Atleti-Madrid,
un derby copero en el Metropolitano
Julio
Sánchez Mingo
A
mis queridos Carlos Aguado y Alvarito Sacristán, atléticos de pro
A
mediados de enero pasado, un familiar mío muy estrecho, que vive y
trabaja en México en una gran entidad española, estuvo de viaje de
negocios en Roma y Madrid con
un compañero de trabajo
y un empresario mexicano de campanillas, un multimillonario con
acceso directo a los círculos de poder de aquel país. Éste tenía
ganas de asistir en España a algún partido de fútbol de alto
nivel.
Y
se presentó la ocasión que ni pintada, pues el jueves 18 de ese mes
jugaban el Atleti y el Madrid en el Metropolitano, en octavos de
final de Copa. Antes de viajar a Europa sacaron entradas por Internet
para los tres. Como querían disfrutar del ambiente, adquirieron unas
localidades bien situadas —entre
el público general—,
que les costaron una millonada. Nada de butacas o palcos VIP, por los
que se paga un riñón, la visibilidad suele ser peor y el único
valor añadido son los refrescos y canapés que sirven unas azafatas,
que son única y exclusivamente mujeres jóvenes ¿Por qué será?
La
tarde del partido cada uno de ellos acudió por sus propios medios.
Mi allegado, muy señoritingo él, tomó un taxi para acercarse al
estadio —que
tiene boca de metro—.
Pero a un kilómetro de su destino, a la vista del atasco que había,
lo dejó y echó a andar. Quedó asombrado al ver que las
inmediaciones del recinto deportivo estaban ocupadas por un
multitudinario botellón colectivo. Templadito tendría que estar
después el clima en la grada.
Cuando
arrancó el juego, los seguidores de los colchoneros —el equipo
local—, mayoritarios en las tribunas, chillaban y pitaban a los
jugadores rivales cada vez que tocaban la pelota, algo normal que
forma parte de la diversión. Pero su pasmo fue a más cuando observó
que si un aficionado cualquiera tímidamente aplaudía o intentaba
animar a los merengues, era silenciado, increpado, insultado,
abucheado y objeto de una violencia gestual inadmisible. Era acosado
y casi se llegaba a la agresión física, creándose un auténtico
estado de terror. Ellos pasaron miedo. Estos hechos son conocidos por
los dirigentes futbolísticos, que los toleran y, casi me atrevería
a decir, que los fomentan.
En
el descanso tocaba visitar al señor Roca. Y ahí fue el acabose. Un
mar de orines inundaba el suelo de los servicios. ¿A qué sería
debida tan poca puntería? ¿A la emoción y la euforia por asistir
al derby copero? ¿A la lógica tensión producida por los lances del
juego? ¿A la ingesta previa de bebidas alcohólicas? ¿O es que en
esta bendita Madrid somos unos cerdos?
Así
me lo contaron.
PD.
Añade el escritor Roberto O. R. desde Toluca de Lerdo: “No conocía el
coloquialismo visitar
al señor Roca,
que es el inicuo y saludable acto de ir a descargar la vejiga. Sin
embargo, en los estadios de fútbol en México hay una práctica aún
más pestilente y troglodita ejercida por algunos barbajanes,
seudoaficionados y mediocres, quienes, ubicados en las gradas
superiores, de tercera clase, mean en los vasos donde han bebido
cerveza y los arrojan a diestra y siniestra a los espectadores de las
gradas de abajo, generalmente con muy buena puntería”. Y corrobora
Eugenio B. desde Ciudad de México: “Se suele avisar con el grito
de: ¡Ahí
va el agua de riñón!".
Me contaba mi padre que en su barrio, en el cine de la Flor, en los
bulevares, en Alberto Aguilera 4, los chavales miccionaban desde sus
localidades de entresuelo sobre los espectadores del patio de
butacas. Como he leído a algún cronista de la ciudad, era un local
infecto con permanente olor a urinarios. Fue construido en 1928 con
diseño de Luis Gutiérrez Soto y reformado integralmente en 1961,
cuando cambió su nombre a cine Conde Duque.
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El cine de la Flor desde la glorieta de San Bernardo, ahora de Ruiz Giménez, al poco de ser inaugurado en 1928. |
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Multicines Verdi Conde Duque Alberto Aguilera, en la actualidad.
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