31 julio 2020



El día de la libertad

Roberto Omar Román


Montaje de Carmen Mares, www.decopared.com, sobre La ejecución del emperador Maximiliano, de Édouard Manet.

Llegó a tiempo para presenciar el fusilamiento. Cinco hombres vestidos con bermudas a cuadros rojos con rombos amarillos, playeras negras y zapatos de minero apuntaban sus carabinas al pecho de su padre. Y otro, con insignias de coronel en el desteñido saco verde oliva y un machete en alto, estaba inmediato a gritar la orden de ¡Fuego!, pero al verlo llegar hizo un enfadoso ademán de pausa.
Nervioso, pasó con lentitud frente al destacamento, sintiendo la cara estallar de vergüenza. Los espectadores de la primera fila, los que pagaron boletos más caros, en su mayoría sexagenarios ávidos de crueldad, maldijeron y lo siguieron con mirada rencorosa hasta que tímido ocupó un lugar en las gradas superiores, justo donde un vendedor ofrecía calaveritas de chocolate con el nombre de su padre grabado con letras verdes de azúcar. Tres hileras abajo divisó a su hermanita sentada en las piernas de su madre, lamiendo una paleta de caramelo. En las butacas centrales reconoció a los vendedores de muebles a domicilio, junto a los abarroteros de la colonia, observando con binoculares. Los recordaba por sus violentos reclamos de abonos atrasados y víveres fiados, cada quincena. A unos vecinos que odiaban a su padre por haberles robado, aunque nunca quedó demostrado, un par de gallinas criollas, los localizó en palcos de segunda, filmando.
Miró a su padre: pálido, flaco, erguido con dificultad, atado de manos a la espalda, con los ojos vendados y sosteniendo en los labios temblorosos un cigarro encendido. El coronel sacó un pañuelo mugroso y se enjugó con brusquedad el sudor de la cara. Consultando despreciativo el reloj, se talló las sienes hasta enrojecerlas. Tenía prisa en terminar y largarse a tomar cerveza.
El comando ejecutor: cinco tipos enclenques de bajo perfil castrense, debían pararse en las puntas de los pies para alcanzar la altura reglamentaria en un fusilamiento. Sostenían carabinas de museo, remendadas con emplastes de madera y caucho.
Temía que su padre no muriera de inmediato y tuvieran que rematarlo a cuchillo como a un perro. La cláusula principal especificaba en el contrato de ejecución una descarga de cinco disparos al pecho. Y, en caso de sobrevivencia, decretaba la ultimación con arma punzante infligida por su familia, con la penalización de ser considerado como un homicidio consensual. Por otra parte, de no morir a tiros, lo familia se obligaba a devolver al público defraudado el doble del importe de las entradas y a enfrentar cargos por perjuicio moral a terceros, aunado a que la viuda heredaba las deudas del condenado.
La voz insulsa del vendedor de dulces le recordó cuando su padre lo premiaba con pastelillos y frituras por obtener buenas calificaciones. Y él, en realidad lo que deseaba era dinero para comprar cigarros y fumarlos a escondidas con sus amigos en el baño de la escuela.
El dinero siempre escaseó en casa; en cambio, las frecuentes discusiones de sus padres abundaron en insultos y soeces reproches. La madre, histérica, con los puños en alto juró a sus hijos la liberación.
El coronel exigió silencio raspando corajudo la punta del machete en el piso y aprisa concluyó el protocolo de fusilamiento.
Luego de un breve silencio de admiración, los asistentes aplaudieron. El clamor se intensificó cuando, en cumplimiento a la última cláusula del contrato, el hijo retiró el cigarro del cadáver y terminó de consumirlo. Los eufóricos vendedores de muebles a domicilio lo abrazaron y le mostraron catálogos de aparatos electrónicos, los abarroteros le ofrecieron paquetes de cigarros a crédito. La jubilosa viuda se paró sobre su butaca, y soltando un par de gallinas flacas ocultas bajo su faldón gris, gritó a toda voz ¡Que viva la libertad!
Antes de despedirse, uno de los tiradores arrebató una calaverita al vendedor de dulces y la obsequió a la hermanita. La madre besó la mejilla del coronel, le arrancó las insignias y coqueta le preguntó si le invitaba una cerveza.

24 julio 2020

Maltratados en Italia

Ubaldo Baldinotti
Traducción, adaptación y notas de Julio Sánchez Mingo

Los veteranos italianos de la I Guerra Mundial, a su retorno del frente, o de los campos de prisioneros, encontraron un país que los rechazaba y donde al poco se encontraron sin trabajo, ni oficio ni beneficio. Muchos de ellos, permeables a los cantos de sirena de Mussolini, pasaron a engrosar las huestes fascistas que condujeron a Italia al apocalipsis. ¿Sería el clasismo imperante en la sociedad italiana de la época lo que produjo ese repudio? La tropa se nutrió de las clases humildes y las clases pudientes y los profesionales conformaron la oficialidad del ejército. He aquí un testimonio personal y directo, y muy didáctico, de esa tragedia de hace poco más de 100 años.

Estación de Pistoia en 1918.
El 20 de diciembre de 1918 nos pusimos en marcha, de vuelta a casa. La primera etapa, desde el campo de concentración alemán hasta la frontera helvética, la realizamos en tren, cómodamente, en coches de pasajeros muy limpios, de tercera clase. En las estaciones del recorrido la acogida a los prisioneros italianos fue cálida y festiva, especialmente en Suiza. A nuestro paso nos ofrecían rica y abundante comida y, de regalo, tabletas de chocolate, puros y cigarrillos.
El trayecto duró todo el día y cuando llegamos a Domodossola, tras atravesar el túnel del Simplón, ya era de noche. En esta población nos esperaba la primera gran decepción. Nada más tocar suelo italiano, nos hicieron cambiar de convoy y abordar uno compuesto por vagones de transporte de ganado, rotulados con la leyenda: "Ocho caballos y cuarenta hombres". Era la recompensa por tanto sacrificio y sufrimiento, primero en las trincheras, luchando por nuestro país, y después en un campo de concentración, en un durísimo régimen de encarcelamiento. La segunda gran desilusión fue verdaderamente amarga. En cada furgón que nos habían hecho ocupar, habían situado a un recluta de guardia, con fusil y bayoneta calada, como si fuéramos criminales en traslado de un penal a otro, en lugar de soldados liberados de un campo de prisioneros de guerra. Afortunadamente, la mala impresión que sufrimos inicialmente se atenuó ante el comportamiento indeciso de nuestros escoltas, todos ellos jóvenes de la quinta de 1900. Se adivinaba su temor, incluso su miedo. Les hicimos comprender que no debían recelar de nosotros, que no pretendíamos causarles problema alguno. Los invitamos a sentarse a nuestro lado y les obsequiamos con algún pedazo de pan blanco y onzas de chocolate, puros y cigarrillos, que teníamos en abundancia. Se percataron rápidamente de nuestra situación y se acomodaron junto a nosotros, sobre la mullida paja. Una vez superada su inicial desconfianza, nos preguntaron sobre nuestras andanzas en el frente, cómo nos habían hecho prisioneros, sobre nuestra estancia en cautiverio. Todos nosotros, unos más y otros menos, teníamos algo que contar de nuestra experiencia en la guerra así como de nuestra reclusión en Alemania y satisficimos ampliamente su natural curiosidad.
Salimos de Domodossola ya de noche, pero, como el tren avanzaba a paso de tortuga, llegamos a Milán a las siete del día 24, la víspera de Navidad. Pero los disgustos y las amarguras no habían terminado. Incluso fueron mayores, porque tanto los ciudadanos como el personal de servicio de la estación nos acogieron con una frialdad y un desafecto que mostraba su desagrado y desconfianza ante la llegada de nuestro convoy, como si nosotros en lugar de ser los restos de un ejército victorioso, que se había batido por ellos, fuéramos unos apestados, transmisores de una epidemia. Qué diferencia entre la recepción calurosa y festiva que nos habían dispensado a lo largo de nuestro trayecto por Suiza y el desconcertante recibimiento en la capital lombarda, que nos causó un grave daño moral y nos alteró profundamente. Mal debía estar Italia para, habiendo ganado la guerra, otorgarnos tal acogida, carente de cariño y amabilidad y llena de gestos despectivos. Paradójico comportamiento la de aquellos que habían evitado el frente y no habían soportado grandes sacrificios, que no se sentían obligados a darnos calor, aliento y afecto.
El tren circulaba tan despacio que, cada cierto rato, se veía a alguno de los compañeros tirarse en marcha. Preferían hacer a pie el recorrido hasta su cercano hogar para llegar lo antes posible y poder disfrutar de la noche de Navidad en familia.
A eso de la una del mediodía llegamos a Bolonia. El deseo del reencuentro en fecha tan señalada, después de tanta calamidad, nos invadía. Continuamos víaje por la línea de la Porrettana, pero siempre muy despacio, lo que acrecentaba nuestras ansias por llegar. Nos informaron que nuestro destino era Tarquinia, un campo de concentración cercano a Roma. Entonces le dije al teniente que nos acompañaba que, aprovechando la fulgurante velocidad a la que circulábamos, al llegar a Florencia me bajaría en marcha, que mi mayor deseo era disfrutar de la Navidad con mis ancianos padres, tras los más de dos años transcurridos desde mi último permiso invernal. El oficial, con semblante sonriente, me respondió que tenía orden de conducirnos a Tarquinia y que si me escapaba podría meterme en líos, a lo que yo le contesté que nada sería peor que lo padecido en el frente y durante el cautiverio en Alemania.
Procediendo muy lentamente llegamos a Pistoia. Tras una breve parada se reanudó la marcha para a continuación volver a detenerse unos minutos en Montale Agliana. En media hora más alcanzamos Prato, desde donde ya se respiraba aire florentino, dada la poca distancia a la metrópoli toscana. Era noche cerrada cuando dejamos la ciudad de las hilaturas. Pasamos por Calenzano y Sesto Fiorentino. Al llegar a Castello, a lo lejos, divisé la capital toda iluminada, donde destacaban la cúpula del Duomo y la torre del Palacio Viejo. Me conmoví al tiempo que sentí una gran alegría.
La estación anterior a la Central de Florencia era Rifredi, donde yo pensaba, como fuera, abandonar el tren. Al entrar el convoy en el cambio de agujas y aminorar la velocidad para detenerse en el apeadero, aprovechamos, otros cuatro y yo, para bajarnos en marcha, saltando por el lado opuesto a la salida de los víajeros, por la parte de las vías, conocedores de la existencia de un paso a nivel cercano, que nos facilitaría la huida evitando los controles existentes. Tras caminar unos metros por la escarpadura de la plataforma, nos topamos con una pareja de carabineros, un guardia y su adjunto, un granadero, asignados a la vigilancia de la linea férrea. El responsable nos preguntó de dónde veníamos y nos solicitó la documentación. Respondimos que acabábamos de dejar el tren que estaba allí estacionado y que no disponíamos de ninguna identificación, que a bordo todos eran soldados italianos liberados de los campos de prisioneros en Alemania, de donde procedíamos. Según escuchó nuestra respuesta, el granadero se dirigió a su superior diciendo: "Deja que se vayan, pobres hijos. Así podrán llegar pronto a casa, a pasar la Navidad con sus padres o con la mujer y los hijos". El carabinero nos dijo que nos fuéramos corriendo y que si alguna patrulla nos paraba no reveláramos este encuentro, porque de lo contrario les crearíamos graves problemas y podrían ser castigados duramente.
Alcanzamos la carretera que se dirigía a Rifredi y nos montamos en un remolque del tranvía 8 que estaba allí parado. Como cobrador había una señorita que nos pidió el importe de los billetes. Le contestamos que sólo teníamos marcos alemanes, que rechazó por no poder aceptarlos. Nos conminó a apearnos para ella poder tocar la señal de trompetilla de orden de marcha, a lo que le repliqué que tuviera paciencia, que podía tocar la trompetilla o el trombón, pero que nosotros no nos bajábamos, porque teníamos prisa por llegar a casa. Mientras discutíamos con la tranviaria, se entrometió un anciano y distinguido señor, que, de forma arrogante, nos reprochó que no era una forma educada de tratar a una dama. Resentido le respondí que tenía razón, pero que nosotros no podíamos tener dinero italiano, porque, aún siendo italianos, eramos también, desgraciadamente, soldados italianos1, repatriados y provenientes de campos de prisioneros en Baviera. En cuanto escuchó mis palabras, el caballero cambió de tono y su actitud mutó de arisca a benévola, se dirigió a la cobradora, la tranquilizó, le pagó nuestros billetes y comentó lo mucho que debíamos haber sufrido. Al llegar al final de trayecto, en vía de los Pecori, se empeñó en llevarnos al bar Italia. Nos invitó a café, nos ofreció cinco cigarrillos a cada uno y nos dio dinero para poder coger el tranvía. Deseándonos felicidades, nos estrechó cordialmente la mano, se despidió y se fue a paso vivo.
Llovía y yo estaba en vía de los Pecori, esperando el tranvía 15 para casa. Vestía de forma desaliñada y estrambótica, ni de civil ni de uniforme militar. Llevaba unas polainas alemanas, un chaquetón de color amarillento de soldado italiano, una chaqueta que me había hecho confeccionar por un sastre en Bilburg, aprovechando un abrigo que me había regalado un prisionero francés, y me cubría con una gorra de paño de aire deportivo. Cargaba un baúl de madera con todas mis pertenencias. Llevaba tiempo allí y había tenido que dejar pasar dos o tres unidades porque mi voluminoso equipaje me impedía abordarlas. Rondaban la parada una pareja de carabineros que, por dos veces, me habían echado un atento vistazo, esperando mi reacción. Quizá mi extraña indumentaria les había levantado sospechas. Tras un rato de cavilaciones, decidí lo que consideré más conveniente, alejarme caminando, no fuera que a los uniformados les diera por interrogarme y terminara en el cuartelillo, perdiéndome la celebración de la Navidad en familia. Me encaminé hacia mi casa, pasando por la plaza Antinori, la Cruz del Trebbio, la plaza de Santa Maria Novella, la plaza Manin, recorrí parte del Lungarno Vespucci, que me llevó al puente colgante, donde crucé el Arno. Tras atravesar el barrizal de vía Bronzino, tomé la vía Pisana. Desde este punto hasta casa de mis padres había algo menos de dos kilómetros. Empecé a tener la sensación de que no llegaba nunca, como si, en lugar de avanzar, retrocediera, como si el camino no tuviera fin, tan grande era mi deseo de recorrer esa distancia rápidamente. Mi mente, cansada, comenzó a elucubrar, pensando si mis padres estarían vivos, si habrían tenido fuerzas para soportar tantos tormentos, especialmente mi madre a quien había dejado dos años antes delicada de salud. Con estos fúnebres pensamientos rondándome la cabeza, la fatiga acumulada y las fuerzas disminuidas , parecía que el camino no terminaba jamás.
Me dí ánimos para sortear el desfallecimiento. En la acera derecha de la vía Sant'Angelo me detuve para cambiarme el pesado baúl de hombro, a unos 120 metros de mi ansiado destino final. Me adelantó una pareja y el hombre, al verme, dijo a su acompañante: "Mira, María, este soldado vuelve a casa por Navidad". Él no me había reconocido pero yo me percaté de que era un viejo amigo de mi padre, por lo que me dirigí a él diciendo: "Cecchino, ¿qué tal va?". Me miró al oírme y, al darse cuenta de quien era yo, se ofreció a llevar mi equipaje. Recorrimos los pocos metros que nos quedaban hasta la morada de mis padres, en el número, en aquellos tiempos, 394. La casa no daba propiamente a la calle, sino a un pequeño patio, donde había otras dos viviendas. La puerta estaba abierta. Pensé que el conocido de mi padre, que se había adelantado, habría anunciado mi presencia. Entré directamente, saludando: "Buenas noches, ¿cómo va?". Mi pobre madre, que estaba junto al hogar, con el fuelle en la mano, gritó: "¡Mi niño!", y se me colgó del cuello, llenándome la cara de besos. Casi perdí el sentido por la emoción. Cuando me recuperé, pasado algún minuto, la garganta me ardía porque me habían hecho ingerir una taza de café con coñac muy caliente.

1 En la Gran Guerra, la existencia de imperios multinacionales como el otomano, el austrohúngaro o el ruso, y las grandes bolsas de irredentismo, condujeron a que muchos soldados combatieran bajo bandera distinta a la de su identidad nacional.
 
Ubaldo Baldinotti (1890-1970), nació en Florencia, hijo de un modesto zapatero. Fue un alumno aplicado que tuvo que dejar los estudios muy joven para ayudar a su familia, trabajando como orfebre y colaborando también con su padre. En 1911, fue llamado a filas y enviado a la guerra contra Turquía, aunque fue licenciado pronto por ser hijo único. Nuevamente reclutado en 1915, luchó en el frente del Trentino y en las trincheras del Carso. Hecho prisionero tras la debacle del ejército italiano en Caporetto, fue internado en un campo de concentración en Baviera hasta el final de la guerra. Durante su cautiverio padeció la gripe española de 1918. Escribió unos diarios que cubren todo el período de la Gran Guerra, conservados en el Archivio Diaristico Nazionale de Pieve di Santo Stefano, http://archiviodiari.org/. Maltrattati in Italia es un capítulo de esas memorias.

17 julio 2020

Elucubraciones de una lagartija

José Luis Chaparro



Cuando el gordo de mi jefe me llamó a su oficina, me invitó a tomar asiento y me habló poniendo cara de pena, sudando como recién salido de una sauna, se confirmaron todas mis sospechas. Lo que iba a hacerme era como cortar la cuerda de un alpinista en pleno descenso vertical, negar agua a un perdido en el desierto o robarle el abrigo a un esquimal en plena tormenta de nieve. Sentí la misma impotencia que sentiría una lagartija al ver, aterrorizada, cómo se agrandara sobre ella la sombra de una bota del 45 con refuerzo metálico.
—Lo siento mucho canija. Tengo que despedirte. El negocio no va bien, a la gente ya no le gusta pintar sus coches, los seguros pagan poco…
El mundo, el universo entero tenía la culpa, menos él, que era el dueño del negocio y de la bota. Apartó las llaves de su nuevo Mercedes, me colocó delante unos papeles y, con toda amabilidad, me ofreció su exclusivo Caran D’Ache de oro. «Eso es mentira. Quieres darle mi puesto al inútil de tu yerno», pensé mientras firmaba.
—Abre bien los ojos —dije conteniendo el impulso de decirle a la cara lo de su yerno— o llevarás este negocio a la ruina.
Cuando firmé, me arrebató el boli de la mano, recogió su copia con rapidez, supongo que temiendo que pudiera arrepentirme, y me entregó un sobre. «Cuéntalo si quieres», dijo, pero ni siquiera me molesté en hacerlo.
—El verdadero motivo de tu despido es para contratar a mi yerno —me espetó, como si se sintiera orgulloso de haberme engañado y soltó una sonora carcajada que hizo balancear su gelatinosa papada—. Espero no volver a verte la cara —añadió.
—Ojalá sea así. La porquería de sueldo que me pagabas tampoco me compensaba por aguantar la tuya… no te creas —repliqué resignada.
Me levanté, doblé el sobre y lo metí en un bolsillo trasero de mis vaqueros.
Una vez oí decir que guardar algún documento, por ejemplo una tarjeta de visita, en el bolsillo de atrás, era como hacer un desprecio a la persona que te lo entregaba. Lo hice adrede, por si mi jefe también lo había oído, y salí.
Por fin era libre para morirme de hambre. A mis cuarenta, a pesar de ser muy buena en mi profesión, el futuro no se me antojaba fácil.
En eso pensaba mientras caminaba absorta quitando restos de pintura de mis cutículas, cuando me sobresaltó el estruendo del claxon de un coche negro, detenido a un centímetro de mí. Del susto, faltó poco para que diera con mi pellejo en el suelo. El conductor, gigante como un luchador de wrestling, bajó del coche fúnebre con cara de asesino, como si quisiera convertirme en su cliente allí mismo, cuestionándose a gritos si yo era idiota mientras reprimía el gesto de propinarme un guantazo en toda la cara, lo que seguramente me hubiera dejado lista para ocupar la parte trasera de su coche.
Siempre pensé que si algún día fuera atropellada, prefería que lo hiciera una ambulancia o un elegante coche fúnebre como el que tenía delante, dependiendo de la gravedad de las lesiones. Así todos nos ahorraríamos muchas molestias. «No es momento para estas absurdas disquisiciones», pensé. Supongo que consciente del daño irreparable que me provocaría un solo bofetón suyo, ni siquiera demasiado fuerte, la ira del conductor pareció ir disminuyendo por segundos y aproveché para disculparme por el despiste.
El matón me dio la espalda, masculló una maldición y se metió en su coche. Mientras se alejaba memoricé la matrícula. Teniendo en cuenta que seguía viva después de mi encuentro con aquel mastodonte, pensé que si me moría pronto, sería de justicia devolverle el favor, sobre todo para bien de su negocio.
Mientras pensaba en ello noté que me dolía la rodilla izquierda. De nuevo me sentí tan insegura como una lagartija, esta vez, sorprendida tomando el sol en el patio de un colegio a la hora del recreo. Después de recorrer dos calles volví a ver el coche aparcado frente a una funeraria que no sabía ni que estaba allí, a pesar de que pasaba por la puerta a diario. Lo más probable es que no la hubiera visto hasta ese momento, ya que no entraba en mis planes morirme pronto.
Ensayé un poco la cojera dando cuatro o cinco pasos; di la vuelta, repetí y, por fin, me decidí a entrar.
—Hola. Quisiera hablar con el conductor del coche que está ahí fuera —pedí al magnífico ejemplar masculino del mostrador, que me dedicó una sonrisa mientras me observaba con curiosidad.
—Espere un segundo, por favor. Ahora mismo le aviso —respondió mientras descolgaba el teléfono y pulsaba un botón.
Era guapo y además, educado. Calculé que tendría treinta y pocos.
—Gracias —respondí, mientras oí que decía: «Papá. Te buscan aquí fuera».
Sonó una puerta y el matón apareció por el pasillo mirando al suelo. Me parecía imposible que ese bigfoot fuera el padre de aquel monumento del mostrador. Cuando el bigfoot levantó la cabeza y me vio, se detuvo un instante paralizado por la sorpresa y de repente aceleró su paso hacia mí.
—¿Qué pasa ahora? —masculló con malos modos, mientras colocaba su brazo sobre mi hombro empujando un poco para dirigirme hacia uno de los rincones, lejos de la puerta de entrada y alejado también del mostrador.
—Me duele la pierna. —dije señalando hacia abajo.
Eso lo descolocó y decidió retirar su mano, como si hubiera sufrido una descarga eléctrica.
—¿La pierna? ¿Y a mí qué me cuentas? ¿Qué te crees que esto es un hospital? Creí que sabías que a nuestros clientes ya no les duele nada.
—Eso ya lo sé. No necesito de vuestros servicios. Lo que quiero es que me des tus datos para el seguro —respondí casi susurrando— perdí mi trabajo hace un rato y necesito dinero. Si no, iré al médico y luego a la policía para contarles que me atropellaste —añadí para parecer convincente.
—¿Qué te atropellé? ¡Pero si ni siquiera te toqué!
—¡Ya! Tú y yo lo sabemos, pero ellos no. Además, a ti qué te importa. Tendrás seguro ¿no?
El matón se acarició la barbilla mientras me inspeccionaba de pies a cabeza. Creo que por un momento pensó en asesinarme allí mismo. Hubiera sido fácil. Después podía meter mi cadáver en una caja de las más baratas y sacarme de allí, teniendo en cuenta que a nadie le resultaría raro verlo salir con un fiambre.
—¡A ver! Tú, ¿qué sabes hacer… aparte de ensuciarte las manos?
—Reparo y pinto carrocerías. Soy experta en pinturas y tengo las manos limpias. Esto es pintura y no se quita. Ya viste lo que pasó cuando intentaba limpiarme las uñas. Por poco me cuesta la vida —respondí mostrándole el dorso de mis manos.
Quería mirar al monumento del mostrador, pero la imponente figura de su padre tapaba todo mi campo visual. Parecía hacerlo adrede.
—Así que reparas y pintas… ¿eh? Y eres una experta en pinturas. Vale. Si te doy trabajo… te olvidas ¿de lo otro? No es que me preocupe demasiado, ya que no podrías demostrar nada, pero tengo un puesto vacante y necesito cubrirlo.
—¿Que me darías trabajo? De qué.
—Pues de reparadora y pintora de carrocerías. De qué va a ser. Espera aquí un momento.
Mientras esperaba me acerqué al mostrador, pero él debió sospechar algo porque tardó menos de un minuto en regresar para entregarme un compact-disc dentro de una funda de plástico transparente.
—Te estudias bien esto durante el fin de semana y, si te interesa, el lunes vienes a las nueve, pero con las manos limpias. Si no, por tu bien, será mejor que no vuelvas a aparecer por aquí.
Cogí el disco, y si el mamut que era su padre no hubiera permanecido vigilante hasta que salí, hubiera cogido también a su hijo para llevármelo a casa. De todas formas, antes de salir le guiñé un ojo con disimulo, como haría cualquier lagartija habilidosa y él me devolvió una sonrisa que podría fundir acero.
Entonces me pasó como a sus clientes habituales: que ya no me dolía nada.
«Los sumerios, los egipcios, los romanos… preparaban los cadáveres, los perfumaban y los vestían con sus mejores galas para que los amigos y familiares pudieran verlos y despedirse de ellos…».
Así comenzaba el curso acelerado que debía aprender antes del lunes. Tres horas y media hablando de difuntos, que multiplicadas por cuatro veces que lo vi… pues eso: más muertos que en una película de Tarantino.
El lunes, a las nueve en punto, estaba en la funeraria. Al verme llegar, el modelo del mostrador me sonrió de nuevo, y no esperó para llamar a su padre. Todavía no sabía que estaba a punto de convertirme, por el momento, solo en su compañera de trabajo.
—¿Sabías que algunas religiones creen que el cuerpo no es más que una especie de carrocería? ¿Un envase no reutilizable? Es decir: que cuando muere el cuerpo, creen el espíritu lo abandona en espera de que se le conceda otro —me explicó el mastodonte, matón, bigfoot filósofo que después supe que se llamaba Juan.
—Apasionante.
Con la cara de asesino que puso, de nuevo me sentí lagartija; pero esta vez me duró menos.
—Como debiste ver en el curso, tu trabajo consistirá en reparar, maquillar y peinar a los fallecidos, además de perfumarlos y vestirlos para los velatorios.
—Vale.
—Si se trata de una mujer es probable que se te dé mejor, ya que pueden pedirte cosas como que le pintes los ojos y los labios de un determinado color porque en vida siempre lo hacía así; incluso algunos familiares desean que sean enterrados con sus joyas u otros objetos personales —decía mientras recorríamos el pasillo.
—De acuerdo. No hay problema.
Entramos a una sala. Tumbado sobre una camilla vi un bulto grande cubierto por completo por una sábana, excepto los pies.
—Ese será tu primer trabajo —dijo señalando hacia la camilla—. Tiene los ojos abiertos como platos. Lo recogimos ayer por la tarde. Se daba una comilona en un restaurante de lujo y, según dijeron, se atragantó con un trozo de solomillo al roquefort. Ahí tienes los utensilios, tu bata, su traje y una bolsita con sus efectos personales. Su familia desea que los lleve.
—Está bien —dije dispuesta a olvidar para siempre mi empleo anterior.
Como dijo mi jefe, lo más probable es que nunca más volviéramos a vernos las caras.
—Me marcho. Aquí encima te dejo estos papeles para que los leas y los firmes. Es el contrato.
Apenas presté atención a lo que leía. Cuando vi el sueldo y recordé la sonrisa del mostrador, supe que lo que me convenía era firmar. Necesitaba un bolígrafo y busqué entre los efectos del difunto.
Allí lo encontré.
Un exclusivo Caran D’Ache.
Y era de oro.

11 julio 2020

El atentado

Julio Sánchez Mingo

Fiscalía de Ciudad de México
El atentado cometido hace un par de semanas contra el secretario de Seguridad de Ciudad de México reúne todos los ingredientes que, día a día, minan, corroen el país norteamericano. Una situación ante la que todos, vergonzosamente, miramos para otro lado. Nos encogemos de hombros y nos autojustificamos pensando que, dada la estructura política, social y económica de México, es inevitable que sea así y que nadie puede cambiar nada. Cada cual trata de mantener su propio statu quo, mientras se encomienda a la guadalupana para que el desastre no lo golpee. Resignación y egoísmo a raudales.

Menudo cóctel se sirvió aquella infausta mañana de la agresión: violencia desatada, maldad infinita, crueldad, desprecio por la vida ajena, narcotráfico, un estado fallido, desigualdad, corrupción que todo lo impregna y todo lo ensucia, lo mejor y lo peor de los modos de vida, restaurantes de lujo en Polanco y un puesto callejero de quesadillas a la salida del metro Auditorio, infraviviendas en el extrarradio y mansiones en Lomas, alta tecnología para hacer el mal, balas perforantes del 50 (12,7 mm) y granadas de fragmentación, despliegue ostentoso de medios de autodefensa de un responsable gubernativo que no puede evitar la muerte de dos servidores públicos, una humilde familia que acude unida a trabajar y queda rota, una actividad económica irregular, informal como allí la llaman, y, poniendo la guinda, el furgón, supongo que robado, rotulado con una de las marcas que maneja el hombre más rico de la nación, uno de los diez mayores potentados del mundo, que los asesinos utilizaron como barrera.
Balance: unas abuelitas con mascarilla llorando desconsoladas en la acera, mientras se desarrollaban las labores periciales, y una familia sin recursos para poder dar tierra dignamente al sostén de todos ellos, que ese fatídico día reanudaba su actividad tras el confinamiento. ¡Qué pena!

06 julio 2020

Los próximos serán la bomba

Julio Sánchez Mingo

Recordando a Mercedes

Baile de la alpargata. Nuevo Casino. Pamplona. (pamplona.es)

Chon, como tantos pamploneses, está soñando todo el año con Sanfermines. Da gusto escucharle contar lo que le gustan y lo bien que lo pasa durante las fiestas. Es la pura imagen de la felicidad, de la ilusión, que transmite a todos los que la rodean.
Pero este julio no habrá Baile de la Alpargata en el Casino, encima del Iruña, donde siempre se ha divertido como una loca, marcándose unos pasodobles y desayunando chocolate con churros.
Es muy familiar y, todos los años, a la hora del chupinazo, el 6 de julio, reúne en su casa a parientes y amigos a brindar con tinto y champagne francés, y tomar lo que ella llama un tentempié. Siendo gente de buen yantar, nos podemos imaginar lo que zamparán: las ricas tortillas de patata que prepara, y rabas y croquetas y... Con esta juerga no creo que pueda terminar ni el morlaco del coronavirus, que menudos pitones tiene y terribles derrotes tira. San Fermín se merece la celebración y Chon disfrutar de ella.
Como es positiva y optimista se toma la suspensión de las fiestas con buen humor y no deja de pensar en las próximas, libres del microbio. Seguro que serán la bomba, marcarán época.