Relato
ganador del IV Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid 2020
Un
cuento para Sara
Jose
D. Torres
Un cuento para Sara, de Jose
D. Torres, de Puebla del Caramiñal (Galicia, España), ha resultado
vencedor del IV Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid 2020.
Al mísmo han concurrido 182 trabajos que han sido enjuiciados por
un jurado compuesto por 29 miembros, de México y España, a los que
se agradece su labor. Sin ellos, este certamen no hubiera sido posible.
A
todos los participantes, de América, Italia y España, muchas
gracias por su esfuerzo y contribución y una efusiva enhorabuena al triunfador.
El
correspondiente trofeo, una pintura del reconocido pintor Gonzalo Silván Lago, le será entregada al ganador este próximo otoño.
El editor dedica esta publicación a la memoria de Mercedes Lanz Piniés y al recuerdo de Cristina Pérez Gabrielli y su buen hacer artístico
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Cristina Pérez Gabrielli (1952-2019) |
Cuando
ya la noche despertaba, Sara y Ana se juntaron en la habitación.
—¿Qué
cuento quieres esta noche? — preguntó Ana, mientras Sara se
deslizaba bajo las sábanas.
—El
qué tu quieras. Esta noche eliges tú— respondió Sara.
—Está
bien, entonces voy a contarte la historia de Traste— dijo Ana
mientras se acomodaba en la silla de madera cerca de la cama.
—¿Ese
cuento no será de una malvada bruja?, porque si es así, ya me lo sé
— afirmó Sara de forma tajante.
—No,
no es de una bruja malvada— sentenció Ana.
Cuando
Ana estaba a punto de pronunciar la primera palabra del
relato,
Sara levantó su mano derecha como quien pide permiso en clase para
ir al baño.
—¿No
será la historia de siete enanitos que van al bosque? — susurró
Sara.
—No,
tampoco. No es la historia de siete enanitos— declaró Ana con una
mueca en su rostro.
—Vale,
venga,
entonces sigue, que hoy te estás entreteniendo mucho—
regañó
Sara.
Ana
carraspeó su garganta con la intención de aclarar su voz y dar
comienzo a
la
narración.
—Érase
una vez, en un pequeño pueblo bañado por el mar, vivía una niña
pizpireta de dientes separados y pícara sonrisa, a la que todos
llamaban Traste.
—Pero
Ana, ¿de verdad en este cuento no sale ninguna bruja malvada?, ¿ni
enanitos?, ¿ni siquiera una bella durmiente a quien un príncipe
encantado despierta con un beso?— interrumpió Sara levantando su
cabeza de la almohada.
Ana
cerró los ojos con la intención de encontrar, en algún lugar de
aquella oscuridad momentánea, una brizna de paciencia.
—¿Quieres
que el cuento tenga una bruja malvada, o siete enanitos, o una bella
durmiente a quien despierte un príncipe encantado? — interpeló
Ana resignada.
—No,
por favor, qué lata, mejor el de Traste.
—Muy
bien, pues entonces no me interrumpas— demandó Ana sonriendo.
—Traste
vivía con sus padres y su hermana pequeña Clara, con quien jugaba a
la rayuela, la peonza e, incluso, a indios y vaqueros.
Los
fines de semana ayudaba a su madre a confeccionar collares de conchas
marinas que luego vendían en el mercado que se organizaba los
viernes por la mañana en el pueblo. Con las exiguas ganancias,
podían comprar una pastilla de jabón o una botella de leche si ese
día tenían suerte y conseguían vender todo el género.
Un
viernes, durante el rato que su madre se ausentó, una señora se
acercó a su pequeño puesto. Para sorpresa de Traste aquella mujer
compró todos los abalorios, dándole además una propina. Traste no
podía creer la suerte que había tenido y al ver que su madre
regresaba, guardó la moneda extra en el pequeño bolsillo de su
vestido. Era, sin duda, su pequeño tesoro y su gran secreto.
Durante
días, Traste le dio vueltas a
la cabeza.
No sabía que hacer con aquella moneda. Pensaba
que debía dársela a sus padres, pero también que podía usarla
para comprar algo, pero cuanto más
cavilaba,
menos sabía qué hacer.
Una
tarde, mientras daba un paseo, vio como la tienda del señor Santos
abría sus puertas y decidió entrar.
En
el interior se disponían
en
una hilera perfectamente ordenada unos botes de cristal llenos de
chocolates, caramelos y regaliz. Frente al mostrador se acomodaba
todo tipo de material de papelería; cuadernos escolares de una raya
como hilos de cometa, de dos rayas como las vías del tren, o
cuadriculadas como su tía Avelina, al menos eso era lo que solía
decir su madre. También había gomas de Milán, que no venían de la
ciudad italiana, sino de la fábrica de Albacete en la que trabajaba
su tío Sebastián. Y lápices de todos los colores como las flores
que plantaba su tía Consuelo.
Traste
caminó a lo largo del pasillo hacia el fondo del
local.
Allí encontró una estantería de madera con varios libros alineados
cuyas portadas actuaron como un imán. Ojeó cada uno de ellos y en
aquel preciso instante supo, con toda certeza, en qué invertiría su
moneda.
—¿Me
quieres decir que Traste cambió una bolsa de chocolates por un
libro?— interrumpió Sara abriendo los ojos como platos en señal
de desaprobación.
—No
la cambió, simplemente se dio cuenta que lo único que quería era
un libro— le aclaró Ana acariciando su mejilla con la yema de sus
dedos. —Traste se fue al mostrador y pagó con su moneda la nueva
adquisición.
Durante
días se refugió en su habitación. Tendida en su pequeña cama
navegó en búsqueda de una isla que escondía el tesoro de un famoso
pirata. La emoción de sentirse alzada en el palo de mesana, apoyada
sobre la cofa y gritar al viento, envolvió a Traste en un ciclón de
sensaciones tan profundas que, cuando terminó de leer aquel relato,
supo a qué dedicaría el resto de su vida.
—No
me digas que Traste se convirtió en pirata, ¡con lo mal que les
huelen los sobacos!— censuró Sara.
—No
Sara, Traste no se convirtió en pirata. Después de leer aquel libro
decidió ser escritora. En su interior sentía que se acumulaban
miles de historias, tan fantásticas, como aquella que acababa de
leer.
Pasaron
los años y Traste escribió sin parar. Consiguió hacer reír de
tristeza a muchos lectores y llorar de alegría a otros tantos.
Sin
embargo, con el tiempo, su lucidez se fue apagando y sus personajes
se perdieron entre sombras caliginosas, a las que no era capaz de
reconocer. Sus relatos languidecieron relegados a meros objetos
inertes para ella.
Ana
notó que Sara se había quedado dormida. Se incorporó y le dio un
grácil beso en la frente deseándole dulces sueños. Al salir, apagó
la luz y abandonó la habitación.
Camino
a su habitación su madre asomó la cabeza por la puerta del salón y
preguntó: —¿Se ha dormido ya la abuela?
—Sí,
aunque le ha costado un poquito. Ya sabes que a la abuela Sara le
gusta participar en los cuentos. Siempre ha sido muy traste.
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Cristina Pérez Gabrielli |