El
mal paso
Antonio
Pablo Bueno Velilla
Era
algo tarde cuando bordeaba los contrafuertes de los picos de Pallás,
entre el caos de la morrena frontal del desaparecido glaciar. La
nieve de primavera rellenaba huecos entre las rocas y ocultaba pozos
en los que resultaba fácil romperse una pierna, o al menos llevarse
un buen susto. El perro zigzagueaba por delante entre las rocas,
desapareciendo y apareciendo, volviéndose a mirar a su amo que se
retrasaba extraviado. Al llegar al fondo del alto valle, relleno por
los arrastres de caliza de las cumbres, apreció el color de humildes
flores que apuntaban entre las rocas, y las últimas nieves, que se
derretían llenando aguas abajo, los ibones oscuros y callados.
Las
marmotas alarmadas, asomaban sus caras delgadas del invierno, por
entre montículos de hierba quemada por los hielos; observaban a los
intrusos con temor e inquietud, lanzándose entre ellas gritos de
aviso, parecidos a risas.
Haciendo
un alto llamó al perro que se despistaba con las novedades. El
cansancio y el sudor le empapaban la espalda, las risas nerviosas de
las marmotas que se escondían ante la llegada del perro o de la suya
propia, empezaban a molestarle con sus chillidos, parecía como si se
burlaran de su camino errante y extraviado desde ya hacía horas. No
conseguía hallar la vía de regreso hacia el valle de abajo y las
últimas luces de la tarde, empezaban a declinar hacia el oeste; el
camino entre el caos acababa abruptamente en un precipicio por el que
se despeñaban hacia un fondo oscuro las aguas desbordadas del
deshielo; llegaban hasta él los broncos sonidos del agua estallando
entre las rocas del fondo y una especie de mareo parecía tirar de su
cabeza hacia el abismo.
Descansó
un rato dudando entre la decisión de si vivaquear, o de seguir a
tientas, aunque fuese, hasta la seguridad y la cena del albergue.
Pasó un largo rato con el perro jadeante a su lado, el temblor que
sintió de pronto, le recorrió todo el cuerpo en un escalofrío
mientras que el hambre acuchillaba su estómago. Ante la perspectiva
de pasar una noche gélida y sin un mal alimento que llevarse a la
boca, y por el otro la posibilidad, aunque peligrosa, de bajar hasta
el valle y tras unas horas llegar al refugio, inclinaron la balanza
de su indecisión.
Sintiéndose
reconfortado con la certeza de lo que iba a hacer, se levantó
dolorosamente, las piernas frías ahora le pesaban como el plomo, y
los pies magullados después de caminar casi desde el amanecer
parecían no coordinarse con la intención de marchar que les enviaba
el cerebro; le miraba el perro como inquiriendo con su mirada qué
hacer.
—Vamos,
vamos, a casa, —y el perro se movió inquieto dando saltos de
alegría como si tratase de animar a su amo.
Volvieron
sobre sus pasos otra vez al caos, y a los tropiezos constantes que
amenazaban con la rotura de algún hueso. Las sombras pronto
alcanzarían las altas crestas de los picos, los últimos rayos
coloreaban el gris de las cumbres, la escasa luz doraba un poco más
abajo las paredes donde anidaban los quebrantahuesos, y bajo
aquellos, iban oscureciendo inexorable y paulatinamente todo lo que
estas tocaban, hacia un pardo que se confundía con las rocas por las
que caminaba; el apagado reflejo de las manchas de nieve, le ayudaba
a discernir entre sombras cada vez más espesas la ruta segura para
alcanzar el borde de salida de aquella cubeta glaciar.
Ya
no se veía claramente más allá de diez o doce pasos de distancia,
pero el hecho de haber salido del caos le dio energías renovadas, y
una esperanza incierta de que aquella noche llegaría al refugio;
bajaba a trompicones, resbalando, y bajo sus pies salían rodando
multitud de piedras, que rebotaban pendiente abajo hasta el fondo.
Intentaba,
aguzando la vista, no dar un mal paso, tanteaba con el bastón
previamente, los puntos seguros en los que apoyarse sin riesgo de
caída; el perro ya casi debía estar en el pie de aquella bajada
—pensó—, hacía rato que no lo distinguía parado, esperándole
de vez en cuando a lo largo del declive. Al final de la pedriza y las
gravas sueltas encontró, o creyó encontrar, una senda que descendía
desde su izquierda, por encima de su cabeza, que le ayudó
definitivamente a bajar. Menudeaban en este sendero las hierbas y los
erizones, y algunos enebros arrastrándose entre la aridez del camino
que, al abrigo de rocas grandes, comunicaban algo de la proximidad de
un ser vivo. En la penumbra del escaso paisaje que acertaba a ver,
oía el fragor del río como un clamor muy abajo, mucho más debajo
del lugar en que se encontraba y que poco a poco se fue convirtiendo
en cercano y amenazador.
Acabó
la cuesta casi con sorpresa, pues al tantear con el bastón, comprobó
que el siguiente paso estaba mucho más cercano que los anteriores, y
el siguiente más y más hasta encontrarse en un llano.
Apareció
la luna por encima de las cumbres con lo que pudo descubrir el amplio
prado sobre el que se encontraba; frente a él, saltaba rumoroso el
río; en la otra orilla reinaba la oscuridad, a su espalda las altas
laderas, y hacia su derecha comenzaba un espeso bosque de pinos y
hayas, entre los que se adivinaba, al final del herbazal y principio
del bosque, la claridad de un espacio libre de vegetación que
indicaba el camino a través de los árboles.
No
sin cierta aprensión descubrió, al reconocer el entorno, que se
encontraba a unas dos buenas horas de alcanzar el camino viejo de los
contrabandistas; frente a él se extendía el bosque de hayas, al
final del cual, por el Paso
del Oso, alcanzaría
de nuevo el río que buen trecho después, siguiendo en su compañía,
le habría de llevar hasta el camino viejo, y de allí, al tan
anhelado albergue del pueblo.
Silbó
dos veces y se le incorporó el perro, alegre de verle, apoyándole
las patas sobre el pecho; lo saludó con palabras cariñosas,
demostrándole también su alegría por el encuentro y comenzaron a
caminar hacia el bosque. Dejó al animal que fuera por delante,
quedando desamparado en cuanto se internó en la oscuridad de la
espesura, no obstante, siguió oyendo su jadeo y adivinando que
caminaba unos diez pasos por delante. Al principio el camino era
bastante evidente, después la luz de la luna se filtraba
afortunadamente por entre las ramas de las hayas, que desnudas de
hojas, permitían el paso de la claridad de la señora de la noche.
La
pista serpenteaba con alegría hacia abajo, provocando que sus pasos
se convirtieran en zancadas, por lo que de vez en cuando, si no era
capaz de frenar el ritmo, tropezaba con raíces que más de una vez
estuvieron a punto de dar con sus huesos en el suelo.
Llamaba
al perro a menudo para que no se alejara, y normalmente volvía sobre
sus pasos atento a la voz. Se iban espesando las sombras, y a las
hayas se les incorporaban áreas en las que dominaban los abetos y
otras especies de hoja perenne haciendo más difícil la entrada de
la luminosidad. Se alejó una vez más el perro y dejó de oírlo,
por lo que caminaba con más cuidado escuchando el ruido amortiguado
de sus pasos.
En
medio de las zonas más oscuras, volvía hacia atrás de vez en
cuando la mirada, sin ver nada más que las siluetas oscuras de los
troncos o las masas de hojas difuminadas sobre un fondo negro.
Comenzaba a sentir temor de lo desconocido, era una tontería
volverse, no había nada, nadie a quien preguntar, ninguno a quien
discernir si hubiera habido la iluminación suficiente.
Volvía
de vez en cuando a llamar al perro, pero no acudía a su llamada; al
menos su cercanía y su buen olfato le podrían hacer compañía, e
incluso servirle de lazarillo en medio de aquella situación. ¡El
muy perro…! —nunca mejor dicho—, habría encontrado el rastro
del buen camino, seguro que ya le llevaría buena ventaja y estaría
casi en el camino viejo, o habría ido hasta el río a beber, o se
habría despistado con algún ratón, o quién sabe si estaría más
lejos, tras de algún animal nocturno al que perseguir con ánimo de
alcanzarlo.
Estaba
en estos pensamientos y a buen paso otra vez, rodeado de nuevo por
las hayas que dejaban pasar una plateada luz, que arrancaba reflejos
argentados de sus troncos y ramas, cuando escuchó en la lejanía
unos ladridos muy hondos, de allá abajo, tal vez de donde se
estrecha el bosque junto al cañón del río, en el Paso
del Oso. Volvió a
oírlos al cabo de un rato, después su propia voz se perdió entre
el bosque llamando a su perro. Seguía adelante atento al regreso del
animal, pero nada notable sucedió durante un buen rato, excepto que
se había ido añadiendo al silencio, el clamor apagado del río.
Más
adelante creyó discernir entre los ruidos, arriba hacia su derecha,
como un arrastrar o crujir de hojarascas secas. La brisa nocturna que
subía del valle no le traía otra cosa, que el olor de los prados y
de los bojes frescos de las umbrías. Lo que fuera se volvía a
escuchar otra vez como si viniera de delante y por encima, en la
ladera. Retrasó el paso aguzando el oído, y de nuevo
inconfundiblemente, volvió a percibir que algo se desplazaba entre
la maleza aplastando las hojas secas y desgarrando zarzas y espinos;
su dirección se adivinaba que iba a confluir con el camino que
seguía él, en algún punto indefinido más adelante. Seguía en
silencio pausadamente, adivinando los ruidos, el desbroce de la
espesura, las piedrecillas que rodaban cuesta abajo, rebotando sobre
las hojas secas con el mismo sonido que hubieran producido las gotas
de un aguacero repentino, cuando oyó un oscuro y corto rugido que le
paralizó en medio de la senda, que le impidió seguir adelante, que
le aceleró las palpitaciones del corazón y le puso en la boca un
gusto raro y amargo.
Un
bulto, casi una sombra intuida, atravesó el camino más adelante
perdiéndose en la oscuridad.
Habría
pasado tal vez una hora apoyado en un árbol, temblorosas las
piernas, con el ánimo aprensivo y receloso, cuando felizmente
apareció el perro y en su compañía llegó al camino viejo y más
tarde al pueblo.
Sus
luces, calles solitarias y puertas cerradas, le parecieron en el
silencio de la madrugada, una entrada triunfal. ¡La mejor!
Genial relato. Me ha encantado. Me he sentido trasladada en el tiempo, cuando en una ruta de senderismo se nos echo la noche encima, cuando nuestro primer perro más montañero que nosotros, se volvía loco de alegría, a ver calzarnos las botas. Y después de pequeñas aventuras, llegar sanos y salvos, al aparcamiento donde nos esperaba el coche. Gracias.
ResponderEliminarPrecioso el relato!
ResponderEliminarMuy buen relato
ResponderEliminarEn tu escrito encuentro inspiración, creatividad y sobre todo poesía. Poesía en la forma en que describes el paisaje y lo que el personaje va sintiendo, que a veces es tan visual la forma en que lo describes que lo he vivido al leerlo.
ResponderEliminarMe ha gustado la forma, la estética, lo que va su cediendo a lo largo del relato, etc.
Me da la sensación de que amas la vida pues no se te escapa un detalle de todo lo que a tu alrededor sucede, describiendo cada detalle del entorno. Mary Campo
Agradezco mucho tu comentario, y estoy contento de haber conseguido transmitir precisamente el hilo de los detalles que acompañan al relato dándole cierta belleza haciéndolo creíble.
ResponderEliminarPor mi parte cabe decir que al escribirlo, disfruté sintiéndome rodeado del paisaje que conozco y describo.
Muchas gracias otra vez.
Saludos.
Antonio P Bueno