25 noviembre 2015

La caquita y el método perruno inverso, por Julio Sánchez Mingo

La caquita y el método perruno inverso
Julio Sánchez Mingo
Noviembre 2015

A mi pediatra y a mi internista de cabecera
El otro día recibí una carta de la Consejería de Sanidad invitándome a participar en una campaña de detección precoz del cáncer de colon. En ocasiones hasta parecemos un país civilizado. El procedimiento es muy sencillo Simplemente hay que entregar una muestra de heces que son analizadas y así se puede detectar, en estado incipiente, este tipo de cáncer. El envase para la muestra hay que recogerlo en el Centro de Salud propio, contra presentación de la referida carta.
Aprovechando que me tenía que poner la vacuna de la gripe y quería tomarme un café con mi pediatra, recogí el paquetito con envase, instrucciones y etiquetas. Aunque no se me crea, yo soy un niño, nacido en los '50, que usa los servicios, ¡médicos, eh!, de una pediatra. Es la ventaja de que me conozca desde que teníamos cuatro o cinco años.
El otro sábado coincidí con ella y otros compañeros del colegio. Cuando le dije, con todos los presentes escuchando, que me pasaría a verla y a llevar la caquita, la carcajada fue general y estruendosa. Y las risas aumentaron de tono cuando ella me advirtió que no es nada fácil recoger la bendita caquita. - Te va a costar – dijo. Y, efectivamente, no es fácil.

El primer intento fue fallido. Toda la, más que caquita, cacaza, resbaló por dentro del retrete, utilizando, a modo de trineo, el papel higiénico que mi pediatra me había recomendado que pusiera, y tomó las de Villadiego, es decir, el camino del Manzanares, con parada previa, supongo que en La China, para ser disuelta, batida, y aireada con multitud de congéneres. Así huele por aquella zona, cercana a la Caja Mágica. Con la regularidad fisiológica que me caracteriza, tuve que dejar la toma de la muestra de caquita para el día siguiente. Por la noche hablé por teléfono con una antigua compañera de trabajo y le expuse mis dificultades con la esquiva caquita. Me sugirió que comprara un orinal en los chinos, que ello me facilitaría mucho tan dificultosa labor. Yo le argumenté que, cambiando de táctica en el retrete, me sentía capaz de alcanzar el ansiado objetivo de tomar la muestra sin necesidad de realizar tan excesivo dispendio. Este asunto se estaba convirtiendo en todo un reto.
A la mañana siguiente, como tenía prisa, no pude poner en práctica esa nueva táctica que había pensado el día anterior. Lamentablemente, eso sí, me percaté, al realizar la operación de evacuación cotidiana, que el nuevo método ideado no iba a dar resultado. Pensé cómo tomaría la muestra Rajoy, nuestro circunspecto presidente del Gobierno. Porque eso sí, esto de la caquita nos iguala a todos, igual que la muerte. Ya seas Amancio Ortega, Obama, Rajoy o Gates, un bracero de Anatolia o un pescador de Filipinas, todos pasamos por lo mismo. Habrá que imaginar a Rajoy haciéndose las disquisiciones que yo me hacía en lugar de ocupar su preciado tiempo cavilando sobre la siguiente mentira que nos encasquetará a los ciudadanos. Supongo que el hombre no buscaría ayuda ajena, como yo. También sospecho que un dictador del estilo del norcoreano pediría ayuda a alguno de sus pretorianos para que pusiera la mano, desnuda o con guante de látex, es la única duda. Pero el presidente del Gobierno de un país democrático, tirando a poco como el nuestro, no nos engañemos, no se puede permitir tamaña prepotencia. Por la tarde, mi internista de cabecera, una avispada doctora, me sugería que abandonara todos mis ensayos, que dejara de elucubrar sobre el tema y me resignara al orinal de los chinos, eso sí, a ser posible con cabeza de patito incluido. El recochineo se estaba generalizando.

La observación del reino animal es fuente de muchos inventos y eso hizo que se me hiciera la luz. Pensando que mis queridos y casi correligionarios chuchos hacen caquita en la calle para que después sus dueños la recojan, blandita y calentita, con una bolsa de plástico, se me ocurrió lo que ahora llamo el método perruno inverso. ¿En qué consiste? En lugar de hacer caquita en el suelo y recogerla a continuación con una bolsa, extender una bolsa de suficiente tamaño en el suelo y después, una vez tomada la muestra, recoger esta bolsa con todos los sacramentos y tirarla a la basura, como si de un dodotis con una buena plasta dentro se tratara. Estoy convencido de que a Rajoy, nunca ha parecido un hombre de muchas luces por muy registrador de la propiedad que sea, nunca se le hubiera ocurrido el método perruno inverso, nombre científico donde los haya.
Pensado y hecho. Finalmente alcancé el objetivo tan ansiado y eso que la realización práctica del método no está exenta de dificultades. La postura, el cálculo balístico de la trayectoria, la duplicidad de sistemas de evacuación del cuerpo humano, cada uno de ellos con un sofisticado sistema de retención, no son factores baladíes. El impregnar la tira donde se debe adherir tan maloliente sólido, que se introduce después en la pequeña probeta que se ha de entregar, me recordó a la niñez. Alguna vez, en algún descampado, nos dedicábamos a hacer croquetas con la cacaza de algún perro, utilizando, total asepsia, un palo de polo como instrumento.

Finalmente allá que me fui yo tan ufano, con mi caquita debajo del brazo, camino del Centro de Salud. Qué satisfacción sentí cuando. al presentarme ante el correspondiente mostrador, frente a la empleada, dije: - Aquí está mi caquita. -

PD. Estas Navidades me toca a mí recoger la blandita y calentita de la perra de mi hermana. Sus dueños se van de vacaciones y yo me quedo de cuidachuchos. Debo reconocer que encantado. Bueno, con lo del método perruno directo no tanto.

23 noviembre 2015

Picchio, por Menchu García Delgado


Piccchio

Menchu García Delgado

Noviembre 2015

Cursaba III Liceo, el muy antiguo sexto de bachillerato y el modernísimo non so che (no sé qué). Mis compañeras y yo acabábamos de despedirnos senza rimpianto (sin ninguna pena) de la temida y aborrecida Signora Battistoni, nuestra profesora de italiano, latín, geografía e historia italiana durante ¡¡¡¡cinco eternos años!!!!
Estábamos en un aula preciosa, grande, con una puerta francesa de acceso al magnífico balcón con vistas al jardín del entonces Instituto Farmacológico Latino y estrenábamos profesor de italiano. No sé si mis compañeros le aguardaban con la misma expectación que nosotras, que nos sentíamos poco menos que prisioneras recién liberadas. ¿Cómo sería nuestra vida sin la Battistoni? ¿Volveríamos a escuchar stultum est dicere putabam, en el tono displicente que utilizaba con nosotras?
Nuestro nuevo profesor era un hombre amable, de estatura media, trato afable, gafas redondas, pelo revuelto y una nariz digna del soneto de Quevedo.
No nos supuso ningún derroche de imaginación encontrarle el mote más apropiado: al final del primer día de clase pasamos a llamarle el Picchio (pájaro carpintero) o el Picchiarello (Pájaro Loco).
Cuando volví a casa, mis padres, como siempre, me preguntaron qué tal habían ido las cosas en el cole, que si me gustaban los nuevos profes y como se llamaba el nuevo profesor de italiano.
Sin inmutarme contesté que Picchio. Mis padres, que no hablaban italiano, asintieron y mis hermanos, que iban al cole, casi se atragantaron de la risa; resultado, mi nuevo profe de italiano pasó a ser conocido en casa como Picchio o Picchiarello.

Los profesores recibían a los padres cada cierto tiempo, no puedo recordar si cada dos o tres meses, para informarles de la marcha de sus retoños.
Y llegó el primer día de visita de los padres a los profesores. He de confesar que a mí ese día no me intranquilizaba, siendo buena estudiante como era.
Para mi sorpresa y en contra de lo habitual, mi madre llegó de vuelta a casa bastante enfadada conmigo.
-¿Cómo dices que se llama tu profesor de italiano?- me espetó a bocajarro.
-Picchio o Picchiarello- respondí con la más cándida de mis sonrisas.
Y entonces me contó el apuro que había pasado.

                Notturno liceale. Foto de Alberto Molinas

En la majestuosa entrada del palacio de Santa Coloma, edificio que albergaba el Liceo Italiano de Madrid en aquellos años, se colocaban unas lavagnas, pizarras, con los distintos cursos, los profesores de los mismos y el aula donde recibían.
Al no encontrar el nombre de Picchio o Picchiarello en la lavagna se dirigió a Juanita, la bedela, para preguntar, inocente de ella, por el profesor Picchio o Picchiarello.
La bedela, roja como un tomate supongo que por contener la risa, contestó que el profesor se apellidaba Marsiglia.
Cargada de razón, mi madre repuso que quería hablar con mi profesor de italiano y que yo le había dicho que se llamaba Picchio o Picchiarello.
La bedela, cada vez más roja e incluso creo que un poco estrábica, contestó nuevamente que el profesor se llamaba Marsiglia.
Finalmente, ante la insistencia de mi madre de que ella buscaba al profesor Picchio, Juanita explotó:
-¡El profesor de italiano es Marsiglia! ¡Picchio o Picchiarello es el mote que le han puesto los alumnos!-.

Nota del editor. Menchu García Delgado es una brillante médico internista, reconvertida en burócrata de altos vuelos. Autora y editor fueron compañeros de clase en el colegio. Es un honor su colaboración en este blog.
Necrológica
Benedetto Marsiglia, exprofesor del Liceo Italiano de Madrid
MIGUEL NAVEROS
El País 31 de mayo de 2001
Me llega como una cuchillada la noticia del fallecimiento en Treviso de Benedetto Marsiglia, antiguo profesor de Literatura y Latín en el Liceo Italiano de Madrid, donde dejó a finales de los sesenta y principios de los setenta indeleble huella de su sabiduría y su humanidad.
Profundamente marcado por la II Guerra Mundial, en cuya batalla de Cassino -su tierra natal- llegó a recoger siendo aún un adolescente el cuerpo de su propia madre muerta en un bombardeo, Marsiglia fue un personaje enormemente frágil, que sacaba de la literatura y su magisterio las fuerzas necesarias para vivir. Discípulo de Branca en Padova y catedrático de la Escuela Normal de Treviso a su regreso a Italia, fue un profundo conocedor de la obra de Manzoni, sobre cuyo pensamiento escribió un esclarecedor ensayo que definía como su 'único importante desacuerdo con Antonio Gramsci'. Sus lecturas comentadas de la Divina Commedia y sus clases sobre Foscolo, Leopardi o, por supuesto, Manzoni alcanzaron gran prestigio en el mundo académico italiano. Militante comunista desde muy joven, de su talante y su profunda sabiduría da fe aquella autoproclamación ideológica que repetía a menudo a sus discípulos más instalados en el radicalismo político entonces tan en boga, entre los que yo me encontraba: 'Io sono marxista-leopardiano'.-
Derechos reservados Grupo PRISA

22 noviembre 2015

                                Fotografia dell'editore (Alpi Pennini, Svizzera. Luglio 2014)
                      
                       Nell'arida vita spunta,
                       ognitanto,
                       un bel fiore.
                     

17 noviembre 2015

Gamberretes, disciplina y retretes, por Julio Sánchez Mingo


Gamberretes, disciplina y retretes
Julio Sánchez Mingo
Noviembre 2015

En mi colegio la disciplina era muy estricta. Con 11 ó 12 años el preside, director, Mario Villoresi, me pescó subiendo del recreo el último de todos, a toda mecha, los escalones de tres en tres, con la energía propia de esa edad. El muy ignorante se debió pensar que iba a llegar a clase después que el profesor de turno. Resultado: me expulsó de clase por ese día, debiendo irme a casa de inmediato. ¡Falta gravísima, pena máxima! Me acompañó a secretaría y dio las pertinentes instrucciones a Joaquina, una cascarrabias administrativa-secretaria-señora para todo, para que se ejecutara la pena. Menudo problema se le planteó a la buena señora cuando le dije que no tenía dinero para volver a casa, yo iba al colegio en el autobús escolar, y que debía coger un taxi. Obviamente no tenía una edad muy apropiada para ir solo en transporte público. Aflojar la mosca no formaba parte de la cultura organizativa del colegio, pero se tuvieron que resignar. A todo esto yo estaba muerto de miedo pensando en la que se me iba a venir encima al llegar a casa. Pero, milagro, mi santa madre sólo me dijo que debía ser bueno y portarme correctamente, que no se repitiera. A mi favor estaba el hecho de que sacaba buenas notas. A posteriori, analizando el hecho fríamente, parece un castigo exagerado.

A pesar de esa disciplina absurda y excesiva, el control que la dirección y los profesores ejercían sobre nosotros era prácticamente nulo. Valgan como muestra algunos ejemplos.

Estábamos en I o II Media, los cursos de los 11 ó 12 años. Teníamos un compañero, Félix Abal, muy inquieto, nervioso, vivaracho, uno de los mejores de clase jugando al fútbol. Si no recuerdo mal era nuestro capitán. Nuestra aula estaba en la segunda planta de un edificio de techos altísimos, el antiguo palacio de los condes de Santa Coloma. En la misma planta había unos servicios para los alumnos. Al pieza de Abal sólo se le ocurrió, alguna que otra vez, salir por la ventana de esos servicios, pasearse por una cornisa de la fachada del edificio, de no más de medio metro de ancho y a una altura sobre el suelo del patio equivalente a cuatros pisos de un edificio de viviendas actual, y, llegando hasta el ventanal de un aula, saludar al “respetable público” que la ocupaba, sin que el profesor de turno se percatara de nada, volviendo a continuación sobre sus pasos al refugio seguro de los servicios. Para haberse matado. Omertà, el silencio cómplice de los mafiosos, absoluta. Control nulo.

San Isidro de no recuerdo qué año. Ya eramos unos adolescentes. Intentábamos ligar todo lo posible con resultados más bien exiguos. Vamos, en román paladino, que no nos comíamos una rosca. Menos mal que siempre nos quedaba el fútbol. El colegio nos llevó de excursión a la laguna de Peñalara. Y allí, a unos de los mayores gamberretes, el rabo de lagartija Angelito de Lera, un año mayor que nosotros, no se le ocurrió mejor idea que bañarse en la laguna, en mayo, en pleno deshielo. Salió del agua totalmente morado, aterido, los labios casi negros. ¿Dónde estarían o en qué estaban pensando nuestros amados profesores? Control nulo.

Esta otra vez la jugada me salió bien, pero me podía haber costado un disgusto. Estábamos en el último año del colegio, eramos los mayores, teníamos 17 años. Verdaderos delincuentes en potencia. El profesor Marsiglia, de Literatura Italiana, alias Picchio, pájaro carpintero, o Picchiarello, Pájaro Loco, por su notable y aguileña nariz, me estaba preguntando en la pizarra sobre el tema del día. En un cierto momento me percaté de que Caco Salomone y Massimo Schiantarelli se habían apropiado de lo ajeno, en este caso de mi merendina, mi bocadillo de media mañana para el recreo, algo realmente sagrado, pasándosela el uno al otro. No podía consentirlo por lo que, ante el asombro de todos, profesor incluido, me dirigí hacia ellos y recuperé tan preciado tesoro. Menuda bronca me cayó. ¡Que cómo se me ocurría! !Qué era una grave falta de respeto al profesor! Menos mal que el asunto no pasó a mayores. Me expulsó de clase y basta. Yo, por si las moscas, prudentemente, busqué cobijo y escondite en los servicios, no fuera que el preside me viera por los pasillos. Los servicios eran como una embajada. Allí disfrutábamos de inmunidad. Marsiglia era una buena y bella persona, amante de su asignatura. Nosotros unos auténticos mostrencos. Un año antes, también en una clase de su materia, vi que se exaltaba y emocionaba explicando y recitando una poesía de Leopardi. Comprendí que la poesía es algo bello, profundo, interesante. Me hizo descubrir la poesía. Le estaré eternamente agradecido.

Massimo Schiantarelli era un muy querido y simpático compañero, siempre risueño y sonriente, con un tupé a lo Tintín. Le llamábamos Schiantapalle, Rompepelotas. Dos años después falleció en un trágico accidente de tráfico junto a su hermana Franca y a las dos hermanas Werner, todas ellas alumnas de nuestro colegio. Estén dónde estén, un recuerdo y un fuerte abrazo para todos ellos, especialmente para mi entrañable Massimo.

Entre clase y clase siempre ibamos a los servicios, al gabinetto. Allí lo que menos hacíamos eran nuestras necesidades fisiológicas. Era un lugar de encuentro y confraternización con los amiguetes y, ya con quince o dieciséis años, el escenario perfecto para alguna que otra batalla de lapos, de gargajos. A pesar de aquello, en cuanto llegaba el profesor de turno al aula y comenzaba la clase, dependiendo de su grado de permisividad, no todos eran iguales, empezábamos con la cantilena de posso andare a gabinetto?, ¿puedo ir al servicio? Sería más correcto, como apunta acertadamente Luis González Echeverría, decir in gabinetto. Nunca nos corrigió nadie. Teníamos un profesor de Matemáticas llamado Cardone, alias il fesso del bastone, el tonto del bastón, pues se había hecho un puntero con un palo que había cogido del material de nuestra clase de Applicazioni Tecniche, Manualidades en la lengua de la Meseta, con el que iba a todas partes. El buen hombre era de la teoría de que a los alumnos había que permitirles ir al servicio durante la clase pues no se debía reprimir el que hiciéramos nuestras necesidades. Abusábamos de él hasta el infinito. Un día se debió agotar su paciencia. Ramón Ancochea pidió permiso para ir al servicio y Cardone se lo denegó, ante lo que mi compañero, como venganza, con toda su flema gallega, col cul fece trombetta, que dice Dante en la Divina Comedia, se tiró un sonoro y espectacular cuesco. La carcajada fue general. El profesor Cardone, encajó la estocada como un auténtico gentleman. No se inmutó y siguió con la clase.

El profesor Notte con sus alumnos de II Media. El Paular 15 de mayo de 1965
De izquierda a derecha. De pie: Jesús Sotillo, Carlos Díaz, Ramón Ancochea, Alfonso Prieto (de otro curso), Antonio Galán, Franco Biagioni y Fernando Ramos. Agachados: César Rodríguez, Julio Sánchez Mingo, Félix Abal, Sandro Corradi y Eduardo Fernández Galán

El profesor que mejor nos mantenía a raya, que mayor respeto inspiraba, era Giovanni Notte. En su clase nadie se movía, se hubiera podido oir el vuelo de una mosca. Marilù Ciattei me decía hace poco que le daba miedo, aunque reconocía que sus calificaciones eran justas. ¿Cómo lo hacía? Dominio de la escena. Nunca se alteraba ni elevaba la voz. Era un intelectual de izquierdas que había estado preso en campos de concentración durante la II Guerra Mundial. Corría por el colegio la leyenda urbana de que había sido torturado y castrado, pues estaba casado con una rubia y atractiva mujer, 10 ó 15 años más joven que él, y no tenían hijos. Cuando entraba en el aula se hacía un silencio absoluto, sepulcral. Al repasar sus notas, para seleccionar y llamar a alguno de nosotros a exponer la lección correspondiente, la tensión era máxima, todo el mundo contenía la respiración. Una vez pronunciado el apellido del desafortunado, los respiros de alivio resonaban en toda la estancia. Si decía Rodríguez todos nos relajábamos excepto los dos pobres Rodríguez, César y Rubio. La incertidumbre les llevaba al borde del infarto. Finalmente uno era el elegido y el otro exhalaba un fuerte soplido de desahogo. Al abandonar el profesor Notte el aula ya podía empezar una de las habituales batallas de tizas. Al finalizar su último año con nosotros para regresar a Italia, le regalamos un ejemplar de una edición ilustrada de gran formato de “A la Pintura” de Rafael Alberti. Se la dedicamos y firmamos. Al ver la dedicatoria nos dijo que habíamos cometido una falta. ¡Tierra, tráganos! Nos lo aclaró. Habíamos escrito – con afecto -. Genio y figura hasta la sepultura. Se había reído de nosotros hasta el último momento. Nos había toreado durante cinco años como el más diestro de los diestros en el arte de Cúchares. Falleció en Roma, años después, de un infarto que le sobrevino en un autobús. Es el profesor del colegio que más he admirado y querido. Su recuerdo siempre pervivirá en mí. Tante grazie, professor Notte.

14 noviembre 2015

Caramelos
 
Julio Sánchez Mingo



A mi tía Paz

Siempre me han gustado los caramelos. Desde pequeño. Dicen que de casta le viene al galgo. A mi padre también le gustaban mucho. A veces se presentaba en casa con una caja de La Pajarita, la tienda que estaba en la Puerta del Sol, 6, y que elaboraba sus propios caramelos. Subsiste en otro local, aunque parezca mentira, pues se trata de un dulce de alguna manera “pasado de moda”, en Villanueva, frente al Arqueológico. El envoltorio conserva todavía un “jeroglífico” con los dibujos de una pajarita de papel, una puerta y un sol junto con el cardinal 6. Otras veces venía con caramelos de San Luis, una confitería que estaba situada en los pares de Hortaleza, semiesquina a Gran Vía, en una tienda de la planta baja del edificio que ocupaba el Círculo de la Unión Mercantil. Los caramelos de fresa, unas bolas de un rojo intenso, eran sabrosísimos. Cuando viajaba a Pamplona a ver a sus parientes navarros, siempre volvía con una caja de pastillas de café y leche DOS CAFETERAS. Buenísimas. Afortunadamente todavía se fabrican. No se deben confundir con una burda imitación de marca La Cafetera, que prolifera en puestos de mercadillos y tiendas de “chuches” y que, curiosamente, produce la misma compañía. Las “chuches” son la porquería que dan hoy en día a los niños en lugar de un buen caramelo de glucosa.

Hay otra marca de pastillas de café y leche de Pamplona, también muy buenas, 7 DE JULIO. Son más cremosas que sus competidoras, incorporan más mantequilla, pero el sabor a café es menos intenso. Son distintas. Soy tan afortunado que una muy buena amiga mía de Pamplona, Chon Zuza, una simpatiquísima y pizpireta abuelita, amén de una bellísima persona, me regala cada dos por tres una caja de kilo de pastillas 7 DE JULIO. Ella sólo tiene un defecto: a su nieto mayor, de tres años, le regala chocolate, no caramelos. Hay que decir que ella es adicta y chocolatedependiente. Otra forma dulce de encarar la vida.

De chaval, hubo un tiempo en que todas las tardes le daba un pequeño sablazo a mi madre y me iba a comprar un par de caramelos Ben-Hur de fresa a una pastelería cercana. Por entonces me estaba prohibido cruzar la calzada solo y todas mis andanzas se reducían al perímetro de nuestra manzana del barrio, donde estaba dicha pastelería, donde, además, algunos domingos comprábamos pasteles. Otros, mientras el resto de la familia holgazaneaba en la cama, bajaba a comprar churros y porras para el desayuno. Los Ben-Hur de fresa me sabían a gloria. Me costaban 2 reales, 50 centimos de peseta, los dos.


Hay unos caramelos muy populares y tradicionales en Madrid que son las violetas. Los elabora una pequeña y clásica confitería, otro milagro de supervivencia, La Violeta, situada en las Cuatro Calles, el cruce oficial y pomposamente conocido como plaza de Canalejas. Son de pequeño tamaño y tienen forma de flor de cinco pétalos y aroma a violeta. Dicen que Alfonso XIII regalaba violetas de caramelo no sólo a su mujer, Victoria Eugenia, sino también a su, como se dice en Madrid, querida, la Moragas. Los Borbones siempre haciendo de las suyas.

De niño, los domingos, mi abuelo me daba una paga semanal de un duro, cinco pesetas, siempre y cuando no me hubiera comido las uñas durante la semana. Siempre me reservaba una peseta para comprar diez caramelos SACI, a una perra gorda, 10 céntimos, cada uno. Eran de menta, pequeños, fuertecillos de sabor, y venían envueltos en papel. La gente mayor los tomaba bastante, especialmente los fumadores, para suavizar la garganta. También me compraba chicles de Gallina Blanca, muy pequeños, a real, 25 céntimos, la unidad. El chicle Bazooka vino después. Era mucho más grande, llenaba la boca y permitía hacer globos.


Los toffees de nata Viuda de Solano marcaron toda una época. Si los mordías se te quedaban pegados a la dentadura, con el consiguiente sufrimiento. Se vendían muchísimo y han existido hasta hace relativamente poco.

Para degustar bien un caramelo, igual que un bombón, hay que dejar que se deshaga en la boca, sin morderlo. De lo contrario el placer es efímero y no se aprecia adecuadamente el sabor. La impaciencia puede a muchos golosos que, de esta forma, no disfrutan completamente del dulce.

Hay que reconocer que Bernat, cuando ideó el Chups, después ChupaChups, el caramelo con palito, tuvo una ocurrencia genial. Limpio, cómodo y fácil de saborear. Lamentablemente es un caramelo industrial, sin calidad. Los no tan jóvenes recordamos, chupando su caramelo con palito, a Kojak, el policía de la correspondiente serie de televisión, interpretado por el calvo actor Telly Savalas. El actual logotipo de ChupaChups lo diseñó Salvador Dalí, basándose en la tipografía original del nombre de la marca.


De los famosos Sugus, caramelos masticables de gran éxito hace años, prefiero ni hablar. Su calidad es ínfima. Menuda diferencia con los antiguos Darlins, sabrosos, consistentes, verdadera mina para los dentistas.

Mi tía Paz cumplió hace un par de semanas ¡96 años! Pregunté a una de sus hijas qué podía regalarle. Me llevé una grata sorpresa cuando ésta me dijo que le regalara caramelos. Yo no sabía que le gustaban tanto, que los devora. Además, sin consecuencias negativas para su salud. Tiene unos análisis envidiables, con el nivel de azúcar óptimo. Cuando le llevé su caja de La Pajarita, también había por su casa alguna caja de violetas. Lo triste es cuando me confesó: - No son tan buenos como antes -.

Como he dicho más arriba, el caramelo clásico, de glucosa, duro, o semiduro en el caso de las pastillas de café y leche, está de capa caida. Vivimos en pleno imperio de las chuches, maltratando el paladar. ¡Qué pena!

05 noviembre 2015


El loco mirando desde la puerta del jardín

Hombre normal que por un momento
cruzas tu vida con la del esperpento
has de saber que no fue por matar al pelícano
sino por nada por lo que yazgo aquí entre otros sepulcros
y que a nada sino al azar y a ninguna voluntad sagrada
de demonio o de dios debo mi ruina.

Leopoldo María Panero (1948-2014)

03 noviembre 2015

El suicida fallido, por Vicente Molina Foix


El suicida fallido


Quienes superan la tentación de matarse, se aferran con lujuria a la vida


Vicente Molina Foix

29 MAR 2014



Los primeros suicidios que sufrí en mi vida fueron emprendidos por Ramón Moix, antes de catalanizar su nombre de pila a lo latino, y por Leopoldo María Panero, y en ambos actuó de intercesora o reparadora Ana María, la hermana menor de Terenci. Los tres han muerto, muchos años después de superar aquellos impulsos juveniles y sobrevivir, luchando bravamente los hermanos Moix contra el mal de los fumadores, y desmoronándose Leopoldo, sin dejar, hasta el último aliento, de hacer resonar en muchos lectores incondicionales el timbre de su incomparable voz. Con la desaparición de Ana María y Leopoldo, ocurrida en el transcurso de una semana, se acaba además, si no me equivoco, la huella genética de dos familias que marcan una época y a mí me hicieron distinto y mejor de lo que era al conocerles.
Aunque me angustió sobre todo la primera ingestión de barbitúricos, presencial (como se dice ahora) y teniendo yo 19 años, aquellos suicidas no querían llegar hasta el último confín de la muerte; la desearon sin duda brevemente, por sufrimiento o desconsuelo, la creyeron resolutoria, más que necesaria, y antes que nada la escenificaron para media docena de espectadores a quienes iba dirigido el mensaje de su desespero. En un interesante artículo escrito para la revista francesa Le Gai Pied, Michel Foucault se ríe de la antigua asociación entre suicidio y homosexualidad (el texto es de 1979) y habla más seriamente de la voluntad de quitarse la vida; los que sobreviven, dice Foucault, “no ven en torno al suicidio […] más que soledad, torpeza, llamadas sin respuesta”. Ramón Terenci y Leopoldo (y también Ana María en su propio intento conocido por mí, a través de una agitada conferencia telefónica, ella en Barcelona, yo en Madrid) debieron ver de cerca esa antesala lóbrega que prefigura a la muerte; quizá por ello, acabado el periodo de sus sacrificios incruentos, se aferraron los tres con lujuria, casi con avaricia, a la vida.
De mi generación, Leopoldo María era el genio que brillaba con mayor apresto, si bien su incandescencia tuvo pronto alguna opacidad, algún apagón, que no le impidieron escribir al menos tres de los libros mayores de la poesía novísima. A sus 18 años, cuando nos encontramos por primera vez, ya no podía ser literalmente precoz, pero su madre, Felicidad Blanc, tenía pruebas documentadas de algo que precedía a la precocidad de ese segundo hijo; el deseo de darlas a conocer se acentuó con las desdichas de aquél. Felicidad era una mujer de gran capacidad fantástica, pero no creo que su buena educación le permitiese mentir cuando, en su hermoso libro memorial Espejo de sombras (1979), reproduce un poema escrito por Leopoldo María —el “poetiso” de la casa como gustaba de llamarse él mismo— a los cinco años. Parece el poema póstumo de un niño dotado de misteriosos poderes de anticipación, y que escribe versos como estos: “Yo me hallaba en la tumba / echado con las piedras, yo / decía / Sacadme de la tumba pero / allí me dejaron con los habitantes / de las cosas destruidas / que no eran ya más que / cuatro mil esqueletos”.
Esa hoja de papel del hijo de cinco años guardada por la madre tiene toda la truculencia, y también el don de la imagen inesperada y convulsiva del autor de Así se fundó Carnaby Street, el primer libro suyo. Leopoldo María era un grafómano, y lo ha sido, por lo dado a conocer, hasta el final, aunque hace tiempo que algunos dudaron de que todo lo que publicaba bajo su nombre hubiera sido escrito por él. La leyenda, una de las que le acompañarán siempre, es que recogía las palabras sueltas que sus compañeros de internamiento clínico escribían en cualquier paquete de cigarrillos o servilleta manchada, les daba el imprimatur paneriano y las mandaba a algún editor complaciente. Así se fundó Carnaby Street es de 1970, asimismo año de aparición de la antología de Castellet, Teoría del 73, Narciso en el acorde último de las flautas del 79; son a mi entender los tres grandes títulos de su obra, aunque el poeta siguió produciendo versos de calidad extraordinaria por lo menos hasta la mitad de los años ochenta. El libro Poesía 1970-1985 que editó Visor en 1986 es así el compendio más riguroso del escritor.
Dejamos de vernos por aquel entonces. No era fácil seguirle en su desorden febril, ni tampoco sostener una conversación que reprodujera la elocuencia dislocada, pero nunca intrascendente del Leopoldo María joven. Una vez, debió de ser en 1988, siendo yo profesor de Filosofía del Arte en la Universidad del País Vasco, los alumnos de los cursos superiores, que le adoraban, lo trajeron desde el manicomio de Mondragón a dar una charla. El aula magna de la desvencijada Facultad de Zorroaga (un antiguo asilo) estaba llena hasta los topes cuando, al acabar las clases, quise escuchar a mi antiguo amigo, el más íntimo que tuve entre los Novísimos. Me quedé de pie junto a la puerta, no pudiendo pasar más allá por el gentío. Leopoldo iba por la mitad de un discurso tan cautivador como ininteligible, que al verme aún lo fue más, pues empezó a introducir alusiones crípticas, y sicalípticas algunas, que descolocaron al alumnado. Salí entonces del aula, aunque al acabar su intervención (los aplausos se oyeron por todo el caserón) tomamos unos zuritos en el bar de la facultad, donde su risotada alcanzaba ecos de novela gótica. La risa del ángel rebelde. No volví a verle de cerca ni a hablar con él hasta el mes de octubre del 2012, cuando el festival Cosmopoética homenajeó en Córdoba a los Novísimos. Ana María Moix ya no pudo venir, por sus problemas de salud, pero Leopoldo María llegó desde Las Palmas —acompañado por una de las voluntarias protectoras que los tres hermanos, es otro de los fascinantes enigmas de este linaje, tuvieron siempre—, mostró su apremiante necesidad de coca-colas, ahora que ya no tomaba alcohol, leyó inconexamente y dejó, al menos en mí, la sensación de una majestad caída.
Hay una literatura de los Panero escrita por ellos mismos que forma en conjunto un cuerpo artístico mucho más rico que el de la leyenda o las glosas que los demás podamos hacer. Los dos libros, de Felicidad Blanc, el editado por Argos Vergara y el de coleccionista (con 10 espléndidas litografías del pintor Juan Gomila), las cartas personales y los cuentos, bastantes más de los publicados, del hermano pequeño Michi, la excelente poesía de madurez de Juan Luis, y la obra completa, preferiblemente incompleta, de Leopoldo María, que contra todo pronóstico, ha sido el último en morir. Desde antes de cumplir los 20, y con los antecedentes infantiles mencionados, Leopoldo María especulaba sobre la muerte, la cortejaba. A veces en esa aproximación se mezclaba la imagen del padre, fallecido cuando él contaba 14 años. Glosa a un epitafio. Carta al padre, es uno de sus poemas capitales, en el que hay evocaciones y citas de Leopoldo senior, “irremediablemente / unidos por la muerte”, escribe Leopoldo junior. El poema es de finales de los setenta. Yo no creo que Leopoldo María haya estado —volviendo al dictamen de Foucault sobre los suicidas fallidos— en soledad, y mucho menos desoído, en el largo tiempo de vida al borde de la locura que siguió a sus primeros deseos de matarse. Solitario quizá sí se haya sentido en el interior de su cabeza, pero no le ha faltado, ni le faltará en el futuro, la respuesta de quienes al leer sus versos oyen su llamada.
Vicente Molina Foix es escritor. Derechos reservados Grupo PRISA.
Nota del editor. Leopoldo María Panero estudió en el mismo colegio del editor. La publicación de este artículo es un homenaje a su memoria.