La
alacena
—¿Sigues
dando vueltas al asunto? — me dice Verónica, mi mujer, al verme
mirar al rincón ensimismado.
—Pues
la verdad es que sí, no acabo de ver la ventaja de echar abajo este
tabique y cambiar la escalera de sitio.
—Hombre,
está clarísimo— responde cargada de razón—la habitación queda
mucho más despejada y puedo poner mi secreter
en el rincón.
—¡¿Y
donde ponemos los bollos de canela?! — salto como un resorte.
—¿Pero
qué dices cariño?, ¿te has tomado la pastilla?—me acaricia la
mejilla— anda vístete y date un paseo mientras yo voy a hacer unas
compras...y ven pronto que hoy viene nuestra nieta a comer.
El
hueco de la escalera me recuerda a otro que había en casa de mi
abuela. Ese rincón es la línea de comunicación con mi infancia y
todo lo que significa: la inocencia, la sucesión interminable de
días felices...
La
casa de mi abuela Tina era pura fantasía, tan grande que yo apenas
alcanzaba a ver lo qué había encima de la mesa. Estaba llena de
recovecos y cuartos cerrados que eran como puertas de entrada al
misterio, territorios en los que me internaba como un explorador, con
el corazón encogido, el oído alerta y los ojos muy abiertos. Uno de
mis rincones favoritos era la alacena que estaba en una esquina, bajo
la escalera que subía al sobrado. La alacena tenía vasares con
paños blancos que mi abuela tejía por las tardes con el tiempo
suspendido en la aguja de hacer puntilla. En cuanto me acercaba ya
notaba el olor que se filtraba por los agujeros de la celosía,
mezclado con los otros aromas: el de los chorizos de la matanza
todavía tiernos, el del pan, el de los restos del cocido del
mediodía…Pero entre todos esos olores sobresalía
triunfante
la canela.
Llegar
a los bollos era toda una aventura: primero, sin hacer ruido, tenía
que abrir una puerta desvencijada cuyos goznes estaban siempre en
guardia, listos a dar la voz de alarma con aquel crujido que me
decía: “Hasta
el domingo no se tocan, que cuestan muy caros”
Mi
abuela era una malabarista con el dinero. Ni se sabe los esfuerzos
que debió hacer para darme el placer que suponía este juego diario.
Entonces, la imaginaba roncando en su cama tras la comida y el
fregoteo de los cacharros, pero ahora que conozco el dormir ligero de
los viejos, estoy seguro de que oía todo y se reía por dentro.
Superado
el obstáculo de la puerta, me extasiaba con el dibujo que decoraba
la lata, una mujer sentada con el mar al fondo, y un faro, y un barco
echando humo por las cuatro chimeneas; un dibujo de intensos colores
azules y rojos, que contrastaban con los tonos pardos de Castilla y
me hacían soñar con otras
tierras.
Tras la puerta venía lo peor; temblando, subido a un taburete con
las patas flojas y apoyado en un cesto de patatas, extendía mi mano
hasta la lata, mientras el tinglado amenazaba con venirse abajo. Pero
el suculento premio valía la pena; y el placer de tocar el tesoro y
comprobar su abundancia no tenía precio.
...
Me
visto y salgo a la calle. Voy derecho a una pastelería de las de
toda la vida que hay cerca de casa. Me atiende una muchacha
ecuatoriana que pone cara de sota cuando le describo los bollos de
canela con forma de doble llama; se los estoy dibujando en una
servilleta de papel cuando sale una mujer mayor, casi de mi edad, y
dice que esos bollos ya no se hacen. Como alternativa, me ofrece unos
dulces industriales, empaquetados en una bolsa de plástico. Los
rechazo decepcionado.
De
ahí cojo un taxi y voy al rastro. Me pierdo en las tiendas de
antigüedades. Con los pies destrozados y sin resuello me pregunto
qué hago yo allí. Estoy a punto de abandonar cuando un anticuario
muy amable se interesa por lo que busco. Se retira a la trastienda y
le oigo revolver, imagino un montón de cachivaches polvorientos.
Al
rato sale con una lata antigua de pimentón de La Vera.
—Esto
es lo que tengo— me dice.
— Pero
esta es muy pequeña, la que busco tenía una tapa redonda y era más
grande, roja y azul.
—¿Pero
de que era, de galletas o de qué? ¿Tenía
algo escrito?
—No
lo sé— contesto— entonces no sabía leer.
—Le
va a ser difícil encontrarla— ablanda la repuesta con una media
sonrisa—quizá en Internet.
Cuando
por fin llego a casa sale a abrirme mi nieta.
—Ven
Tinita —le digo—ayudame a buscar una cosa en internet, que si me
pongo yo solo me pueden dar las cuatro de la mañana.
Saca
su móvil y sus dedos teclean a una velocidad de mareo; en un
periquete empieza a enseñarme fotos de una página de antigüedades.
—Esa
no— le digo—, era más grande y no tan cuadrada… esa tampoco,
la que te digo era roja y azul y tenía un barco echando humo por las
chimeneas…
Tras
un buen rato viendo fotos aparece al fin:
ANTIGUA
CAJA DE HOJALATA LITOGRAFIADA DE CHOCOLATES LA ESPAÑOLA - VIUDA DE
CUNILL - PASEO DE
ARENEROS.
BUEN ESTADO CON ALGUNOS PEQUEÑOS ARAÑAZOS
—¡Esa
es! —salto eufórico—, ¿Cuánto cuesta Tinita?
—Ciento
cincuenta pavos, abu.
—Cómprala
hija, cómprala —digo mientras le doy un beso.
—¡Verónica!—grito—ya
puedes llamar al de la obra.
¡Ciento
cincuenta euros!, ¡veinticinco mil pesetas!...Si mi abuela levantara
la cabeza.
Es maravilloso que guardes ese bonito recuerdo y seas capaz de narrarnoslo con esa cuidada escritura y de una manera tan sencilla,que hace que el relato sea perfecto .
ResponderEliminarMe has hecho arrepentirme del montón de cosas que se quedaron en la casa navarra de mi abuela materna, qué nostalgia, molinillos de café de manivela, planchas de carbón, latas parecidas a la tuya... Estoy por bucear yo también en Internet.
ResponderEliminarGracias por tu relato.