30 agosto 2019


El legado

Juan Sánchez Martín

unicef.es

He visto que en tu testamento dejas todo tu dinero a UNICEF. ¿Estás loco? Ya estás yendo al notario a modificarlo.

Yo he sido muy afortunado y la vida me ha dado de todo. Lo menos que puedo hacer es devolver a la sociedad parte de lo que he recibido. Vosotros, ¿para qué queréis más? ¿No os basta con los dos pisos que os dejo? Además, tú estás muy bien situado, ganas un dineral, tienes más que de sobra para mantener a tu mujer y a tus dos niños y recibirás la herencia de tus padres: mucho dinero y las casas de Madrid y de la playa. ¿No te parece suficiente?

Tú lo que eres es un agarrao, que no gastas nada y no paras de atesorar pasta.

Vivo como un marqués. No me falta de nada. Viajo. Voy a todo tipo de espectáculos. No me compro ropa de grandes marcas ni relojes de lujo. Me traslado andando y en metro. Acudo a locales sencillos y no derrocho. No tengo necesidad de presumir ni de alardear frente a nadie. Y ahorro para que el legado a UNICEF sea lo mayor posible.

23 agosto 2019


El abuelo de Carmen

Julio Sánchez Mingo

J. S. M.

Se llama Mariano. Tiene setenta y pocos años. Está jubilado. Era maestro, como a él le gusta decir con orgullo, nada de profesor de Primaria, como se estila denominar ahora a este oficio tan antiguo y noble. Ahí es nada desasnar infantes.
Camina todas las tardes por el paseo, al borde del mar, junto a la playa, donde los chavales juegan a balonvolea. Arriba y abajo, empuja el carrito de Carmen, su nieta de nueve meses.

Es el protagonista, junto a su mujer, Carmen, y su hija, Carmen, de esta bonita y sencilla historia de comprensión y amor por los hijos.
Carmen hija, que ronda los cuarenta, no había sido afortunada con las sucesivas parejas que había tenido y no había cuajado con ninguna de ellas. Su mayor deseo: tener una criatura. Su madre la animó a seguir un programa de inseminación artificial mediante donación anónima de esperma. Los dos abuelos se ofrecieron a acogerla en su casa y colaborar en todo, ayudándola en los cuidados y educación del bebé.
Y, para alegría de todos, ha llegado Carmen nieta.

Nadie puede imaginar la felicidad que irradia la cara de Mariano y sus Cármenes.

09 agosto 2019


Nacionalismos

Argimiro Rubio Cuadrado


No había vuelto a saber de él desde que acabaron los estudios, hacía ya, y al pensarlo no pudo evitar sentir un pellizquito de congoja, cerca de treinta años. La verdad es que, a pesar de que eran pocos los que elegían aquella especialidad de la carrera, lo que hacía que la relación entre todos fuera bastante cercana, les había perdido la pista a la mayoría de ellos, así que se alegró mucho cuando gracias a las llamadas redes sociales volvió a tener noticias suyas.
Se pusieron al día de las circunstancias de cada uno, familiares, profesionales y personales; así pudo saber que estaba superando una de esas enfermedades que eufemísticamente se llama larga y que estaba estudiando un grado de Literatura Española en la Universidad.
Por una feliz coincidencia, su amigo residía no demasiado lejos del pueblo donde todos los años él iba a pasar unos días, así que quedaron en que se llamarían para charlar y darse un abrazo.
Por una razón o por otra, el encuentro no se produjo. Mientras tanto, el contacto no se había perdido. Su amigo era muy activo en una de esas redes sociales donde publicaba toda clase de noticias, enlaces y relatos. A él le gustaban mucho aquellos relatos llenos de imaginación, sensibilidad e inteligencia inteligente su amigo lo había sido siempre, lo recordaba bien de aquellos años de la carrera. Como él nunca había tenido imaginación para inventar y construir una historia, admiraba a los que sí la tenían y, además, su amigo escribía muy bien, por eso solía dar me gusta y hacer comentarios elogiosos a casi todos aquellos relatos que su amigo publicaba.
Se dio cuenta, además, por las noticias y enlaces que su amigo ponía en su página, de que tenían sensibilidades sociales y políticas próximas en muchas cosas, aunque más radicales las de su amigo. Discrepaban a veces y lo comentaban. A él le gustaba la confrontación con su amigo porque sus réplicas eran argumentadas, ausentes de descalificaciones apriorísticas que él siempre había detestado en una discusión, y que con frecuencia observaba en otros foros de la red.
Poco a poco, sin embargo, los relatos y enlaces a eventos culturales y artísticos fueron
disminuyendo en la página de su amigo y, en cambio, las noticias, enlaces y comentarios sobre sucesos de actualidad fueron ocupando más y más espacio y fueron tomando un sesgo más y más maniqueo.
Cada vez se fue haciendo más evidente, constató con disgusto, que en el imaginario de su amigo solo había un Nosotros y un Ellos. ¿Quiénes eran Nosotros?, pues el Pueblo Elegido, constituido, como todos los Pueblos Elegidos, por hombres justos y virtuosos, injustamente oprimidos por Ellos, pueblos ajenos, innobles y, sin duda, rencorosos que envidian las virtudes de los Elegidos y que les impiden desarrollarse a su libre albedrío.
Los enlaces y comentarios que se publicaban en la página eran ya tan burdamente tendenciosos e impropios de la sensibilidad e inteligencia que sin duda su amigo tenía que así se lo comentó, como había hecho en las otras ocasiones en que habían discrepado, pero su amigo, se dio cuenta entonces, ya solo veía la realidad a través del prisma deformante del nacionalismo y esta vez, por toda respuesta, lo borró de su página.

02 agosto 2019


El mal paso

Antonio Pablo Bueno Velilla


Era algo tarde cuando bordeaba los contrafuertes de los picos de Pallás, entre el caos de la morrena frontal del desaparecido glaciar. La nieve de primavera rellenaba huecos entre las rocas y ocultaba pozos en los que resultaba fácil romperse una pierna, o al menos llevarse un buen susto. El perro zigzagueaba por delante entre las rocas, desapareciendo y apareciendo, volviéndose a mirar a su amo que se retrasaba extraviado. Al llegar al fondo del alto valle, relleno por los arrastres de caliza de las cumbres, apreció el color de humildes flores que apuntaban entre las rocas, y las últimas nieves, que se derretían llenando aguas abajo, los ibones oscuros y callados.
Las marmotas alarmadas, asomaban sus caras delgadas del invierno, por entre montículos de hierba quemada por los hielos; observaban a los intrusos con temor e inquietud, lanzándose entre ellas gritos de aviso, parecidos a risas.
Haciendo un alto llamó al perro que se despistaba con las novedades. El cansancio y el sudor le empapaban la espalda, las risas nerviosas de las marmotas que se escondían ante la llegada del perro o de la suya propia, empezaban a molestarle con sus chillidos, parecía como si se burlaran de su camino errante y extraviado desde ya hacía horas. No conseguía hallar la vía de regreso hacia el valle de abajo y las últimas luces de la tarde, empezaban a declinar hacia el oeste; el camino entre el caos acababa abruptamente en un precipicio por el que se despeñaban hacia un fondo oscuro las aguas desbordadas del deshielo; llegaban hasta él los broncos sonidos del agua estallando entre las rocas del fondo y una especie de mareo parecía tirar de su cabeza hacia el abismo.
Descansó un rato dudando entre la decisión de si vivaquear, o de seguir a tientas, aunque fuese, hasta la seguridad y la cena del albergue. Pasó un largo rato con el perro jadeante a su lado, el temblor que sintió de pronto, le recorrió todo el cuerpo en un escalofrío mientras que el hambre acuchillaba su estómago. Ante la perspectiva de pasar una noche gélida y sin un mal alimento que llevarse a la boca, y por el otro la posibilidad, aunque peligrosa, de bajar hasta el valle y tras unas horas llegar al refugio, inclinaron la balanza de su indecisión.
Sintiéndose reconfortado con la certeza de lo que iba a hacer, se levantó dolorosamente, las piernas frías ahora le pesaban como el plomo, y los pies magullados después de caminar casi desde el amanecer parecían no coordinarse con la intención de marchar que les enviaba el cerebro; le miraba el perro como inquiriendo con su mirada qué hacer.
Vamos, vamos, a casa, —y el perro se movió inquieto dando saltos de alegría como si tratase de animar a su amo.
Volvieron sobre sus pasos otra vez al caos, y a los tropiezos constantes que amenazaban con la rotura de algún hueso. Las sombras pronto alcanzarían las altas crestas de los picos, los últimos rayos coloreaban el gris de las cumbres, la escasa luz doraba un poco más abajo las paredes donde anidaban los quebrantahuesos, y bajo aquellos, iban oscureciendo inexorable y paulatinamente todo lo que estas tocaban, hacia un pardo que se confundía con las rocas por las que caminaba; el apagado reflejo de las manchas de nieve, le ayudaba a discernir entre sombras cada vez más espesas la ruta segura para alcanzar el borde de salida de aquella cubeta glaciar.
Ya no se veía claramente más allá de diez o doce pasos de distancia, pero el hecho de haber salido del caos le dio energías renovadas, y una esperanza incierta de que aquella noche llegaría al refugio; bajaba a trompicones, resbalando, y bajo sus pies salían rodando multitud de piedras, que rebotaban pendiente abajo hasta el fondo.
Intentaba, aguzando la vista, no dar un mal paso, tanteaba con el bastón previamente, los puntos seguros en los que apoyarse sin riesgo de caída; el perro ya casi debía estar en el pie de aquella bajada —pensó—, hacía rato que no lo distinguía parado, esperándole de vez en cuando a lo largo del declive. Al final de la pedriza y las gravas sueltas encontró, o creyó encontrar, una senda que descendía desde su izquierda, por encima de su cabeza, que le ayudó definitivamente a bajar. Menudeaban en este sendero las hierbas y los erizones, y algunos enebros arrastrándose entre la aridez del camino que, al abrigo de rocas grandes, comunicaban algo de la proximidad de un ser vivo. En la penumbra del escaso paisaje que acertaba a ver, oía el fragor del río como un clamor muy abajo, mucho más debajo del lugar en que se encontraba y que poco a poco se fue convirtiendo en cercano y amenazador.
Acabó la cuesta casi con sorpresa, pues al tantear con el bastón, comprobó que el siguiente paso estaba mucho más cercano que los anteriores, y el siguiente más y más hasta encontrarse en un llano.
Apareció la luna por encima de las cumbres con lo que pudo descubrir el amplio prado sobre el que se encontraba; frente a él, saltaba rumoroso el río; en la otra orilla reinaba la oscuridad, a su espalda las altas laderas, y hacia su derecha comenzaba un espeso bosque de pinos y hayas, entre los que se adivinaba, al final del herbazal y principio del bosque, la claridad de un espacio libre de vegetación que indicaba el camino a través de los árboles.
No sin cierta aprensión descubrió, al reconocer el entorno, que se encontraba a unas dos buenas horas de alcanzar el camino viejo de los contrabandistas; frente a él se extendía el bosque de hayas, al final del cual, por el Paso del Oso, alcanzaría de nuevo el río que buen trecho después, siguiendo en su compañía, le habría de llevar hasta el camino viejo, y de allí, al tan anhelado albergue del pueblo.
Silbó dos veces y se le incorporó el perro, alegre de verle, apoyándole las patas sobre el pecho; lo saludó con palabras cariñosas, demostrándole también su alegría por el encuentro y comenzaron a caminar hacia el bosque. Dejó al animal que fuera por delante, quedando desamparado en cuanto se internó en la oscuridad de la espesura, no obstante, siguió oyendo su jadeo y adivinando que caminaba unos diez pasos por delante. Al principio el camino era bastante evidente, después la luz de la luna se filtraba afortunadamente por entre las ramas de las hayas, que desnudas de hojas, permitían el paso de la claridad de la señora de la noche.
La pista serpenteaba con alegría hacia abajo, provocando que sus pasos se convirtieran en zancadas, por lo que de vez en cuando, si no era capaz de frenar el ritmo, tropezaba con raíces que más de una vez estuvieron a punto de dar con sus huesos en el suelo.
Llamaba al perro a menudo para que no se alejara, y normalmente volvía sobre sus pasos atento a la voz. Se iban espesando las sombras, y a las hayas se les incorporaban áreas en las que dominaban los abetos y otras especies de hoja perenne haciendo más difícil la entrada de la luminosidad. Se alejó una vez más el perro y dejó de oírlo, por lo que caminaba con más cuidado escuchando el ruido amortiguado de sus pasos.
En medio de las zonas más oscuras, volvía hacia atrás de vez en cuando la mirada, sin ver nada más que las siluetas oscuras de los troncos o las masas de hojas difuminadas sobre un fondo negro. Comenzaba a sentir temor de lo desconocido, era una tontería volverse, no había nada, nadie a quien preguntar, ninguno a quien discernir si hubiera habido la iluminación suficiente.
Volvía de vez en cuando a llamar al perro, pero no acudía a su llamada; al menos su cercanía y su buen olfato le podrían hacer compañía, e incluso servirle de lazarillo en medio de aquella situación. ¡El muy perro…! —nunca mejor dicho—, habría encontrado el rastro del buen camino, seguro que ya le llevaría buena ventaja y estaría casi en el camino viejo, o habría ido hasta el río a beber, o se habría despistado con algún ratón, o quién sabe si estaría más lejos, tras de algún animal nocturno al que perseguir con ánimo de alcanzarlo.
Estaba en estos pensamientos y a buen paso otra vez, rodeado de nuevo por las hayas que dejaban pasar una plateada luz, que arrancaba reflejos argentados de sus troncos y ramas, cuando escuchó en la lejanía unos ladridos muy hondos, de allá abajo, tal vez de donde se estrecha el bosque junto al cañón del río, en el Paso del Oso. Volvió a oírlos al cabo de un rato, después su propia voz se perdió entre el bosque llamando a su perro. Seguía adelante atento al regreso del animal, pero nada notable sucedió durante un buen rato, excepto que se había ido añadiendo al silencio, el clamor apagado del río.
Más adelante creyó discernir entre los ruidos, arriba hacia su derecha, como un arrastrar o crujir de hojarascas secas. La brisa nocturna que subía del valle no le traía otra cosa, que el olor de los prados y de los bojes frescos de las umbrías. Lo que fuera se volvía a escuchar otra vez como si viniera de delante y por encima, en la ladera. Retrasó el paso aguzando el oído, y de nuevo inconfundiblemente, volvió a percibir que algo se desplazaba entre la maleza aplastando las hojas secas y desgarrando zarzas y espinos; su dirección se adivinaba que iba a confluir con el camino que seguía él, en algún punto indefinido más adelante. Seguía en silencio pausadamente, adivinando los ruidos, el desbroce de la espesura, las piedrecillas que rodaban cuesta abajo, rebotando sobre las hojas secas con el mismo sonido que hubieran producido las gotas de un aguacero repentino, cuando oyó un oscuro y corto rugido que le paralizó en medio de la senda, que le impidió seguir adelante, que le aceleró las palpitaciones del corazón y le puso en la boca un gusto raro y amargo.
Un bulto, casi una sombra intuida, atravesó el camino más adelante perdiéndose en la oscuridad.
Habría pasado tal vez una hora apoyado en un árbol, temblorosas las piernas, con el ánimo aprensivo y receloso, cuando felizmente apareció el perro y en su compañía llegó al camino viejo y más tarde al pueblo.
Sus luces, calles solitarias y puertas cerradas, le parecieron en el silencio de la madrugada, una entrada triunfal. ¡La mejor!