27 septiembre 2019


Sobre Mussolini y mucho más

Julio Sánchez Mingo

A Giovanni Notte, mi profesor de Historia de Italia, in memoriam, y a mi amigo Ugo Picazio y su hermana Paola, que despertaron en mí la conciencia política

Con un especial agradecimiento a Campo García Rodríguez y Jesús Ramos Alonso, por su colaboración en la corrección de textos

Benito Amilcare Andrea Mussolini (1883-1945).

La vaca ha muerto de carbunco, una enfermedad infecciosa muy peligrosa. Sus restos no deben ser manipulados. El veterinario le ha practicado una serie de profundas incisiones a lo largo del cuerpo en las que ha vertido petroleo y ha ordenado su inmediato enterramiento, como se hace con los cristianos. Tres o cuatro campesinos ejecutan sus instrucciones en presencia del agente municipal. Cavan una fosa, donde depositan los despojos, y la cubren de tierra. El funcionario se da la media vuelta y se aleja sin volverse a mirar, con la expresión del que dice: Yo he cumplido con mi obligación. Ahora haced lo que demonios queráis.
En cuanto el hombre traspasa los límites del terreno, una treintena de labriegos famélicos, pertrechados de palas, hoces y hachas, asoma entre los arbustos. Avanzan en línea, a paso vivo, en grupos cerrados, como una falange que carga contra el enemigo. En pocos minutos desentierran al animal, alguno de ellos excava los últimos terrones con las manos, y lo depositan sobre las tripas, al borde de la fosa. En grupos, descuartizan a la res, con los ojos enfebrecidos por el hambre. Se pelean por el hígado, por media cadera. Un hombre joven decapita lo que queda del animal con un certero golpe de hacha. Una vieja esquelética irrumpe gritando como una obsesa, se lanza sobre el cráneo de la vaca, lo ase por los cuernos, se lo carga sobre los hombros y se da a la fuga. Dos muchachos la siguen, la derriban y le arrebatan la cabeza. La anciana, desposeída de su trofeo, regresa tambaleándose y se hinca de rodillas al borde del agujero. Quizás ruegue, implore —desde la distancia la escena carece de sonido—, quizás se dispone a arrojar sus propios huesos a la sepultura vacía del bovino..."
Este impactante relato lo escuchó infinitas veces de niño el diputado socialista Giacomo Matteotti —asesinado por el régimen fascista en 1924—, sin saber si había sucedido realmente o era fruto de la exageración y la invención de alguien. Mostraba, eso sí, la situación en la que malvivían los trabajadores de la tierra italianos en la segunda mitad del siglo XIX.
Lo recoge Antonio Scurati en la primera entrega de su biografía novelada de Mussolini M, Il figlio del secolo, un éxito editorial que acumula diecisiete ediciones en nueve meses y que ha conseguido el premio Strega 2019, el más prestigioso de la narrativa en italiano. Alfaguara publicará la traducción al español en enero de 2020.
La técnica literaria desarrollada por Scurati en esta obra es verdaderamente original, dotándola de un ritmo expositivo trepidante: capítulos cortos, de no más de cuatro o cinco páginas, con la descripción de los acontecimientos y de pensamientos y reflexiones de los protagonistas, llenos de detalles y basados en sus discursos, artículos y correspondencia, que son complementados con citas de documentos y prensa de la época.
Si el libro se aborda como una novela, nos sorprenderá que no haya nada de ficción.

La narración arranca en 1919, con Italia desmoralizada por la posguerra, con una sociedad dividida y desestructurada, incapaz de asimilar y dar trabajo a los veteranos de guerra, en su mayoría gente joven. Para hacerse una idea, según cifras del gobierno italiano publicadas con motivo del centenario del fin de la contienda, habían sido movilizados 6.000.000 de hombres y cayeron en combate 680.000. Hubo 2.500.000 de heridos, de los cuales 463.000 resultaron inválidos o mutilados.
En el mes de marzo Mussolini funda los Fascios de Combate, con un acto en la plaza de San Sepolcro de Milán al que asisten no más de cien personas.
El relato recoge el crecimiento del movimiento fascista, inicialmente apoyado en los nacionalistas e irredentistas capitaneados por el poeta Gabriele D'Annunzio, su conversión en partido político en 1921, su uso de la violencia contra asociaciones, militantes y trabajadores socialistas, en un clima de guerra civil, su financiación por la derecha industrial y agraria, la obtención del poder en 1922, tras la Marcha sobre Roma, ante la pasividad del rey Vittorio Emanuele III y la vieja clase política dirigente, para terminar con el asesinato de Matteotti en junio de 1924 y el famoso discurso del Duce de 3 de enero de 1925, ante la Cámara de los Diputados, en que declaró literalmente: "... que yo asumo, yo solo, la responsabilidad política, moral, histórica de todo lo sucedido...". Todo un ejercicio de cinismo y arrogancia.


"Campiña del Polesine. Finales de febrero de 1921. Por la noche.
El caserío duerme. Duerme arropado por el silencio y la oscuridad de los gélidos inviernos de la llanura del Po. Es plena noche, la luz del día no se alcanza a percibir todavía. Es la hora meridiana del sin sentir, la hora que no transcurre, la hora del lobo. Todas las criaturas duermen, dentro y fuera de la vivienda, en decenas de kilómetros a la redonda. Duermen los niños y los viejos, duermen las mujeres y los hombres, los padres, las madres, los hijos, duermen los animales en el establo, los perros y los centenares de especies salvajes, mamíferos, reptiles, anfibios y peces, que hibernan en las tierras húmedas del delta.
El camión ha salido de Ferrara. Los hombres que viajan en su caja abierta ―una media docena― han cenado abundantemente en un mesón, han reído, han apostado. Después han esperado a que se hiciera la hora dando tragos de licor en su local habitual. El vehículo, material de desecho del ejército, avanza lentamente con los neumáticos hinchados al máximo, perdido en los meandros neblinosos, entre los canales de drenaje de terrenos anfibios, sobre sedimentos depositados, en gran parte, bajo el nivel del mar. Sus ruedas, tan infladas, agravan la subsidencia del terreno, el lento hundimiento de esta franja continental, presionan sobre capas detríticas que alcanzan espesores de millares de metros en la corteza terrestre.
A la vista de la alquería, el camión reduce su marcha y progresa a paso de hombre. Alguno sugiere apagar los faros pero no hay luna, el cielo está negro y se perdería el camino. Todas las criaturas ínfimas que viven arrastrándose por el suelo, atraídas por la luz de los focos, salen de sus madrigueras. Ratones, topos, lagartijas, esteliones, lagartos, culebras, gusanos, lombrices, sapos y ciempiés se acercan al carruaje, deslizándose sobre el vientre. Las primeras en buscar el día artificial de los focos, para ir a estrellarse, son las falenas de todo tipo y tamaño.
El pequeño cuerpo redondo de un sapo del ajo es alcanzado por una de las ruedas. Ha intentado inútilmente excavar el terreno con sus espuelas. La insignificante masa elástica recibe el impacto de semejante peso sobre el dorso pardo con manchas aceitunadas. La bola de materia gelatinosa se extiende en una sacudida. El aplastamiento emite un sonido en el que se mezclan un chiflido de aire y un derrame de aguas.
Los escuadristas rodean la construcción. Uno de ellos llama a su presa por el nombre, audible a centenares de metros en el silencio del campo en quietud. Todos están armados con mosquetones, unos italianos, otros austríacos, de la Gran Guerra, excepto un individuo alto, envuelto en un impermeable negro de piel, con el rostro celado por unas grandes gafas de motorista. Es el que vocea en la noche. Porta una imponente maza de madera con refuerzo de hierro en la cabeza.
El dirigente sindical, que ha oído la llegada del camión y avistado las luces de sus faros, huye al campo por una portezuela trasera. Está lejos, ya a salvo, cuando el energúmeno del chaquetón negro derriba la puerta de entrada a la vivienda a mazazos. La destrucción es metódica, simple, sin oposición. Presos de su fácil euforia, los asaltantes también disparan algún tiro de revolver contra el aparador donde se guarda el pan del día anterior. El fugitivo, al oír en la distancia los gritos de terror de su mujer y de sus hijas, vuelve atrás. En el patio, se abre de brazos, dirigiéndose a los escuadristas: ―¿Me buscáis? Aquí estoy.
Lo ponen contra un muro. Hacen bajar a los viejos, a la mujer, a los niños, para que presencien el fusilamiento del hijo, del marido, del padre, y se alinean frente a él como una caricatura de pelotón de ejecución. Las dos niñas ―tendrán unos siete y nueve años― no chillan, no lloran, enmudecidas por la muerte inminente de su padre y la apocalipsis de su mundo.
Apuntan las armas. A la voz de mando del hombre con anteojos de motorista abren fuego. Pero la víctima permanece en pie: han alzado el punto de mira para simular una ejecución.
En ese momento su mujer comienza a sollozar y se abandona en un irrefrenable llanto de alivio. El marido separa la espalda del muro y se acerca cautamente hacia ella. Solo la muchachita mayor adivina lo que va a suceder. Extiende su pequeña mano con la palma abierta hacia lo alto y hacia fuera y lanza un grito que durará toda su vida: ―¡No, papá, escapa, escapa!
El fascista de las gafas voltea la maza herrada por encima de su cabeza y descarga un tremendo golpe contra el cráneo del sindicalista. El padre, derribado, se arrastra por tierra hacia las hijas con el rostro cubierto de sangre, balbucea palabras inconexas, repta entre las piernas de sus ejecutores que lo muelen a bastonazos.
Parece que todo ha terminado. El jefe de los asesinos hace gesto a los suyos de parar la masacre. Después avanza lentamente hacia el cuerpo caído, lo supera con la pierna derecha, se le pone encima a horcajadas y se dobla sobre las rodillas, con una pose absurda, en una postura incómoda y patosa, apoyado en sus propios talones, como si hubiera sentido necesidad imprevista de defecar. Sin embargo, extrae de un bolsillo del chaquetón un revólver y dispara a la espalda del moribundo. El cuerpo se estremece. Ahora sí es el fin.
En el camino de vuelta, amontonados en la caja del camión, los criminales cantan. Su canto se pierde hacia el oriente, en la primera luz que emerge sobre el mundo desde los márgenes del delta, como el primer día de la creación. Desde esa noche, la vida no será la misma en los campos del Polesine. El terror se extiende por todas partes, sutil, uniforme, en un velo de escarcha."

Este capítulo del libro es una muestra de cómo ejercían la violencia las escuadras fascistas para imponerse por el terror sobre el conjunto de la clase dirigente y la sociedad italianas. Las agresiones planificadas fueron una estrategia política del movimiento fascista desde sus inicios.
Yo creo que Mussolini, a pesar de su olfato político, su acometividad personal y su innegable magnetismo, su dominio de la escena, su inteligente administración del tempo político, no hubiera alcanzado el poder sin la violencia de sus hombres y el alarde de una fuerza que realmente no tenía, como quedó demostrado en la Marcha sobre Roma, que Scurati describe con notable ritmo narrativo, presente en toda la obra.
La violencia fascista era ejercida por los escuadristas, grupos de matones reclutados, fundamentalmente, entre excombatientes, que la guerra había dejado abandonados a su suerte, sin oficio ni beneficio, y también por hampones con ansia de dinero fácil. Gran parte de aquellos eran antiguos arditi, los miembros de las unidades de asalto y operaciones especiales del Regio Esercito, desmovilizados en 1920. Entre éstos alcanzaron especial notoriedad los conocidos como los caimanes del Piave, de los cuales unos pertenecían a los arditi del ejército de tierra y otros a fuerzas de infantería de Marina. Cruzaban el río a nado, armados de una daga, para degollar en el silencio y la oscuridad de la noche a centinelas austríacos y causar el desconcierto en las filas enemigas. Albino Volpi, el autor del apuñalamiento mortal de Matteotti era un excaimán.
Eran hombres de mente obtusa, primarios, fácilmente manipulables, amigos de francachelas y, por tanto, asiduos de tabernas y burdeles. En una de sus guaridas, reían como idiotas cuando usaban una efigie de Lenin a modo de escupidera. Yo recuerdo esos antihigiénicos recipientes de otros tiempos, de loza o latón dorado, diseminados por los pasillos y despachos del Palacio de Justicia de Madrid.
Las acciones violentas eran tanto indiscriminadas, fundamentalmente apaleamientos de transeúntes en la vía pública ante la pasividad de policía y carabinieri, como selectivas, cuyo objeto eran las palizas infligidas a diputados y dirigentes socialistas, a sindicalistas, tanto agrarios como de la industria, el ataque e incendio de sedes de diarios, partidos y sindicatos de estas tendencias y el asesinato premeditado de elementos anarquistas y de izquierda, que respondían, en muchos casos, con la misma moneda, en una espiral de violencia sin fin. Además, como las huelgas y ocupaciones de tierras y fábricas en demanda de justas reivindicaciones eran continuas, los patronos vieron el cielo abierto y a partir de 1919 empezaron a financiar a las escuadras fascistas, institucionalizadas en 1923 con la creación de la Milizia Volontaria per la Sicurezza Nazionale, las SS italianas, los tristemente famosos camisas negras. ¡Pasaron de delincuentes a policía uniformada del régimen!
Italia, en ese período de posguerra, vivió una soterrada guerra civil. Y ello, ante el comportamiento pasivo, si no cómplice, y en ocasiones criminal, de las fuerzas de orden público. Como en el suceso de Decima di San Giovanni in Persiceto, donde una sección de carabinieri disparó sobre una multitud de mil quinientos braceros indefensos que gritaban a favor de la revolución, con el resultado de ocho muertos y una treintena de heridos, casi todos con orificios por arma de fuego en la espalda.

Por la excelencia de su descripción, reproduzco parte del capítulo dedicado al atentado terrorista cometido por Albino Volpi en Milán, el 17 de noviembre de 1919.
"... El hombre que a las siete de la tarde espera de pie en el puente de las Sirenitas, en el centro de Milán, además de un puñal con el mango de madreperla, lleva dos bombas Thévenot colgando del cinturón. A pesar de que nadie lo mira, hincha el pecho y levanta el mentón como si posase para un fotógrafo. Desde hace media hora, observa la comitiva de los socialistas que por la calle San Damián, algo más allá y un poco más abajo, festejan la victoria electoral. En aquella orilla del canal hay miles, cantan, ondean banderas, festejan. Hombres, mujeres, niños. Proceden de la calle del Verziere (el mercado de frutas y verduras, N. del T.). Desfilan desde hace bastantes minutos y no han llegado todavía a la sede de Avanti!, donde tendrá lugar el mitin.
En el puente de arco rebajado, ese individuo está solo y a cara descubierta. Para llegar hasta ahí sin ser visto desde el local de los arditi de la calle Cerva, ha tenido que superar el muro de cierre del palacio Visconti y atravesar los jardines. Solamente le acompañan cuatro estatuas de fundición de hierro, situadas en las extremidades de los parapetos. Las Sirenitas sujetan un remo entre las manos. Albino Volpi acaricia un tubo de hierro de chapa estañada.
El hombre solo, ignorado por todo el mundo, sacude levemente la cabeza. No es posible, son todos italianos, sin embargo esos socialistas cantan himnos a Rusia. Son tantos, tantísimos, podrían formar un ejército pero no marchan, se arrastran, se mueven en manada, trashuman. Sus banderas son rojas, los claveles en el ojal escarlatas, pero ellos son unos dejados, unos descamisados. Dan asco, no tienen dignidad alguna. Son una turba, no un batallón. Un enjambre de pervertidos. Una orgía de cantos, de vino, de aguardiente, que se mueve desordenadamente. Una horda de banderas rojas que ondean en manos de alféreces tambaleantes. Son desagradables, están malhechos, son pobres, diminutos y débiles, tarados mentales, hambrientos y famélicos, bestias de carga. Son animales, no personas. Un rebaño de ovejas enfurecidas.
Y encima esa canción: Arriba, luchemos! El ideal nuestro fin será... La Internacional, futura humanidad... —. Ese canto no tiene ninguna exuberancia, es solemne pero tenebroso, de la tierra, polvoriento, el murmullo sordo de una horda. De italiano no tiene nada, quien lo canta es ganado, no pueblo. Sí, la canción... justo la canción... es lo peor. La martilleante monotonía que parece evocar llanuras sin fin, desiertos, gente extranjera, hielos siberianos, sopa de remolacha sin condimento, estepas de un hambre infinita. ¿Es este rebaño asiático la Historia?
No puede serlo y, si lo es, hay que cambiarle el rumbo. Está listo para la masacre, expuesto a cualquier violencia.
Albino Volpi, con los ojos siempre fijos en la muchedumbre, extrae el cilindro de hierro del cinturón, le quita la lengüeta que bloquea el percutor y extiende los brazos perpendicularmente al cuerpo. Permanece en esa posición un instante, con las alas desplegadas, inhalando el aire húmedo de la tarde, como si esperase la corriente atmosférica adecuada para levantar el vuelo. Después el equilibrio se rompe, el cuerpo bascula, con la mano derecha abajo, la izquierda hacia el cielo, el muelle se tensa, se libera, el cuerpo robusto se convierte en una catapulta. La bomba vuela sin ser vista por la multitud, describiendo un arco perfecto. La detonación es tremenda. Nadie canta. Gritos, blasfemias, lamentos de heridos, llamadas a la madre. Ahora el ganado se dispersa.
El hombre del puente vuelve a su posición de observador, los brazos extendidos a lo largo de los costados. Le basta un golpe de vista para evaluar la situación: un hombre solo ha puesto en fuga a millares. Ya está demasiado oscuro para contar el número de caídos, pero eso no le interesa. La humanidad le parece dividida según la actitud frente a las esquirlas de metal. El excombatiente valora a los candidatos a formar parte de la historia en base a sus reacciones frente a un bombardeo. El que ha estado en el frente se encoge de inmediato en posición fetal, con los bazos cruzados sobre el vientre. Se empequeñece prudentemente, al mínimo tamaño indispensable para proteger las partes blandas. El resto, todos los demás, huyen a toda prisa creyendo que la postura erecta los salvará.
Más abajo, en la calle de San Damián, unos pocos se agazapan. Casi todos son obreros y los obreros no han hecho la guerra con la excusa de que así funcionaban las fábricas. Un rebaño de emboscados. Merecen sufrir terror mental.
Albino Volpi empuña un segundo tubo de hierro y estira de nuevo los brazos."

El autor nos muestra a Mussolini en todas sus facetas, y para ello se basa en documentos y hechos contrastados.
El Duce, un cínico redomado y un solemne amoral, como hombre, como varón, fue calamitoso. Era sifilítico, asiduo de prostíbulos de toda condición, lamentablemente algo habitual en aquella época, en que los padres de familia llevaban una doble vida sexual. No tenía empacho en acumular amantes, con gran desprecio hacia Rachele Guidi, una humilde semianalfabeta, su pareja de hecho desde 1910, con la que tuvo tres hijos antes de casarse civilmente con ella en 1915. Religiosamente lo harían en 1925, en un claro ejercicio de oportunismo y transformismo, pues él, un ateo y feroz anticlerical, quería ganarse la simpatía y el apoyo de la mayoría católica del país.
Al parecer colérico en privado, en público no perdía los estribos. Era un hombre sin prejuicios, egoísta y egocéntrico, excelente orador, demagogo, cautivador, calculador y frío. En la planificación y ejecución de la Marcha sobre Roma, durante la que permaneció agazapado hasta que el viento sopló por la aleta, demostró ser un gran manipulador y engañador y un eminente jugador de farol. Siempre permanecía escondido mientras otros se batían el cobre o hacían el trabajo sucio por él. Como administrador fue nefasto. Sin principios sólidos, los cambios bruscos de rumbo para lograr un objetivo inmediato fueron una de las constantes de su comportamiento político y personal a lo largo de toda su vida.
Promiscuo, polígamo redomado, también tuvo un hijo, en 1915, con Ida Dalser, una pobre desequilibrada con la que al parecer se había casado en 1914 y a la que hizo encerrar en un manicomio, siendo ya presidente del Consejo, para evitar el acoso al que lo sometía para que reconociera su paternidad. Igualmente Bianca Ceccato, empleada de su periódico Il Popolo d'Italia, le dio otro hijo, tras haberla hecho abortar tiempo atrás, cuando ella era menor. Caso aparte es el de Margherita Sarfatti, una rica heredera de origen judío, mayor que él, casada con un abogado de renombre, culta, coleccionista y crítica de arte, que fue su mentora intelectual desde el comienzo de su vínculo amoroso en 1914. Scurati reproduce en el texto párrafos seleccionados de la correspondencia entre los dos amantes, lo que permite ahondar en el conocimiento de su personalidad. Igualmente muestra parte de la relación epistolar mantenida entre Matteotti y su mujer Velia Titta, que nos revela a una pareja radicalmente diferente, en lo moral y en el pensamiento. Precisamente de la Sarfatti es la frase: Así mueren las revoluciones, cuando se cruza la sangre o el dinero.
Claretta Petacci entraría en escena en 1932.
Su compulsión sexual, su comportamiento con las mujeres, reflejan perfectamente la idiosincrasia del dictador. A lo largo de la narración, solo en una ocasión se muestra como un personaje familiar, de sentimientos nobles, angustiado ante la enfermedad de su hijo Bruno de dieciocho meses, aquejado de difteria.
Lógicamente, dada su forma de ser, Mussolini no tenía amigos.
Hombre desaseado, se afeitaba cada dos o tres días siendo presidente del Consejo. Scurati, con maestría, nos hace sentir el olor de pies del Duce que inunda la habitación del hotel Londres de Roma al quitarse las polainas, desabrocharse los zapatos, aflojarse el cinturón y, en mangas de camisa, hundirse en un butacón, con el cigarrillo caído entre los labios, a la moda francesa, apoyando las piernas sobre otra butaca, a la americana. Acaba de llegar a Roma para hacerse cargo del gobierno el 31 de octubre de 1922.

En el texto, muchas escenas y anécdotas revelan certeramente el carácter de los protagonistas y la teatralidad de los italianos.
Así se comportaba D'Annunzio, el poeta, il Vate, el héroe del raid aéreo sobre Viena, el líder de los irredentistas que tomaron Fiume:
"... Frente al poeta guerrero, la raya de polvo blanco contrasta con las vetas oscuras de la mesa de madera de castaño. La cánula de plata atrapa la luz bajo la digna mirada de los solemnes retratos de los antiguos gobernadores magiares. Una vez inhalada la droga, las narices le escuecen, arden, los capilares sangran. El aumento de dopamina en las sinapsis cerebrales devuelve el valor al navegante en vuelo sobre Viena.
El sentido de las percepciones se intensifica, la capacidad de reacción se agudiza, el sueño, el hambre y la sed desaparecen, la euforia se desata, la libido reaparece. El Comandante ya es infatigable de nuevo.
Convoca a su guardia personal y ordena que el referéndum en curso sea anulado. Esta democracia, en el fondo, es sólo un gran equívoco pequeño burgués."
En una ocasión, Mussolini, histrión y teatral, se presenta en un mitin en Florencia vestido con un mono blanco de aviador manchado de grasa, como recién aterrizado esa misma mañana en un vuelo pilotado por él desde el norte de Italia, dando la imagen de un hombre moderno, enérgico, de acción. Realmente había llegado la noche anterior en tren y había dormido plácidamente en una habitación de hotel.
En diciembre de 1919, para la inauguración de la legislatura tras las elecciones ganadas por las izquierdas, el rey acude a Montecitorio, ya entonces sede parlamentaria, a pronunciar el habitual discurso de la Corona. Al entrar el monarca en la sala, los diputados socialistas, todos con un clavel rojo en el ojal de la chaqueta, permanecen sentados y en silencio. Tras el clamoroso aplauso de rigor a su majestad del resto de los parlamentarios, la marea roja se pone en pie y abandona ordenadamente la sala. El pueblo rechaza al soberano. Lo ignora. Para ellos, el soberano es el pueblo.
En la primavera de 1922, las escuadras fascistas, que pretenden el cese del prefecto Mori por su excesivo celo en la represión de la violencia en Bolonia, cambian de táctica. Sus miembros, en lugar de asaltar la sede del gobierno civil, se alinean frente a éste y por turno, disciplinados, uno tras otro, orinan en los soportales del edificio. Así, durante cinco días, hasta que las presiones de los burgueses y los comerciantes de la ciudad fuerzan el traslado del máximo responsable policial. Fue una idea del ocurrente Italo Balbo, el mismo que implantó las purgas con aceite de ricino a los enemigos políticos. No bastaba con apalearlos, había que humillarlos en público y que volvieran a casa magullados y absolutamente pringados. El método lo imitaría Falange en España, al igual que el grito de ¡Presente!, que los mussolinianos acuñaron en el entierro de un compañero, un industrial textil muerto por un empleado suyo, un obrero harto de que su patrón lo azotara continuamente en la cara con una fusta de montar a caballo, algo que, por cierto, no sabía hacer.

Muchas son las analogías existentes entre aquellos tiempos y los actuales y muchas las enseñanzas que se pueden inferir de los sucesos y los comportamientos de hace un siglo.
La pequeña burguesía, como ahora las clases medias, se sentía empobrecida, traicionada por la política, disgustada por la corrupción, desconcertada por el pasteleo parlamentario. Los líderes de los partidos de ahora hablan el mismo lenguaje que los de entonces. Ya Mussolini llamó casta, el término es idéntico en italiano que en español, a la clase dirigente, igual que Pablo Iglesias en España cien años después.
En 1919 se salía de un conflicto bélico que había empobrecido Italia pero enriquecido a sus grandes industriales y a los contratistas del Estado. La llamaron la guerra de los ricos. La corrupción hacía estragos, el material de guerra siempre ha movido mucho dinero. Ahora, tras la crisis económica de estos años pasados, gran parte de la ciudadanía se ha empobrecido en relación a la década anterior, los salarios se han recortado drásticamente y tampoco los jóvenes ven un porvenir prometedor.
Entonces, como ahora, primaban los sentimientos sobre el análisis racional a la hora de ir a votar. Nada ha cambiado en lo relativo al manejo de los símbolos: fascistas y socialistas estaban inmersos en una guerra de banderas, la tricolor frente a la roja, como ahora en España la derecha, vascos y catalanes.
El fascismo encontró un escenario similar al presente, que ha sido el caldo de cultivo para la eclosión de partidos de ultraderecha en Europa, en Brasil o fenómenos como el de Trump. Y se da la paradoja de que la economía crece, realmente solo crece el PIB, pero la mayor parte de la ciudadanía es más pobre. También ahora, como en Italia entonces, la izquierda, aún siendo mayoritaria socialmente, se desangra en luchas y discusiones intestinas, mientras la derechona, en cuanto huele la posibilidad de llegar al poder, cierra rápidos acuerdos y vende su alma al diablo si es preciso. Como hoy en día en China, Rusia, Oriente Medio y tantos otros países de libertades recortadas, el régimen fascista italiano planteaba la disyuntiva demagógica de libertad frente a bienestar y Salvini, como entonces Mussolini, se arroga la representación del pueblo sin escaños que lo respalden.
En 1921, Giolitti, que había dominado la escena política de los treinta años anteriores, llegó a un acuerdo con el futuro Duce, cuyo partido era minoritario, para concurrir conjuntamente a las elecciones generales, en una maniobra similar a los pactos poselectorales de PP, Ciudadanos y VOX tras los recientes comicios autonómicos y municipales en España. Se volvían, y se vuelven, locos por el reparto del pastel del poder que conlleva prebendas y negocio, sobre todo mucho negocio.
Afortunadamente hay una gran diferencia con aquellos tiempos: la inexistencia actual de violencia política en Italia y España. Aunque se siguen cometiendo crímenes de Estado en otros países. La analogía entre el chapucero asesinato de Matteotti y el no menos torpe descuartizamiento del periodista Jamal Khashoggi en el consulado saudí de Estambul es evidente. Y en ambos casos se esconde la mano que mece la cuna y los sicarios ejercen de cabezas de turco.

En definitiva, la obra es un tratado de historia que recoge el período 1919-1924 en Italia, un ensayo de psicología que muestra la condición humana de los protagonistas, un estudio concienzudo de política, sociología y de los movimientos sociales, que se lee como una novela y cuya lectura recomiendo. Son 827 páginas de texto. Pocas, considerando lo mucho que se aprende, especialmente de cómo somos las personas.

Traducciones del italiano del autor.

M. Il figlio del secolo
Antonio Scurati
841 páginas
XVII edición en italiano
Julio de 2019
Bompiani

20 septiembre 2019


El último entrenamiento
Carmen Picazo
Piscina La Isla. 1932-1954. Madrid
Me subí al podio para que Rafa, mi entrenador, me cronometrase por última vez. Él, claro, no lo sabía, pero yo, aún con la incertidumbre latente de mis trece años y faltándome solo unos días, pocos, para cumplir los catorce, estaba segura de ello.
—¡Vamos, que no tenemos toda la tarde!— decía Rafa, con esa energía y dominio de adolescentes que por fuerza tenía que tener. —Si quieres que se te considere para los Campeonatos de España en Canarias, debes dar el máximo, pero ya mismo.
Yo sabía que eso era agua pasada. Y que por mucho que me hubiese esforzado, nunca me elegirían a mí para ir a Canarias porque para eso estaba Isabel, cuyo padre pertenecía a la Federación y era directivo del Club con el que nadábamos. Como me entrenaba con ella, sabía que yo estaba haciendo mejores tiempos, pero que no serviría de nada. Yo había sido en dos ocasiones campeona de Castilla infantil tanto en crawl como en espalda, había llegado la primera en la travesía de la Laguna de Peñalara, y ése sería todo mi palmarés. Lo que tampoco me importaba mucho, porque yo nadaba por complacer a mi padre.
Mi padre. Él había sido muy deportista de joven, participando en competiciones ciclistas, jugando al fútbol como amateur y siendo de los pioneros en ir a la Sierra de Guadarrama a esquiar con un grupito de chicos y chicas que eran tomados por chalados por la gente.
Subida al podio, doblé los dedos de los pies sobre su borde, flexioné las rodillas y puse los brazos en vertical, todo ello para darme impulso. Al sonar el silbato de Rafa, me estiré todo lo que pude e hice una buena salida.
Los 100 metros libres que me estaban cronometrando duraban poco más de un minuto, pero un minuto puede ser muy largo cuando no recibes ningún estímulo externo, cuando estás sola contigo misma, viendo únicamente que te rodea una masa azulada y que en el fondo de la piscina hay pintada una raya negra que es lo que te permite nadar sin torcerte.
Al llegar a la mitad del recorrido hice la vuelta japonesa, que me salió muy bien. Me alegré de que así fuera. Mejor despedirse con lo mejor que uno pueda dar, pensé para mí.
—¡Has rebajado tu tiempo dos segundos! Eso está bien, muy bien.
Sí que estaba bien. Me habían enseñado mi padre, —siempre él— que lo importante no era llegar la primera o la segunda, sino rebajar mi tiempo. Ése era el verdadero triunfo, que aún hoy considero una de las mejores lecciones del deporte.
Como ya había entrenado antes, no me quedaba nada por hacer. La noche se echaba encima y teníamos que atravesar el parque hasta la salida principal porque ese año había Feria del Campo y estaba, por tanto, cerrado nuestro acceso habitual desde la piscina al Alto de Extremadura, donde cogíamos el tranvía que nos llevaría al centro. Hablé con mi mejor amiga y con el resto de la pandilla y todos decidimos irnos a vestir para marcharnos a casa. Mi amiga era la única que sabía que yo no iba a volver y por qué razón.
Todos ellos, durante el recorrido, iban contando chistes, riendo y haciendo planes para un futuro más o menos inmediato. Menos yo. Yo no podía hacer plan alguno.
Llegué a casa. Subí las escaleras —era una casa antigua sin ascensor— y llamé a la puerta. Me abrió mi madre. La miré con detenimiento y vi lo que temía: un dolor escondido, que sólo afloraba conmigo y con otras personas de la familia. Entré a ver a mi padre. Me pareció mentira verle más demacrado que el día anterior.
—¿Qué tal te ha ido hoy? ¿Has rebajado tu tiempo?
—Pues sí, un par de segundos.
—Fenomenal. Tienes que seguir rebajándolo.
Él era así. Ni se planteaba hablar de cosas irremediables. Siempre procuraba animar a todo el mundo y sus palabras encerraban una lección, de lo que creo que ni siquiera él era consciente. No imaginaba que el de hoy había sido mi último día.
La cena estaba lista. Mi madre me llamó y fui a la cocina para ayudar a poner la mesa. La vi llorando sin hacer ruido alguno y me enfrenté a ella:
—Sécate enseguida las lágrimas, no debe darse cuenta. Tienes que poder, tienes que poder hacerlo.
Mi madre recompuso su apariencia, mojándose los ojos con agua del grifo del fregadero y secándoselos con un paño limpio. Suspiró hondo y me dijo lo que tenía que ir llevando a la mesa.
Cenamos con las palabras y la música de fondo de la radio, el flamante aparato que mi padre había comprado poco antes en espera de que bajase el astronómico precio de las televisiones, una novedad en una sola tienda de la Gran Vía. Había sido su sueño algunos meses atrás, un sueño que por el momento le estaba vedado, como algunas otras cosas.
Cuando me acosté vino a verme, como siempre hacía cuando era pequeña. Luego había interrumpido esas visitas cuando crecí prácticamente de sopetón.
—Hasta mañana. Puede que todavía duerma cuando te vayas a la piscina por la mañana.
—No, verás, mañana no tengo que ir. Rafa me ha dicho que conviene que no vayamos ninguno de sus chicos porque él se marcha a no sé qué campamento y no volverá hasta dentro de al menos dos semanas.
—Pero eso te va a perjudicar de cara a tus entrenamientos...
—Ha dicho que luego lo recuperaremos. Y, además, puedo ir alguna que otra vez a entrenarme aunque no esté él.
Mi padre me cree, o hace como que me cree, me da un beso y se despide, de momento, hasta mañana. Ya llegará, lo sé, otra despedida. Qué será muy dolorosa y que siempre recordaré.

13 septiembre 2019


Negocios

Luis M. de Blas Muela



Llegaron de las tierras altas. Traían en las alforjas viejos pellejos cubiertos con pieles de oveja. Miraban a su alrededor con una mezcla de temor y curiosidad que denotaba su desconocimiento de las tierras y gentes de la lejana región a donde llegaban.
Cuando preguntaron a un lugareño, éste indicó una construcción de grandes piedras y recia mampostería al otro lado del pueblo. Al llegar al lugar y traspasar el gran arco de piedra de la entrada se encontraron en un gran patio recorrido por una galería de soportales de madera con columnas y capiteles y un curioso artesonado con motivos florales y geométricos que llamó poderosamente su atención.
Fueron recibidos por el mayoral de la hacienda que los condujo a través de las cuadras y cocheras hasta una empinada escalinata de piedra que descendía hasta los sótanos, en un recorrido apenas iluminado por gruesos velones. Tras descender el último peldaño encontraron una larga galería abovedada en cuyo final se adivinaban las gruesas formas de una multitud de barricas y tinajas. Al acercarse a ellas, un olor ácido se hizo notar en el aire mientras les conducían hasta una larga mesa de madera donde ya se hallaban dispuestos unos vasos y a la que se encontraban sentados varios hombres.
Tras una mínima presentación, los avispados vendedores se dedicaron a alabar la calidad de sus caldos, famosos en la región, dando por supuesto que su oferta sería aceptada sin discusión por aquellos arrieros que, sin duda, apenas entendían de las mercancías que traían y llevaban de un lugar a otro, y a los que podrían sacar un buen precio y colocarles los vinos que más les interesara sin ofrecer calidad alguna, solo con la fama de los productos de la región.
Los viajeros no tuvieron reparo en aceptar el precio pero, en lo que pareció algo entre humilde y curioso, solicitaron ver la heredad donde cultivaban y probar un poco de cada barrica antes de decidir el género que deseaban adquirir. Seguro de su ventaja el amo de la hacienda llamó al mayoral para que acompañara a uno de los invitados y le enseñara los cultivos. Le extrañó que, cuando hubieron salido, los demás le indicaran que, si no tenía inconveniente, preferían esperar el regreso de su compañero antes de seguir con la operación.
Cuando volvieron, el arriero llevaba en sus manos tres bolsas de fina tela, las abrió con cuidado y las vació en tres lugares separados de la mesa. Los demás compradores se acercaron a cada uno, estudiaron la tierra de cada montón, la mesaron entre sus dedos y la olisquearon repetidamente. Cuando terminaron, dos de ellos apartaron los vasos que habían dispuesto los dueños, abrieron sus petates, sacaron de ellos unos cuencos de loza y unas jarras de metal mientras los otros disponían sobre la mesa varias tablas de madera. En una colocaron un par de manzanas que cortaron en gajos, en otras varias cazuelas con distintas clases de uvas en cada una, en otra más cazuelas con diversas clases de aceitunas y en la última un gran trozo de queso añejo envuelto en hojas de parra.
Cuando todo estuvo dispuesto, uno de los recién llegados, que no había abierto la boca en todo el tiempo, se levantó y dijo:
Estamos preparados para la cata. Cuando los señores deseen pueden traer los vinos.