28 octubre 2022

Inmigrantes

Julio Sánchez Mingo

Mi reconocimiento a los que levantaron y enriquecieron este país desde la emigración y a los de fuera que contribuyen ahora a nuestra mayor renta y superior bienestar


En España, en general, se los desprecia. Se les adjudican epítetos absolutamente despectivos e insultantes, como panchitos, chinchetas, sudacas de mierda o moros. En los campos de fútbol les hacen burla y les dicen monos. Se nos ha olvidado que durante cuatro siglos este país colmó América de emigrantes de toda ralea y condición, honestos y ladrones, virtuosos y criminales, violentos y pacíficos, trabajadores y vagos, lo propio de cualquier colectivo humano, que, para más inri, se apropiaron de mucho de lo que no era suyo, mujeres, tierras y recursos naturales, además de hacer siervos y esclavos. Tampoco tenemos presente que nuestros abuelos, bajitos, morenos, cetrinos, inundaron Francia y Suiza de mano de obra barata y obraron el milagro alemán de posguerra.

Un muy querido amigo, de origen andaluz, me contaba que sus padres, en los años 50, tuvieron que abandonar con sus niños pequeños un pueblo de la provincia de Sevilla porque se morían de hambre. Se vinieron a Madrid. Aquí la única posibilidad era encontrar sustento en el tajo. Su padre caminaba todos los días de Majadahonda a la capital, a ver si lo contrataban en una obra. No había ni dinero para transporte público. La distancia entre las dos poblaciones era de 15,3 km a pie y de 20 km por carretera. La experiencia fue muy negativa y hubieron de emigrar a Alemania. Mi amigo estudió allí, aprendió alemán e inglés y se casó con una simpatiquísima extremeña. Volvieron pasados unos años y, hasta su jubilación, él ha sido un acreditado y respetado profesional del sector informático.

Detrás del rechazo al inmigrante subyace mucho clasismo de unos y miedo al competidor o a lo desconocido de otros.

Los culpables del empobrecimiento de las clases medias en todo Occidente, incluida España, no son los venidos de fuera sino las élites financieras con sus políticas económicas y su capitalismo salvaje, amén de la globalización que se ha desarrollado como competencia entre estados, que grandes multinacionales han sabido aprovechar arteramente. Ante el descontento y la desconfianza es más fácil atacar al débil, al pobre, al desvalido, al que vemos por la calle, que a un milmillonario al que sólo conoceremos por la televisión o las secciones de economía de los periódicos.

En una sociedad como la española, muy envejecida, que se enfrenta al despoblamiento de gran parte de su territorio, los inmigrantes son muy necesarios y deberían ser muy bien recibidos. Ellos cuidan de nuestras abuelitas, llevan a los niños al colegio, nos limpian las casas, oficinas y escaleras, nos sirven el café en el bar y nos cocinan en el restaurante, recogen la fresa, las sandías bajo un sol de justicia, y las verduras en esos hornos asfixiantes e inhumanos que son los invernaderos. Algunos han de realizar recorridos de más de 200 kilómetros en furgonetas infames, los más afortunados en autocares, para acudir a la faena agrícola, como muchos braceros en Lorca. Todos los operarios que estos días asfaltan las calzadas y renuevan las aceras de mi barrio son gente joven, venida de la América española. Yo hablo con ellos. Unos son simpáticos, otros huraños, unos callados, otros parlanchines. Hay de todo, como en botica. Son más siesos y retorcidos, terriblemente cerriles, sus capataces españoles, con los que el diálogo es imposible.

Los inmigrantes contribuyen con mucho más de lo que reciben. En general son jóvenes, están sanos y en edad de trabajar. No son consumidores de recursos, aportan riqueza y, además, ayudan al desarrollo de sus lugares de origen. Las carencias de este país no son culpa de ellos. Es mucho más fácil señalarles, pues son distinguibles por sus rasgos físicos, que buscar a los verdaderos culpables, nosotros mismos, que no hemos sido capaces en cuarenta años de construir suficiente vivienda social o acometer una verdadera reforma fiscal, justa y equitativa.

Se habla mucho de paguitas, subsidios y caraduras entre los inmigrantes. Pero, ¿acaso no sucede lo mismo con los locales y de forma mucho más acusada porcentualmente? ¿Nos olvidamos de los nacionales que contratan a inmigrantes conculcando sus derechos sociales, con salarios de miseria, sin cotizar por ellos a la Seguridad Social, en condiciones de explotación inadmisible, aprovechándose de la necesidad ajena?

USA es un país de inmigrantes, que prácticamente exterminaron a las poblaciones autóctonas. Así logró posicionarse en la cima de la economía mundial. Sin embargo no hay nación más xenófoba, con un discurso antiinmigración más exacerbado y una políticas migratorias que rozan lo inhumano, donde millones de personas de México y Centroamérica trabajan en la economía sumergida. Si pararan, todo se vendría abajo. Eso sí, los más intransigentes en esos aspectos suelen ser los propios inmigrantes ya legalizados y asentados, o sus hijos. Igual sucede en Gran Betraña, donde, para pasmo de muchos, ha sido elegido primer ministro un ciudadano de padres hindúes de clase media, casado con una señora hasta hace pocos meses no residentepor tanto no pagaba impuestos en Reino Unido, cuando su marido era, canciller del Exchequer, ministro de Economía y Hacienda—, hija de uno de los hombres más ricos de la tierra, el fundador de Infosys, el gigante de la informática que da trabajo, entre la India y otros países, a más de cien mil personas. Sus colegas conservadores le perdonan su origen porque estudió en Oxford y es muy rico. Lo dicho, clasismo y xenofobia van de la mano. Si eres un potentado tu proveniencia no importa y en todas partes serás bienvenido, aunque con tu actividad crees desigualdad, pobreza y dolor. Los hoteles de lujo están repletos de narcotraficantes. Sunak orilla la polémica de sus orígenes. No le quitan el sueño los parias del subcontinente, aquel que fue explotado por sus actuales connacionales. Partidario de primera hora del Brexit, es un halcón en lo relativo a política migratoria y siempre reclamó un mayor control de fronteras. Ahora, el dinero manda, tendrá que flexibilizar las reglas de entrada a las islas, pues la economía británica requiere apremiantemente mano de obra barata, eso sí en muchos sectores. Lo ayudará con denuedo la recalcitrante antiinmigración Suella Braverman, de padre keniano y madre mauriciana, la secretaria del Home Office, el ministerio del Interior británico.

21 octubre 2022

La pirámide

Roberto Omar Román

 


Los sábados, a eso de las cinco, cuando el sol termina de tatemar los aires del valle, dejando ese olor a jengibre seco, y las piedras del camino, azuleadas por el cielo asemejan pan dorado en manteca, los hombres vuelven de la mina. En cada casa, las mujeres cumplen con el deber y tradición ancestral de asomarse a la puerta teniendo a mano un plato con arroz o frijoles, otro de pollo y un jarro con agua de tamarindo o jamaica, por si alguno de aquellos mineros tiene gusto en entrar a saciar su hambre y sed.

Los hombres jóvenes marchan con el pecho desnudo, altivo y velloso como si lo ofrecieran a un pelotón de fusilamiento; su mirar tiene ese brillo desafiante y socarrón de la gente recia, acostumbrada a distinguir sin equivocarse el negro del gris en la absoluta oscuridad; levantan las narices como perros bravucones venteando en barrio ajeno. Bien se sabe que rastrean los olores de las mujeres solteras; si alguna es de su interés entrarán a compartir su mesa, y más tarde, si se entienden, su cama.

Los mineros viejos caminan desguanzados, se relamen los labios resecos como si del aire quisieran lamer las sales y los sebos de la tierra. De vez en vez, alzan la mirada; prefieren ir cabizbajos, sea porque están encorvados, o porque no tienen ánimo de gozarse en las hembras entradas en carnes y años.

A Eleuterio se le ocurrió ahorcarse, el muy zoquete, un sábado al regresar de la mina. Según dijo Macarena, su mujer, llegó bastante serio, porque era de un serio hosco de nacimiento y eso a nadie de los que lo conocían le era extrañó. Le dijo que pusiera a calentar a lumbre baja la comida porque se iba a tardar en bañar, traía mucha tierra prieta en el cuerpo, de esa tierra terca de las profundidades que ni los muertos sepultados conocen y que se unta al cuerpo como costra y cuesta trabajo desprenderse aun con los corajudos tallones de zacate. Algunos aseguran que esa tierra hace loca a la gente.

Así hizo la mujer, puso a fuego lento el guiso de pollo y los frijoles negros. Los niños estaban en lo suyo empalmando latas rellenas de tierra no tierra negra, tierra café, tierra buena a modo de pirámide en el patio, para luego derrumbarlas a pedradas. A eso de los cuarenta minutos, Macarena le fue a tocar la puerta para preguntar a Eleuterio si ya mero salía de bañar. Ya no se oía caer el chorro de agua. Los niños ya estaban con cara de hambre en la mesa, listos para comer. Pasaban de las seis. Macarena azotó con puños y pies la puerta, y nada. Le comenzó a hormiguear por la espalda el miedo, pero era una mujer de carácter y mantuvo la calma. Encargó a la hija mayor que les sirviera de comer a sus dos hermanos; le dijo que tenía que salir a un asunto urgente.

¿Y mi papá?

No hagas preguntasrespondió molesta—, se está bañando, niña.

Al rato, Macarena regresó con Salvador, su compadre, padrino de bautizo de los tres hijos del matrimonio. Ellos corrieron a encontrarlo gritando alegres: “Padrino, padrino”. Él les pasó la mano con prisa, a modo de saludo, por la cabeza, y con un guiño dio a entender a su comadre que lo dejaran solo. Salieron al patio Macarena participó a lo del juego de tumbar la pirámide. Dentro se escuchaba el frotar de metales en la chapa del baño. Salvador, herrero de oficio, bien sabía de forzar puertas sin maltratarlas. Era alto y fornido, nunca le entró la gana de ser minero, dicen que porque tenía un pulmón más chico que otro y era riesgoso para su salud. Es probable que así fuera, y a causa de eso no era casado ni se le conocía trato amoroso con mujeres. Cuando Salvador regresó al lado de su comadre la encontró con los ojos perdidos en el horizonte contemplando las luces de las casas vecinas que iban apareciendo como lunares güeros. Salvador tomó su mano, la apretó entre las suyas con una delicadeza inusual para la rudeza de su oficio.

Ahorcado, comadre dijo calmudo, con palabras sonoras como si descargara marro en yunque. Bien tieso el pobre compadre.

Macarena recargó la cabeza en el pecho de Salvador, y éste, ni tardo ni perezoso, la abrazo con enjundia. En ese momento, Tomás, el hijo menor, derrumbaba de un certero tiro la pirámide y bailaba de gusto dando fuertes gritos de alegría.

Cerré la puerta con llave, comadre, no vayan a ir a mirar los ahijados le murmuró al oído.

Esa noche, mientras cenaban el pollo y los frijoles, Salvador y Macarena discutían el orden para comunicar el suicido de Eleuterio; si primero daban razón en la comisaría, después a los patrones de la mina y por último a los niños, o al contrario.

Les entró el cansancio de tanto palabrear a los compadres, se entiende que la muerte no es un tema agradable de tratar, comenzaron a bostezar sabroso. Macarena se encaminó al dormitorio seguida por Salvador. En la cama, luego de comportarse como marido y mujer, continuaron alegando del asunto hasta que los agarró el sueño.

Ya de mañana, como no hubieran llegado a ningún acuerdo, salieron al patio a levantar la pirámide de latas rellenas de tierra, conviniendo en que, quien la derribara, decidía el orden de dar a conocer la noticia del ahorcado.

14 octubre 2022

Malditas simetrías

Arturo Martínez González


Siempre le habían atraído los objetos inútiles y pequeños. Su primer tesoro fue un taco terminado de billetes de tranvía; aún era un niño cuando se lo regaló un cobrador del 3 en su trayecto diario desde casa hasta la escuela. Faltaban años para que sucediera aquello que lo convirtió, también a él, en algo inútil y pequeño. Esperó un buen rato en la parada, aún no se atrevía a subirse en marcha. Se puso de puntillas para asomar la cabeza sobre el mostrador de acero que parapetaba al cobrador y le alargó la moneda. El gigante de gorra de visera y chapa de latón en el pecho arrancó el último billete y se lo entregó junto con el taco terminado. Se estiró un poco más para alcanzar el regalo y lo escondió en el fondo de la cartera, temeroso de que se lo arrebatara alguno de los mayores.

En los años siguientes, inició otras colecciones de objetos igualmente inútiles y minúsculos. Una bala del 7 1/2 vacía de pólvora, regalo de un primo recién llegado de la mili, ocupó un lugar de honor en su estantería, junto a otras balas, cartuchos y casquillos de menor calibre, recogidos a escondidas en el campo de tiro, y hasta un par de balines de plomo robados en una caseta de la feria. Un viejo plumier se fue llenando lentamente de cabos de lápices agotados; no había mayor satisfacción para él que terminar un lápiz y guardar los restos en aquel ataúd, pero, a pesar de estos nuevos intereses, nunca pensó en abandonar su colección de billetes de tranvía.

La pregunta “¿Tiene tacos?”, formulada en todos los viajes, le permitió reunir en un par de años los seis colores que llenaban el billetero de latón del revisor: verde, azul, rojo, naranja, amarillo y blanco, el primero que había conseguido. Luego fue añadiendo billetes capicúa, tarea casi inacabable. Calculaba que, sin trampas, para terminar la colección necesitaría unos cien años a razón de dos trayectos diarios.

Sin embargo, por muchas colecciones que iniciase, por muy especiales que le pareciesen las piezas que iba consiguiendo, nunca era capaz de atraer el interés de sus compañeros. Sus cabos de lápiz trocados en vellocinos de oro o sus billetes de tranvía convertidos en pura cábala eran para los demás simples pasatiempos, juegos indignos de alguien como ellos.

Tenía doce años cuando una pasajera le ofreció su billete, blanco y con un capicúa casi imposible de conseguir: 43634, serie K. No fue la sonrisa de la niña ni su melena meticulosamente cepillada lo que lo atrajeron, ni a ella las pecas o la expresión de inocencia que adornaban la cara de él, sino una casi imposible coincidencia: ambos amaban lo inútil. Antes de apearse ya sabían que él coleccionaba billetes usados, balas sin pólvora y lápices acabados y que lo de ella era pasión por los botones de nácar y las chapas de cerveza.

Aquella mañana los charcos del parque estaban congelados. Él, bien envuelto en su abrigo de lana, esperaba en la parada el tranvía que transportaba a Emma cuando observó una mancha roja entre las vías, sobre la nieve grisácea de la víspera. Era un billete, un posible capicúa. No se distinguían más que los tres últimos dígitos: 888. El paso que dio él para recogerlo fue el más corto y el más largo de su vida. Ha olvidado el grito de los que esperaban junto a él en la parada, el chirrido de los frenos y el golpe sordo de sus huesos al romperse, pero Emma sí recuerda la cara torcida de dolor que musitaba desde el suelo: “88888”.

Aquel número perfecto, el rey de los capicúas, el de las dos simetrías completas y cinco individuales, se convirtió en su mayor oprobio. Cuando, después de superar media docena de operaciones y pasar varios meses sin salir de casa, se acercó con la ayuda de Emma y de un par de muletas al café más cercano, el veredicto del catedrático de Cristalografía que mataba allí las mañanas de su jubilación fue inmediato y se plasmó en un grito que resonó en todo el salón: “¡Triclínico!”.

Algo formado sobre tres ejes desiguales que se cortan en ángulos no rectos, un cuerpo sin la menor apariencia de simetría, en la mente del profesor no encajaba en ningún otro sistema cristalino. Era triclínico y lo sería para siempre.

La empresa, una vez quedó clara su ausencia de responsabilidad y la imprudencia del atropellado, le ofreció un puesto de trabajo acorde con sus nuevas capacidades. Hasta su jubilación, el Triclínico se dedicó a vender billetes en la línea 3. Nunca volvió a mirar un número. Por sus manos pasarían, ahora sí, todos los posibles capicúas, pero de su amplia colección de objetos minúsculos e inútiles solo conservó dos billetes: 43634, serie K y el 88888, serie N.

06 octubre 2022

Impuestos

Julio Sánchez Mingo

 


Artículo 31.1 Constitución española.

Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.

La deuda pública española gira alrededor del 120% del PIB. Todos los años machaconamente se repite un déficit de un 4%, tanto si la economía crece como si se contrae. La presión fiscal en España está un 6% por debajo de la media europea. Nuestro sistema tributario no es eficiente, ni redistributivo y tampoco es progresivo, por lo que la Constitución se convierte en papel mojado. Según datos publicados, el 20% de los colectivos más pobres sólo reciben el 12% de las transferencias del sector público. Se prima mucho a la gran empresa, cuya fiscalidad, con deducciones y desgravaciones varias, roza lo ridículo. La contribución al impuesto de sociedades de las grandes compañías españolas que cotizan en Bolsa (que el pasado año obtuvieron los mayores beneficios de su historia) se ha visto reducida, desde 2007, a menos de la mitad. Según Capgemini, los ricos son cada vez más ricos. Sus activos alcanzaron el año pasado 686.000 millones de euros, lo que supone un 5,3% más que en 2020. Estas cifras españolas son parecidas a las de los países de Europa del Este e impropias de la que se supone es la cuarta economía de la zona euro. Y, sin embargo, tampoco se reducen gastos superfluos como, por ejemplo, obras sin sentido, las millonarias subvenciones a los partidos políticos, que deberían vivir de las cuotas de sus militantes, o los ingentes salarios de los asesores que cada facción política nombra cuando ocupa el poder. Un ejemplo. Del gobierno catalán dependen 500 cargos, directivos de entes públicos y asesores que se embolsan 45 millones de euros anuales, unos 90.000 euros por puesto, por encima del salario del presidente del Gobierno o los ministros. Parte de ese dinero va a engrosar las arcas del partido que los elige, que recibe un porcentaje del salario de los afortunados que ocupan poltrona tras ser elegidos por la cúpula de la formación correspondiente. Siempre se recortan los servicios públicos críticos para el bienestar de los ciudadanos o la naturaleza, los que realmente importan, como el número de bomberos forestales, que además están muy mal pagados, a pesar de los incendios del verano pasado. O no se contrata a las más de 100.000 enfermeras que el sistema requiere. Las administraciones públicas tienen una tendencia desmedida al gasto a muy corto plazo, pan para hoy y hambre para mañana, en lugar de promover inversiones que creen riqueza. Tampoco manejan el concepto del buen mantenimiento de infraestructuras e instalaciones. Algo bien cuidado dura una eternidad y no hay que recurrir a onerosas sustituciones prematuras. Yo estoy escandalizado con las absurdas obras del ayuntamiento de Madrid.

La triste realidad es ésta. A pesar de ello, seguimos discutiendo unos y otros sobre si lo más apropiado es bajar o subir impuestos, una polémica más ideológica que racional, cuando lo propio es tener claro lo que se quiere hacer y hasta donde se quiere llegar, ver lo que cuesta y ajustar la fiscalidad de forma consecuente. ¿Aspiramos a vivir como en el norte de Europa o, por el contrario, mantener a duras penas el estado del bienestar y reducir algo la terrorífica y perversa desigualdad que empieza a abrumarnos? No debemos olvidar que la deuda hay que pagarla y que, con la inflación desbocada, cada día su carga es mayor.

Miremos un poco atrás. Nuestro Aznar, el ínclito e inefable hombre de las Azores, basándose en la curva de Laffer, siempre ha defendido, incluso en los últimos días, reducciones de impuestos. Según dicha teoría, al haber más capital circulando, se favorece la inversión, la creación de riqueza y puestos de trabajo, en definitiva, el crecimiento económico, lo que redunda a la larga en una mayor recaudación tributaria. La experiencia ha puesto de manifiesto que ese planteamiento, que aplicaron Reagan y Thatcher, se mostró ineficaz para mejorar los ingresos públicos y desembocó en déficits y deudas astronómicas y en un notable aumento del desempleo. Y Rajoy hubo de subir impuestos en 2012 a pesar de haber prometido en la campaña electoral previa que los bajaría.

Con todo ello, varias comunidades autónomas españolas, de distinto signo político, han emprendido una loca carrera por la reducción de tributos, donde las gobernadas por la derecha destacan por su apoyo descarado a las rentas y patrimonios altos. Y en Reino Unido, la semana pasada, Truss anunció una salvaje disminución de la carga fiscal, que beneficiaba muy especialmente a las clases más pudientes, lo que provocó un desplome de la libra, que hubo de ser rescatada por el Banco de Inglaterra, protestas generalizadas y una dura reprimenda del FMI. En paralelo, Philip Lane, el economista jefe del BCE, propugnaba subir impuestos a los más ricos, a aquellos con mayores ingresos y a las empresas más rentables y proteger a los más vulnerables. Resultado: esta semana la inquilina del 10 de Downing St. ha tenido que desdecirse, aunque lo ha hecho sólo en parte. A principios de esta semana, el consejero delegado de Shell, la mayor petrolera del mundo, ha animado a los Gobiernos europeos a imponer gravámenes adicionales a las empresas del sector para, con lo recaudado, ayudar a los segmentos más débiles de la sociedad.

Conociendo el percal, dada la calidad de nuestros gobernantes y la mala gestión de nuestras administraciones central, regionales y locales, creo que los servicios públicos serán peores y que, de una manera u otra, nos tocará pagar más por todo1. Sánchez, Calviño y Montero, chicos obedientes y aplicados, harán lo que les indiquen desde el BCE y la Comisión Europea. De lo contrario, la debacle podría ser absoluta.

P. D. No es lo mismo tener ingresos muy elevados que atesorar un gran patrimonio. Gravar ambos no es doble imposición.

1 Sigue teniendo vigencia mi artículo de abril de 2021 Bájenme los impuestos que quiero pagar más.