21 octubre 2022

La pirámide

Roberto Omar Román

 


Los sábados, a eso de las cinco, cuando el sol termina de tatemar los aires del valle, dejando ese olor a jengibre seco, y las piedras del camino, azuleadas por el cielo asemejan pan dorado en manteca, los hombres vuelven de la mina. En cada casa, las mujeres cumplen con el deber y tradición ancestral de asomarse a la puerta teniendo a mano un plato con arroz o frijoles, otro de pollo y un jarro con agua de tamarindo o jamaica, por si alguno de aquellos mineros tiene gusto en entrar a saciar su hambre y sed.

Los hombres jóvenes marchan con el pecho desnudo, altivo y velloso como si lo ofrecieran a un pelotón de fusilamiento; su mirar tiene ese brillo desafiante y socarrón de la gente recia, acostumbrada a distinguir sin equivocarse el negro del gris en la absoluta oscuridad; levantan las narices como perros bravucones venteando en barrio ajeno. Bien se sabe que rastrean los olores de las mujeres solteras; si alguna es de su interés entrarán a compartir su mesa, y más tarde, si se entienden, su cama.

Los mineros viejos caminan desguanzados, se relamen los labios resecos como si del aire quisieran lamer las sales y los sebos de la tierra. De vez en vez, alzan la mirada; prefieren ir cabizbajos, sea porque están encorvados, o porque no tienen ánimo de gozarse en las hembras entradas en carnes y años.

A Eleuterio se le ocurrió ahorcarse, el muy zoquete, un sábado al regresar de la mina. Según dijo Macarena, su mujer, llegó bastante serio, porque era de un serio hosco de nacimiento y eso a nadie de los que lo conocían le era extrañó. Le dijo que pusiera a calentar a lumbre baja la comida porque se iba a tardar en bañar, traía mucha tierra prieta en el cuerpo, de esa tierra terca de las profundidades que ni los muertos sepultados conocen y que se unta al cuerpo como costra y cuesta trabajo desprenderse aun con los corajudos tallones de zacate. Algunos aseguran que esa tierra hace loca a la gente.

Así hizo la mujer, puso a fuego lento el guiso de pollo y los frijoles negros. Los niños estaban en lo suyo empalmando latas rellenas de tierra no tierra negra, tierra café, tierra buena a modo de pirámide en el patio, para luego derrumbarlas a pedradas. A eso de los cuarenta minutos, Macarena le fue a tocar la puerta para preguntar a Eleuterio si ya mero salía de bañar. Ya no se oía caer el chorro de agua. Los niños ya estaban con cara de hambre en la mesa, listos para comer. Pasaban de las seis. Macarena azotó con puños y pies la puerta, y nada. Le comenzó a hormiguear por la espalda el miedo, pero era una mujer de carácter y mantuvo la calma. Encargó a la hija mayor que les sirviera de comer a sus dos hermanos; le dijo que tenía que salir a un asunto urgente.

¿Y mi papá?

No hagas preguntasrespondió molesta—, se está bañando, niña.

Al rato, Macarena regresó con Salvador, su compadre, padrino de bautizo de los tres hijos del matrimonio. Ellos corrieron a encontrarlo gritando alegres: “Padrino, padrino”. Él les pasó la mano con prisa, a modo de saludo, por la cabeza, y con un guiño dio a entender a su comadre que lo dejaran solo. Salieron al patio Macarena participó a lo del juego de tumbar la pirámide. Dentro se escuchaba el frotar de metales en la chapa del baño. Salvador, herrero de oficio, bien sabía de forzar puertas sin maltratarlas. Era alto y fornido, nunca le entró la gana de ser minero, dicen que porque tenía un pulmón más chico que otro y era riesgoso para su salud. Es probable que así fuera, y a causa de eso no era casado ni se le conocía trato amoroso con mujeres. Cuando Salvador regresó al lado de su comadre la encontró con los ojos perdidos en el horizonte contemplando las luces de las casas vecinas que iban apareciendo como lunares güeros. Salvador tomó su mano, la apretó entre las suyas con una delicadeza inusual para la rudeza de su oficio.

Ahorcado, comadre dijo calmudo, con palabras sonoras como si descargara marro en yunque. Bien tieso el pobre compadre.

Macarena recargó la cabeza en el pecho de Salvador, y éste, ni tardo ni perezoso, la abrazo con enjundia. En ese momento, Tomás, el hijo menor, derrumbaba de un certero tiro la pirámide y bailaba de gusto dando fuertes gritos de alegría.

Cerré la puerta con llave, comadre, no vayan a ir a mirar los ahijados le murmuró al oído.

Esa noche, mientras cenaban el pollo y los frijoles, Salvador y Macarena discutían el orden para comunicar el suicido de Eleuterio; si primero daban razón en la comisaría, después a los patrones de la mina y por último a los niños, o al contrario.

Les entró el cansancio de tanto palabrear a los compadres, se entiende que la muerte no es un tema agradable de tratar, comenzaron a bostezar sabroso. Macarena se encaminó al dormitorio seguida por Salvador. En la cama, luego de comportarse como marido y mujer, continuaron alegando del asunto hasta que los agarró el sueño.

Ya de mañana, como no hubieran llegado a ningún acuerdo, salieron al patio a levantar la pirámide de latas rellenas de tierra, conviniendo en que, quien la derribara, decidía el orden de dar a conocer la noticia del ahorcado.

6 comentarios:

  1. Cómo me asombra y me encanta el uso de nuestra lengua común en los relatos de Roberto Omar Román.

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  2. Me parece una buenísima historia, contada fantásticamente.

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  3. La mina y el llano se dan la mano. La vida y la muerte se confunden en este enorme relato en el que el autor hace malabares con las palabras y la gramática, para confeccionar un traje que se ajusta como un guante a la historia, hasta que ambos son la misma cosa.
    Muchas gracias, Roberto.
    Muchas gracias Julio.

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  4. Muy bien narrada. Excelente.

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  5. Muestra de manera magistral una historia como la vida misma.

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  6. Empleas un lenguaje, lleno de fantasías, sueños, quimeras, con un estilo que cautiva al "más pintado".
    La viveza con que describes a los hombre jóvenes, es un canto a la vida; en la de los viejos, encuentro serenidad y la resignación que los años les dan. Ambas son excelentes. Un relato lleno de vida a pesar de la presencia de la muerte.

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