El
pistolero sin nombre
Jesús
Ramos Alonso
La
última sesión del taller de escritura fue por zoom,
un programa de videoconferencia. El
zoom
es como el cine dentro del cine. Estás sentado en tu butaca y al
mismo tiempo dentro de la pantalla; te sientes desdoblado, partido en
dos. La jefa del taller nos pidió escribir una novela corta, pero no
sé si se dirigía a mi yo de dentro o al de fuera.
Pensé
olvidar el asunto: no tengo nada que contar; pero estaba poseído por
un insidioso desasosiego. Algo impedía al molesto compromiso
deslizarse por el sumidero de la memoria y ese algo era lo que de
niño me decía mi madre: “¡Hijo mío, qué corto eres!”. Al
darme cuenta, la petición de la profesora me pareció llena de
sarcasmo; a través del diabólico mecanismo del zoom se había
infiltrado en mi cerebro, y allí, en una esquina del pasado, bajo un
recóndito pliegue de neuronas, había localizado ese ¡qué corto
eres! tan hiriente, despojado de la voz de mi madre.
Mi
cortedad nacía de la fotofobia que padezco desde niño. Ese
pensamiento me llevó a las fotos familiares donde siempre escondo la
cabeza para protegerme del sol.
El
rechazo a la luz derivó en un miedo generalizado a todo lo que venía
de fuera. Sin saberlo, un compañero muy bruto fue el que me ayudó a
librarme de esa tara congénita. Elizondo me zurraba día sí día
también hasta que, una tarde al salir del colegio, espabilé, ¡qué
iba a hacer! Harto de recibir, le endilgué una soberana tunda en el
bulevar de la calle Ibiza.
Quizá
por estas elucubraciones, el primer argumento que sopesé fui yo
mismo. Domino el tema y, además, la autoficción está de
moda; sí, una historia que girara alrededor de mis neuras podía
resultar fetén.
En
ese momento mi yo de dentro, dándome un codazo, dijo.
―No
te emociones colega: puedes quedar como Cagancho en Almagro y
ser el hazmerreír del grupo. Quizá tenía razón.
Seguí
dándole al coco hasta que vino en mi ayuda Kirk Douglas. En ese
momento, pasaban en la tele “El último tren de Gun Hill”.
Con el tipo duro y simpático podía emprender cualquier aventura,
aunque pensé: “¿que pinta Kirk Douglas entre mis demonios
interiores?”.
Mis
dos yos nos recostamos en el sofá a deliberar acerca de tan
crucial cuestión mientras mi héroe, acariciando el revólver con su
dedo índice, me interpelaba: “Vamos escritor: ¿dónde están los
forajidos?, ¿dónde los cien mil dólares en oro?, ¿y los
despiadados vaqueros pisoteando con sus caballos las lechugas de los
hacendosos colonos?”.
―¡Eso
eso!, ¿dónde está la historia? ―apostilló mi alter ego
con un zarandeo virtual.
Estaba
un poco harto, así que le solté:
―Mira
guapo, si dibujas el personaje la historia sale sola... ¿hiciste
pellas el día que lo explicaron?... la trama de un western se arma
en un pispás.
―Eres
un optimista recalcitrante, ¿no sabes la de vueltas que le das a las
cosas, las de veces que corriges compulsivamente?
Tras
el rifirrafe no me quedó otra que zambullirme en la trama.
Necesitaba urgentemente un nombre y un atuendo adecuados, no podía
ir al oeste en pijama y llamándome Inocencio Peribáñez.
Lo
del nombre lo resolví por el expeditivo método de no ponerme
ninguno; según evolucionara la historia me referiría a mi personaje
como el forastero sinuoso o el zurdo evanescente… ¡que sé yo!
Resuelta mi filiación, para la indumentaria busqué en el armario
del trastero. Allí dormían, despiadadas, las capas del pasado. Con
oscuros algoritmos estratigráficos localicé lo que buscaba entre
abrigos años veinte, pantalones bombachos, katiuskas, trencas,
trincheras y todo tipo de vetustos atavíos, alternando con lechos
pétreos de mecanos, triciclos, trenes eléctricos, una tienda de
campaña para seis personas con porche y cocina incorporados y hasta
la bicicleta con la que me estampé contra un árbol de la chopera
del Retiro y me tuvieron que dar siete puntos en el labio. Entre
aquellos vestigios, debajo de una manta cuartelera, estaba mi traje
de Jim el pecas. En los sesenta, todos los chicos queríamos
un disfraz del legendario vaquero. A mí me lo echaron los Reyes y
con él salgo en una foto amarillenta, abrazado a mi tía para
protegerme del sol. Tengo que hacer un paréntesis para hablar de mi
tía, es imprescindible que cuente quien fue, porque sin ella yo no
existiría tal como soy hoy y la novela estaría muerta de antemano.
No, no piensen cosas raras, no voy a decir que mi tía era mi madre:
no es eso; es que mi tía, además de regalarme el traje de Jim el
pecas, me tejía jerseys; todavía me acuerdo de uno verde que me
puse la primera vez que salí con una chica, y aún conservo el
marrón de lana gruesa, muy calentito, con coderas en las mangas de
lo tazadas que están. Además de los jerseys y el disfraz, a mi tía
le debo mi afición por el cine al que me llevaba muchos domingos; mi
amor por ese tísico de OK corral, por El hombre que nunca
existió, por Becket y tantos otros personajes. Y también
le debo mi amor por los libros. Recuerdo la ilusión con que la
esperaba los sábados, cuando se quedaba a dormir en mi casa; la
rendija de luz bajo la puerta, mientras leía después de acostarnos
todos. Mi tía fumaba, conducía su coche, viajaba y hacía lo mismo
que los hombres pero mucho mejor que la mayoría de ellos, cuando muy
pocas mujeres lo hacían.
El
disfraz me quedaba un poco escueto. Corté el chaleco en dos, por la
espalda, y até ambas mitades con gomas para poderlo abrochar. De
frente daba el pego. Los zahones no llegaban a las rodillas y el
sombrero bailaba sobre la coronilla, pero los revólveres colgaban
desafiantes del cinto emitiendo unos destellos plateados
impresionantes.
Ante
la imponente imagen del espejo, mi yo de dentro soltó un sonoro ¡ole
tus cojones! que me llenó de orgullo. Acababa de nacer el
pistolero sin nombre.
Animado
por el chute de autoestima agarré la botella de whisky: era preciso
practicar las rudas costumbres de los hombres del oeste. Con el
primer lingotazo, a gañote, tosí un poco, pero el calorcito me
envalentonó y, mirando a Kirk Douglas de hombre a hombre, le espeté,
“¡a por ellos camarada!”.
―¿A
por quién? ―respondió perplejo.
Era
urgente urdir una trama o Kirk se evaporaría por aburrimiento, pero
por más vueltas que le daba, no se me ocurría nada; hasta que
exultante grité: ¡No pienses, escribe!
En
ese momento, Kirk Douglas se subía al tren. No sé que habría
ocurrido si en lugar de esfumarse tras una densa nube de vapor,
hubiera cogido del brazo a la novia de Anthony Queen, al que acababa
de liquidar, para vivir felices criando vacas. Tampoco sé que habría
pasado si el golpe con la bici hubiera sido en la sien, o si mi tía
hubiera sido una zafia. La vida solo es un rosario de casualidades.
La
película terminó, apagué la tele y me quité la mantita que me
echo para no quedarme frío y, de paso, me sacudí al plasta del yo
de dentro. En la cama me quedé sopa con el runrún de escribir la
novela.
Al
día siguiente intenté por todos los medios recuperar al actor.
Entré en Google y descubrí consternado que Gun Hill no es ningún
pueblo sino una estación de metro en el Bronx. ¿Como era posible
que Kirk me dejara tirado con lo que lo admiraba? Seguí navegando y,
al leer una noticia publicada en febrero del 2020, se me cayeron los
palos del sombrajo: Douglass, definitivamente, me había dado
esquinazo, palmando en Beverly Hills a los ciento tres años: ¡y yo
que le creía inmortal!
Con
tanto ir y venir entre Gun Hill y Beverly Hills, las lentejas que
tenía en el fuego terminaron en el fondo de la olla exprés, hechas
plastilina. Mientras despegaba aquella masa negruzca me maldecía por
mi mala cabeza; con los años, cada vez se me va más el santo al
cielo y no pude por menos que acordarme de lo que, en una comida de
ex colegas, nos relató Manolo.
Ya
jubilado, sin obligaciones fijas, tras levantarse y desayunar,
Manolo se ponía a hacer cualquier cosa, lo que fuera, por ejemplo
leer. De repente, cuando llevaba unas pocas páginas, se acordaba de
un correo que tenía pendiente de contestar, lo que en ese momento le
parecía más urgente; iba al despacho y abría el ordenador mientras
pensaba los términos del mensaje, pero le entraban ganas de ir al
baño y al terminar, sin darse cuenta, volvía al salón en lugar de
al despacho y cogía de nuevo el libro, pero no había puesto el
marcapáginas... y así una y otra vez, por despiste, por el teléfono
o por..., el caso es que Manolo se pasaba el día yendo de un sitio a
otro, buscando sus gafas de culo de vaso, montado en el estúpido
tiovivo que movían el aburrimiento y la falta de horizontes,
mientras escuchaba el rumor del tiempo al escurrirse entre sus dedos.
Poco
a poco, escribir una novela del oeste se me iba haciendo más cuesta
arriba. Podía inspirarme en alguna de las tramas de M.L. Estefanía,
pero me daba una pereza mortal recorrer las librerías de la cuesta
de Moyano a la caza de algún título.
Sobre
la mesa seguía abierto el álbum de fotos y comencé a hojearlo.
Ante mi desfilaban amigos y parientes; personajes que un día
formaron parte de la historia de la familia. Al llegar a mi abuela
paterna me quedé pensativo. Tal vez aquella maleta con la que
llegaba a Madrid cada Navidad, forrada de una tela verdosa diseño
“príncipe de Gales”, encerrara alguna historia. Y en el
recuerdo, en busca de esa historia, acompañé a mi abuela al bajar
del tren, llorando y riendo al mismo tiempo, totalmente feliz. Vine
con ella desde la estación a mi casa por la Gran Vía, en uno de
aquellos mil quinientos negros con la franja roja y el capó
trepidando bajo el latido del motor diésel. Los guardias urbanos
ordenaban el tráfico a golpe de silbato, con el abrigo por debajo de
las rodillas, la porra al cinto y el casco que les daba aquel aire de
exploradores. Y en el anuncio luminoso de la Caja de ahorros del
paseo de Recoletos, la moneda, recortada en el negro de la noche,
entraba en la hucha una y otra vez.
Ya
en casa, la maleta, se transformaba en la chistera de un mago, de
dónde salía una botella de vino de Cigales para mi padre, un pañito
de ganchillo para mi madre, mantecados de Portillo y pan lechuguino
y ¡qué sé yo! Todo rodeado de camisones, zapatos, agujas de
ganchillo, bragas y chancletas.
Me
pregunto si en esas cosas o alrededor de ellas, puede haber una
novela aunque sea corta, y me doy cuenta de que no sé lo que es una
novela, más allá de las simplezas que a cualquiera se le ocurren, y
menos aún para qué sirve, si sirve para algo. Y en este afán me
siento como la moneda que surge en mitad de la noche, pero es
mentira, pues, de nuevo, desaparece en la hucha, una y otra vez; o
como Manolo, que nunca acaba nada, quizá porque no tiene muy claro
para qué lo hace; o como mi abuela que cada Navidad, al bajarse del
tren, piensa que se acabó su soledad, pero año a año, tercamente,
llega enero y tiene que volver a Valladolid, hasta que un día ya no
necesita su maleta forrada de tela verde príncipe de Gales, y, en la
que fue su casa, vive un escritor que siempre está empezando a
escribir la misma novela.