27 enero 2023

Soledades

Pedro Navazo Gómez

El tiempo que se disfruta es el verdadero tiempo vivido

 



No quería imaginar cómo había llegado hasta allí, pero los últimos veintidós días, de los setenta y nueve meses de abril que Gregorio Rupérez Andrés llevaba a cuestas, cuarenta años cotizados y una pensión menguante como la luna vieja, que dicen los rústicos que es la mejor luna para la poda, los llevaba viviendo en la ciudad a la que había ido a visitar a su hija, que le reclamaba a su lado:

—¡Pero qué pintas tú solo en el pueblo! le reprochaba. ¡No tienes a nadie!

Aunque callaba, para no herirla, sabía que su hija no llevaba razón, pues en tan poco tiempo ya había comprobado lo que su amigo Aniceto le tenía advertido por haberlo experimentado antes que él:

—Ciudad grande, soledad grande.

Dejar de pasear por las calles de su pueblo, cruzándose con conocidos que se paraban a charlar; dejar de echar la partida de dominó con sus amigos en la taberna; dejar de cuidar los rosales y las hortensias del jardincito de su casa, que tanto le confortaba… y, sobre todo, dejar de disfrutar de la Naturaleza, con su paz y el verde frenético del valle, para, de repente y sin previo aviso, encontrarse flotando en la nada como si dicho camino hubiera desaparecido y el vacío le atrajera hacia sí, era la sensación que tenía desde que había llegado a esa jungla como la llamabasembrada de cemento en la que, más aún que el incesante tráfico y el cielo siempre sucio, le angustiaba el frenético ir y venir ausente de la gente, a la que se advertía lo sola y aislada que se encontraba del mundo, mirando la vida pasar sólo pensando en ellos mismos.

Una mañana, mientras paseaba por un parque próximo, vio a un señor, septuagenario como él, que estaba sentado en un banco. Al llegar a su altura, se percató de que, en el suelo, a sus pies, había unas gafas que asomaban de su funda. Al agacharse para recuperarlas, justo en el instante en que se disponía a entregárselas, el señor, sonriendo, puso la mano para recogérselas de la suya:

—Muchas gracias le dijo. ¿De dónde es usted?

De carácter abierto, buenas formas y verbo fácil, comenzaron una conversación entretenida, no exenta de interés, porque los dos, de forma muy diferente, habían vivido y sufrido lo suyo. Después de un buen rato sin sentirlo, Gregorio se levantó y se despidió de su colega, prometiendo saludarle la próxima vez que lo viera y, si se terciaba, tomarían un café mientras continuaban hablando.

Según iba pocos pasos más adelante, algo le movió a volver la cabeza y, horrorizado, contempló cómo el anciano estaba colocando de nuevo en el suelo, justo a la medida de su alcance, la funda de las gafas con ellas asomando. Sin duda era para intentar capturar a otra víctima que llenara su vida unos instantes el amplio pozo de su soledad.

Lejos de sentir consuelo, tras comprobar que había alguien aún más solo que él, Gregorio Rupérez Andrés, apresuró sus pasos, todo lo que sus reumáticas piernas lo permitían, hacia su casa y se dirigió a la minúscula habitación en la que se alojaba. De la balda de un armario empotrado, bajó su maleta y, en presencia de su hija, en silencio, empezó a armarla…

13 enero 2023

El balón de Harun

Arturo Martínez González

Finalista del Premio de la Feria del Libro de Cádiz 2021. Categoría cuento.


Selma Sudija ha nacido en un país que ya no existe y quiere guardar para el futuro la memoria de lo que está ocurriendo. Dedica todo su tiempo libre a reunir testimonios de la masacre.

Una noche llamaron a la puerta. Un grupo de hombres nos obligó a salir de casa; entre ellos reconocí al hijo del relojero y a un conserje del colegio. En la calle nos juntaron a todos los vecinos de apellidos bosnios. Nos separaron en tres grupos, a golpes: a un lado los ancianos y los niños; a otro las mujeres; en el medio los hombres. Vaciaron las casas de muebles, vajillas, manteles, comida. Destrozaron metódicamente nuestra memoria: libros, fotos, recuerdos de familia. Era invierno, pero no nos dejaron abrigarnos. A los hombres los hicieron cargar con el fruto del saqueo y meterlo en camiones. Luego los arrearon hacia el bosque. Al cabo de un rato escuchamos tres o cuatro descargas, después solo tiros aislados.

Las mujeres ya imaginábamos lo que nos esperaba. Fue mucho peor. A las que se resistían demasiado les cortaban el cuello. Mientras, escuchábamos cómo se apagaba el llanto de los niños.

Las historias se hincan en su piel pálida y horadan galerías que le llegan a lo más profundo, donde aferran sus raíces alimentando brotes nuevos.

De noche, en esas horas frías en que sus vecinos intentan dormir entre el estruendo de las bombas, Selma recorre siempre el mismo sueño.

Los soldados llegaban un amanecer lluvioso. Rodeaban la aldea e iban casa por casa, sacándonos a los bosnios y a un par de familias judías. Nos reunían delante de la iglesia, los hombres a un lado, las mujeres a otro y los niños, unos veinte, en el centro de la plaza.

En la ciudad sitiada la vida no se detiene. En los sótanos de las viviendas golpeadas por las bombas, al abrigo de los francotiradores, resisten los vestigios de la antes intensa actividad cultural. Conciertos de música de cámara, recitales de poesía o conferencias reúnen a quienes osan abandonar sus domicilios, esperando no quedar enfocados para siempre en algún visor nocturno. A veces no lo consiguen.

Una tarde de primavera, a la salida de un concierto en el que habían sonado los mejores cuartetos de Haydn, a Selma le presentaron a un observador de origen bielorruso, Artem Paznishenko. El grupo se refugió en un café instalado en un garaje subterráneo, cerca de la antigua Biblioteca. El local, pese a todas las carencias, era lo suficientemente acogedor como para hacer olvidar durante un rato lo que estaba pasando fuera.

A la luz de las velas todos somos más guapos. Selma se sentó al lado de Artem, cuyo cabello rubio, casi blanco, brillaba en la penumbra. Según él, fue un amor repentino, adolescente; según ella, lo que los atrajo fue el exceso de vodka y de café. Salieron juntos y pasaron el resto de la noche en el hotel de Artem, relativamente seguro bajo la bandera de la ONU.

Durante la primavera y el verano, Selma se refugiaba cada noche en los brazos de Artem, que formaban un círculo de hierro en torno a ella y no dejaban que el sueño maldito la alcanzara.

Llegó el otoño. Artem tuvo que partir y las pesadillas volvieron.

Nos tenían bajo la lluvia un par de horas, hasta que llegaba otro coche escoltado por varios motoristas. El chófer se bajaba y abría la puerta. El general Borko Zanjanovic salía del coche y miraba a su alrededor.

Cuando una bomba incendiaria impactó en el pequeño apartamento que le servía a Selma de vivienda y de despacho, los documentos y testimonios que había ido reuniendo durante meses se perdieron entre las cenizas.

Aquella noche Selma soñó el fin de la historia.

El general se acercaba a los niños, que lloraban. Repartía unos caramelos y luego se soltaba del cinturón una granada. Con una sonrisa, le quitaba el seguro y la ponía cuidadosamente en el suelo.

Ahora vais a jugar un partido de fútbol. Para el equipo que gane hay otra bolsa de caramelos. Que saque el más pequeño.

Se adelantaba mi hijo Harun, que tenía cuatro años.

Selma se despierta, aturdida. Un fuerte pitido en los oídos le impide escuchar lo que sucede a su alrededor. Se lleva la mano a la cara y la retira impregnada en un líquido viscoso y oscuro. Intenta incorporarse, pero el cuerpo no le responde.

Cuando el pitido baja de intensidad oye chillidos, lloros de niños, algún disparo. Busca a Harun con la mirada y solo encuentra uno de sus zapatos nuevos.

05 enero 2023

Letras

Julio Sánchez Mingo

La pasada semana acudí como acompañante al servicio de Oftalmología de un hospital madrileño. Mientras esperábamos a ser atendidos, oí como, en una sala que tenía la puerta entreabierta, estaban midiendo la agudeza visual de una señora, supongo que frente a la consabida tabla optométrica. La mujer hacía referencia a los símbolos que veía indicando agujeros y ranuras, no letras. En ese momento, el que supongo su hijo, que esperaba a nuestro nuestro lado sin dejar de mirar el teléfono —un hombre de unos cuarenta y cinco años, desaliñado, vestido con pantalones de chándal y calzado con deportivas, lo que nosotros de pequeños llamábamos playeras— se dirigió desde el dintel de la puerta a la profesional de pijama blanco que realizaba la prueba, advirtiéndole que la paciente no sabía leer, aunque sí reconocer números.

El alma me dio un vuelco y una gran pena se apoderó de mí. Imaginé que se trataría de una persona de origen muy humilde, que no habría podido escolarizarse por trabajar desde muy niña para contribuir al sustento de la familia, como ha sucedido, algo verdaderamente lamentable, desde tiempo inmemorial, sobre todo en comunidades agrícolas apartadas. Medité lo que la lectura y la comprensión lectora aportan a los humanos, el conocimiento que nos transmiten, las puertas que nos abren a un mayor y mejor disfrute de la vida, a soñar y ocupar otros lugares, a un mundo de posibilidades infinitas. Por desgracia, un analfabeto es un tuerto vital.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando vi salir de la sala de exploraciones a una jacarandosa mujer, no mayor de setenta y cinco años, enjoyada con pendientes, sortijas y una ostentosa cadena de oro colgada del cuello. Entonces pensé en aquella gente que por falta de medios se vio condenada a la ignorancia, mientras otra, por dejadez, desinterés, desidia, sin estímulos de sus cercanos, se dejaron arrastrar a la incultura más absoluta.

Qué mis queridos lectores mediten y saquen sus propias conclusiones y enseñanzas de esta corta escena.

Quiero que esta modesta loa al conocimiento, al saber, a la formación, a la ensoñación, sea mi regalo de Reyes de este año para aquellos que siguen semana a semana las publicaciones de los escritos de mis amigos y míos. Feliz 2023.