A
un paso de la esperanza
Mar
Doménech
Finalista
del II Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid
Vengo
de un país lejano. Es un hermoso rincón del mundo, desconocido,
ignorado, recóndito….un país velado y oscuro, que pocos saben
situar en el planeta.
Hace
ya muchos años que salí corriendo de aquel lugar que me vio nacer.
Pero a pesar del paso del tiempo jamás podré olvidar
mi patria. Mi tierra se
llama Sierra Leona. Para los que ignoran donde situar esta nación,
os pongo al corriente de su paradero. Sierra Leona es uno de los
estados más pequeños situado en el occidente de África. Debido a
su ubicación, posee playas de una belleza espectacular. Son extensas
y salvajes, con montañas de arena blanca formando dunas ondulantes
que despiden brillantes variaciones de luz y sombras. El país está
lleno de manglares, pantanos, humedales…y posee enormes mesetas
pobladas de bosques.
Pero
lo más importante para mí, es que desde el origen de los tiempos,
tres religiones habían estado conviviendo sin que nadie ni nada
pudieran presagiar la tragedia que se iba a venir encima. Musulmanes,
animistas y cristianos compartíamos, como hermanos, nuestra cultura
y nuestro conocimiento. Nos respetábamos a pesar de que nuestras
formas de vida eran diferentes. Todos entendíamos, sin que nadie nos
lo explicara, que aquello que nos hacía distintos, nos instruía y
enseñaba, nos hacía más útiles y más fuertes en el día a día
de nuestra existencia.
Os
preguntaréis por qué, una anciana como yo, se atreve a plasmar en
un papel una historia que no ha trascendido nada más que a su propia
vida. Se trata solo de la necesidad de compartir el íntimo
testimonio de un superviviente que superó una arriesgada huida. No
busco protagonismo, no intento hacer creer a nadie que soy más
valerosa o audaz que otros. Sé, a ciencia cierta, que no soy la
única. Cada día se repiten terribles sucesos que me recuerdan lo
que yo misma viví hace mucho tiempo. Son personas que, como yo, se
ven obligadas a alejarse de su hogar para huir del horror, de la
barbarie… Unos se quedan en el camino, tragados por las aguas de
un mar que no pretende matar, pero mata. Otros llegan exhaustos,
perdidos, sin rumbo ni destino. Lloro por ellos cada día, lloro y me
estremezco por cada alma negra que algún día decidió cambiar su
vida miserable por una esperanza velada y engañosa. Pero también
lloro, porque, sin nunca comprender el motivo, conseguí el futuro
que mis padres soñaron para mí, logré la quimera de millones de
seres humanos, simplemente porque el destino o la suerte se
encapricharon bendiciendo mi destino.
Pero,
dejadme que mi memoria vuele a los principios de mi existencia. Miro
al horizonte y vislumbro el pequeño poblado donde vivía. Mi hogar
era una pequeña choza hecha de barro y ramas. Aunque era sencilla y
humilde nos cobijaba y nos protegía. Fue construida por mis abuelos,
y allí vivía con ellos, junto con mis padres y mis dos hermanas
pequeñas.
Hacía
años que una cruenta guerra civil asolaba cada rincón de la nación.
¿Quién empezó esa cruzada? Creo que eso, hace tiempo, ya no
importa. Los culpables, en definitiva, fueron todos los hombres en su
afán de poder y justicia. El grupo elegido, la bandera, los
ideales…todo pierde sentido cuando la locura y la demencia se
imponen como ley y el hombre deja de ser humano para convertirse en
un ser miserable.
Nuestra
tranquila vida cotidiana se vio truncada por la nueva situación
política. Empezamos a perder nuestras tierras. Los guerrilleros, de
un bando o de otro, llegaban sin avisar y se apoderaban de todo
aquello que veían, fuera útil o no. Arrasaban y quemaban todas las
pertenencias, sin tener en cuenta nuestras súplicas, nuestros ruegos
de que nos dejaran con lo básico para poder vivir. Lejos de parar
esta locura, el desenfreno fue cada día a más. Llegó un momento,
en que salir de nuestro poblado era un riesgo que nadie quería
asumir. Te exponías a que te apresaran y en el mejor de los casos,
cuando consideraban tus captores que eras mercancía de buena
calidad, te vendían al mejor postor para emplearte como esclavo.
Otras
veces, los capturados eran abandonados en el bosque. Entonces,
comenzaba aquel maldito juego. Los cazadores perseguían a los
elegidos, como si fueran animales, hasta darles alcance para acabar
con ellos. Los métodos utilizados eran inhumanos,
cada cual más cruel y
sanguinario. La vida perdió todo su valor: vivir o morir, no había
apenas diferencia.
Pronto
aparecieron los traficantes de humanos, individuos de nuestra propia
raza que se
enriquecían a fuerza de
secuestrar a su gente. No había piedad ni compasión. El odio y la
locura entraron en nuestras vidas y se quedaron.
Por
fortuna, todavía quedaban personas que luchaban porque la sensatez y
la cordura se impusieran. Pero lo cierto es que el miedo nos
paralizaba y no sabíamos reaccionar. Había una necesidad imperiosa
de tomar medidas. Lo único que podíamos hacer era unirnos y luchar
en un frente común. Para ello, los grandes hombres y mujeres
influyentes de tribus vecinas, llegaban a nuestra aldea, internándose
por la noche silenciosamente, para no ser descubiertos y se reunían
en nuestra choza. Hablaban de la urgencia de
abandonar nuestros hogares, como única solución. Yo miraba con
disimulo todo aquel y venir de gentes diferentes, intentando
averiguar qué estaba ocurriendo.
Al
principio nuestro pueblo se resistía, siempre había alguien que
tomaba la palabra para decir que no nos precipitáramos, que con el
tiempo la situación se estabilizaría y que todo volvería a la
normalidad. Pero cada día nos llegaban noticias de que el país se
estaba desmoronando y eran ya millones las personas que se
organizaban para huir de esa situación. Llegó un momento que hasta
los más incrédulos empezaron a darse cuenta de que la ilusión de
una tregua nunca llegaría. Finalmente los habitantes de nuestra
aldea decidieron que ya no tenía sentido seguir postergando el
momento de la huida. La decisión estaba tomada: Europa era la
libertad.
Por
las mañanas me reunía con mis mejores
amigas, Delu y Kande, y les
contaba lo que había estado escuchando. Nos excitaba hablar de los
planes secretos que nuestros mayores iban concretando. Para nosotras
no era más que un juego que ayudaba a romper la rutina a la que
estábamos acostumbradas. Sabíamos que los primeros candidatos
serían los chicos más jóvenes y fuertes. Eran los que más
posibilidades tenían de superar cualquier obstáculo que pudiera
surgir. Una vez llegados a su destino, buscarían trabajo y
ahorrarían hasta conseguir el dinero suficiente para que otros
pudieran hacer lo mismo. Así, hasta que el poblado quedara solo con
los más ancianos, guardianes de nuestra civilización y nuestra
cultura.
La
información que iba llegando nos hizo saber que el precio por la
libertad sería alto. Las familias se endeudaban hasta límites
insospechados. Se vendía hasta la propia vida si era necesario. Ante
esta situación, no paraban de aparecer embaucadores y aprovechados
que llenaban de esperanza nuestras cabezas. Hablaban de países donde
todo sería más fácil, donde no nos faltaría de nada. Un increíble
mundo donde las casas y las calles disponían de luz eléctrica, un
lugar donde el agua potable llegaba a los hogares sin restricciones…
Nos hechizaban con sus historias sobre paraísos soñados.
Al
oírles hablar, la aventura de abandonar nuestro hogar nos fascinaba.
Se nos iluminaba la cara al imaginar ese vergel de la abundancia que
sólo conocíamos de oídas. Únicamente había un requisito que
cumplir: tener la cantidad convenida para pagar a todos los
intermediarios involucrados en la escapada. Lógicamente toda aquella
estructura dirigida, tenía unos gastos que sufragar. Por supuesto
que la huida era arriesgada, pero con ellos al frente de la
organización, no tendríamos nada que temer. Estábamos en buenas
manos. Nos hablaban de nuestros libertadores como gente buena que
solo quería el bien para el pueblo. Verdaderos profesionales que
vivían para proporcionarnos y facilitarnos la mejor de las
oportunidades. Para acabar de convencernos, por si quedaba alguna
duda, nos garantizaban seguridad en la gestión, todo estaba bajo
control. La experiencia avalaba a estos transportistas de personas,
que se comprometían arriesgando incluso sus vidas.
Nosotros
oíamos y queríamos creer. Soñábamos con un mundo mejor y aquellos
que venían a persuadirnos, nos regalaban las palabras que deseábamos
oír. A nuestros ojos se convirtieron en héroes que nos salvarían
del infierno. Finalmente, nadie nos tendría que convencer, la
determinación de abandonar nuestro hogar se transformó en una
decisión personal.
Cada
vez, fueron más los jóvenes de mi aldea que pactaban la partida. Al
principio eran los jóvenes más fuertes y preparados. De un día
para otro iban desapareciendo, a veces uno a uno otras veces eran
grupos de seis ó siete los que se animaban a marchar. Las primeras
semanas las familias esperaban con ansiedad algún tipo de noticia
sobre los escabullidos. Se formaban corrillos y los rumores y chismes
iban de boca en boca, pero lo cierto es que jamás nadie tuvo
información de lo que realmente estaba pasando. Todos sabíamos que
la vuelta era un imposible. Volver significaba fracasar, no haber
conseguido el propósito. Eso representaba la vergüenza y la
deshonra no sólo para el que vuelve sino para toda su familia.
Nadie admitiría en su morada a un perdedor. Era el propio clan quien
imponía la regla: el que se va, no puede volver jamás. Por eso, la
mayoría se inventaba un final feliz.
No
creía que mi turno llegaría tan rápido. Sinceramente nunca llegué
a pensar que yo podría ser uno de los elegidos. Recuerdo que la
noche era cálida. Como tantas veces, después de la cena, salimos a
contemplar el cielo raso cuajado de estrellas. La abuela siempre
aprovechaba estos momentos, para contarnos uno de sus hermosos
cuentos. Al terminar su relato, nos quedamos en quietud, saboreando
las palabras llenas de sabiduría que nos traía la historia que
acabábamos de oír.
Fue
mi madre la que, rompiendo el silencio, dijo de sopetón con la
mirada perdida en el infinito:
—Tengo
algo muy importante que deciros…. Begum se va.
No
supe reaccionar. En realidad no sabía si lo que estaba oyendo de los
labios de mi madre, era fruto de mi imaginación o aquello estaba
pasando realmente. Mi padre fue el que me sacó del estupor:
—Está
decidido dentro de 3 días te vendrán a recoger y te marcharás.
Intenté
protestar apretando mis puños con rabia, pero las palabras no salían
de mi boca. Estaba totalmente paralizada.
Mi
madre volvió a tomar la palabra:
—No
te estamos pidiendo tu opinión. Es una decisión tomada. Ya está
todo pactado para tu marcha. Te queremos, eres nuestra hija, nuestra
Begum, y es por ese motivo que queremos un futuro digno para ti. Aquí
ya no hay nada que hacer.
De
repente se volvió hacia mí y me abrazó. Sentí su cuerpo
estremecerse y sus lágrimas mojar mis hombros desnudos. Acercó su
boca a mi oído y me susurró:
—Mi
princesa, ya no podrás regresar jamás.
Salí
corriendo de la cabaña. En ese momento no tenía miedo de los
traficantes de gentes, tenía miedo de mis propios padres, del
ultimátum que habían tomado, de lo que sería de mí. La palabra
“jamás” me retumbaba en las sienes. Jamás es: nunca, en la
vida, de ningún modo, en absoluto, no…Finalmente me derrumbé en
el suelo y empecé a gritar con todas mis fuerzas. Grité y grité
mil veces para que desde muy lejos mi desgarrada voz pudiera oírse.
Quería que alguien, alarmado por mis gritos se acercara y viniera a
rescatarme. Pero nadie vino a mi encuentro. Mis sollozos los dispersó
la noche como un sonido más, envuelto en tinieblas y oscuridad.
Fueron
días de mucho ajetreo. La gente llegaba a nuestra casa a despedirse.
Muchos de ellos traían pequeños regalos representativos de nuestra
tribu: estatuillas de barro, collares hechos con piedras….me
abrazaban deseándome lo mejor. Recuerdo esos días, con una
nostalgia especial. Reía y lloraba al mismo tiempo. Sentía el
cariño de mi gente, bailábamos y cantábamos hasta el anochecer.
Tenía miedo ante lo desconocido, pero también sabía que era una
privilegiada por tener la oportunidad de salvarme del horror de la
guerra.
El
viaje tuvo varias etapas. La travesía entre un país y otro la
hacíamos de forma furtiva. En el camino conocí a muchos compañeros
que iban y venían de distintos países: Senegal, Congo, Malí…. En
cambio el porvenir
al que todos aspirábamos
solo tenía un nombre: Europa. Éramos hermanos unidos por la misma
esperanza de lograr un futuro mejor. Muchas noches mirando las
estrellas, envueltos con una simple manta compartida, hablábamos del
destino que nos esperaba y que creíamos tener cada vez más cerca.
Aquellos desconocidos se convirtieron en mi familia. Nos arropábamos
cuando hacía frío, nos consolábamos cuando llorábamos, nos
defendíamos de los abusadores y explotadores. Hubo muchos, tremendos
momentos de angustia y pánico. Los días se hacían interminables,
nadie nos aseguraba la duración del viaje. Preguntábamos a los
cabecillas que nos
guiaban cuándo llegaríamos
a nuestro destino.
Los
primeros días el ánimo de todos, incluso de nuestros acompañantes,
estaba lleno de energía y hasta de cierta euforia. Compartíamos
nuestros recuerdos, hablábamos de nuestras costumbres, contábamos
cuentos…Caminábamos kilómetros y kilómetros y nunca faltaba
alguna voz cantarina que nos hacía sonreír y nos amenizaba el duro
trayecto.
Los
días pasaban y teníamos la impresión de ir caminando sobre tierra
de nadie. Pasamos por desiertos, lagos, bosques….Llegó un momento
en que empezamos a pensar que nunca lograríamos nuestro objetivo. Ya
nadie preguntaba cuánto tardaríamos en alcanzar Europa. Vivíamos
con la angustia de no saber lo que ocurriría al día siguiente. A
veces nos venían a buscar en autobuses desvencijados sin asientos ni
ventanas. Otras veces caminábamos a pie durante horas sin comida ni
bebida. Nuestra cama era el suelo que nos abrazaba cada noche. Yo
lloraba en silencio pensando en mi familia, en mis amigos, en todas
las cosas que había dejado atrás y que nunca volvería a recuperar.
Algunos de mis compañeros de viaje terminaron por renunciar,
desesperados por la incertidumbre de no saber. Se quedaban atrás,
perdidos en algún lugar aún a sabiendas de que no podían volver a
su hogar. Me he preguntado muchas veces
dónde irían a parar
aquellas almas infelices ¿habrían logrado sobrevivir?
Después
de muchos meses llegamos a lo que pensamos era la última etapa:
Marruecos. Estuvimos atrapados entre dunas y piedras, esperando a que
la organización encontrara el día propicio para atravesar el
Mediterráneo y llegar a España. Yo era una de las privilegiadas al
poder cruzar el mar en barca. Mis padres habían decidido reembolsar
una suma desmesurada para que pudiera pasar el estrecho de la forma
más segura. Otros compañeros pagaban por ir ocultos en los
recovecos más insospechados,
dentro de vehículos. Los más desesperados, compraban flotadores o
chalecos salvavidas, que conseguían a precios exagerados, para
cruzar a nado. Aún a sabiendas que eran trampas mortales elegían
ese asidero para escapar de la desdicha.
Vivíamos
gracias a la bondad de algunas ONG´s que nos suministraban abrigo y
comida. Habilitaban tiendas de campaña y nos proporcionaban
medicinas cuando alguien enfermaba. Aunque trataba de adaptarme de la
mejor forma, no podía entender por qué me encontraba en ese lugar
rodeada de extraños, viviendo de la caridad de unas personas que no
conocía. Odiaba todo aquello, maldecía haber nacido y pensaba que
no merecía la pena vivir así.
Un
día de verano, después de casi tres meses en este lugar, llegaron
los traficantes de personas y nos dijeron a un grupo, que
estuviéramos preparados en 2 días. Saldríamos por la noche y nos
advirtieron que nadie llevara pertenencias. Había que tener espacio
para el mayor número de personas posible. Todas tenían derecho a un
sitio en la embarcación.
La
noche era oscura, no había luna. Caminábamos encogidos, ateridos
por el frio y el miedo. Nuestro mayor temor era ser vistos por las
patrullas de policía que peinaban el lugar cada día. Llegamos a la
playa y una pequeña embarcación nos estaba esperando. El silencio
era únicamente roto por el sonido que el mar emitía en su ir y
venir. Subimos a la barca, uno a uno temblando, temiendo que nuestra
respiración pudiera oírse y nos delatara.
No
sé cuánto tiempo duró la travesía. Solo recuerdo la tenebrosidad
y la negrura del trayecto. Ahora sé que sólo son 14 kilómetros los
que marcaron un antes y un después
en mi vida.
Desde
el que es mi hogar desde hace años, paso las horas mirando
el mar. Me quedé en una
población cerca de la costa española. Lo que parecía un destino
provisional, se convirtió en mi nuevo destino. Conocí a Antonio, un
hombre bueno que supo ver en mí algo más que el color de mi piel y
mi procedencia. Con el tiempo hice amigos, y formé una familia.
Puede decirse que soy feliz. ¿qué más puedo pedir?. Mi mirada se
pierde en el horizonte y mi mente se va con todos aquellos que están
intentando labrarse un futuro digno cruzando esa inmensa masa de
agua. La infinidad de su horizonte me trae la certeza de una
esperanza radiante y jubilosa.