29 septiembre 2022

Mafalda, una historia de maldad humana

Julio Sánchez Mingo


Mafalda de Saboya era la segunda hija de Víctor Manuel III, rey de Italia, Albania y emperador de Etiopía. Hombre de carácter introvertido, inseguro, acomplejado medía 1,53 metros de alto, le apodaban Sciaboletta, sablecito, pues hubo que forjar para él un sable de poca longitud que no arrastrara por el suelo, su afición era la numismática. En 1922 rechazó la firma del estado de asedio que hubiera permitido al ejercito frenar con facilidad a las escuadras fascistas de la Marcha sobre Roma unos grupos muy reducidos de exaltados fanáticos, unas pandillas de vándalos violentos y encargó a su líder Mussolini la formación de nuevo gobierno, cediéndole graciosamente el poder. Sobre la testa coronada sobrevolaba el miedo al socialismo y su republicanismo. Le cegaba la obsesión de conservar el trono por encima de todo y todos, la patología que caracteriza a todas las familias reales, temerosas de perder sus privilegios y su poder económico. Tampoco tuvo empacho en 1938 en refrendar las leyes raciales del Duce, en línea con lo dispuesto en Alemania por el régimen de Hitler, al que personalmente detestaba.

La princesa real estaba casada con el príncipe teutón Felipe de Hesse-Kassel, sobrino del káiser Guillermo II de Alemania, con quien tuvo cuatro hijos. Su marido, bisexual, parece que contó entre sus amantes al poeta inglés Siegfried Sassoon. En octubre de 1930 el aristócrata se unió al partido nacionalsocialista y en 1932 a las SA, los camisas pardas, siendo nombrado gobernador de Hesse-Nassau al acceder Hitler al poder en 1933. Miembro del Reichstag, como yerno que era del rey italiano, actuó como intermediario entre Mussolini y el dirigente alemán y como agente artístico de éste para Italia.

Con motivo de la visita de Estado del canciller germano y otros jerarcas nazis, la noche del 4 de mayo de 1938 se celebró en el palacio del Quirinal de Roma una cena de gala ofrecida por el soberano italiano al sátrapa alemán y sus acompañantes. Presidió la mesa el anfitrión, a cuyo lado situaron a la señora Ribbentrop, mujer del ministro de Asuntos Exteriores del III Reich, que suplió la inexistencia de una señora Hitler. Eva Braun viajó con el séquito germano como secretaria personal del Führer. Éste, el invitado de honor, se sentó flanqueado a su izquierda por la reina emperatriz, Elena de Montenegro, y a su derecha por Mafalda, que hablaba alemán, a cuyo lado derecho fue acomodado Mussolini, que no consideró apropiada la presencia en este acto de su mujer, Raquel Guidi, de origen muy humilde, crecida en la miseria, semianalfabeta, con quien estaba legal y canónicamente casado y era la madre de sus hijos legítimos.

 
Visita de Estado a Italia. Banquete en el Quirinal. 1938.

Al día siguiente, 5 de mayo, el régimen fascista brindó en el golfo de Nápoles una espectacular revista naval a sus invitados alemanes. A bordo del acorazado Conte di Cavour, que presidía la parada, el Führer, el monarca y el Duce observaron las exactas maniobras de una fuerza embarcada muy notable, en la que destacaron las legendarias lanchas rápidas torpederas MAS (Motoscafo Armato Silurante) y noventa submarinos que, en formación cerrada, como delfines perfectamente sincronizados, se sumergían y emergían al unísono. En mitad de la exhibición, Joseph Goebbels, reichsminister de Ilustración Pública y Propaganda, siniestro personaje, brillantísimo comunicador infinitas veces imitado ¡hasta en la actualidad!, recibió un telegrama con la buena nueva del nacimiento de su quinta hija, Hedwig Johanna. Muchos presentes, desde las personalidades hasta modestos marineros, se arremolinaron en torno a él para felicitarle y desear a la recién nacida un futuro tan radiante como el de aquel día de cielo luminoso frente a Sorrento, Capri, Ischia y Prócida. Siete años después, esa inocente sería sacrificada por sus fanáticos padres junto a sus hermanos en el búnker subterráneo de la Cancillería de Berlín.

 
Revista naval. Golfo de Nápoles. 5 de mayo de 1938. Primera parte.
 

 
Revista naval. Golfo de Nápoles. 5 de mayo de 1938. Segunda parte.
 

En Florencia, en ese mismo viaje de Estado, Eva Braun adquirió camisones italianos de seda, enaguas de satén, veinticuatro vestidos de noche, una docena de abrigos de piel, de ellos uno de zorro argentino, otro de visón y uno más de marta cibelina, zapatos dorados de noche, negros de Ferragamo, marrones de cuero de diario y sandalias plateadas.

Esos días de mayo de 1938, Goebbels anotó en su diario:

“… La monarquía es una carga. Los alemanes podemos estar contentos por haberla suprimido. La aristocracia es internacionalista. Se nutre de los bienes del pueblo. Y los pueblos deben recuperarlos. El discurso del rey fue absolutamente esotérico, estúpido, insignificante. Después ha hablado el Führer. ¡Qué diferencia! Después parloteo. A continuación me largo. No es algo para un nazi de fe republicana. También Mussolini desprecia todo esto. Pero tiene que poner buena cara a este feo juego”.

“… Dos magníficos actos de Aida. ¡Qué voces, qué música! Y qué espléndido teatro. El rey permanece en su palco sumido en una total indiferencia. Lógico, pues Verdi muestra una realeza que no se transmite por cauces hereditarios…

La monarquía se muestra todavía en su forma más repugnante. Menuda gentuza de viles cortesanos. ¡A la picota! Y esa forma de tratarte de parvenu. Todo ello me produce nauseas. Saltaría de rabia. Es una camarilla principesca que cree que Europa le pertenece”.

El 25 de julio de 1943, Mussolini fue destituido y recluido. A primeros de septiembre se hizo público el armisticio de Italia y los aliados. Para no caer en manos de las tropas alemanas estacionadas en el norte de la península itálica, Víctor Manuel III y su flamante gobierno huyeron de Roma a Brindisi el 9 de septiembre. El 12 de este mismo mes, el Duce fue liberado por una unidad de paracaidistas al mando del oficial de las SS, Otto Skorzeny, un habitual del Rastro madrileño en la época de Franco, al que los chavales mirábamos de reojo mientras vendía parafernalia nazi en un tenderete, rodeado de correligionarios de aspecto temible.

Mientras tanto, tras un accidentado regreso lleno de vicisitudes desde Bulgaria, donde había asistido a los funerales de su cuñado Boris III, el 22 de septiembre Mafalda llegó a Roma para reunirse con sus hijos que habían sido acogidos en el Vaticano bajo la tutela de monseñor Montini, futuro Pablo VI. Un gran papa cuya sepultura, yerma de flores, ignoran todos los visitantes de las tumbas papales en San Pedro, mientras colman de atención, rezos y arreglos vegetales las de otros pontífices de inferior categoría humana e intelectual, aunque de mayor proyección mediática. Su marido Felipe ya había sido recluido en el campo de concentración de Flossenbürg como sospechoso de haber conspirado y colaborado en la caída de Mussolini. Ella, mediante un ardid, fue detenida y trasladada a Alemania, siendo internada en el lager de Buchenwald. ¡Ella, la gentil anfitriona de uno de los mayores criminales de la historia! En ese lugar, tras pasar mil calamidades, fue herida en un bombardeo de la aviación aliada. De resultas contrajo una gangrena y murió desangrada sin recibir la atención adecuada tras una operación para tratar de detener esa afección.

Éste es un breve pero complejo relato de miserias y maldades humanas. En él priman los intereses sobre los sentimientos nobles, la mentira y el engaño son omnipresentes, tu amigo de hoy puede ser tu enemigo de mañana, las circunstancias pueden cambiar de un día para otro y se mide a la gente por distinto rasero, según se trate de amigos o enemigos.

¡Y qué ceguera la de las masas que son capaces de seguir a líderes tan execrables!

P.D. El listado de las compras de Eva Braun en Florencia y los párrafos del diario de Goebbels están tomados de M. Gli ultimi giorni dell’Europa, de Antonio Scurati, publicado por Bompiani en el actual mes de septiembre de 2022.

23 septiembre 2022

 

Perdido en el recuerdo

Pedro Navazo



¡Hola, papá!

¿La conozco yo de algo?

A veces soy tu madre, otras tu hija y otras tu mujer… ¡A ver que toca hoy!

 

Según llegaba ayer por la tarde a casa, me encontré en el portal con mi vecina Inés que volvía ligeramente desmadejada, como cada viernes, de visitar a su padre.

Al interesarme por Josemi así le llamamos en el vecindario, me dijo que seguía, más o menos, como siempre.

Recostado en la cama o en el sillón escuchando música, que es la terapía más efectiva y que más agradece, o durante el buen tiempo, con pasitos cortos, dejándose llevar cogido del brazo de un lado a otro por el jardincito de la residencia.

Con una fina y creciente película de agua cubriendo sus ojos, me explicó que el alzhéimer lo iba reduciendo poco a poco: que su mente operaba de manera discontinua.

Lo mismo pasa unos días callado, con la cabeza caída, incapaz de levantarse solo e incluso haciéndose sus necesidades encima, que comienza a regir de manera repentina remontándose a los veranos pasados en el pinar de su añorado pueblo, y dirigiéndose a mí como si yo fuera parte de sus recuerdos.

Sin importarle que la marea de lágrimas silenciosa rodase en procesión por su rostro, mejillas abajo, me confesó que cada día que iba a verlo era un anillo más en el árbol de su tristeza: que le daba mucha pena ver cómo la enfermedad lo iba envolviendo como una burbuja y reduciendo a una mínima expresión de lo que fue.

Y no es porque lo diga yo, pero mi padre además de ser un marido integro, un padre ejemplar y un buen veterinario, escribía también versos y pintaba que no veas. Si quieres un día te enseño su cuaderno de poemas y sus paisajes para que los juzgues tú mismo.

¿Quién es usted? -asegura Inés que siempre le pregunta al llegar.

Papá, soy Inés.

¡Anda!, como mi hija.

Es que soy tu hija, papá.

¿Y tu madre?... Hace mucho que no viene.

¿Pero no te acuerdas? La enviaste a por el periódico, verás como no tarda en volver le miente una vez más.

Me contó que entonces su padre enmudece, y que una lágrima le rueda por el párpado mientras deja caer la mirada al suelo. Porque, si cierto es que su padre disfrutó mucho con la poesía y la pintura más lo hizo junto a su mujer que apenas si tenía los cincuenta cuando murió: una mujer de rostro bello, con una bailarina sonrisa en los labios y unos ojos grandes y azules del mismo color que el cielo que pintaba en todos sus lienzos.

19 septiembre 2022

Carlitos

Julio Sánchez Mingo

 

Henry Nicholls.

Por sus gestos se lo conoce y adivina. Es un malcriado, un perfecto maleducado, de una soberbia infinita. Cualquier cosa le importuna y hace gala de una impaciencia soberana, mostrando hartazgo en público por nimiedades, sin recato alguno. Se ha pasado la vida jugando al polo y asistiendo a ceremonias vacuas que llamamos actos de representación. Pero eso sí, atesorando los pingües beneficios que ofrece el ducado de Cornualles.

En Madrid, en la boda de uno de sus parientes españoles, dio dos veces la nota. Incapaz de esperar a que un autobús lo rescatara del atrio de la Almudena, donde los invitados se guarecían de la lluvia, convenció a un bobalicón príncipe de opereta para atravesar juntos a pie la plaza de la Armería, bajo un diluvio de los que hacen época. Llegaron calados al banquete nupcial del que después se ausentó sin esperar ni a los brindis ni a despedirse.

Parece mentira que no sepa tampoco sus asistentes y empleados que una pluma estilográfica es un objeto de uso estrictamente personal, que no se comparte, pues de lo contrario el punto se daña y chorrea tinta. Pase que no tenga muchas luces, pero es inadmisible que haga gala en público de tanta soberbia, desconsideración y mala educación por mancharse las manos al firmar, dejando sola a su consternada y muerta de vergüenza consorte ataviada con un vestido y un tocado tales que parecía un beefeater teñido de negro, tras haber mantenido este deplorable diálogo con ella y sus ayudantes: 

¿Sólo tengo que poner que es doce de septiembre?

Trece, señor.

Dios, puse la fecha equivocada. ¿Es trece?

Sí, señor.

Antes firmaste que era doce.

Oh, Dios, odio esto.

Espera que está saliendo (tinta) por todas partes.

No puedo soportar esta maldita cosa. Todo el tiempo igual.

¿De qué se quejaba? Ese es su trabajo y no parece muy edificante que un rey se lamente en público de las tareas que debe realizar. A él lo que le gustaba era ser el tampax de su entonces amante. Las obligaciones para los demás.

Sus finados padres fracasaron estrepitosamente en su educación y en la de su hermano pedófilo. Bastante tenía la pareja real con aparecer continuamente en público, hieráticos, como si se hubieran tragado un sapo. La fallecida reina no sonrió hasta que se convirtió en una venerable ancianita que acarreaba un pequeño y misterioso, por su contenido, bolso. Hay quien dice que este complemento fungía de bandera de señales.

La semana pasada, en su visita a Gales, un ciudadano le espetó:

Mientras luchamos por calentar nuestras casas, tenemos que pagar por su desfile. Los contribuyentes pagan 100 millones por usted. ¿Para qué?

Los anunciados despidos de sus empleados de Clarence House, por parte de quien es multimillonario, tampoco han sentado nada bien. ¡Con la madre de cuerpo presente!

¿Que extraño mecanismo mental tiene mucha gente que admira a este tipo de personajes y pasa por alto todas sus tropelías, incorrecciones y faltas de consideración al prójimo, incluso a los más próximos como su mujer y sus ayudantes? Hay personas que son capaces de hacer una cola de más de doce horas por desfilar frente a un catafalco cubierto de tapices y banderas que, para muchos otros ciudadanos no significan nada, son meros trapos de colorines. Ayer domingo escribía Manuel Vicent que estos fastos someten al público a una hipnosis colectiva, que estas ceremonias son “… una magnífica cáscara vacía en cuyo interior se mueven personajes que sólo son reales porque tienen la necesidad perentoria de ir al cuarto de baño varias veces al día”.

P. D. Esta noche, cuando lo he visto al borde de las lágrimas en el funeral de su madre, he sentido compasión.