30 julio 2021

Lluvia

Joaquín Lozano Torres

 


Hay un sonido un tanto sostenido y característico en el que solo reparo si no hay ruido alguno fuera de la casa. Se trata del que hacen las gotas que caen desde el balcón de arriba sobre el prominente tubo de aluminio destinado a evacuar el agua que cae sobre mi descubierta terraza.

Pues bien, cuando en la tranquilidad de la primera hora de la mañana y apenas ha comenzado a clarear, se escucha ese toc, toc, toc, no hace falta abrir la persiana para saber que llueve y un primer pensamiento en automático aparece: ¡bien!, por fin llueve.

Con tan feliz novedad, ni que decir tiene que decido ir al campo para ver si, entre lo que ayer cayó y lo que esta mañana promete, será suficiente para enmendar el mal camino de agostamiento que algunos árboles, cargados de fruta, ya muestran a causa de tantos días de rigor veraniego que ni siquiera el goteo es capaz de contrarrestar.

El gris de la mañana producto de un continuo sirimiri, lejos de parecer triste se vuelve el color más alegre posible porque esa lluvia leve que todo lo empapa no es más que el mejor medio posible para que se limpie el aire, para que las primeras hierbas asomen, para que vuelva a enderezarse esa vegetación agotada que bordea el cauce del arroyo hoy seco. Para que, en definitiva, comience un nuevo ciclo de renovación y pueda de nuevo surgir la vida.

Al entrar con el coche en la finca, entre los olivos veo un grupo de tres burritos, uno de ellos demasiado pequeño y lógicamente sé que habrán salido del refugio que mi amigo Luis tiene al otro lado de la estrecha carretera que llamamos el camino de la Palma. A mí, faltaría más, me parece bien que entren por allí cuando quieran así que no le doy mayor importancia y sigo porque, camino arriba, hay un coche parado y no sé de quién será. Pero, cuando me acerco, veo que es precisamente el de Luis así que me bajo y sigo a pie para ver por dónde anda. Efectivamente, están muy cerca y viene caminando con Cristina a mi encuentro.

¿Qué tal Luis, cómo estáis? ¡Qué alegría de mañana!.

Así mismo es pero estamos buscando a la burrita Ainhoa que ha parido en tu finca y no la encontramos.

Pues ahí abajo está que la acabo de ver con otros dos.

Claro, va con Ume1 y el recién nacido.

Nos dirigimos al sitio y allí están los tres. Verdaderamente, es increíble que en esto, como en tantas otras cosas, los animales hacen mucho mejor las cosas que los humanos. Es siempre sorprendente que acabado de nacer, sobre esas temblorosas y frágiles patas, en pocos minutos el lógico temor a lo nuevo se torne en confianza y arranque a andar como si nada. Un primer biberón directamente de la madre bajo la atenta y curiosa mirada de Ume y los tres te miran como diciendo eso de vámonos que nos vamos.

Es entonces cuando Luis me comenta que Ume ha estado toda la noche acompañando a Ainhoa y que por la mañana, antes del alba, salió de su finca con ella. Se ve que estuvo a su lado hasta que el parto felizmente concluyó y solo entonces fue cuando regresó desde el improvisado paritorio en mi finca para ir en busca de Luis y a su manera, participarle la buena nueva.

Ya no llovía pero la criatura recién llegada al mundo solo podía llevar el nombre con el que ha sido bautizada: Lluvia.

Al poner la radio del coche, cuando ya concluyo la jornada mañanera de faena colocando una serie de gomas de riego, sus conexiones, goteros y demás, una canción suena; es Roberto Carlos y dice algo con lo que no puedo estar más de acuerdo:

"Yo quisiera ser civilizado, como los animales... "

1Ume, por UME, Unión Militar de Emergencias.

23 julio 2021

Finalista del V Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid 2021

Hasta la vista baby

Fernando Chelle

 

 

Después de una semana gris de lluvias permanentes, el sol había dado tregua en el pequeño pueblo de Palmar. Los habitantes, llevados por el entusiasmo que les provocaba ver nuevamente el cielo despejado, salieron de sus casas, así como salen las avispas del camoatí cuando sienten la presencia del humo. Los niños en la plaza principal se habían juntado para jugar a policías y ladrones. Hasta allí, con la intención de sumarse al grupo, llegó Cándido, un niño de seis años, único hijo de los Causa, una familia que por esos días se había instalado en el vecindario. Cargaba un revolver plástico que alguna vez había lucido plateado y con buena empuñadura, pero que en ese momento estaba destrozado. El hecho de que el joven Cándido fuera nuevo en el barrio, un tanto más pequeño que los demás y que portara aquel pedazo de plástico con que pretendía incorporarse al grupo, fueron factores suficientes, para que los demás niños no sólo no lo dejaran jugar, sino para que lo expulsaran de la plaza. “Vete a jugar a las muñecas”, fue lo último que escuchó que le gritó El Varón, el líder de los niños de la zona, cuando cabizbajo se retiraba del lugar. Pronto pareció olvidarse del mal momento, la fantástica edad de todos los posibles que estaba viviendo lo sumergió en un enfrentamiento solitario, donde pudo dar de baja a varios terminators de mercurio que se escondían entre los árboles del jardín de su casa. Seguramente los podría haber matado a todos, si no hubiera tenido que interrumpir el imaginario combate por la llegada de su tío Pangloss. Corrió a abrazarlo y, como de costumbre, lo primero que le preguntó fue si le había traído algún regalo. Sonriente por la inocencia y espontaneidad de su sobrino, Pangloss le contestó que sí, pero que le diera tiempo a llegar y a ponerse cómodo, que más tarde le iba a dar algo que traía en la mochila para él, y que estaba seguro de que le iba a encantar.

Al igual que el resto de los habitantes del pueblo, los Causa optaron por el aire libre, cansados de tantos días de encierro, decidieron instalarse en el patio de la casa, hacer un asado, conversar y tomarse algunas cervezas. El pequeño Cándido, en cambio, optó por mirar “Terminator 2”, por enésima vez, en el televisor de la sala. No necesitaba estar pendiente de la pantalla, sabía de memoria lo que ocurría en cada escena, de manera que mientras escuchaba el audio de la película, jugaba a que limpiaba aquel revolver otrora plateado y con todas sus partes. En determinado momento volteó la cabeza, y su mirada se quedó congelada en la mochila de Pangloss, que colgaba de una de las sillas de la sala. Sabía que debía esperar por su regalo, intuía que era incorrecto abrir la mochila y sacarlo por su cuenta, pero la curiosidad fue más fuerte. Sin bajar el volumen de la película, caminó despacio hasta la ventana, desde donde pudo ver a sus padres como conversaban y reían con su tío, en una sombra del patio. Regresó hasta la mochila y la abrió. Sin dejar de mirar en la dirección que llevaba al patio, fue sacando con cuidado lo que había en el interior. Primero, unos libros, después, un paquete de cigarrillos, dos bolsas con un polvo blanco, hasta que finalmente, sus manos tomaron posesión y sus ojos pudieron ver, el objeto más hermoso, superior a todos los que él había soñado y a cuantos había visto entre los niños de la plaza. Era un Colt Anaconda 44 Magnum, un revolver capaz de volarle los sesos a una persona de un sólo disparo, según Harry el Sucio. Allí lo tenía él, pesado, plateado como un pez y luminoso como aquel día. Asombrado, lo observó detenidamente, intentó introducir sus pequeños dedos en la boca del cañón, lo manipuló hasta quitarle el retén del tambor que estaba vacío, e imitando lo que había visto en muchas películas, lo hizo girar, lo volvió a cerrar y disparó. Entusiasmado, volvió a la mochila, donde finalmente encontró la caja con las balas. Allí mismo, olvidado por completo que sus padres y su tío estaban en el patio, volteó la caja y dejó que cayeran los numerosos proyectiles en el piso. Abrió nuevamente el tambor del revólver, introdujo una bala, lo hizo girar, y finalmente lo cerró con un golpe seco. Antes de salir rumbo a la plaza, ahora convencido de que no sólo lo iban a dejar jugar, sino de que iba a ser la envidia de todos por el arma que tenía, echó en el bolsillo de su pantalón un puñado de aquellas balas que estaban regadas en el piso. Primero salió al patio, eufórico por la alegría, y vio cómo mientras su tío Pangloss conversaba muy entretenidamente con su padre, su mamá se encontraba preparando una ensalada. Camino despacio, hasta estar justo atrás de su progenitora, entonces, apoyándole el cañón del revolver un poco más arriba de la cintura, en la columna vertebral, a la altura del hermanito que pronto llegaría, le ordenó “arriba las manos”. A la primera orden la mamá no reaccionó, pero a la segunda, que agregaba “arriba las manos o disparo”, la joven mujer, sin voltear a mirar a su hijo, le dijo amablemente que ahora no podía jugar. Eso no pareció importarle al niño, él ya estaba jugando, con la complicidad de su madre o no, lo seguiría haciendo. Entonces apretó el gatillo, pero sólo se escuchó el golpe seco del martillo. Con el arma en alto, se dirigió hasta donde estaba su tío conversando con su padre y le agradeció por el regalo, le dijo que era el mejor tío del mundo, pero como aquellos hombres conversaban tan ensimismados apenas repararon en las palabras del niño, y el padre, sólo cuando vio a Cándido salir de la casa, atinó a decirle que no se fuera lejos porque ya estaban por almorzar.

En la plaza, ya no estaba El Varón, ni ninguno de aquellos niños que jugaban a policías y ladrones. Sólo un grupo de niñas saltaban a la cuerda y una mamá hamacaba a su bebé. Con el revolver a la altura del hombro, apuntando al cielo, Cándido caminó hacia donde estaban las niñas. Les preguntó por los demás, pero no supieron responderle con certeza, le dijeron que seguramente se habían ido a almorzar o a jugar a las maquinitas. Entonces fue cuando pensó que quizá podría quedarse un rato saltando a la cuerda, total, pronto tendría que regresar a almorzar, pero cuando se lo propuso a las niñas, estas no se lo permitieron. Una de ellas, con una sonrisa burlona, le dijo: “Éste es un juego de mujeres, con razón los varones te enviaron a jugar con las muñecas”. Cándido no le dio mayor importancia, estaba encantado con su revólver. Dio la vuelta, caminó unos pasos hasta donde estaba el subibaja, se arrodilló en la arena para apoyar el arma en el hierro que sostenía la tabla del juego, y desde allí apuntó por unos segundos al grupo de niñas, hasta que finalmente, disparó. Fascinado por el giro del tambor, por el sonido metálico tan parecido al de las películas, bajó el arma suavemente sin dejar de mirar hacia donde había disparado, luego, dando una vuelta un tanto histriónica, abandonó el lugar y se encaminó hacia el salón de maquinitas.

Pangloss corrió con la fortuna de sentir necesidad de fumar, antes de que a su hermana o a su cuñado se les ocurriera entrar a la casa. Cuando llegó a la sala encontró en el piso los libros, los cigarrillos, y las dos bolsas de cocaína. Metió todo lo más rápido que pudo nuevamente en la mochila y, solo entonces, cuando comenzaba a recobrar un tanto la tranquilidad, ya que estaba seguro de que el contenido de las bolsas no era significativo para su pequeño sobrino, vio las balas desparramadas al lado de la caja que alguna vez las había contenido. Esto le provocó un escalofrío, en un momento su mente asoció que el revólver no estaba entre las cosas del piso y que por algo la caja de las balas había sido abierta. Volvió nuevamente a abrir la mochila, nervioso y sin esperanzas, y pudo corroborar la falta del Colt 44. Aterrado por lo que pudiera suceder con su sobrino, guardó en la habitación de huéspedes en un sitio seguro la mochila, y volvió con la noticia hasta el patio donde se encontraban disfrutando del día su hermana y su cuñado.

Ni el Varón, ni ninguno de los otros niños se encontraban en el salón de maquinitas. De todas maneras, el joven Cándido, revólver en mano, entró al lugar y avanzó por el salón principal esquivando a algunos pocos clientes que jugaban al pool y al futbolito. Cuando llegó a la zona de maquinitas y flippers, se encaminó hacia donde estaba su preferido, el de Terminator 2. Apoyó el revólver en el vidrio del tablero, y sacó de su bolsillo, junto con unas monedas, una nueva bala, que no demoró en introducir en el arma. Perdió rápidamente todas las bolas del juego. Hubiera querido seguir jugando, pero la presión malgeniada de unos adolescentes que esperaban turno hizo que se sintiera intimidado y se alejó de la máquina. Cuando los jóvenes ya se encontraban abstraídos en el juego, echó mano al revólver que estaba sujeto por el elástico del pantalón, y les apuntó. Fue moviendo lentamente la dirección del cañón de una nuca a la otra, hasta que se decidió por la de un joven de cabello rapado, entonces, disparó. Felizmente el único estampido que resonó en el salón de juegos fue el de una bola del flipper que rebotó contra uno de los elásticos, de manera que aquellos muchachos continuaron su partida con la felicidad que les otorgaba conjuntamente el juego y la ignorancia. Antes de abandonar aquel lugar que ya estaba quedando prácticamente vacío, el joven Cándido introdujo en el revólver las tres balas que restaban para llenar el tambor.

Las calles de Palmar en aquel mediodía soleado estaban prácticamente vacías, por lo que desde lejos los Causa pudieron identificar a Cándido que volvía por la avenida principal con el arma en la mano. No respetaron el semáforo y casi provocaron un accidente con una moto que pasaba, pero lograron llegar rápidamente en el auto hasta donde estaba el niño. Causa manejaba el vehículo, su mujer, embarazada, en una crisis de nervios, ocupaba el puesto del acompañante. Pangloss, que venía en el asiento trasero, fue el que descendió a toda prisa en busca de su sobrino. Al joven se le iluminó la cara de alegría al ver a su tío, pero en un segundo, cambió el gesto, le apuntó y, diciendo “Hasta la vista baby”, disparó.

16 julio 2021

Crónica atípica

Luis M. de Blas

 


Fue por un dolor de muelas.

Hace bastantes años, tras varios días sufriendo dolores y con la esperanza de que no me arruinaran las vacaciones me decidí a acudir a un dentista de la pequeña localidad donde me encontraba.

En la sala de espera ya se encontraban varias personas así que decidí armarme de paciencia y me dispuse a pasar la presumible larga espera con una revista. Cogí la primera del montón sobre la mesa de la sala de espera. Se titulaba Cosas nuestras y tenía una preciosa foto de portada de un perro pastor recogiendo un rebaño de ovejas. La abrí y empecé a curiosear su interior, deteniéndome en las fotos de la zona que ilustraban sus reportajes. Tras pasar varias páginas un encabezado llamó mi atención. Miré la sección a la que pertenecía que resultó ser Ecos de sociedad, lo que me hizo volver a leer el titular. Decía: Vivir viuda, morir novia. Aquello prometía, así que me dispuse a prestar mi atención al artículo. Era el siguiente:

VIVIR VIUDA, MORIR NOVIA, por E. H. Gomezón

Pido disculpas a mis lectores habituales por la crónica de esta semana, tan distinta de las habituales, pero el hecho merece la pena y estoy seguro que ninguno de quienes me leen habitualmente quedará decepcionado. A los que no, bueno, la semana que viene volveré al redil.

Hace unas semanas recibí una extraña invitación. Se trataba de la celebración del cumpleaños y al mismo tiempo primer aniversario de la muerte de doña Angustias Lobo Martínez, viuda de don Enrique Ceballos, por lo que era más conocida, como muchos de ustedes saben, como la viuda Ceballos o abuela Ceballos, pues así la llamaba todo el mundo en la localidad, especialmente quienes de niños frecuentábamos su pequeña tienda, que más que de ultramarinos y prensa nos parecía un bazar del tesoro, pues no solo encontrábamos en ella tebeos y novelas de aventuras sino pequeños juguetes y golosinas de todas clases que, a veces, incluso nos regalaba. Siempre había gente en ella, revoloteando o sentada en los largos bancos corridos. A veces incluso era el lugar donde quedábamos los amigos, pues no nos importaba que alguno llegara tarde ya que la abuela Ceballos siempre estaba contando historias. De sus hijos, de sus nietos, pero sobre todo de su marido, muerto en la guerra muchos años atrás. A las jóvenes les hablaba de su época de novios y le encantaba contarles cómo le recitaba versos, con su voz que ella decía clara y fresca como el agua de un arroyo en una mañana de primavera, y les repetía el que más recordaba de tanto que se lo recitó:

Ojos claros, serenos.

Si de un dulce mirar sois alabados

¿por qué si me miráis, miráis airados?

Si cuanto más piadosos más bellos parecéis a aquel que os mira, no me miréis con ira, porque no parezcáis menos hermosos.

Ay, tormentos rabiosos. Ojos claros, serenos, ya que así me miráis, miradme al menos.

Las jóvenes escuchaban embelesadas y alguna, un poco mayor que las demás y quizá ya empollando, se sonrojaba y volvía la cara hacia otro lado o fingía leer un libro. Muchos de mis lectores recordarán aquella tienda y seguro que pasaron más de una tarde entre sus paredes, hojeando tebeos, comiendo dulces y riendo entre amigos.

Tanta era mi curiosidad que decidí asistir a tan extraña invitación, sobre todo porque en la época de su fallecimiento me encontraba de prácticas en una provincia lejana, por lo que no supe de su muerte —de la que algunos murmuraban cosas extrañas— hasta tiempo después de mi vuelta. La cita decía como fecha: “El próximo 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo, cuando el sol empieza a prestar su oro a las espigas”…

Llegado el día me puse una ropa no demasiado formal y me dirigí a la casa familiar de los Ceballos, una pequeña finca en las afueras. Desde la verja de entrada todo estaba adornado con flores y plantas silvestres, supongo que queriendo dar un aire de fiesta al lugar, lo que casaba con tan extraña celebración. Una vez dentro los adornos y guirnaldas corroboraban la intención de la familia. Había incluso un pequeño altar no sé de qué otra forma llamarlo— en el que se encontraba una foto de la abuela Ceballos, recostada en su mecedora con los ojos cerrados, con la mayor cara de felicidad que había visto en toda mi vida, sosteniendo una pequeña y extraña caja entre sus manos. En el margen inferior ponía una fecha: 29 de junio.

Charlé con algunos conocidos que recordaban hechos que yo tenía olvidados. Alguno reconoció tener aún en su poder algún libro no devuelto que la viuda Ceballos jamás reclamaba, pues decía que correr de mano en mano era su mejor destino. La tarde fue pasando y los invitados iban regresando a sus casas. En un momento dado, ya anocheciendo y con la casa casi vacía, me encontré sentado en un sofá con algunos de los hijos que reían con los recuerdos, sujetando de vez en cuando alguna lágrima. En uno de esos momentos hubo un silencio mayor de lo habitual y, para salvarlo, se me ocurrió comentar la foto de la anciana, preguntando si era antigua, de otro cumpleaños muy anterior. Vi aparecer unas sonrisas en sus rostros y creí descubrir unas miradas cómplices entre ellos. El mayor de los hijos, un tanto azorado, me respondió que no. La foto era del cumpleaños anterior, el último que celebró con vida, y la foto se tomó instantes después de su muerte, rodeada de su familia y de una visita inesperada.

Según me contó, acababa de soplar las velas y estaban cuidando que los nietos no lo pusieran todo perdido con la tarta, cuando vieron llegar una pequeña y extraña comitiva: dos jeeps con varios soldados, precedidos de dos flamantes coches negros, seguramente vehículos oficiales, dadas las dos banderas que lucía uno de ellos. Pararon frente a la entrada de la casa y de uno de ellos descendieron dos hombres, un militar de alta graduación, a juzgar por las estrellas y medallas de su uniforme, y un hombre mayor vestido con un elegante esmoquin. Pensaron que habrían errado el camino y buscaban ayuda, pero ellos preguntaron por la viuda y familiares de don Enrique Ceballos. Totalmente sorprendidos pero aún más intrigados les hicieron pasar, entrando con ellos cuatro soldados que portaban varias cajas de diverso tamaño y de contenido desconocido. Tras las presentaciones oportunas, en las que el hombre vestido de etiqueta resultó ser el agregado cultural de la embajada francesa, el militar explicó la razón de su visita, para lo que hubo de remontarse a los hechos ocurridos en los últimos meses de la guerra mundial.

En uno de los campos de concentración, el más habitado por españoles, se instaló como médico un personaje peculiar, el Dr. René Lefevre, un francés enamorado de España, que trataba con la mayor humanidad que le permitían a los presos, especialmente a los españoles. Dado su afán por saber y la cantidad de tiempo disponible, se propuso una labor casi imposible: deseaba crear un registro de los acentos de las diferentes tierras de España, para lo que fue tomando nota de los datos de todos los presos, especialmente su lugar de nacimiento y lugar de residencia, cuando era distinto del anterior, efectuando grabaciones de su forma de hablar, ya fuera leyendo pasajes de la Biblia, los que eran católicos, o de cualquier otro libro o manual a elección del preso.

Se sabía desde siempre que nadie sobrevivió a su estancia en aquel campamento, pero lo que no era del dominio público era que el buen doctor Lefevre conservó sus archivos, que pasaron a su muerte a propiedad de las autoridades francesas, quienes los custodiaron y conservaron. Fruto de la colaboración entre los dos países se creó un archivo con todas las grabaciones, efectuando copias en soportes más actuales, para preservar su conservación, buscando además las referencias necesarias para llevar a cabo una tarea aún mayor, que era la que les había traído hasta aquí. En ese momento el militar se volvió a los soldados y dio la orden de proceder. Los soldados sacaron de sus embalajes un antiguo gramófono, un disco de baquelita que manejaban con gran cuidado y una pequeña caja. Una vez estuvo todo dispuesto el militar y el agregado cultural francés se pusieron en pie. Los soldados formaron en posición de firmes tras los dos hombres y el militar hizo entrega ceremoniosamente de la pequeña caja, que dijo contener una grabación restaurada, copia del original, en nombre de los gobiernos de España y Francia. La viuda Ceballos sujetó la pequeña caja entre sus manos, sentándose en su mecedora, aun sin entender del todo lo que le estaban relatando. Entonces el agregado de la embajada francesa pidió a la anciana su permiso para continuar. Ella asintió sin saber qué otra cosa decir ni qué vendría a continuación. Entonces uno de los soldados, se atavió con unos guantes blancos, tomó cuidadosamente el disco de baquelita, lo colocó en el antiguo gramófono, dio vueltas a la manivela, giró la bocina amplificadora y posó la aguja sobre el disco.

Empezaron a sonar unos chirridos extraños, quizá por la antigüedad de la grabación, seguidos por una voz que, en pobre castellano pero con claro acento francés, decía que podía empezar la grabación. Después se oía un carraspeo, como el de alguien intentando aclararse la voz. Tras unos segundos de silencio se oyó una voz, clara y fresca como el agua de un arroyo en una mañana de primavera, que decía:

Ojos claros, serenos,

Si de un dulce mirar sois alabado,

¿por qué si me miráis, miráis airados?...

09 julio 2021

El pistolero sin nombre

Jesús Ramos Alonso

 


La última sesión del taller de escritura fue por zoom, un programa de videoconferencia. El zoom es como el cine dentro del cine. Estás sentado en tu butaca y al mismo tiempo dentro de la pantalla; te sientes desdoblado, partido en dos. La jefa del taller nos pidió escribir una novela corta, pero no sé si se dirigía a mi yo de dentro o al de fuera.

Pensé olvidar el asunto: no tengo nada que contar; pero estaba poseído por un insidioso desasosiego. Algo impedía al molesto compromiso deslizarse por el sumidero de la memoria y ese algo era lo que de niño me decía mi madre: “¡Hijo mío, qué corto eres!”. Al darme cuenta, la petición de la profesora me pareció llena de sarcasmo; a través del diabólico mecanismo del zoom se había infiltrado en mi cerebro, y allí, en una esquina del pasado, bajo un recóndito pliegue de neuronas, había localizado ese ¡qué corto eres! tan hiriente, despojado de la voz de mi madre.

Mi cortedad nacía de la fotofobia que padezco desde niño. Ese pensamiento me llevó a las fotos familiares donde siempre escondo la cabeza para protegerme del sol.

El rechazo a la luz derivó en un miedo generalizado a todo lo que venía de fuera. Sin saberlo, un compañero muy bruto fue el que me ayudó a librarme de esa tara congénita. Elizondo me zurraba día sí día también hasta que, una tarde al salir del colegio, espabilé, ¡qué iba a hacer! Harto de recibir, le endilgué una soberana tunda en el bulevar de la calle Ibiza.

Quizá por estas elucubraciones, el primer argumento que sopesé fui yo mismo. Domino el tema y, además, la autoficción está de moda; sí, una historia que girara alrededor de mis neuras podía resultar fetén.

En ese momento mi yo de dentro, dándome un codazo, dijo.

―No te emociones colega: puedes quedar como Cagancho en Almagro y ser el hazmerreír del grupo. Quizá tenía razón.

Seguí dándole al coco hasta que vino en mi ayuda Kirk Douglas. En ese momento, pasaban en la tele “El último tren de Gun Hill”. Con el tipo duro y simpático podía emprender cualquier aventura, aunque pensé: “¿que pinta Kirk Douglas entre mis demonios interiores?”.

Mis dos yos nos recostamos en el sofá a deliberar acerca de tan crucial cuestión mientras mi héroe, acariciando el revólver con su dedo índice, me interpelaba: “Vamos escritor: ¿dónde están los forajidos?, ¿dónde los cien mil dólares en oro?, ¿y los despiadados vaqueros pisoteando con sus caballos las lechugas de los hacendosos colonos?”.

―¡Eso eso!, ¿dónde está la historia? ―apostilló mi alter ego con un zarandeo virtual.

Estaba un poco harto, así que le solté:

―Mira guapo, si dibujas el personaje la historia sale sola... ¿hiciste pellas el día que lo explicaron?... la trama de un western se arma en un pispás.

―Eres un optimista recalcitrante, ¿no sabes la de vueltas que le das a las cosas, las de veces que corriges compulsivamente?

Tras el rifirrafe no me quedó otra que zambullirme en la trama. Necesitaba urgentemente un nombre y un atuendo adecuados, no podía ir al oeste en pijama y llamándome Inocencio Peribáñez.

Lo del nombre lo resolví por el expeditivo método de no ponerme ninguno; según evolucionara la historia me referiría a mi personaje como el forastero sinuoso o el zurdo evanescente… ¡que sé yo! Resuelta mi filiación, para la indumentaria busqué en el armario del trastero. Allí dormían, despiadadas, las capas del pasado. Con oscuros algoritmos estratigráficos localicé lo que buscaba entre abrigos años veinte, pantalones bombachos, katiuskas, trencas, trincheras y todo tipo de vetustos atavíos, alternando con lechos pétreos de mecanos, triciclos, trenes eléctricos, una tienda de campaña para seis personas con porche y cocina incorporados y hasta la bicicleta con la que me estampé contra un árbol de la chopera del Retiro y me tuvieron que dar siete puntos en el labio. Entre aquellos vestigios, debajo de una manta cuartelera, estaba mi traje de Jim el pecas. En los sesenta, todos los chicos queríamos un disfraz del legendario vaquero. A mí me lo echaron los Reyes y con él salgo en una foto amarillenta, abrazado a mi tía para protegerme del sol. Tengo que hacer un paréntesis para hablar de mi tía, es imprescindible que cuente quien fue, porque sin ella yo no existiría tal como soy hoy y la novela estaría muerta de antemano. No, no piensen cosas raras, no voy a decir que mi tía era mi madre: no es eso; es que mi tía, además de regalarme el traje de Jim el pecas, me tejía jerseys; todavía me acuerdo de uno verde que me puse la primera vez que salí con una chica, y aún conservo el marrón de lana gruesa, muy calentito, con coderas en las mangas de lo tazadas que están. Además de los jerseys y el disfraz, a mi tía le debo mi afición por el cine al que me llevaba muchos domingos; mi amor por ese tísico de OK corral, por El hombre que nunca existió, por Becket y tantos otros personajes. Y también le debo mi amor por los libros. Recuerdo la ilusión con que la esperaba los sábados, cuando se quedaba a dormir en mi casa; la rendija de luz bajo la puerta, mientras leía después de acostarnos todos. Mi tía fumaba, conducía su coche, viajaba y hacía lo mismo que los hombres pero mucho mejor que la mayoría de ellos, cuando muy pocas mujeres lo hacían.

El disfraz me quedaba un poco escueto. Corté el chaleco en dos, por la espalda, y até ambas mitades con gomas para poderlo abrochar. De frente daba el pego. Los zahones no llegaban a las rodillas y el sombrero bailaba sobre la coronilla, pero los revólveres colgaban desafiantes del cinto emitiendo unos destellos plateados impresionantes.

Ante la imponente imagen del espejo, mi yo de dentro soltó un sonoro ¡ole tus cojones! que me llenó de orgullo. Acababa de nacer el pistolero sin nombre.

Animado por el chute de autoestima agarré la botella de whisky: era preciso practicar las rudas costumbres de los hombres del oeste. Con el primer lingotazo, a gañote, tosí un poco, pero el calorcito me envalentonó y, mirando a Kirk Douglas de hombre a hombre, le espeté, “¡a por ellos camarada!”.

―¿A por quién? ―respondió perplejo.

Era urgente urdir una trama o Kirk se evaporaría por aburrimiento, pero por más vueltas que le daba, no se me ocurría nada; hasta que exultante grité: ¡No pienses, escribe!

En ese momento, Kirk Douglas se subía al tren. No sé que habría ocurrido si en lugar de esfumarse tras una densa nube de vapor, hubiera cogido del brazo a la novia de Anthony Queen, al que acababa de liquidar, para vivir felices criando vacas. Tampoco sé que habría pasado si el golpe con la bici hubiera sido en la sien, o si mi tía hubiera sido una zafia. La vida solo es un rosario de casualidades.

La película terminó, apagué la tele y me quité la mantita que me echo para no quedarme frío y, de paso, me sacudí al plasta del yo de dentro. En la cama me quedé sopa con el runrún de escribir la novela.

Al día siguiente intenté por todos los medios recuperar al actor. Entré en Google y descubrí consternado que Gun Hill no es ningún pueblo sino una estación de metro en el Bronx. ¿Como era posible que Kirk me dejara tirado con lo que lo admiraba? Seguí navegando y, al leer una noticia publicada en febrero del 2020, se me cayeron los palos del sombrajo: Douglass, definitivamente, me había dado esquinazo, palmando en Beverly Hills a los ciento tres años: ¡y yo que le creía inmortal!

Con tanto ir y venir entre Gun Hill y Beverly Hills, las lentejas que tenía en el fuego terminaron en el fondo de la olla exprés, hechas plastilina. Mientras despegaba aquella masa negruzca me maldecía por mi mala cabeza; con los años, cada vez se me va más el santo al cielo y no pude por menos que acordarme de lo que, en una comida de ex colegas, nos relató Manolo.

Ya jubilado, sin obligaciones fijas, tras levantarse y desayunar, Manolo se ponía a hacer cualquier cosa, lo que fuera, por ejemplo leer. De repente, cuando llevaba unas pocas páginas, se acordaba de un correo que tenía pendiente de contestar, lo que en ese momento le parecía más urgente; iba al despacho y abría el ordenador mientras pensaba los términos del mensaje, pero le entraban ganas de ir al baño y al terminar, sin darse cuenta, volvía al salón en lugar de al despacho y cogía de nuevo el libro, pero no había puesto el marcapáginas... y así una y otra vez, por despiste, por el teléfono o por..., el caso es que Manolo se pasaba el día yendo de un sitio a otro, buscando sus gafas de culo de vaso, montado en el estúpido tiovivo que movían el aburrimiento y la falta de horizontes, mientras escuchaba el rumor del tiempo al escurrirse entre sus dedos.

Poco a poco, escribir una novela del oeste se me iba haciendo más cuesta arriba. Podía inspirarme en alguna de las tramas de M.L. Estefanía, pero me daba una pereza mortal recorrer las librerías de la cuesta de Moyano a la caza de algún título.

Sobre la mesa seguía abierto el álbum de fotos y comencé a hojearlo. Ante mi desfilaban amigos y parientes; personajes que un día formaron parte de la historia de la familia. Al llegar a mi abuela paterna me quedé pensativo. Tal vez aquella maleta con la que llegaba a Madrid cada Navidad, forrada de una tela verdosa diseño “príncipe de Gales”, encerrara alguna historia. Y en el recuerdo, en busca de esa historia, acompañé a mi abuela al bajar del tren, llorando y riendo al mismo tiempo, totalmente feliz. Vine con ella desde la estación a mi casa por la Gran Vía, en uno de aquellos mil quinientos negros con la franja roja y el capó trepidando bajo el latido del motor diésel. Los guardias urbanos ordenaban el tráfico a golpe de silbato, con el abrigo por debajo de las rodillas, la porra al cinto y el casco que les daba aquel aire de exploradores. Y en el anuncio luminoso de la Caja de ahorros del paseo de Recoletos, la moneda, recortada en el negro de la noche, entraba en la hucha una y otra vez.

Ya en casa, la maleta, se transformaba en la chistera de un mago, de dónde salía una botella de vino de Cigales para mi padre, un pañito de ganchillo para mi madre, mantecados de Portillo y pan lechuguino y ¡qué sé yo! Todo rodeado de camisones, zapatos, agujas de ganchillo, bragas y chancletas.

Me pregunto si en esas cosas o alrededor de ellas, puede haber una novela aunque sea corta, y me doy cuenta de que no sé lo que es una novela, más allá de las simplezas que a cualquiera se le ocurren, y menos aún para qué sirve, si sirve para algo. Y en este afán me siento como la moneda que surge en mitad de la noche, pero es mentira, pues, de nuevo, desaparece en la hucha, una y otra vez; o como Manolo, que nunca acaba nada, quizá porque no tiene muy claro para qué lo hace; o como mi abuela que cada Navidad, al bajarse del tren, piensa que se acabó su soledad, pero año a año, tercamente, llega enero y tiene que volver a Valladolid, hasta que un día ya no necesita su maleta forrada de tela verde príncipe de Gales, y, en la que fue su casa, vive un escritor que siempre está empezando a escribir la misma novela.

02 julio 2021

Convocatoria del VI Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid

 


Se convoca el VI Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid, con arreglo a las siguientes bases:

1.- Podrán concurrir todas las personas que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad, con un máximo de 5 trabajos, excepto el vencedor de la V edición de 2020.

2.- Las fotografías presentadas deberá reunir las siguientes condiciones:

a) Ser originales e inéditas.

b) No haber sido premiadas ni estar participando en ningún otro certamen.

c) El tema es libre.

3.- Los originales, en formato digital, se remitirán por correo electrónico, antes de las 24 horas del 30 de septiembre de 2021, hora de Madrid, a la dirección diariodemadrid@yahoo.com, con la mención en el asunto VI Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid. En el mensaje se indicarán los siguientes datos: nombre y apellidos del autor, su dirección, teléfono, dirección de correo electrónico y títulos de las imágenes. Los menores de edad deberán, además, remitir el consentimiento de sus padres o tutores para poder participar.

4.- El editor de jsanchezmingo.blogspot.com designará el Jurado. Éste estará compuesto por un mínimo de tres personas y realizará la elección final de la obra ganadora.

5.- Antes del 30 de noviembre de 2021 se publicará el fallo del Jurado en jsanchezmingo.blogspot.com. Simultáneamente será comunicado por teléfono y correo electrónico al autor triunfador, en cuyo momento se le informará también del lugar de entrega del correspondiente galardón, obra de un artista plástico de reconocido prestigio.

El trabajo vencedor será publicado en Diario de Madrid en los días sucesivos a la proclamación del resultado, junto con una selección de obras presentadas al concurso.

6.- El premio no podrá declararse desierto. La decisión del Jurado será inapelable.

7.- No se mantendrá correspondencia con los autores de los trabajos presentados desde la publicación de la convocatoria hasta después del fallo del Jurado, excepto para la aclaración de cuestiones relativas a estas bases o a la correcta recepción de los trabajos presentados a concurso. La resolución de todas las cuestiones que puedan surgir o plantearse sobre este certamen son de exclusiva competencia del editor de jsanchezmingo.blogspot.com, en calidad de convocante.

8.- La participación en este concurso supone el conocimiento y aceptación de las bases que lo regulan, así como el acatamiento de cuantas decisiones adopte el editor de jsanchezmingo.blogspot.com en lo relativo a su interpretación y aplicación.

Madrid, julio de 2021

Diario de Madrid

jsanchezmingo.blogspot.com