamente, papà accendeva la radio, si sentiva un po’ di musica e, quando si riusciva a captarla, Radio Londra.

Silvia annuiva, attenta e compunta, quasi fosse realmente consapevole di ciò che stava ascoltando. D’altra parte tutti noi, da ragazzi, eravamo rimasti affascinati da questo racconto… Mamma intanto continuava:

- Quella sera però era la vigilia di Natale e dopo aver fatto coprire le finestre e spegnere le luci, papà ci radunò attorno a sé accendendo un mozzicone di candela. Stava raccontando una storia, ma non ricordo quale perché, fissando la fiammella tremolante e le ombre sul muro, stavo per assopirmi. Fu allora che sentimmo il rombo lontano di Pippo. “Forza! Sotto il tavolo!”, ingiunse papà spegnendo la candela e sospingendo dolcemente la più piccola. Era cosa di sempre, era cosa da niente, era cosa giocosa… ma quella sera no! Pippo rallentò, il rombo fu assordante, e nel rombo quasi un sibilo e poi un boato e una luce accecante che trapassò le tende scure quando frantumò le finestre. La bomba era caduta nell’orto, danneggiando il tetto della casa che comunque aveva retto. Quando tutto finì si sentì ancora un piccolo rumore, quasi un cigolio e infine, dopo la grande paura, papà accese la candela e mamma contò i suoi figli come fa una chioccia con i suoi pulcini. In quel momento, la piccola, con occhi spalancati sull’ignoto e linguaggio stentoreo tipico dell’età esclamò: “Bada muro!”.

- Davanti a noi, una piastrella bianca della cucina, si era crepata lasciando impressa una figura simile ad un uomo prostrato.

Mi hanno sempre colpita quella piastrella e i ricordi di mia nonna prima e di mia mamma e delle zie dopo… Il tetto fu aggiustato legandolo con il metallo e la casa, rimessa in sesto, resse fino al terremoto degli anni Settanta, poi i nonni dovettero andarsene, la casa cambiò di proprietà e fu ristrutturata.

Ora che sono vecchia, ho voluto tornare in un percorso della memoria… Sono sola, Silvia ormai ha altre strade da percorrere… Ho suonato il campanello, ho spiegato il desiderio di visitare la casa e mi hanno fatta entrare. C’è un centro di accoglienza dove prima c’era la casa dei nonni. La cucina è un ufficio. Sono entrata un po’ delusa, ma là, al centro della parete, solitario elemento sopra un muro vuoto, c’è la piastrella bianca.

Guardo stupita la gentile impiegata: - Sa… - mi dice intuendo la mia domanda inespressa. - Quando abbiamo iniziato i lavori, gli operai ci hanno detto che quello era un pezzo di Storia… Desidera che gliela racconti?

Le rispondo con un sorriso e mentre lei inizia a parlare, io penso a quanto sia strana la vita… Tutti i protagonisti di quel racconto non ci sono più, ma la testimone silente di quella notte continua a tenerli vivi. Sarà questa l’eternità?

16 diciembre 2022

Fútbol

Julio Sánchez Mingo

A los compinches


El fútbol es un juego que nos permite disfrutar dando patadas a un balón. También un deporte cuya práctica nos mantiene en forma. En el Madrid de mi infancia y adolescencia, una ciudad con pocos automóviles, plagada de descampados, cualquier lugar era bueno para darle puntapiés a una pelota. Se jugaba frecuentemente en la calzada de las calles. Al grito de: “¡Coche!”, la despejábamos para dar paso al correspondiente e inoportuno vehículo. Incluso una acera estrecha, como la de Cristobal Bordiú colindante con la tapia de nuestro colegio, se convertía en una cancha para darle a la bola, hecha por nosotros con papel, trapos o cualquier otro material de desecho. La cantidad de horas que habremos echado el bueno de Cesítar y yo después de comer no teníamos clase por las tardes pero sí los sábados por la mañana—, él en su portería formada con dos pedruscos y yo bombardeándolo a pelotazos. En nuestros dos últimos años de escolaridad, algunos días de la semana teníamos libre la última hora de lecciones. Unos cuantos compinches aprovechábamos para ir a jugar en la amplia acera del paseo de la Castellana, entonces avenida del Generalísimo, frente a la fachada este del mastodóntico edificio gris de granito de los Nuevos Ministerios. Si llovía, trasladábamos el terreno de juego a las arquerías que cierran ese enorme recinto administrativo. Los guardas jurados de traje de basto paño, banda de cuero y sombrero de ala ancha no nos permitían dedicarnos a nuestro entretenimiento preferido en los jardines interiores de esa gigantesca manzana. Para llegar a nuestro estadio, atravesábamos el ministerio de Trabajo, por unos pasillos atestados de funcionarios y ordenanzas de uniforme botando el esférico, como le dicen los cronistas deportivoso rodeábamos por la plaza de San Juan de la Cruz. Para los anales ha quedado la histórica jornada del 15 de mayo de 1965, festividad de San Isidro, cuando el glorioso equipo de II Media, el nuestro, dio cumplida cuenta de los conjuntos de los pequeños de I Media y de los mayores de III Media, en un prado contiguo al monasterio del Paular. Nunca, hasta entonces, habíamos jugado sobre hierba, algo inaudito para unos esforzados deportistas acostumbrados a descarnarnos las rodillas en campos de tierra, aceras de baldosas y en el antipático asfalto. Estuvimos todo el día dándole a la redonda, como la denominaba Di Stéfano, que en la entrada de su casa tenía un monumento a tan universal objeto.

El Paular, 15 de mayo de 1965.

Sin embargo, el fútbol profesional es otra cosa. Ante todo, un negocio que mueve mucho dinero, donde todo son intereses económicos. Como botón de muestra vale la gigantesca inversión efectuada para la Copa del Mundo de Catar, un estado feudal regido por una monarquía confesional dictatorial, donde, al parecer, ha habido cientos o, incluso, miles de muertos, nunca se sabrá, en las obras de construcción de estadios e infraestructuras. Es un planeta donde confluyen jugadores multimillonarios de infinita soberbia, muchos de ellos tan ignorantes que casi no saben ni expresarse, fatuos entrenadores cuyo discurso quiere imitar el de un docto profesor de universidad, nacionalismo, racismo y violencia siempre latentes, con acuchillamientos a la entrada o salida de los campos, apedreamientos al autobús del equipo adversario, enfrentamientos entre hinchadas rivales, vandalismo callejero tras la victoria del propio equipo, como hace unos días en Bruselas, tras la victoria de Marruecos sobre Bélgica. Incluso, una vieja gloria como Samuel Eto’o agredió la semana pasada a un aficionado que lo estaba filmando con su cámara de vídeo y que, supuestamente, le había llamado negro de mierda, al mismo tiempo que lo invitaba a volverse a su plantación de bananas. No olvidemos las tragedias de Hillsborough y Heysel, con 97 y 39 víctimas mortales, respectivamente. Detrás de todo ello, directivos, responsables políticos y medios de comunicación azuzan las pulsiones y miserias humanas hasta que se llega a situaciones y hechos absolutamente inaceptables. Las administraciones públicas miman esta actividad, a la que dan prioridad sobre otras más necesarias y beneficiosas para la sociedad. Antes un estadio el Bernabéu se llena cada dos semanas, que una escuela, abarrotada de lunes a viernes, donde también los chavales socializan y hacen ejercicio y deporte los sábados por la mañana, a pesar de que muchos padres energúmenos enrarecen el ambiente y se ponen violentos por animar a sus niños.

Acceso al campo de fútbol del colegio Santa María del Pilar de Madrid.

En Catar se han construido recintos deportivos faraónicos para utilizarlos cuatro semanas y se aprovecha la estulticia humana de los forofos para cobrarles 200 euros por noche por dormir en un contenedor, amén del sangrado del coste del billete de avión hasta Oriente Medio.

Y lo llamativo del caso es que todo está basado en un juego, en algo caprichoso de resultado incierto.

09 diciembre 2022

Cajitas

Roberto Omar Román


A Leonardo Picazio

 


Vi al extraño viejo en la acera de enfrente, cuando nos detuvimos a escuchar la erudita exposición del guía acerca de un montón de rocas enmohecidas. Vestigios de no recuerdo que bárbara y gloriosa civilización.

Amigos que habían visitado Turquía me auguraron una inolvidable luna de miel y, bromistas, me advirtieron del inminente encuentro con embaucadores hablando de cosas tan disímbolas como lagos con cisnes color ámbar y arco iris de cuarzo. Por lo que al ver a ese anciano de turbante, cubierto con un blanquísimo taparrabo, soslayé la posibilidad de que alguien intentara convencerme de que el hombre estaba sentado sobre una alfombra voladora, y las cajitas de colores que apilaba con esmero frente a él, contenían un sortilegio.

Calculé no menos de cien años reunidos en aquel cuerpo, esquelético y de un bronceado tan uniforme que envidiaría cualquier escandinavo. El alegre mirar de sus ojos aceitunados, similar al tono mohoso de las ruinas, contrastaba, rebosante de juventud, en esa cara zurcida de vejez, en donde juzgué imposible dar cabida a una arruga más.

Carraspeé del modo en que Cristina y yo habíamos convenido para llamarnos tácitamente cuando nos encontrábamos con otras personas. Sin embargo, ella estaba tan arrobada escuchando la disertación del guía que no logré captar su atención ni con los siguientes carraspeos.

Decidido a no perder la oportunidad de conocer el contenido de aquellas cajitas, que me recordaron los cubos que el abuelo nos daba al nieto que adivinara los puntos de sus caras, me separé del grupo y crucé la calle acosado por el calor pertinaz, sintiendo la fatiga de haber caminado durante años para alcanzar la acera.

Me planté, autoritario e inquisitivo ante el nativo, suponiendo que estaría habituado a suscitar la curiosidad de los extranjeros. Sin inmutarse, él continuó con el meticuloso acomodo de las cajitas. Sus labios, apenas perceptibles de tan finos, emitían un rítmico y enigmático bisbiseo. Repetí el intencional tosido con la esperanza de denotar mi presencia. El viejo me miró complaciente, como si me conociera, y con un ademán dadivoso me ofreció una de las cajitas. Una color plomo que justo se disponía a colocar en la cima de la pirámide.

No necesité verlo sonreír; sus ojos destellaron la sincera bondad de una criatura. Subyugado, le extendí unas monedas que rechazó con igual benevolencia. Desconcertado, sólo atiné a gesticular mi gratitud oprimiendo en mi pecho la cajita. Él, en cambio, inclinando la cabeza me dirigió algunas palabras en su lengua incomprensible.

Me reuní con el grupo luego de ocultar mi obsequio bajo la camisa, doblemente agradecido por haber evadido parte de aquella pedante cátedra de arqueología.


De regreso al hotel, recostado en la cama, escuché sin mucho ánimo a Cristina desde la ducha hablar maravillas sobre aquellas rocas milenarias. Con la curiosidad y el calor derritiéndome, aproveché ese momento para abrir mi cajita. En el fondo estaba marcado con color carmesí un impecable 97. Decepcionado del simple descubrimiento, la guardé en mi estuche de afeitar, dispuesto a omitir el suceso y evitar la burla de Cristina; cuya voz comencé a percibir distorsionada bajo el chorro de la regadera.

Dormité.

No sé cuánto tiempo pasó antes de escuchar cómo se abría la puerta del baño, porque experimenté la misma sensación de lentitud y cansancio de cuando crucé la calle para llegar al viejo de las cajitas. La voz de Cristina sonaba pastosa, lejana:

... y te digo que, lo que más me impresionó del recorrido, fue cuando el guía nos contó que en esas ruinas vivió un pueblo de longevos y poderosos hechiceros, que obsequiaban cajitas de maldición para envejecer a los extranjeros, marcando la edad en el fondo...

Abrí los ojos con dificultad sin poder creer lo que veía: Cristina desnuda, irreconocible, se pasaba la toalla por un cuerpo macilento, envejecido.

Loco de terror palpé los flácidos pliegues de mis manos.

02 diciembre 2022

Los guateques

Pedro Navazo

                                                                    Quiero recordar

                                                                    el último guateque,

                                                                    que entre sombras se me pierde,

                                                                    casi deja de sonar...

                                                                    Laredo

 


Uno de aquellos recuerdos que fluyen de tiempos de juventud, y que hoy nos hacen reír, lamentar y… sufrir, son aquellos guateques robados en un local a salvo de los padres donde alojar, como mínimo, a cinco o seis parejas, que, a eso de las seis y media de la tarde de un sábado o un domingo—, organizaba algún anfitrión que tuviera, también, un tocadiscos. Algo que en aquellos tiempos no todos nos lo podíamos permitir, ya que costaba alrededor de tres mil pesetas.

Debido a la educación sexista de entonces, que nos mantenía alejados de ellas, sin posibilidad de relacionarnos, la novedad de los guateques hizo que las chicas, de ser invisibles o las insoportables amigas de nuestras hermanas, pasaran a ser un fascinante motivo de atención, una irresistible atracción, un misterio irresoluble pero constante, una necesidad de acercarnos a esa incógnita y desvelarla.

En los guateques, con la complicidad de un ambiente cuidadosamente estudiado oscuridad medida para ocultar nuestras vergüenzas, música lenta y el elixir de los combinados, baratos, pero eficaces, que preparábamos muchos de aquella generación de los sesenta no solo nos rompíamos las caderas bailando, con más o menos estilo y gracia, el twist, el baile de moda entonces, que no había joven que no lo bailara. sino que también nos adentrábamos en senderos nuevos de curiosidad y dudoso placer: los primeros bailes agarrados, rozando cuerpos con cuerpos; manos que se afanaban en abrir cárceles bien cerradas; bocas pegadas, sin camino que seguir; primeras caricias, torpes, después de derribar murallas de vergüenza y desconfianza; confesiones de amor, castas, paradas en seco por un no dicho sin mucho convencimiento, que te dejaban una luz a la esperanza; metro cuadrado pisoteado una y otra vez, en un giro interminable.

Aunque también es verdad que no todos eran los que triunfaban: los más nos quedábamos con el desaliento de no haber conseguido lo deseado, y no nos quedaba otra que conformarnos con pensar en lo que podía haber sido y no fue, y con la esperanza de alcanzar, la semana siguiente, no se sabía bien si el cielo o el infierno:

La meta estaba cercana y a la espera de cruzarla.

25 noviembre 2022

Mis ferreteras

Julio Sánchez Mingo


Cierra la ferretería del barrio, mi ferretería, la ferretería de las hermanas Molina, en Doctor Esquerdo.

El goteo de clausuras de tiendas tradicionales en Madrid es imparable. La ciudad va perdiendo su identidad, su esencia, se altera su paisaje urbano, y, sin darnos cuenta, de la noche a la mañana, nos encontramos en un espacio desconocido, donde reaperturas y cierres se suceden a velocidad de vértigo, con un saldo negativo: cada vez hay más espacios vacíos, disponibles. Con ello, poco a poco, se va yendo algo de nosotros mismos. Son acontecimientos que nos golpean, dolorosos en ocasiones y algunos nos tocan muy de cerca. El año pasado tuvo que bajar la persiana Casa Alsina, que empezó como una pequeña fábrica de medallas y se convirtió en unos de los lugares de referencia en España para comprar ornamentos, artículos y objetos religiosos, con producción propia y talleres de imaginería y orfebrería. Lo fundó mi bisabuelo José Alsina Mascibí, un emprendedor de origen catalán, el padre de mi abuela materna, donde ella trabajó hasta casarse. El negocio se estableció primero en la calle de Toledo y después, en 1886, se trasladó a Bordadores, frente a la portada de la fachada principal en desuso, se entra por Arenal de la iglesia de San Ginés.

Tres factores son los que fomentan la pérdida de nuestro comercio tradicional: las jubilaciones sin reemplazo familiar, la compra por Internet y los alquileres de los locales que poco a poco se han ido poniendo por las nubes. Por estas razones sólo se abren bares y otros establecimientos de hostelería, que son negocios de mucho margen, alta rotación, stocks de un día y personal nada calificado con salarios de miseria, a pesar de lo cual, muchos de ellos duran menos que un caramelo a la puerta de un colegio.

En Narváez también desaparece, por jubilación, la ferretería del mismo nombre, Azucena abandonó hace poco su, más que tienda, chiscón de venta de material y ropa de montaña y los escaparates de La Comercial Narváez, una acreditada carnicería y charcutería, dejaron este otoño de ofrecernos sus exquisitas viandas y su cerramiento muestra cada amanecer una pintada más. El barrio se ha ido desfigurando y perdiendo su carácter a una velocidad pasmosa, sin que nos diéramos cuenta: mercerías, cristalerías, jugueterías, tiendas de variantes, de golosinas, librerías, unoa billares, alguna pastelería, mantequerías, charcuterías, comercios de toda la vida ya no existen. Hasta lo bazares chinos, un clásico moderno de nuestras ciudades, cierran y el mercado de Ibiza agoniza a duras penas, con puestos cerrados, otros dedicados a bares y la mitad de su espacio ocupado por un anodino supermercado y un lánguido centro cultural municipal, que no abre por las tardes.

Las tres hermanas Molina, cordiales, afables, de la vieja escuela, más listas que el hambre, con su sempiterno guardapolvo azul, con el oficio bien aprendido, excelentes profesionales, lo dejan por jubilación. Su padre abrió el negocio en 1953, al poco de terminarse de construir el bloque de la manzana que también da a Ibiza, Antonio Arias y Sainz de Baranda, donde vivieron mis queridos amigos y compañeros Pachy, Begoña y Jesusito. En su ferretería se encuentra dentro de poco diremos se encontraba de todo. Y si algo no lo tienen, te indican donde poder adquirirlo, con lo que una visita a su establecimiento siempre es fructífera. Son absolutamente analógicas. Las cuentas las hacen en un papel cualquiera. Ahora que me voy a meter en reformas, ¿dónde acudiré? ¿A un hiper o a una gran superficie especializada, donde todo se comercializa en blister y los dependientes, más bien reponedores, son casi siempre personal de paso, sin estabilidad profesional? Para muchísimos artículos la compra en línea es inviable y cara.

Hace pocos días pasamos por delante de su escaparate y comenté que está lleno de polvo de años. Mi acompañante me replicó: ¿Para qué lo van a limpiar, si tienen de todo, de calidad, no son careras y son tan amables?

¿Hasta cuándo os quedáis? ―pregunté el martes pasado a María, la mayor de las tres hermanas.

Hasta que llegue uno con la mandanga ―me respondió castizamente.

18 noviembre 2022

La sanidad madrileña: ¿un chiste de Gila?

Julio Sánchez Mingo

Mi reconocimiento a los profesionales de la salud

 



En la región de Madrid, la derecha gobernante y los medios de comunicación afines están afrontando, en clave absolutamente política y preelectoral, el descontento y el hartazgo de los pacientes y el personal facultativo por la mediocre asistencia sanitaria que se otorga, con una carencia sangrante de medios humanos y materiales. Como si las quejas y la respuesta de la ciudadanía y de los profesionales médicos respondieran a una campaña bien orquestada de los partidos de izquierdas para erosionar a la formación en el poder de cara a las cercanas elecciones. La oposición se limita a subirse a la ola de indignación y malestar existentes y aprovechar el viento a favor que la deplorable situación le brinda. Se lo han puesto en bandeja de plata. Los responsables gubernamentales, desde su torre de marfil, y aupados por una infinita soberbia, no quieren reconocer que hay un problema muy grave que hay que solucionar, que es la comidilla de todas las conversaciones de la calle. Es raro que cada cual no hable de su negativa experiencia personal en cuanto a listas de espera exasperantes e infinitas o masificación imperdonable, o se sepa de médicos desbordados, maltratados y peor pagados, centros de urgencias abandonados a su suerte, sin personal, lo que se traduce en una mayor presión sobre los hospitales y en frustración y desesperación de los usuarios. El otro día una endocrinóloga de un gran hospital se nos lamentó abruptamente del disparatado plazo de demora para una prueba diagnóstica. Nuestros actuales gestores públicos son tan necios que insultan y se enfrentan a los de la bata blanca, el entramado sobre el que se sustenta todo el sistema de atención para la salud. No han aprendido la lección de Andalucía, donde los partidos de izquierda fueron desbancados por su mala gestión de la sanidad pública. Tampoco se dan cuenta de que si ésta mejorara de forma notable se obligaría a su mimada sanidad privada a mejorar hasta la excelencia para no verse falta de clientes. Ahora hay, con una población de más de seis millones de personas, dos millones y medios de usuarios de seguros médicos, muchos de los cuales pertenecen al mutualismo administrativo. Los usuarios privados, mayoritarios, pagan, en cierto modo, dos veces por su asistencia médica. Una de forma obligada vía impuestos y la otra, voluntariamente, satisfaciendo su cuota a la compañía de turno. Incluso, a veces, con un plus, como un vecino y amigo que desembolsó 24.000 euros a principio de este año por una válvula cardíaca mecánica, dispositivo que en general no está incluido en las igualas médicas. Algo que no tiene mucho sentido y que se justifica por el objetivo de evitar listas de espera y por el mejor nivel hostelero de los hospitales privados, aunque la asistencia sanitaria de estos sea muchas veces exigua, como he podido comprobar en el caso de algunos amigos sometidos a intervenciones quirúrgicas. De hecho la mayoría de la gente dice: “Yo, si tengo algo gordo, me voy a la pública”. Florentino Pérez, multimillonario, empresario de la construcción de gran éxito, propietario del 13% de ACS, presidente del Real Madrid, fue operado hace pocas semanas de un nódulo pulmonar en un hospital público de la periferia de la capital.

En la presidencia del gobierno regional y en la consejería de Sanidad están tan desnortados que se dedican, como ya he dicho, a desprestigiar a los profesionales sanitarios —lo que incluso censura Martínez-Sellés, el presidente del Colegio de Médicos de Madrid, un cardiólogo de reconocido perfil ultraconservador, acusar de boicot y conspiración a la oposición y atacar al gobierno central con argumentos peregrinos, improvisar continuamente, en lugar de solucionar la delicada realidad presente. Esta semana, hasta su apoyo parlamentario de extrema derecha se ha desligado de ellos en lo relativo a la gestión de la actual crisis sanitaria. Como un buen sabueso, ya olfatean urnas y papeletas.

Estamos llegando a situaciones esperpénticas, de sainete o vodevil, como si se tratara de un chiste de Gila o de uno de los grandes inventos de TBO. Esas mentes pensantes tan brillantes pretenden que la atención sanitaria de urgencias se preste mediante videoconferencia, sin ver, ni auscultar ni palpar al paciente. La difteria empieza cursando con dolor de garganta y fiebre, como un enfriamiento. Gracias al ojo clínico de mi pediatra, que me exploró correctamente, hoy puedo dirigirme a mis queridos lectores. Recuerdo la angustia de mis padres aguardando la llegada a casa del analista para tomarme una muestra, su desasosegante espera hasta que les llamó por teléfono confirmando el diagnóstico del terrorífico garrotillo, como mi padre salió corriendo a la farmacia a por la correspondiente antitoxina y como transcurrió aquella larga noche de fiebre muy alta y pesadillas, con ellos dos a mi lado, sin abandonarme un momento. Una muestra de que no se puede jugar con la salud de las personas trasteando con Zoom, o cualquier otro sistema, que muchos profesionales no saben ni instalar ni manejar, especialmente en momentos de gran tensión. Tengamos claro que muchos mayores no aciertan siquiera a seleccionar opciones en el teclado de un teléfono.

 

Desarrollar un potente sistema de salud pública es una de las mejores inversiones que puede realizar una sociedad y, por ende, su administración. Crea riqueza, puestos de trabajo para, en su mayoría, personal cualificado con lo que ello arrastra en lo relativo a educación y formación, favorece la investigación y el desarrollo tecnológico, la producción, fabricación y comercialización de equipamiento sofisticado y, lo más importante, satisface las necesidades de una ciudadanía que así puede vivir más años y en mejores condiciones. Pero en el caserón que los castizos llaman Gobernación, ahora denominado de manera pomposa y aduladora Real Casa de Correos, en alusión al uso que tuvo parcialmente hace siglos, no se caracterizan por su clarividencia, sensatez y buena gestión, y prefieren desarrollar un negocio privado que funge de sanguijuela de la sanidad pública y que come de sus migajas y carencias, cada vez más acusadas, en un proceso dirigido por ellos mismos, aquellos que se deberían preocupar por el bien común.

El mundo lo mueven dos cosas: el miedo y la palabra. Por ello, juzgamos a los políticos y gobernantes por la imagen que proyectan y por lo que dicen, aunque sean barbaridades, no por lo que hacen y los resultados que obtienen. El sentido común suele brillar por su ausencia a la hora de votar, que se hace de forma absolutamente visceral, tirando muchas veces piedras contra el propio tejado. Hay politólogos que saben manejar muy bien esas dos potentes herramientas y aprovechar, además, el egoísmo e individualismo del ser humano. La tribu unida y bien dirigida conquista el mundo.

Raúl Alfonsín, presidente de Argentina tras las dictaduras militares, decía que con la democracia se come, se cura y se educa. Los neoliberales sólo propugnan que se respete el orden y la seguridad personal y que el mercado se desarrolle sin regulaciones, por encima de las libertades y las necesidades individuales, aunque millones de personas sufran y pasen hambre y calamidades. Yo añado que para comer, curar y educar hay que pagar impuestos.

11 noviembre 2022

Solicite cita previa

Julio Sánchez Mingo

 


Siempre que acudía a una dependencia oficial para realizar una gestión, Mariano José de Larra era acogido con la frase “Vuelva usted mañana” que inmortalizó en el homónimo artículo publicado en enero de 1833, en Madrid, en el número 11 de El Pobrecito Hablador. Revista Satírica de Costumbres el bachiller don Juan Pérez de Munguía (uno de los seudónimos con los que firmaba sus escritos). En breve hará la friolera de ciento noventa años. Lamentablemente, a pesar del tiempo transcurrido, de los avances tecnológicos que se han ido sucediendo, la historia se repite. Ahora nadie nos recibe con la frasecita de marras, pero en todas partes nos dicen, informan o aparece un cartel con la fatídica expresión Solicite cita previa. Para realizar cualquier papeleo, aunque sea el más trivial, nos obligan a pedir cita previa, algo que prolonga cualquier procedimiento una infinitud. En diciembre de 2019, en el consulado de España en Ciudad de México, la espera para una simple renovación de pasaporte se dilataba más de seis meses y la inscripción de un recién nacido tres semanas. Casi un mes con un niño inexistente para la sociedad, ¡qué irresponsabilidad institucional!

En muchas ocasiones, obtener una cita previa es una heroicidad, pues hay cupos limitados. Pregunten a los usuarios del Servicio Público de Empleo Estatal, el inaccesible SEPE.

Por otra parte, trámites sencillos que podrían hacerse fácimente por teléfono o Internet, como pedir la tarjeta de mayores del ayuntamiento de Madrid, han de realizarse por fuerza de forma presencial ¡solicitando cita previa!

¿Por qué motivo se ha extendido tanto este diabólico sistema? ¿Incompetencia de los responsables de las administraciones públicas, mala planificación, falta de personal, falta de medios, mala organización? ¿Voluntad de eliminar moscones indeseados? ¿No es ofensivo, una tomadura de pelo, que tras días de espera con cita previa asignada, un funcionario cruzado de brazos te atienda denotando, que eres el primero en serlo en un buen rato, y que no hay nadie detrás aguardando, ¡para una diligencia de un minuto!? Situación que he sufrido en los últimos tiempos en la Secretaría General del Tesoro, en el paseo del Prado, y en el registro de la Consejería de Economía y Hacienda de la Comunidad de Madrid, de la calle Ramírez de Prado. Eso sí, en la puerta siempre los consabidos vigilantes de seguridad de actitud desabrida: ¿Qué quiere?, ante los que hay que explicarse, para pasar a continuación por la radiación electromagnética del arco detector de metales, depositando previamente llaves, monedas y teléfono móvil en el escáner de turno, que funciona con rayos X.

Desde luego todo ello manifiesta una falta absoluta de respeto al ciudadano, al cliente, al que nunca se trata de facilitar la vida. También muestra un tanto de prepotencia institucional.

Ahora que tanto se habla de la baja productividad del país frente a los socios europeos, ¿ninguna lúcida mente pensante, de esas que tanto abundan en las cúpulas de gobierno, se ha parado a pensar el dinero que se pierde por los retrasos acumulados y el tiempo desperdiciado en cualquier nimia formalidad, con lo que todo ello detrae al PIB?

El sistema es tan perverso que muchas veces el interesado no se presenta a una cita concertada con anterioridad, lo que redunda en una colosal demora para otras personas que han de aguardar lo indecible.

Ciento noventa años después, a pesar de los avances tecnológicos, de las bases de datos interconectadas, de unos sistemas de comunicación y de transporte mucho más eficientes, ¡seguimos igual!


PD. Lo previo, en puridad, es la solicitud, no la cita. Decir solicitud de cita previa no es muy correcto.

04 noviembre 2022

Convocatoria del VII Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid


Se convoca el VII Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid, con arreglo a las siguientes bases:

1.- Podrán concurrir todas las personas que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad, con un solo trabajo.

2.- Los escritos presentados deberán reunir las siguientes condiciones:

a) Estar redactados en español. 

b) Ser originales e inéditos.

c) No haber sido premiados ni estar participando en ningún otro certamen.

d) Tener una extensión mínima de 1.800 caracteres y máxima de 10.000.

e) Tema: libre.

f) Género: narrativa, divulgación u opinión, a elección del creador.

g) El autor premiado en la VI edición, celebrada en 2022, no podrá presentarse a esta convocatoria, siendo invitado a colaborar en la misma como miembro del jurado.

3.- Los originales se remitirán por correo electrónico en formato pdf antes de las 24:00, hora de Madrid, del miércoles 15 de marzo de 2023.
Para ello se enviará un mensaje a la dirección
diariodemadrid@yahoo.com, con la mención en el asunto VII Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid, que incluya un fichero pdf conteniendo exclusivamente el trabajo presentado a concurso y otro archivo pdf donde deberán constar los siguientes datos: nombre y apellidos, nacionalidad, domicilio, teléfono y dirección de correo electrónico del creador, título del escrito, así como una declaración de su autoría y de satisfacer las condiciones de estas bases. Los menores de edad deberán, además, remitir el consentimiento de sus padres o tutores para poder participar.

4.- El editor de jsanchezmingo.blogspot.com designará el jurado, que estará compuesto por un mínimo de nueve personas y realizará la elección final de la obra ganadora.

5.- Antes del 15 de junio de 2023 se publicará el fallo del jurado en jsanchezmingo.blogspot.com. Previamente será comunicado simultáneamente por teléfono y correo electrónico al autor vencedor, en cuyo momento se le informará también del lugar de entrega del correspondiente trofeo, una obra de un acreditado artista plástico.
El trabajo ganador será publicado en
jsanchezmingo.blogspot.com en los días sucesivos, no devengando su autor derechos por este motivo.

6.- El premio no podrá declararse desierto. La decisión del jurado será inapelable.

7.- No se mantendrá correspondencia con los autores de los trabajos presentados desde la publicación de la convocatoria hasta después del fallo del jurado, excepto para la aclaración de cuestiones relativas a estas bases o a la correcta recepción de los trabajos presentados a concurso. La resolución de todas las cuestiones que puedan surgir o plantearse sobre este certamen son de exclusiva competencia del editor de jsanchezmingo.blogspot.com en calidad de convocante.

8.- La participación en este concurso implica el conocimiento y aceptación de las bases que lo regulan, así como el acatamiento de cuantas decisiones adopte el editor de
jsanchezmingo.blogspot.com en lo relativo a su interpretación y aplicación.

Madrid, noviembre de 2022

Diario de Madrid, el blog de Julio Sánchez Mingo

jsanchezmingo.blogspot.com