07 agosto 2020

El violinista

María Pérez Herrero

Sigue lloviendo y yo continúo con estos Capricci. Ahora empezaré el número 24, en La menor, mi preferido. Cierro los ojos como siempre que me quiero evadir. Apenas empiezo los primeros compases oigo unos pasos que vacilan y regresan a la esquina donde me encuentro en este pasadizo subterráneo. Continúo. Noto una presencia que me despierta y me llama en silencio. Entre compás y compás entreabro los ojos.

De repente, volví al pasado. Los ojos que me están mirando dibujan una breve incógnita con su entrecejo fruncido y la boca abierta de asombro. De golpe llegan los años, cinco, diez, quince y hasta veinte años... y allí enfrente Carlitos, el pequeño Carlitos Gómez de Olaizola y Guzmán de Osuna que no tiene ya diez añitos. Ese niño pulcro de educación particular de misses, froilans, señoritas, preceptores, educadores, chóferes, cocineras y doncellas de hace veinte años. Ahora está sólo frente a mí, interrogándome con su mirada, y yo, vestido de negro, como siempre, pelo lacio negro, anudado en una coleta negra, piel blanca casi transparente y ojos negros, yo, sigo tocando y retrotrayéndome veinte años atrás, a mi lejana Colombia.

       —¡Señoooraaaa..., mi doñaaa..., el músicooo... llegóóó!

    Por Dios, Luzmilda, cuántas veces le tengo dicho que así no se le llama. Le tiene que anunciar correctamente: Maestro Sebástian, de la familia de los Salinas, los Salinas de la finca de “El Cerro”, un gran músico, el profesor de Carlitos, un gran artista, ¡Carlitos!, rápido, el violín, laváte las manos...., ¡por dios!, este niño ¿dónde estará?, nunca está preparado.

    ¡Qué pena con usted, maestro!, siéntese aquí, le esperaremos juntos, tomaremos un tintico, cuénteme..., cómo le hubo, cuénteme, ¡cómo le fue!, y qué más,...ya sabe que le espero el próximo sábado, a las diez, una velada sensilla, vendrá el alcalde, no se me olvide del violín...nos deleitará usted con su arte ¿verdad?... nos interpretará a Paganini, tocará “La Campanella...., ¡no, no, no.., divino!....qué fuerza.... y se me pone usted de negro, todo de negro, le luce tan lindo con ese pelo suyo...

La tarde tropical nace sobre la lluvia de todos los días y el sol rasga las últimas nubes. El salón está fresco con una suave corriente que llega del amplio patio central abigarrado con sus descomunales matas y verdes plataneras, hojas desbordando el espacio, el guayacán amarillo, ahora en flor, el denso aroma arrastrando deseos prohibidos, los anturios, las impúdicas orquídeas, las carnosas bromelias, los acantos, las sensuales clivias con sus flores naranjas, y en medio ella, toda ella, doña Encarnación María de Gómez de Olaizola, poderosa, atrevida. La mamá de Carlitos. El cuello blanco descubierto, un poco más abajo el escote marfil, la blusa semitransparente de gasa granate apenas cubriendo unos pechos desafiantes... Y esa mirada, esos gestos invitando... jugando... o simplemente soñando con... él. Él con sus recién veinte años, de gran futuro como violinista, como maestro ya reconocido, ocupando un lugar en la orquesta sinfónica de la ciudad de Medellín, en el Teatro Pablo Tobón Uribe, de renombre ya en toda Colombia, el recital de los domingos en la Basílica de la Candelaria, y al mismo tiempo dando clases particulares para saciar el deseo de las madres insatisfechas con hijitos cuyo arte no es ni será precisamente la música.

Y ahora, con la mirada penetrante y sonrisa sarcástica adivinando los avatares transcurridos en esos veinte años, allí enfrente Carlitos. El “pequeño” Carlitos Gómez de Olaizola y Guzmán de Osuna, con su gabardina inglesa, dejando entrever un traje impecable de corte inglés y zapatos ingleses, todo él fiel reproducción de su dinastía blanca, rica, poderosa y oligarca de ciudad latinoamericana.

¿Explicarle, o, mejor perpetuar el consentido olvido y mantener la memoria borrosa de esos años? sigo tocando mientras recuerdo. Paganini, siempre.

Primero fueron los recitales privados, el éxito en las pequeñas ciudades, luego las giras por México, Venezuela y Ecuador, y en medio ella, siempre ella, doña Encarnación, la protectora, absorbiendo el aire que respiro, invadiendo mi espacio, manejando mi música, chupándome como mantis religiosa y por encima de todo organizando la representación y la puesta en escena.

Tocarás La Campanella, y los Capricci, vístete de negro, como Paganini.... te luce tan lindo..., puro siglo XIX, qué romántico... y misterioso...

Y yo emulando a Paganini, prestándome a ser espectáculo no ya de música sino pura exhibición de virtuosismo instrumental diabólico, añadiendo rumores de pactos satánicos con mi piel excesivamente blanca y mis ojos excesivamente negros, mis largos dedos afilados, mi extremada delgadez y mi pasión musical.

Al final, la desidia, la dejadez, el abandono, la lasitud que me embargaba en cada interpretación y el cansancio infinito de no ser yo, ni ser música, ni arte. Y de pronto, de gira, en el prestigioso auditorio nacional de Madrid de la mano del director Gordan Nikolic, con el concierto nº 1 en Re Mayor de Paganini surge la transformación, ahora sí, real, íncubo de la ira y espíritu de la agonía, el arco expresivo y mis dedos atrapando notas y exagerando pizzicatos. Ahí nací de nuevo, cerrando el concierto con una ovación grandiosa y entregando como propinas por primera vez mis composiciones atrevidas, estridentes. Mis movimientos eran cada vez más desafiantes para ese público que tenía mimado con tantas armonías y tanta Campanella. Yo me expresaba intenso y atonal, como un nuevo ser arrogante retomando mi propio destino, forzando la brusca ruptura de mi crisis y sellando el vacío de mi existencia. Se terminaron para siempre los saludos de cortesía, las invitaciones al diván con sonrisa hueca y conversación estúpida. Yo conduciría mi vida, sería en adelante el intérprete maldito, el que tiró por la borda su vida de lujo y placer.

Estamos los dos observándonos, llevamos cuatro minutos aguantando la mirada, todavía quedan otros dos para terminar este Capriccio que me alimenta y que ha detenido el tiempo, nuestros rostros se han suavizado, el mío antes tenso por el recuerdo ahora transmite serenidad y Carlitos atento aspira los sonidos que tan bien conoce, que en su día también supo despertar y sonríe por primera vez admitiendo un pasado del que fue testigo silencioso. Mira el reloj. Se acerca y deja caer una tarjeta. Mejor así. Ambos necesitamos pensar detenidamente si nos queremos encontrar. Nos sonreímos y termino los últimos compases mientras le veo alejarse abstraído. Recojo mi bandeja con varios euros y pienso en mi próxima composición, Libertad.

María Pérez Herrero es la autora de la novela histórica Ni Locas, ni tontas, publicada por el sello Espasa Narrativa, del Grupo Planeta, esta pasada primavera, www.planetadelibros.com/libro-ni-locas-ni-tontas/303439.

3 comentarios:

  1. Una curiosidad tremenda. ¿Qué pasará? ¿Se encontrarán? ¿Llegarán a comentar la tiranía de esa mujer odiosa? Esa bruja capaz de torcer, si no la vocación, sí la trayectoria de un músico prometedor.
    Me he quedado con ganas de más.

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  2. Preciosa narracion. Que bien describe la autora con agilidad en las palabras. Me ha trasladado al acento de aquellos lugares, a la fluidez del violin que emana la musica de Paganini. El profesor y el alumno, o quizas sea el mismo?. Gracias.

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  3. Felicidades de mi parte a la autora. Un cuento escrito con exquisito equilibrio y distribución de los ingredientes. Gracias

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