26 julio 2019


La alacena

Jesús Ramos Alonso


¿Sigues dando vueltas al asunto? — me dice Verónica, mi mujer, al verme mirar al rincón ensimismado.
Pues la verdad es que sí, no acabo de ver la ventaja de echar abajo este tabique y cambiar la escalera de sitio.
Hombre, está clarísimo— responde cargada de razón—la habitación queda mucho más despejada y puedo poner mi secreter en el rincón.
¡¿Y donde ponemos los bollos de canela?! — salto como un resorte.
¿Pero qué dices cariño?, ¿te has tomado la pastilla?—me acaricia la mejilla— anda vístete y date un paseo mientras yo voy a hacer unas compras...y ven pronto que hoy viene nuestra nieta a comer.
El hueco de la escalera me recuerda a otro que había en casa de mi abuela. Ese rincón es la línea de comunicación con mi infancia y todo lo que significa: la inocencia, la sucesión interminable de días felices...
La casa de mi abuela Tina era pura fantasía, tan grande que yo apenas alcanzaba a ver lo qué había encima de la mesa. Estaba llena de recovecos y cuartos cerrados que eran como puertas de entrada al misterio, territorios en los que me internaba como un explorador, con el corazón encogido, el oído alerta y los ojos muy abiertos. Uno de mis rincones favoritos era la alacena que estaba en una esquina, bajo la escalera que subía al sobrado. La alacena tenía vasares con paños blancos que mi abuela tejía por las tardes con el tiempo suspendido en la aguja de hacer puntilla. En cuanto me acercaba ya notaba el olor que se filtraba por los agujeros de la celosía, mezclado con los otros aromas: el de los chorizos de la matanza todavía tiernos, el del pan, el de los restos del cocido del mediodía…Pero entre todos esos olores sobresalía
triunfante la canela.
Llegar a los bollos era toda una aventura: primero, sin hacer ruido, tenía que abrir una puerta desvencijada cuyos goznes estaban siempre en guardia, listos a dar la voz de alarma con aquel crujido que me decía: “Hasta el domingo no se tocan, que cuestan muy caros”
Mi abuela era una malabarista con el dinero. Ni se sabe los esfuerzos que debió hacer para darme el placer que suponía este juego diario. Entonces, la imaginaba roncando en su cama tras la comida y el fregoteo de los cacharros, pero ahora que conozco el dormir ligero de los viejos, estoy seguro de que oía todo y se reía por dentro.
Superado el obstáculo de la puerta, me extasiaba con el dibujo que decoraba la lata, una mujer sentada con el mar al fondo, y un faro, y un barco echando humo por las cuatro chimeneas; un dibujo de intensos colores azules y rojos, que contrastaban con los tonos pardos de Castilla y me hacían soñar con otras
tierras. Tras la puerta venía lo peor; temblando, subido a un taburete con las patas flojas y apoyado en un cesto de patatas, extendía mi mano hasta la lata, mientras el tinglado amenazaba con venirse abajo. Pero el suculento premio valía la pena; y el placer de tocar el tesoro y comprobar su abundancia no tenía precio.
...
Me visto y salgo a la calle. Voy derecho a una pastelería de las de toda la vida que hay cerca de casa. Me atiende una muchacha ecuatoriana que pone cara de sota cuando le describo los bollos de canela con forma de doble llama; se los estoy dibujando en una servilleta de papel cuando sale una mujer mayor, casi de mi edad, y dice que esos bollos ya no se hacen. Como alternativa, me ofrece unos dulces industriales, empaquetados en una bolsa de plástico. Los rechazo decepcionado.
De ahí cojo un taxi y voy al rastro. Me pierdo en las tiendas de antigüedades. Con los pies destrozados y sin resuello me pregunto qué hago yo allí. Estoy a punto de abandonar cuando un anticuario muy amable se interesa por lo que busco. Se retira a la trastienda y le oigo revolver, imagino un montón de cachivaches polvorientos.
Al rato sale con una lata antigua de pimentón de La Vera.
Esto es lo que tengo— me dice.
Pero esta es muy pequeña, la que busco tenía una tapa redonda y era más grande, roja y azul.
¿Pero de que era, de galletas o de qué? ¿Tenía algo escrito?
No lo sé— contesto— entonces no sabía leer.
Le va a ser difícil encontrarla— ablanda la repuesta con una media sonrisa—quizá en Internet.
Cuando por fin llego a casa sale a abrirme mi nieta.
Ven Tinita —le digo—ayudame a buscar una cosa en internet, que si me pongo yo solo me pueden dar las cuatro de la mañana.
Saca su móvil y sus dedos teclean a una velocidad de mareo; en un periquete empieza a enseñarme fotos de una página de antigüedades.
Esa no— le digo—, era más grande y no tan cuadrada… esa tampoco, la que te digo era roja y azul y tenía un barco echando humo por las chimeneas…
Tras un buen rato viendo fotos aparece al fin:
ANTIGUA CAJA DE HOJALATA LITOGRAFIADA DE CHOCOLATES LA ESPAÑOLA - VIUDA DE CUNILL - PASEO DE
ARENEROS. BUEN ESTADO CON ALGUNOS PEQUEÑOS ARAÑAZOS
¡Esa es! —salto eufórico—, ¿Cuánto cuesta Tinita?
Ciento cincuenta pavos, abu.
Cómprala hija, cómprala —digo mientras le doy un beso.
¡Verónica!—grito—ya puedes llamar al de la obra.
¡Ciento cincuenta euros!, ¡veinticinco mil pesetas!...Si mi abuela levantara la cabeza.

2 comentarios:

  1. Es maravilloso que guardes ese bonito recuerdo y seas capaz de narrarnoslo con esa cuidada escritura y de una manera tan sencilla,que hace que el relato sea perfecto .

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  2. Me has hecho arrepentirme del montón de cosas que se quedaron en la casa navarra de mi abuela materna, qué nostalgia, molinillos de café de manivela, planchas de carbón, latas parecidas a la tuya... Estoy por bucear yo también en Internet.
    Gracias por tu relato.

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