El
día de la libertad
Roberto Omar Román
Montaje de Carmen Mares, www.decopared.com, sobre La ejecución del emperador Maximiliano, de Édouard Manet. |
Llegó a tiempo para presenciar el fusilamiento. Cinco hombres vestidos con bermudas a cuadros rojos con rombos amarillos, playeras negras y zapatos de minero apuntaban sus carabinas al pecho de su padre. Y otro, con insignias de coronel en el desteñido saco verde oliva y un machete en alto, estaba inmediato a gritar la orden de ¡Fuego!, pero al verlo llegar hizo un enfadoso ademán de pausa.
Nervioso,
pasó con lentitud frente al destacamento, sintiendo la cara estallar
de vergüenza. Los espectadores de la primera fila, los que pagaron
boletos más caros, en su mayoría sexagenarios ávidos de crueldad,
maldijeron y lo siguieron con mirada rencorosa hasta que tímido
ocupó un lugar en las gradas superiores, justo donde un vendedor
ofrecía calaveritas de chocolate con el nombre de su padre grabado
con letras verdes de azúcar. Tres hileras abajo divisó a su
hermanita sentada en las piernas de su madre, lamiendo una paleta de
caramelo. En las butacas centrales reconoció a los vendedores de
muebles a domicilio, junto a los abarroteros de la colonia,
observando con binoculares. Los recordaba por sus violentos reclamos
de abonos atrasados y víveres fiados, cada quincena. A unos vecinos
que odiaban a su padre por haberles robado, aunque nunca quedó
demostrado, un par de gallinas criollas, los localizó en palcos de
segunda, filmando.
Miró
a su padre: pálido, flaco, erguido con dificultad, atado de manos a
la espalda, con los ojos vendados y sosteniendo en los labios
temblorosos un cigarro encendido. El coronel sacó un pañuelo
mugroso y se enjugó con brusquedad el sudor de la cara. Consultando
despreciativo el reloj, se talló las sienes hasta enrojecerlas.
Tenía prisa en terminar y largarse a tomar cerveza.
El
comando ejecutor: cinco tipos enclenques de bajo perfil castrense,
debían pararse en las puntas de los pies para alcanzar la altura
reglamentaria en un fusilamiento. Sostenían carabinas de museo,
remendadas con emplastes de madera y caucho.
Temía
que su padre no muriera de inmediato y tuvieran que rematarlo a
cuchillo como a un perro. La cláusula principal especificaba en el
contrato de ejecución una descarga de cinco disparos al pecho. Y, en
caso de sobrevivencia, decretaba la ultimación con arma punzante
infligida por su familia, con la penalización de ser considerado
como un homicidio consensual. Por otra parte, de no morir a tiros, lo
familia se obligaba a devolver al público defraudado el doble del
importe de las entradas y a enfrentar cargos por perjuicio moral a
terceros, aunado a que la viuda heredaba las deudas del condenado.
La
voz insulsa del vendedor de dulces le recordó cuando su padre lo
premiaba con pastelillos y frituras por obtener buenas
calificaciones. Y él, en realidad lo que deseaba era dinero para
comprar cigarros y fumarlos a escondidas con sus amigos en el baño
de la escuela.
El
dinero siempre escaseó en casa; en cambio, las frecuentes
discusiones de sus padres abundaron en insultos y soeces reproches.
La madre, histérica, con los puños en alto juró a sus hijos la
liberación.
El
coronel exigió silencio raspando corajudo la punta del machete en el
piso y aprisa concluyó el protocolo de fusilamiento.
Luego
de un breve silencio de admiración, los asistentes aplaudieron. El
clamor se intensificó cuando, en cumplimiento a la última cláusula
del contrato, el hijo retiró el cigarro del cadáver y terminó de
consumirlo. Los eufóricos vendedores de muebles a domicilio lo
abrazaron y le mostraron catálogos de aparatos electrónicos, los
abarroteros le ofrecieron paquetes de cigarros a crédito. La
jubilosa viuda se paró sobre su butaca, y soltando un par de
gallinas flacas ocultas bajo su faldón gris, gritó a toda voz ¡Que
viva la libertad!
Antes
de despedirse, uno de los tiradores arrebató una calaverita al
vendedor de dulces y la obsequió a la hermanita. La madre besó la
mejilla del coronel, le arrancó las insignias y coqueta le preguntó
si le invitaba una cerveza.
Me he sentido en la Edad Media o no tanto en algunos países las ejecuciones tienen espectadores y algunos incluso son voluntarios para disparar.
ResponderEliminarMe he sentido en la Edad Media o no tanto en algunos países las ejecuciones tienen espectadores y algunos incluso son voluntarios para disparar.
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