26 enero 2024

El conde Ugo y el malvado Malasangue

Julio Sánchez Mingo

 

Tipo de falucho, denominado gaeta, utilizado desde tiempo inmemorial en el golfo de Gaeta

En el castillo de Itri vivía el conde Ugo de Fondi en compañía de su hijo Claudio y la mujer de éste, Laura, descendiente de una noble y antigua estirpe de guerreros normandos, junto con dos encantadores y preciosos niños, Aurora y Leonardo, hijos del matrimonio, que hacían las delicias de la familia y la colmaban de felicidad. La fortaleza estaba dominada por un torreón cilíndrico, llamado El cocodrilo por haber estado allí recluido, según la leyenda, un gigantesco reptil, unido por un camino de ronda a las estancias donde habitaban nuestros protagonistas.

Itri siempre tuvo un campo feraz, donde se producía la mayor parte de la apreciadísima aceituna negra de Gaeta, cuya variedad más representativa y sabrosa era, precisamente, la denominada Itrana.

Era, con Fondi, feudataria de la ciudad amurallada de Gaeta, plaza fuerte situada en el extremo de una península que cierra el golfo de su mismo nombre, rematada en lo alto por el castillo de los Anjou, adyacente a un promontorio rocoso, cubierto de vegetación, Monte Orlando coronado a su vez por el mausoleo del que fuera cónsul y notable romano Lucio Munatio Planco a cuyos pies se extendían el arenal de Serapo, una magnífica playa de fina arena orientada a mediodía y abierta al Tirreno, y el Borgo, un poblado de pescadores que se asomaba a levante y quedaba protegido de los embates del mar.

El conde Ugo era querido por todos sus vasallos por su generosidad y bonhomía. También mantenía excelentes relaciones con los pescadores del golfo. Sin embargo, el señor de Sperlonga, una cercana población situada en la vía Flacca, ramal costero de la vía Appia, entre Terracina y Formia, le envidiaba y odiaba. Su nombre era Bertaccio Malasangue, personaje de gran doblez, aliado tanto de los corsarios berberiscos que utilizaban las islas Pontinas como base temporal para sus incursiones contra las costas del sur del Lacio y el norte de la Campania, como de los bandoleros que atracaban a los comerciantes y viajeros que transitaban por la vía Appia. Estos salteadores de caminos, tras sus robos, se desvanecían en la espesa niebla de los hayedos que cubrían los Montes Auruncos, guareciéndose en las abundantes grutas de esas alturas. Malasangue, sujeto indolente, era el espía de unos y otros y vivía de las comisiones que les cobraba. Su gente sabía de su condición de traidor pero le temía.

Un caluroso día de verano, de buena mañana, Aurora y Leonardo, junto con unos amiguitos y unas sirvientas, acudieron a la playa de los Trescientos Escalones, al costado de la vía Flacca, a jugar, bañarse y refrescarse.

Sus padres no pudieron acompañarlos pues habían viajado como emisarios y embajadores de Gaeta al enclave papal de Benevento, al sur de Nápoles. Su abuelo Ugo estaba postrado en cama con un fuerte ataque de gota, dolencia que padecía por sus excesos con la buena comida y los excelentes caldos. Conocedor de la excursión y de las circunstancias que la rodeaban, el villano Malasangue botó un veloz falucho y, con un par de marineros a su servicio, corrió a avisar a los sarracenos estacionados en el islote de Zannone, con la aviesa intención de sugerirles el secuestro de los nietos del señor de Fondi e Itri para pedir rescate por su liberación o canjearlos por el jefe berberisco Abd al-Haqir (que significa innoble en árabe), preso en la ciudadela del castillo de Gaeta o, como última alternativa, venderlos en Argel como jovencísimos esclavos que sirvieran como divertimento de alguna principal de la sociedad local.

Pero no contó el indigno Bertaccio con el comportamiento de su martirizado siervo Matías. Éste, harto de los suplicios a los que le sometía su amo, avisó a unos pescadores que faenaban no lejos de Sperlonga y, por medio del sistema de señales ópticas que enlazaba torres de vigilancia, fortalezas y castillos, a la guarnición de Gaeta. Todos ellos se dirigieron a la playa donde los niños jugaban, comminaron al grupo a que retornara a Itri y aguardaron el desembarco de los piratas, ocultos tras los pinos que rodeaban el arenal, para tenderles una emboscada.

La celada dio sus frutos y, a la caída de la tarde, los presuntos secuestradores huyeron maltrechos a sus embarcaciones. A los pescadores y los soldados se había unido Matías, que se enfrentó a Malasangue, hiriéndolo de un mandoble en una pierna, lo que le obligó a retirarse con los derrotados. El corte no era muy profundo pero, ya en las Pontinas, se le infectó y, posteriormente, gangrenó. A pesar de amputarle el miembro dañado, la afección progresó y murió a los pocos días entre atroces dolores. Triste final para un hombre que tomó el camino equivocado en la vida. A pesar de su deleznable proceder, el conde Ugo y su familia lamentaron profundamente el funesto desenlace y se ofrecieron a ayudar económicamente a la familia del felón.

Siglos después, Concepción Arenal acuñaría la frase: “Odia el delito y compadece al delincuente”.



19 enero 2024

A bordo del Temible

Julio Sánchez Mingo

A Helenita y Gonzalito



Esta es la historia de dos niños y su aventura en un barco pirata.

Ella era una preciosa morenita de siete años y él un zagalillo de cabello y ojos claros de cuatro años. ¿Qué hacían a bordo de aquella embarcación llamada Temible?

En un puerto de Jamaica, recién conquistada por la Pérfida Albión, se habían acercado al muelle a admirar un precioso bergantín que había atracado para cargar agua, comida, munición y otros pertrechos. Las autoridades británicas de la isla fomentaban el corso contra los españoles y permitían aprovisionarse a los navíos bucaneros, aunque les exigían guardar las apariencias cuando tocaban tierra. Sólo izaban la bandera de las tibias cruzadas y la calavera cuando, prestos a entrar en combate, atacaban.

Ante el interés de los críos, un gordinflón y veterano marinero, con una pata de palo en lugar de la pierna izquierda, un garfio por mano derecha y un parche tapando el hueco del ojo izquierdo que le faltaba, se ofreció a mostrarles aquel esbelto velero. Había sido construido en el astillero de Guarnizo y apresado por una flotilla corsaria a la Armada de Su Majestad Católica en un combate desigual por el número de efectivos empleados por las dos partes contendientes. Tan ensimismados estaban con la visita al buque y las explicaciones del simpático pirata que, cuando quisieron darse cuenta, el bajel navegaba veloz por la aleta en mar abierto. La angustia se apoderó de los dos pequeños. ¿Qué pensarían sus padres al percatarse de su desaparición? Imaginaban a su madre llorando desconsoladamente y a su padre preso de la desesperación. El tullido filibustero se apiadó de ellos. Se brindó a esconderlos en un pañol de reducidas dimensiones, donde los niños pudieran acomodarse por su poco tamaño, y a alimentarlos con galleta, queso, agua y pescado en salazón, hasta que volvieran a puerto de nuevo. Así lo acordaron. Sin embargo, aquella brisa fresca que hacía volar la nave roló y pasó a ser un fuerte temporal, lo que obligó al capitán a guarecer y fondear su dos palos en una cercana bahía. Helenita que era muy espabilada y nadaba como una sirena, aprovechando la primera oscuridad de la noche, tomó a su hermano de la mano y saltó al agua por la banda opuesta a la que vigilaba un marinero borrachín, que, más que hacer guardia, soñaba con barriles de ron y escudos de oro de la ceca de Sevilla. Para ella, llegar a la orilla, a pesar de remolcar a Gonzalito abrazado a sus hombros y cuello, fue coser y cantar. Afortunadamente, aquella playa de fina arena, que alcanzaron con celeridad, no estaba muy lejos de la morada familiar. Ya noche cerrada, llegaron a su casa, donde sus padres los recibieron con los brazos abiertos, dando grandes muestras de alegría. Sus progenitores no quisieron creer su odisea, que pensaron que era una historia inventada, un pretexto para ocultar una trastada.

Nota del autor. Este cuento para niños es para ser dramatizado al leérselo —representar a los personajes, el sonido del viento, el estampido de un cañón… y hacer todos los incisos necesarios que requiera la explicación de los términos náuticos. Se trata de una versión muy personal de las historias de Garbancito o Pulgarcito.


Glosario

1.- Zagalillo: De zagal, niño pequeño.

2.- Pérfida Albión: Es la forma despectiva que utilizaba Napoleón Bonaparte para referirse a Inglaterra o Gran Bretaña. Albión tiene su origen en el término latino albus, que significa blanco Es una metáfora para describir los acantilados de Dover, en el sur de Inglaterra, de un inconfundible color gris muy claro. Esas rocas son lo primero que se ve de las islas británicas cuando se cruza el canal de la Mancha desde Francia.

3.- Bergantín: Buque velero de dos palos y vela cuadrada o redonda.

4.- Corso: Operaciones que hacían por mar los buques mercantes, con permiso de su correspondiente gobierno, para batallar contra las embarcaciones o puertos de naciones enemigas, sin que se hubiera declarado la guerra.

5.- Bucanero: Corsario, derivado de corso. Pirata. Filibustero.

6.- Garfio: Instrumento de hierro, curvo y puntiagudo, que sirve para aferrar algún objeto, que se implantaban como mano ortopédica los piratas mancos.

7.- Parche: Pedazo de tela que se adosaban los piratas sobre el hueco del ojo, en caso de pérdida de éste. En otros casos, tenía como objeto mantener uno de los ojos en condiciones de oscuridad con lo que, al entrar en el interior del barco, se lo cambiaban de lado y evitaban tener que esperar a que su vista se adaptara a la iluminación escasa.

8.- Su Majestad Católica: Rey de las Españas y las Indias.

9.- Bajel: Embarcación de vela.

10.- Navegar por la aleta: Consiste en navegar a unos 135º con relación a la dirección del viento. En este caso el viento nos empujará hacia adelante con toda su fuerza.

11.- Pañol: Cada uno de los compartimentos existentes en diversas partes del buque, para almacenar víveres, municiones, pertrechos, herramientas…

12.- Galleta (También bizcocho): Pan sin levadura, horneado dos veces, para aumentar su tiempo de conservación. Es muy duro.

13.- Brisa fresca: Corresponde al 5 en la escala de Beaufort. Forma en la mar olas medianas y alargadas y borreguillos muy abundantes. En tierra provoca pequeños movimientos de los árboles y que la superficie de los lagos sea ondulada. Vientos de 29 a 38 km/h (de 17 a 21 nudos).

14.- Fuerte temporal: Corresponde al 9 en la escala de Beaufort, con olas muy grandes, rompientes y visibilidad mermada, en la mar. En tierra causa deterioros en los árboles e imposibilidad de caminar con normalidad, se empiezan a dañar las construcciones y se producen arrastres de vehículos. Vientos de 75 a 88 km/h (de 41 a 47 nudos).

15.- Dos palos: Velero de dos mástiles, como un bergantín.

16.- Fondear: Asegurar una embarcación al fondo marino por medio de anclas.

17.- Ceca: Planta industrial donde se fabricaba y acuñaba moneda.

12 enero 2024

El despacho de mi padre

Julio Sánchez Mingo


El despacho de mi padre estaba situado en la última planta del viejo palacio que mandara construir en el siglo XVIII una reina española, nacida portuguesa, como convento, colegio y residencia para jóvenes doncellas de la nobleza. Fue requisado por el Estado en 1870 para destinarlo a Palacio de Justicia y sede del Tribunal Supremo, entre otras instituciones.

Era una estancia muy luminosa y soleada, orientada a suroeste. En invierno disfrutaba de una buena calefacción de convección, de la que estaba dotado el edificio. A pesar de sus gruesos muros, en verano, en aquel espacio, hacia un calor de mil demonios que, mejor o peor, se mitigaba con una primitiva máquina de aire acondicionado de ventana. Como mi padre no soportaba la corriente directa del flujo frío, durante la noche y las mañanas mantenía las hojas de las ventanas abiertas, que cerraba a mediodía cuando se iba a comer y dejaba aquel estrepitoso artilugio a todo meter. A su vuelta, paraba el artefacto, abría las ventanas y entornaba las contraventanas. Era su particular manera de hacer frente a la tórrida canícula madrileña.

Funcionarios y empleados acudían a aquel centro de trabajo con traje y corbata, andando, en metro o autobús, dotados de calefacción para el invierno pero sin aire acondicionado para las temperaturas sofocantes de julio y agosto. En el estío, en el interior de aquel edificio, casi todos se movían sin chaqueta, con la camisa remangada y el cuello de ésta aflojado, excepto los inferiores del escalafón, ordenanzas y ujieres, que lo hacían vestidos de riguroso uniforme.

Aquel despacho era un tanto —llamémoslo— peculiar. Todo en él me llamaba la atención. Frente a la puerta de entrada, apoyada contra el muro interior de la fachada, había una enorme caja fuerte, que casi llegaba del suelo al techo. Un magnífico tresillo —sofá y dos sillones— de cuero marrón claro, un tanto gastado, era el contrapunto a su escritorio de madera de roble que había salvado de ser pasto de las llamas como astillas para la caldera de la calefacción de carbón. En casi todas las dependencias del antiguo cenobio, salvo en las zonas nobles, aquellos feísimos muebles de oficina metálicos de color gris, cubiertos de vidrio, habían sustituido a los de leño. "Son más prácticos", se decía. El teléfono, por supuesto, tenía el cable forrado de tela, el timbre era de campanillas y el auricular y el micrófono de baquelita y metal. Como tenía muy mala letra, para que se entendiera aquello que escribía, lo hacía con una Underwood de los años 20.

En el mismo corredor estaban las dependencias del siniestro TOP, Tribunal de Orden Público. Mi padre pasaba un mal trago cuando en el pasillo se cruzaba con un grupo de detenidos esposados, escoltados por grises —agentes de la Policía Armada–, que iban a prestar declaración en los correspondientes juzgados tras su paso por los calabozos de los sótanos del caserón de la Puerta del Sol. Casi siempre eran chicos jóvenes y mostraban signos evidentes de haber sido sometidos a brutales palizas.

Durante la dictadura franquista, la seguridad en el inmueble era muy laxa para tratarse nada menos que de la sede del Tribunal Supremo, las Audiencias y el Colegio de Abogados. Tras el zaguán de la puerta principal, que da a la plaza de la Villa de París, espacio que ocupó el huerto de las monjas durante siglo y pico, una pareja de indolentes grises, repantigados en sus respectivas sillas, simplemente preguntaban al visitante dónde se dirigía. La entrada por la puerta de la Audiencia, desde la calle de Marqués del la Ensenada, era un perfecto descontrol por el ir y venir de abogados, pasantes y demás personal que acudían a las vistas. Por la puertecilla de General Castaños— diminuta en comparación— se accedía a la sala donde, como en un mercado persa, se afanaban los procuradores. Menudo guirigay.

En invierno o con mal tiempo, los viejos del barrio ocupaban los bancos instalados en los soportales cerrados del claustro y mataban las horas, calentitos y al sol, con sus tertulias. En uno de los ángulos de la galería de la planta baja, camino de los ascensores, había un estanco. Los edificios públicos eran públicos de verdad. Tanto bullicio contrastaba con el silencio y el sosiego que dominaban en la escalera principal y la planta noble.

En pasillos y corredores había dispuestas escupideras de brillante latón dorado. Siempre me pregunté quién se encargaría de su vaciado y de mantenerlas tan refulgentes. Oficio repulsivo donde los hubiera.

Una tarde, aquel probo funcionario, a la vuelta al trabajo tras la comida, se topó con unos turistas sudamericanos que, frente a la fachada principal, mostraban interés por la arquitectura y las magníficas trazas de tan sólida construcción. Les invitó a conocerla, a lo que respondieron encantados afirmativamente. Les mostró la suntuosa escalinata principal, la primera planta, alguna de las salas de vistas e incluso los introdujo en el despacho privado de Castán, el entonces presidente —una eminencia del Derecho Civil cuyo texto se estudiaba en todas las facultades de leyes—, y en la Rotonda, el despacho oficial y ceremonial de la presidencia. Así pudieron apreciar el escritorio que perteneciera al rey consorte Francisco de Asís, conocido por el vulgo como Paquita Natillas. Aquellos insólitos visitantes pretendieron dejar unos billetes en uno de los cajones de tan magnífico mueble, como si estuvieran pagando la entrada a un museo.

El bueno de Castán se movía por Madrid en su coche oficial que era un vetusto haiga absolutamente desfasado, mientras los ministros del Régimen lo hacían en modernos SEAT 1500. Así, en tan estrafalario vehículo, apareció en una boda a la que yo asistí con mis padres y él fue testigo por parte de la novia. Y muchos mediodías, cuando yo volvía del colegio, lo veía estacionado frente a su casa, en Goya, 46. Una placa puesta por el ayuntamiento recuerda que allí vivió el ilustre jurista.

Una de las salas de la Audiencia Provincial fue utilizada para el rodaje de una película protagonizada por la popularísima Sarita Montiel, sin duda la mujer más deseada de España en aquellos días. —No recuerdo bien si se trata de El último cuplé o de Pecado de amor—. El revuelo que se organizaba a la llegada o la salida de la estrella alteró bastantes días el correcto funcionamiento de los tribunales. En las pausas de la filmación, nubes de magistrados y otros funcionarios, habitualmente serios y circunspectos, revoloteaban a su alrededor y no cesaban de lanzarle requiebros.

El palacio de las Salesas albergaba personajes de armas tomar, de soberbia, vanidad y prepotencia infinitas. A continuación, una muestra. Hubo un presidente de Sala del Supremo, para más inri padre de un ministro de Franco, que en una ocasión hizo arrodillarse ante él para que le pidiera perdón en público, por no sé que leve falta cometida, a un humilde ordenanza. El pobre diablo se la juró. Posteriormente, otro día, el magistrado le pidió un vaso de agua. El subalterno orinó en el recipiente, lo vació y, sin lavarlo, lo llenó de nuevo con agua, que aquel déspota bebió con ansia y fruición. En la estación de Atocha, acompañando a mi padre que le tenía que entregar unos papeles, coincidí con este mismo sujeto que abordaba un coche cama del expreso de Barcelona junto a dos sobrinitas. Un día de vacaciones que estábamos en familia disfrutando del mar en la Playa Larga de Tarragona, envió a su chofer para que, literalmente, secuestrara a mi padre para que fuera a comer con él a El mirador, un restaurante de postín de la ciudad, en el Balcón del Mediterráneo, y allí discutir sobre no se sabe qué importantes asuntos. El enfado de mi madre marcó época.

Aquella fauna también incorporaba ejemplares de una ralea completamente opuesta. Cuando a mí, entonces un chaval de doce años, le dió por la pesca con caña, un simpático y castizo agente judicial nos acompañó a mi padre y a mí a Rafa, un establecimiento especializado en caza y pesca deportiva existente en Espoz y Mina, semiesquina a la Puerta del Sol, recientemente cerrado, para asesorarme en la compra de mi equipación. Con posterioridad, en un concurrido pasillo de los juzgados de General Castaños, a la vista de todo el mundo, con sedales y anzuelos desplegados sobre su mesa, me estuvo impartiendo unas nociones básicas de cómo montar y manejar una caña. También a esa edad, más o menos, desarrollé bastante afición a la historia medieval de España. Mi padre tomaba en préstamo de la biblioteca del Supremo los tomos de la Historia de España de Antonio Ballesteros Beretta correspondientes a ese período, los traía a casa y yo, literalmente, los devoraba.  

El establecimiento fundado por doña Bárbara de Braganza y devenido la sede del Poder Judicial era, en tiempos de Franco, uno de los mayores centros de corrupción y tráfico de influencias del país. Allí, el valor de la persona se medía no por su cargo o posición sino por su capacidad de hacer favores o por los favores que se le debían o por la información que poseía o los silencios que guardaba. Todo ello respondía, y responde, a la propia condición humana.

Mi padre era muy respetado y especialmente las viudas y huérfanos del gremio lo adoraban. Muchos de éstos pudieron estudiar e incluso alcanzar la magistratura gracias a su ayuda. Nunca fue ambicioso. Se limitaba a gestionar, entre otras cosas, las ayudas sociales para los funcionarios de la Administración de Justicia y sus familias desde aquel soleado despacho con una caja fuerte llena de papeles que valían oro: las pólizas judiciales.


Visita virtual a las Salesas:

https://www5.poderjudicial.es/visitavirtualTS/visita_virtual.html