Soledad
Julio Sánchez Mingo
A Asun
Mi pobrecita amiga. Hace unos días
perdiste a tu madre. Era muy mayor y tú ya estabas preparada, de una
forma u otra, para el fatal hecho. Hubiera cumplido en breve noventa
y ocho años. Aunque una madre es algo único, es nuestra referencia,
nuestra identidad, nuestro refugio, como cuando éramos niños y nos
acurrucábamos en su regazo. Al perderla quedas desvalido, expuesto,
aunque durante años tú hayas sido, pretendidamente, el fuerte y
hayas cuidado de una frágil anciana.
Pero ahí no queda todo. Una semana
después ha falleció tu único hermano, víctima de un cáncer fulminante. El hijo no llegó a saber de la falta de la madre. Ella
tampoco sabía del final implacable e inmediato que esperaba a su
hijo. Pienso que te romperías por dentro, que el desgarro sería
visceral, el dolor insoportable. Su hijo, tu único sobrino, tu
familia ya sólo se reduce a él, aguantó. Pero ayer se hundió, se
quebró, demasiado para un joven estudiante.
Y todo ello en mitad de esta tragedia de
la infección del coronavirus, que obliga a todos a estar solos con
nuestros pensamientos, nuestras inquietudes y preocupaciones,
nuestros miedos, nuestros anhelos, sin contacto físico que tanto
necesita y busca el hombre, en una lucha sin cuartel con nuestros
sentimientos.
Prácticamente nadie te ha podido apoyar
para acompañarlos en su último viaje a la última morada. Estos
días la soledad envuelve a todos, a los que se van y a los que se
quedan.
Yo, ahora, varado, aislado a miles de
kilómetros de vosotros y de casa, no puedo hacer otra cosa que
escribir, pensar lo mucho que os quiero, y esperar a ver si esta
pesadilla termina y os puedo dar un grandísimo abrazo y rompemos esa
soledad que nos lacera.