09 julio 2021

El pistolero sin nombre

Jesús Ramos Alonso

 


La última sesión del taller de escritura fue por zoom, un programa de videoconferencia. El zoom es como el cine dentro del cine. Estás sentado en tu butaca y al mismo tiempo dentro de la pantalla; te sientes desdoblado, partido en dos. La jefa del taller nos pidió escribir una novela corta, pero no sé si se dirigía a mi yo de dentro o al de fuera.

Pensé olvidar el asunto: no tengo nada que contar; pero estaba poseído por un insidioso desasosiego. Algo impedía al molesto compromiso deslizarse por el sumidero de la memoria y ese algo era lo que de niño me decía mi madre: “¡Hijo mío, qué corto eres!”. Al darme cuenta, la petición de la profesora me pareció llena de sarcasmo; a través del diabólico mecanismo del zoom se había infiltrado en mi cerebro, y allí, en una esquina del pasado, bajo un recóndito pliegue de neuronas, había localizado ese ¡qué corto eres! tan hiriente, despojado de la voz de mi madre.

Mi cortedad nacía de la fotofobia que padezco desde niño. Ese pensamiento me llevó a las fotos familiares donde siempre escondo la cabeza para protegerme del sol.

El rechazo a la luz derivó en un miedo generalizado a todo lo que venía de fuera. Sin saberlo, un compañero muy bruto fue el que me ayudó a librarme de esa tara congénita. Elizondo me zurraba día sí día también hasta que, una tarde al salir del colegio, espabilé, ¡qué iba a hacer! Harto de recibir, le endilgué una soberana tunda en el bulevar de la calle Ibiza.

Quizá por estas elucubraciones, el primer argumento que sopesé fui yo mismo. Domino el tema y, además, la autoficción está de moda; sí, una historia que girara alrededor de mis neuras podía resultar fetén.

En ese momento mi yo de dentro, dándome un codazo, dijo.

―No te emociones colega: puedes quedar como Cagancho en Almagro y ser el hazmerreír del grupo. Quizá tenía razón.

Seguí dándole al coco hasta que vino en mi ayuda Kirk Douglas. En ese momento, pasaban en la tele “El último tren de Gun Hill”. Con el tipo duro y simpático podía emprender cualquier aventura, aunque pensé: “¿que pinta Kirk Douglas entre mis demonios interiores?”.

Mis dos yos nos recostamos en el sofá a deliberar acerca de tan crucial cuestión mientras mi héroe, acariciando el revólver con su dedo índice, me interpelaba: “Vamos escritor: ¿dónde están los forajidos?, ¿dónde los cien mil dólares en oro?, ¿y los despiadados vaqueros pisoteando con sus caballos las lechugas de los hacendosos colonos?”.

―¡Eso eso!, ¿dónde está la historia? ―apostilló mi alter ego con un zarandeo virtual.

Estaba un poco harto, así que le solté:

―Mira guapo, si dibujas el personaje la historia sale sola... ¿hiciste pellas el día que lo explicaron?... la trama de un western se arma en un pispás.

―Eres un optimista recalcitrante, ¿no sabes la de vueltas que le das a las cosas, las de veces que corriges compulsivamente?

Tras el rifirrafe no me quedó otra que zambullirme en la trama. Necesitaba urgentemente un nombre y un atuendo adecuados, no podía ir al oeste en pijama y llamándome Inocencio Peribáñez.

Lo del nombre lo resolví por el expeditivo método de no ponerme ninguno; según evolucionara la historia me referiría a mi personaje como el forastero sinuoso o el zurdo evanescente… ¡que sé yo! Resuelta mi filiación, para la indumentaria busqué en el armario del trastero. Allí dormían, despiadadas, las capas del pasado. Con oscuros algoritmos estratigráficos localicé lo que buscaba entre abrigos años veinte, pantalones bombachos, katiuskas, trencas, trincheras y todo tipo de vetustos atavíos, alternando con lechos pétreos de mecanos, triciclos, trenes eléctricos, una tienda de campaña para seis personas con porche y cocina incorporados y hasta la bicicleta con la que me estampé contra un árbol de la chopera del Retiro y me tuvieron que dar siete puntos en el labio. Entre aquellos vestigios, debajo de una manta cuartelera, estaba mi traje de Jim el pecas. En los sesenta, todos los chicos queríamos un disfraz del legendario vaquero. A mí me lo echaron los Reyes y con él salgo en una foto amarillenta, abrazado a mi tía para protegerme del sol. Tengo que hacer un paréntesis para hablar de mi tía, es imprescindible que cuente quien fue, porque sin ella yo no existiría tal como soy hoy y la novela estaría muerta de antemano. No, no piensen cosas raras, no voy a decir que mi tía era mi madre: no es eso; es que mi tía, además de regalarme el traje de Jim el pecas, me tejía jerseys; todavía me acuerdo de uno verde que me puse la primera vez que salí con una chica, y aún conservo el marrón de lana gruesa, muy calentito, con coderas en las mangas de lo tazadas que están. Además de los jerseys y el disfraz, a mi tía le debo mi afición por el cine al que me llevaba muchos domingos; mi amor por ese tísico de OK corral, por El hombre que nunca existió, por Becket y tantos otros personajes. Y también le debo mi amor por los libros. Recuerdo la ilusión con que la esperaba los sábados, cuando se quedaba a dormir en mi casa; la rendija de luz bajo la puerta, mientras leía después de acostarnos todos. Mi tía fumaba, conducía su coche, viajaba y hacía lo mismo que los hombres pero mucho mejor que la mayoría de ellos, cuando muy pocas mujeres lo hacían.

El disfraz me quedaba un poco escueto. Corté el chaleco en dos, por la espalda, y até ambas mitades con gomas para poderlo abrochar. De frente daba el pego. Los zahones no llegaban a las rodillas y el sombrero bailaba sobre la coronilla, pero los revólveres colgaban desafiantes del cinto emitiendo unos destellos plateados impresionantes.

Ante la imponente imagen del espejo, mi yo de dentro soltó un sonoro ¡ole tus cojones! que me llenó de orgullo. Acababa de nacer el pistolero sin nombre.

Animado por el chute de autoestima agarré la botella de whisky: era preciso practicar las rudas costumbres de los hombres del oeste. Con el primer lingotazo, a gañote, tosí un poco, pero el calorcito me envalentonó y, mirando a Kirk Douglas de hombre a hombre, le espeté, “¡a por ellos camarada!”.

―¿A por quién? ―respondió perplejo.

Era urgente urdir una trama o Kirk se evaporaría por aburrimiento, pero por más vueltas que le daba, no se me ocurría nada; hasta que exultante grité: ¡No pienses, escribe!

En ese momento, Kirk Douglas se subía al tren. No sé que habría ocurrido si en lugar de esfumarse tras una densa nube de vapor, hubiera cogido del brazo a la novia de Anthony Queen, al que acababa de liquidar, para vivir felices criando vacas. Tampoco sé que habría pasado si el golpe con la bici hubiera sido en la sien, o si mi tía hubiera sido una zafia. La vida solo es un rosario de casualidades.

La película terminó, apagué la tele y me quité la mantita que me echo para no quedarme frío y, de paso, me sacudí al plasta del yo de dentro. En la cama me quedé sopa con el runrún de escribir la novela.

Al día siguiente intenté por todos los medios recuperar al actor. Entré en Google y descubrí consternado que Gun Hill no es ningún pueblo sino una estación de metro en el Bronx. ¿Como era posible que Kirk me dejara tirado con lo que lo admiraba? Seguí navegando y, al leer una noticia publicada en febrero del 2020, se me cayeron los palos del sombrajo: Douglass, definitivamente, me había dado esquinazo, palmando en Beverly Hills a los ciento tres años: ¡y yo que le creía inmortal!

Con tanto ir y venir entre Gun Hill y Beverly Hills, las lentejas que tenía en el fuego terminaron en el fondo de la olla exprés, hechas plastilina. Mientras despegaba aquella masa negruzca me maldecía por mi mala cabeza; con los años, cada vez se me va más el santo al cielo y no pude por menos que acordarme de lo que, en una comida de ex colegas, nos relató Manolo.

Ya jubilado, sin obligaciones fijas, tras levantarse y desayunar, Manolo se ponía a hacer cualquier cosa, lo que fuera, por ejemplo leer. De repente, cuando llevaba unas pocas páginas, se acordaba de un correo que tenía pendiente de contestar, lo que en ese momento le parecía más urgente; iba al despacho y abría el ordenador mientras pensaba los términos del mensaje, pero le entraban ganas de ir al baño y al terminar, sin darse cuenta, volvía al salón en lugar de al despacho y cogía de nuevo el libro, pero no había puesto el marcapáginas... y así una y otra vez, por despiste, por el teléfono o por..., el caso es que Manolo se pasaba el día yendo de un sitio a otro, buscando sus gafas de culo de vaso, montado en el estúpido tiovivo que movían el aburrimiento y la falta de horizontes, mientras escuchaba el rumor del tiempo al escurrirse entre sus dedos.

Poco a poco, escribir una novela del oeste se me iba haciendo más cuesta arriba. Podía inspirarme en alguna de las tramas de M.L. Estefanía, pero me daba una pereza mortal recorrer las librerías de la cuesta de Moyano a la caza de algún título.

Sobre la mesa seguía abierto el álbum de fotos y comencé a hojearlo. Ante mi desfilaban amigos y parientes; personajes que un día formaron parte de la historia de la familia. Al llegar a mi abuela paterna me quedé pensativo. Tal vez aquella maleta con la que llegaba a Madrid cada Navidad, forrada de una tela verdosa diseño “príncipe de Gales”, encerrara alguna historia. Y en el recuerdo, en busca de esa historia, acompañé a mi abuela al bajar del tren, llorando y riendo al mismo tiempo, totalmente feliz. Vine con ella desde la estación a mi casa por la Gran Vía, en uno de aquellos mil quinientos negros con la franja roja y el capó trepidando bajo el latido del motor diésel. Los guardias urbanos ordenaban el tráfico a golpe de silbato, con el abrigo por debajo de las rodillas, la porra al cinto y el casco que les daba aquel aire de exploradores. Y en el anuncio luminoso de la Caja de ahorros del paseo de Recoletos, la moneda, recortada en el negro de la noche, entraba en la hucha una y otra vez.

Ya en casa, la maleta, se transformaba en la chistera de un mago, de dónde salía una botella de vino de Cigales para mi padre, un pañito de ganchillo para mi madre, mantecados de Portillo y pan lechuguino y ¡qué sé yo! Todo rodeado de camisones, zapatos, agujas de ganchillo, bragas y chancletas.

Me pregunto si en esas cosas o alrededor de ellas, puede haber una novela aunque sea corta, y me doy cuenta de que no sé lo que es una novela, más allá de las simplezas que a cualquiera se le ocurren, y menos aún para qué sirve, si sirve para algo. Y en este afán me siento como la moneda que surge en mitad de la noche, pero es mentira, pues, de nuevo, desaparece en la hucha, una y otra vez; o como Manolo, que nunca acaba nada, quizá porque no tiene muy claro para qué lo hace; o como mi abuela que cada Navidad, al bajarse del tren, piensa que se acabó su soledad, pero año a año, tercamente, llega enero y tiene que volver a Valladolid, hasta que un día ya no necesita su maleta forrada de tela verde príncipe de Gales, y, en la que fue su casa, vive un escritor que siempre está empezando a escribir la misma novela.

2 comentarios:

  1. Un relato lleno de emociones, las que se sienten, cuando tu cerebro empieza a dar vueltas sobre las ideas que bullen dentro de ti y no sabes a cuál de ellas darle salida. Me ha gustado esa lucha entre "los dos yos" por ver que idea prevalecerá; el desparpajo del pistolero increpando al escritor; la descripción que haces, de la búsqueda del disfraz "entre las capas del pasado". Al evocar tu infancia, nos traes al presente personajes del pasado, con los que yo también he disfrutado. Me ha gustado mucho esa forma de escribir o pensar desordenadamente, saltando de una cosa a otra como divagando sin decidirse con que tema quedarse, eso le da una viveza al escrito francamente interesante. Felicidades al autor.

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  2. Estupendo relato que me ha llevado a mi infancia. Genial.

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