23 diciembre 2022

Unas Navidades con impronta

Daniela Amadori

Traducción del italiano de Julio Sánchez Mingo


Navidades: luces centelleantes, árboles adornados, regalos envueltos en papel brillante, mesas engalanadas para acoger reuniones familiares y, para algunos, la misa más tradicional del año, la misa de gallo a medianoche.

No se celebraban así decía mi madre a su nieta. No era así en mi niñez, en tiempos de guerra.

¿Qué guerra? —preguntaba Silvia, que suponía que dominaba toda la historia contemporánea desde la perspectiva de sus once años. —¿La Gran Guerra?

No. Entonces yo aún no había nacido. Yo fui niña en la II Guerra Mundial.

¿Y cómo se celebraba, cómo era? ¡Cuenta, abuela, cuenta!

En aquellos tiempos, donde yo vivía, los árboles estaban en la huerta, no en casa. Se montaba el belén, aunque muy pobre y sencillo. La comida estaba racionada y la electricidad era tan cara que no se podía malgastar. Con la primera oscuridad se apagaba la luz y se cubrían las ventanas para que los aviones enemigos no localizaran blancos que bombardear. Cada noche, siempre a la misma hora, sobre nuestras cabezas sobrevolaba uno al que apodamos Pippo. Cuando oíamos su zumbido aproximarse en la lejanía, ya fuera por miedo, por costumbre o por un juego inconsciente propio de nuestros edad, corríamos a guarecernos bajo la maciza mesa de la cocina, de tablero de mármol y recias patas de madera. Por aquel entonces no se hacían regalos especiales. Si tenías la suerte de ser el hijo mayor te podía caer un par de zapatos nuevo, tras meses de suplicio por utilizar un obligado número de menos. Eso sí, ni soñar con que fuera de la talla apropiada. Siempre eran zapatos crecederos; total, íbamos a estirar. Los pequeños heredábamos la ropa y el calzado de los mayores. Estos eran los regalos de Navidad, que eran para el invierno, y los de Pascua, para el verano. Nos sentíamos unos privilegiados porque, al vivir en el campo, teníamos, de más, la comida que mi padre cultivaba él ya era viejo para ir al frente y que mi madre escondía, muy bien camuflada, en una oquedad excavada en la roca. Aquel año, el día de Nochebuena, mi madre encargó una serie de tareas a todos y cada uno de nosotros. Las mayores tenían que arreglar y limpiar las alcobas, cambiar las sábanas y cargar las estufas sin escatimar leña, por una noche. Yo tenía que ayudarla en la cocina, amasando huevos y harina para hacer pasta, al mismo tiempo que enseñaba a mi hermana María, que ya había alcanzado la edad adecuada para aprender esa labor. Mi hermano hubo de sentarse en el patio con el capón entre las piernas con el pescuezo ya retorcido y desplumarlo. Sólo la más pequeña pudo zascandilear libremente, aunque sin distraer al resto, especialmente a mi madre que se ocupaba de cocinar para que todo estuviera en su punto. Daba gusto aquel follón que transmitía un ambiente de gran expectación. La cena fue muy frugal, pues, al no celebrarse la misa de gallo por el toque de queda, había que ayunar para la eucaristía de la mañana siguiente. Habitualmente, antes de ir a dormir, mi padre encendía la radio. Escuchábamos un poco de música y Radio Londres, si lograba sintonizarla.

Silvia asentía, atenta y compungida, como si fuera conocedora de lo que escuchaba. De niños, al resto de nosotros nos fascinaba este relato.

Mi madre continuaba:

Era Nochebuena. Después de cubrir las ventanas y apagar las luces, mi padre nos reunió a su alrededor y encendió un cabo de vela. No recuerdo que nos estaba contando, pues con la mirada fija en la llama titilante y las sombras que se proyectaban en la pared, yo me estaba adormilando. En ese momento escuchamos el lejano zumbido de Pippo. Mi padre apagó la vela y empujando suavemente a la pequeña ordenó: “Venga, todos bajo la mesa”. Era lo habitual, algo sin importancia, algo divertido. Pero aquella noche no fue así. Pippo frenó, el zumbido se convirtió en un rugido ensordecedor, se oyó un silbido y después un estruendo seguido de una luz cegadora que traspasó las cortinas oscuras al tiempo que las ventanas reventaban y se hacían añicos. La bomba había caído en la huerta, dañando el tejado de la casa que, a pesar de la explosión, no se hundió. Cuando se hizo el silencio de la noche, se sintió crepitar la casa por unos instantes al asentarse la estructura. Tras el miedo sufrido, mi padre encendió la vela y mi madre contó a sus hijos como hace una gallina clueca con sus polluelos. Entonces la pequeña, con los ojos como platos ante lo desconocido y con expresión estentórea acorde a su edad gritó: “¡Mirar pared!”. Frente a nosotros, un baldosín blanco de la cocina se había agrietado de tal forma que las fisuras componían una figura que semejaba un hombre postrado.

Aquella loseta me impactó igual que los recuerdos de mi abuela, primero, y los de mi madre y mis tías, después. El tejado fue reparado, reforzándolo con elementos metálicos, y la vivienda rehabilitada. Aguantó hasta el terremoto del Friuli del 76, que obligó a los abuelos a dejarla. Se vendió y fue reformada en profundidad.

Ahora que soy mayor he querido transitar los caminos de mi memoria. Vivo sola. Silvia tiene que recorrer sus propios trayectos vitales. He llamado al timbre y he expresado mi deseo de visitar la casa. Me han hecho pasar. La que fue morada de mis abuelos es ahora un centro de acogida. La cocina es un despacho. He entrado un poco decepcionada. Pero allí, en mitad de la pared, hay un solitario elemento: el baldosín blanco. Miro con cara de sorpresa a la amable empleada que me atiende. Ella, intuyendo mi pregunta que no llego a expresar, me dice:

¿Sabe? Cuando se empezaron los trabajos de remodelación, los operarios nos dijeron que se trataba de un vestigio histórico. ¿Quiere que le cuente?

Asiento con una sonrisa y, mientras ella comienza su narración, pienso lo extraña que es la vida. Todos los protagonistas de aquel suceso ya no están, pero el testigo mudo de aquella noche los mantiene vivos para siempre. ¿Será ello la eternidad?

 

 

Un Natale per sempre

Daniela Amadori

 

Panada friulana.

Natale: sfavillio di luci, alberi addobbati a festa, regali impacchettati in carte scintillanti, tavole imbandite che aspettano riunioni familiari e, per alcuni, la Messa più tradizionale dell’anno, quella di mezzanotte.

- Non così! Non così! - raccontava mia mamma alla nipotina: - Non così, per noi bambini, in tempo di guerra.

- Quale guerra? - chiedeva Silvia che, dall’altezza dei suoi 11 anni, credeva di sapere tutto di storia contemporanea. - La Grande Guerra?

- No! In quella non ero nata. Io ero bambina nella Seconda Guerra Mondiale.

- E allora Nonna? Racconta!.

- A quei tempi, dove abitavo io, gli alberi erano fuori, non in casa. Si usava il Presepe, anche se semplice e povero. Il cibo era razionato, l’elettricità troppo costosa per sprecarla e al primo buio si doveva spegnere la luce e coprire le finestre, affinché gli aerei nemici non riconoscessero obiettivi da bombardare. Sul nostro cielo, ogni sera, sempre alla stessa ora, ne passava uno che avevamo soprannominato Pippo. Se ne sentiva il rombo da lontano e un po’ per paura, un po’ per abitudine e forse un po’ per gioco incosciente dell’età… ci nascondevamo sotto il tavolo della cucina. Quello in legno robusto con il piano di marmo. In quegli anni non c’erano doni speciali… Se avevi la fortuna di essere il figlio maggiore, forse potevi ritrovarti con un paio di scarpe nuovo dopo mesi di dolore per un forzato numero in meno. Non pensare che, comunque, le scarpe appena acquistate fossero di giusta misura, erano sempre almeno di una taglia in più: perché tanto saresti cresciuto! Ai più piccoli passavano di mano in mano gli abiti e le scarpe dei più grandi e questi erano i doni del Natale, per l’inverno, e della Pasqua, per l’estate. Noi ci sentivamo fortunati, perché, vivendo in campagna, avevamo del cibo in più coltivato da papà ormai troppo vecchio per la guerra e nascosto da mamma in una strana cantina scavata nella roccia e ben nascosta… Quell’anno, il giorno della vigilia, mamma diede a ciascuno di noi dei compiti. Le più grandi dovevano occuparsi delle camere da letto, pulirle, cambiare le lenzuola e, per una notte, preparare le stufe senza lesinare la legna. Io dovevo aiutarla in cucina, impastando le uova e la farina per fare la pasta, insegnando a farlo anche a mia sorella Maria, che aveva raggiunto l’età giusta… Mio fratello avrebbe dovuto sedersi nel cortile con il cappone, dal collo tirato, fra le gambe, e spennarlo. Solo la più piccolina poteva trastullarsi liberamente, ma senza disturbare il lavoro degli altri, soprattutto quello di mia mamma che consisteva nel cuocere tutto a puntino. Era una gioia per noi tutto quel trambusto che creava un clima di attesa… Alla fine della giornata, il pasto era frugale perché, non essendoci la Messa notturna a causa del coprifuoco, ci si doveva preparare alla Celebrazione del mattino dopo digiunando. Prima di andare a dormire, solitamente, papà accendeva la radio, si sentiva un po’ di musica e, quando si riusciva a captarla, Radio Londra.

Silvia annuiva, attenta e compunta, quasi fosse realmente consapevole di ciò che stava ascoltando. D’altra parte tutti noi, da ragazzi, eravamo rimasti affascinati da questo racconto… Mamma intanto continuava:

- Quella sera però era la vigilia di Natale e dopo aver fatto coprire le finestre e spegnere le luci, papà ci radunò attorno a sé accendendo un mozzicone di candela. Stava raccontando una storia, ma non ricordo quale perché, fissando la fiammella tremolante e le ombre sul muro, stavo per assopirmi. Fu allora che sentimmo il rombo lontano di Pippo. “Forza! Sotto il tavolo!”, ingiunse papà spegnendo la candela e sospingendo dolcemente la più piccola. Era cosa di sempre, era cosa da niente, era cosa giocosa… ma quella sera no! Pippo rallentò, il rombo fu assordante, e nel rombo quasi un sibilo e poi un boato e una luce accecante che trapassò le tende scure quando frantumò le finestre. La bomba era caduta nell’orto, danneggiando il tetto della casa che comunque aveva retto. Quando tutto finì si sentì ancora un piccolo rumore, quasi un cigolio e infine, dopo la grande paura, papà accese la candela e mamma contò i suoi figli come fa una chioccia con i suoi pulcini. In quel momento, la piccola, con occhi spalancati sull’ignoto e linguaggio stentoreo tipico dell’età esclamò: “Bada muro!”.

- Davanti a noi, una piastrella bianca della cucina, si era crepata lasciando impressa una figura simile ad un uomo prostrato.

Mi hanno sempre colpita quella piastrella e i ricordi di mia nonna prima e di mia mamma e delle zie dopo… Il tetto fu aggiustato legandolo con il metallo e la casa, rimessa in sesto, resse fino al terremoto degli anni Settanta, poi i nonni dovettero andarsene, la casa cambiò di proprietà e fu ristrutturata.

Ora che sono vecchia, ho voluto tornare in un percorso della memoria… Sono sola, Silvia ormai ha altre strade da percorrere… Ho suonato il campanello, ho spiegato il desiderio di visitare la casa e mi hanno fatta entrare. C’è un centro di accoglienza dove prima c’era la casa dei nonni. La cucina è un ufficio. Sono entrata un po’ delusa, ma là, al centro della parete, solitario elemento sopra un muro vuoto, c’è la piastrella bianca.

Guardo stupita la gentile impiegata: - Sa… - mi dice intuendo la mia domanda inespressa. - Quando abbiamo iniziato i lavori, gli operai ci hanno detto che quello era un pezzo di Storia… Desidera che gliela racconti?

Le rispondo con un sorriso e mentre lei inizia a parlare, io penso a quanto sia strana la vita… Tutti i protagonisti di quel racconto non ci sono più, ma la testimone silente di quella notte continua a tenerli vivi. Sarà questa l’eternità?

16 diciembre 2022

Fútbol

Julio Sánchez Mingo

A los compinches


El fútbol es un juego que nos permite disfrutar dando patadas a un balón. También un deporte cuya práctica nos mantiene en forma. En el Madrid de mi infancia y adolescencia, una ciudad con pocos automóviles, plagada de descampados, cualquier lugar era bueno para darle puntapiés a una pelota. Se jugaba frecuentemente en la calzada de las calles. Al grito de: “¡Coche!”, la despejábamos para dar paso al correspondiente e inoportuno vehículo. Incluso una acera estrecha, como la de Cristobal Bordiú colindante con la tapia de nuestro colegio, se convertía en una cancha para darle a la bola, hecha por nosotros con papel, trapos o cualquier otro material de desecho. La cantidad de horas que habremos echado el bueno de Cesítar y yo después de comer no teníamos clase por las tardes pero sí los sábados por la mañana—, él en su portería formada con dos pedruscos y yo bombardeándolo a pelotazos. En nuestros dos últimos años de escolaridad, algunos días de la semana teníamos libre la última hora de lecciones. Unos cuantos compinches aprovechábamos para ir a jugar en la amplia acera del paseo de la Castellana, entonces avenida del Generalísimo, frente a la fachada este del mastodóntico edificio gris de granito de los Nuevos Ministerios. Si llovía, trasladábamos el terreno de juego a las arquerías que cierran ese enorme recinto administrativo. Los guardas jurados de traje de basto paño, banda de cuero y sombrero de ala ancha no nos permitían dedicarnos a nuestro entretenimiento preferido en los jardines interiores de esa gigantesca manzana. Para llegar a nuestro estadio, atravesábamos el ministerio de Trabajo, por unos pasillos atestados de funcionarios y ordenanzas de uniforme botando el esférico, como le dicen los cronistas deportivoso rodeábamos por la plaza de San Juan de la Cruz. Para los anales ha quedado la histórica jornada del 15 de mayo de 1965, festividad de San Isidro, cuando el glorioso equipo de II Media, el nuestro, dio cumplida cuenta de los conjuntos de los pequeños de I Media y de los mayores de III Media, en un prado contiguo al monasterio del Paular. Nunca, hasta entonces, habíamos jugado sobre hierba, algo inaudito para unos esforzados deportistas acostumbrados a descarnarnos las rodillas en campos de tierra, aceras de baldosas y en el antipático asfalto. Estuvimos todo el día dándole a la redonda, como la denominaba Di Stéfano, que en la entrada de su casa tenía un monumento a tan universal objeto.

El Paular, 15 de mayo de 1965.

Sin embargo, el fútbol profesional es otra cosa. Ante todo, un negocio que mueve mucho dinero, donde todo son intereses económicos. Como botón de muestra vale la gigantesca inversión efectuada para la Copa del Mundo de Catar, un estado feudal regido por una monarquía confesional dictatorial, donde, al parecer, ha habido cientos o, incluso, miles de muertos, nunca se sabrá, en las obras de construcción de estadios e infraestructuras. Es un planeta donde confluyen jugadores multimillonarios de infinita soberbia, muchos de ellos tan ignorantes que casi no saben ni expresarse, fatuos entrenadores cuyo discurso quiere imitar el de un docto profesor de universidad, nacionalismo, racismo y violencia siempre latentes, con acuchillamientos a la entrada o salida de los campos, apedreamientos al autobús del equipo adversario, enfrentamientos entre hinchadas rivales, vandalismo callejero tras la victoria del propio equipo, como hace unos días en Bruselas, tras la victoria de Marruecos sobre Bélgica. Incluso, una vieja gloria como Samuel Eto’o agredió la semana pasada a un aficionado que lo estaba filmando con su cámara de vídeo y que, supuestamente, le había llamado negro de mierda, al mismo tiempo que lo invitaba a volverse a su plantación de bananas. No olvidemos las tragedias de Hillsborough y Heysel, con 97 y 39 víctimas mortales, respectivamente. Detrás de todo ello, directivos, responsables políticos y medios de comunicación azuzan las pulsiones y miserias humanas hasta que se llega a situaciones y hechos absolutamente inaceptables. Las administraciones públicas miman esta actividad, a la que dan prioridad sobre otras más necesarias y beneficiosas para la sociedad. Antes un estadio el Bernabéu se llena cada dos semanas, que una escuela, abarrotada de lunes a viernes, donde también los chavales socializan y hacen ejercicio y deporte los sábados por la mañana, a pesar de que muchos padres energúmenos enrarecen el ambiente y se ponen violentos por animar a sus niños.

Acceso al campo de fútbol del colegio Santa María del Pilar de Madrid.

En Catar se han construido recintos deportivos faraónicos para utilizarlos cuatro semanas y se aprovecha la estulticia humana de los forofos para cobrarles 200 euros por noche por dormir en un contenedor, amén del sangrado del coste del billete de avión hasta Oriente Medio.

Y lo llamativo del caso es que todo está basado en un juego, en algo caprichoso de resultado incierto.

09 diciembre 2022

Cajitas

Roberto Omar Román


A Leonardo Picazio

 


Vi al extraño viejo en la acera de enfrente, cuando nos detuvimos a escuchar la erudita exposición del guía acerca de un montón de rocas enmohecidas. Vestigios de no recuerdo que bárbara y gloriosa civilización.

Amigos que habían visitado Turquía me auguraron una inolvidable luna de miel y, bromistas, me advirtieron del inminente encuentro con embaucadores hablando de cosas tan disímbolas como lagos con cisnes color ámbar y arco iris de cuarzo. Por lo que al ver a ese anciano de turbante, cubierto con un blanquísimo taparrabo, soslayé la posibilidad de que alguien intentara convencerme de que el hombre estaba sentado sobre una alfombra voladora, y las cajitas de colores que apilaba con esmero frente a él, contenían un sortilegio.

Calculé no menos de cien años reunidos en aquel cuerpo, esquelético y de un bronceado tan uniforme que envidiaría cualquier escandinavo. El alegre mirar de sus ojos aceitunados, similar al tono mohoso de las ruinas, contrastaba, rebosante de juventud, en esa cara zurcida de vejez, en donde juzgué imposible dar cabida a una arruga más.

Carraspeé del modo en que Cristina y yo habíamos convenido para llamarnos tácitamente cuando nos encontrábamos con otras personas. Sin embargo, ella estaba tan arrobada escuchando la disertación del guía que no logré captar su atención ni con los siguientes carraspeos.

Decidido a no perder la oportunidad de conocer el contenido de aquellas cajitas, que me recordaron los cubos que el abuelo nos daba al nieto que adivinara los puntos de sus caras, me separé del grupo y crucé la calle acosado por el calor pertinaz, sintiendo la fatiga de haber caminado durante años para alcanzar la acera.

Me planté, autoritario e inquisitivo ante el nativo, suponiendo que estaría habituado a suscitar la curiosidad de los extranjeros. Sin inmutarse, él continuó con el meticuloso acomodo de las cajitas. Sus labios, apenas perceptibles de tan finos, emitían un rítmico y enigmático bisbiseo. Repetí el intencional tosido con la esperanza de denotar mi presencia. El viejo me miró complaciente, como si me conociera, y con un ademán dadivoso me ofreció una de las cajitas. Una color plomo que justo se disponía a colocar en la cima de la pirámide.

No necesité verlo sonreír; sus ojos destellaron la sincera bondad de una criatura. Subyugado, le extendí unas monedas que rechazó con igual benevolencia. Desconcertado, sólo atiné a gesticular mi gratitud oprimiendo en mi pecho la cajita. Él, en cambio, inclinando la cabeza me dirigió algunas palabras en su lengua incomprensible.

Me reuní con el grupo luego de ocultar mi obsequio bajo la camisa, doblemente agradecido por haber evadido parte de aquella pedante cátedra de arqueología.


De regreso al hotel, recostado en la cama, escuché sin mucho ánimo a Cristina desde la ducha hablar maravillas sobre aquellas rocas milenarias. Con la curiosidad y el calor derritiéndome, aproveché ese momento para abrir mi cajita. En el fondo estaba marcado con color carmesí un impecable 97. Decepcionado del simple descubrimiento, la guardé en mi estuche de afeitar, dispuesto a omitir el suceso y evitar la burla de Cristina; cuya voz comencé a percibir distorsionada bajo el chorro de la regadera.

Dormité.

No sé cuánto tiempo pasó antes de escuchar cómo se abría la puerta del baño, porque experimenté la misma sensación de lentitud y cansancio de cuando crucé la calle para llegar al viejo de las cajitas. La voz de Cristina sonaba pastosa, lejana:

... y te digo que, lo que más me impresionó del recorrido, fue cuando el guía nos contó que en esas ruinas vivió un pueblo de longevos y poderosos hechiceros, que obsequiaban cajitas de maldición para envejecer a los extranjeros, marcando la edad en el fondo...

Abrí los ojos con dificultad sin poder creer lo que veía: Cristina desnuda, irreconocible, se pasaba la toalla por un cuerpo macilento, envejecido.

Loco de terror palpé los flácidos pliegues de mis manos.

02 diciembre 2022

Los guateques

Pedro Navazo

                                                                    Quiero recordar

                                                                    el último guateque,

                                                                    que entre sombras se me pierde,

                                                                    casi deja de sonar...

                                                                    Laredo

 


Uno de aquellos recuerdos que fluyen de tiempos de juventud, y que hoy nos hacen reír, lamentar y… sufrir, son aquellos guateques robados en un local a salvo de los padres donde alojar, como mínimo, a cinco o seis parejas, que, a eso de las seis y media de la tarde de un sábado o un domingo—, organizaba algún anfitrión que tuviera, también, un tocadiscos. Algo que en aquellos tiempos no todos nos lo podíamos permitir, ya que costaba alrededor de tres mil pesetas.

Debido a la educación sexista de entonces, que nos mantenía alejados de ellas, sin posibilidad de relacionarnos, la novedad de los guateques hizo que las chicas, de ser invisibles o las insoportables amigas de nuestras hermanas, pasaran a ser un fascinante motivo de atención, una irresistible atracción, un misterio irresoluble pero constante, una necesidad de acercarnos a esa incógnita y desvelarla.

En los guateques, con la complicidad de un ambiente cuidadosamente estudiado oscuridad medida para ocultar nuestras vergüenzas, música lenta y el elixir de los combinados, baratos, pero eficaces, que preparábamos muchos de aquella generación de los sesenta no solo nos rompíamos las caderas bailando, con más o menos estilo y gracia, el twist, el baile de moda entonces, que no había joven que no lo bailara. sino que también nos adentrábamos en senderos nuevos de curiosidad y dudoso placer: los primeros bailes agarrados, rozando cuerpos con cuerpos; manos que se afanaban en abrir cárceles bien cerradas; bocas pegadas, sin camino que seguir; primeras caricias, torpes, después de derribar murallas de vergüenza y desconfianza; confesiones de amor, castas, paradas en seco por un no dicho sin mucho convencimiento, que te dejaban una luz a la esperanza; metro cuadrado pisoteado una y otra vez, en un giro interminable.

Aunque también es verdad que no todos eran los que triunfaban: los más nos quedábamos con el desaliento de no haber conseguido lo deseado, y no nos quedaba otra que conformarnos con pensar en lo que podía haber sido y no fue, y con la esperanza de alcanzar, la semana siguiente, no se sabía bien si el cielo o el infierno:

La meta estaba cercana y a la espera de cruzarla.