Sola, no es soledad
Amparo
Morales
Pasaba los veranos en el campo, donde un
niño crece libre. Mis abuelos vivían en una casona plantada en un
extenso terreno. Despertábamos al alba, el olor a pan tostado y
tocino a la brasa me sacaban de la cama para hacer algo… Siempre
había algo que hacer: visitar el ganado en el monte, recoger huevos,
cortar hortalizas del huerto, elaborar mermelada, envasar la conserva
de tomate… y siempre con la puerta de la calle abierta, por donde
los vecinos igual traían un bizcocho para ese flacucho
niño de ciudad, como pedían
ayuda para doblar la ropa de cama.
Todas ejercían de abuelas y abuelos de
los flacuchos de ciudad.
Por las tardes, cuando los nietos
volvíamos del río, o regresábamos con una brecha abierta por los
tirachinas, las abuelas nos recibían con unos bocadillos de pan
redondo donde cabía de todo.
Rafi, que había sido peluquera, el
último jueves del mes peinaba y daba el tinte a las abuelas y el
martes cortaba el pelo a los abuelos. Rosa, que fue maestra, los
miércoles nos convocaba en su casa para escuchar cuentos de Tolstoi
o recitar poemas de Antonio Machado y comentarlos. Mi abuela Amparo,
que había sido maestra bordadora, sacaba a la puerta de la calle su
bastidor y en un corro de vecinas, cada cual con su costura o
ganchillo, pasaban las otras tardes charlando y recordando tiempos
vividos y vecinos muertos.
Veía como cada año faltaba uno de
ellos: Pedro, el señor del bar, una de las pérdidas más sentidas,
porque el bar, aunque poco visitado por las abuelas, era tanto el
salón de juego, como el centro dónde se trataban los asuntos del
campo y las necesidades de los vecinos. Al año siguiente, Gloria,
que se quedó para mantener un ultramarino, pequeño, pero donde
podías encontrar de todo. Cuando Gloria murió, por turnos, los
abuelos iban a la ciudad con las listas de la compra que traían en
sus altos Land Rover. Mi abuelo era bastante desastre para ello,
nunca se ciñó a la lista.
—¡He añadido un caprichito!— decía
entregando el encargo.
También se enterraban los unos a los
otros. Lo descubrí cuando murió mi abuelo por la coz de una yegua
recién parida. Mi abuelo estaba en la tumba del 67, que era la que
tocaba abrir. El señor Cruz y Paco, los últimos jubilados que
habían regresado al pueblo, y los más jóvenes, fueron los
enterradores.
En la aldea, se lloraba poco, la muerte
era un quehacer más de la vida: talar castaños, arrancar malas
hierbas, geranios helados, sacrificar becerros… y morían los
abuelos.
Años después cayó muy enferma Rafi, ya
casi no podía levantar los brazos para peinar, pero seguía siendo
tan dicharachera y alegre. Todos los días, apoyada en su garrota,
visitaba a las vecinas antes de darse una vuelta hasta el molino. Mi
abuela la apreciaba mucho y dedicaban horas y horas a charlar; de
esas charlas que sanan. A Rafi, la oí decir un día, que ella lo
había llorado todo cuando su hijo murió en un accidente de tractor
y que desde entonces no había encontrado ningún pesar en la vida.
Todo era de agradecer. Reía con mis ocurrencias y siempre descubría
la primera amapola del año. Rafi, algunos días de tertulia
literaria, redactaba una crónica acaecida tiempo atrás y contada
con humor. Los miércoles pasábamos la tarde todos juntos.
—Para que estos flacuchos de la ciudad
nos conozcan mejor, que también fuimos jóvenes —apostillaba
sonriendo.
El corro a la puerta de la calle se iba
reduciendo, mas nunca faltaron dos abuelas en compañía, calladas o
en charla amable.
Tras la muerte de Gloria y los desastres
de los abuelos con la compra sucedió el milagro. César David subía
con su furgoneta los martes y los jueves para abastecerlos de pan,
pescado, carne… César David se convirtió en el salvador del
pueblo para los pocos abuelos que quedaban. César David era un
ecuatoriano simpático que hastiado de trabajar en un almacén,
decidió recorrer los pueblecitos y atender las necesidades de sus
vecinos. Era muy querido. Se hacía notar tocando la bocina, el día
que se retrasaba, las abuelas, reunidas en la plaza, esperaban
inquietas por si le hubiera pasado algo en la carretera. Cuando
llegaba era recibido con regocijo y regañina a partes iguales. Traía
tanto la medicina de la farmacia, como dinero del banco que los
abuelos le confiaban para poder darnos la paga. Se había ganado la
confianza, es la recompensa que tiene recibir buenos ejemplos y
valores en la familia. Sus padres trabajaron muy duro y se
desvivieron para sacarlo adelante. Tenía los valores del antiguo
castellano: honradez, bondad, pasión por el trabajo, humildad y
buena educación.
Todo esto no fue suficiente para
convencer a mi madre, que conminó a la abuela para que se viniera
con nosotros a Madrid.
—Estarás acompañada, y tenemos todo a
mano: la farmacia, el súper…— La abuela cedió cuando obtuvo de
mamá la promesa de volver si no se acomodaba.
Los días pasaban; yo al colegio desde
las ocho, mamá al trabajo y la abuela perdía energía aunque lo
disimulaba.
—¡Estos pisos parecen nichos! —me
dijo una tarde cuando pasé por casa para dejar la mochila y coger la
bolsa del fútbol.
Mamá, con su horario de comercio volvía
a las nueve de la noche, pasábamos todo el día fuera, mientras la
abuela bajaba a la farmacia donde un brazo mecánico le dispensaba la
medicina, y una máquina le cobraba. Mamá le dejaba recados, para
tenerla ocupada, así los miércoles iba al súper. Lo odiaba.
—¡Cómo podéis necesitar tantas cosa!
—dijo un día que la acompañé—. Me aturden tantos pasillos, la
música, los colores, es como una feria. No hay un César David que
te recomiende qué género es hoy el mejor, todo está envasado, si
quieres cuatro te tienes que llevar ocho porque no hay envases de
cuatro, no puedo escoger los tomates, están en redes, las manzanas…
las del bodegón de mi comedor son más reales que estas, ¿quién ha
visto un manzano con manzanas enceradas?— decía contrariada.
Aunque lo que peor llevaba es que nadie nos saludara, ni supiéramos
de ellos.
—Ayer me ayudó a subir la compra un
joven muy amable del doce, me la pasó hasta la cocina— dijo
contenta por haber entablado relación con el vecino. Mamá entró en
cólera.
—¡Pero mamá!, ¡cómo puedes hacer
eso!, debe ser uno de los nuevos alquilados, ¡sabrá Dios quién
será!
—Pues a mí me ha parecido muy amable y
me ha recordado a mi César David, tenía su mismo acento. Por
cierto, hoy los he convidado, a él y a su niña, a merendar en la
terraza de la esquina.
—¡Pero mamá!, esa cafetería ha
estado cerrada mucho tiempo, ahí debe haber de todo.
—En eso sí tienes razón, ahí hemos
comido unos dulces de miel y almendras exquisitos. Cuando me vuelva
al pueblo me llevaré un buen cargamento, porque me ha dicho Sara, la
señora del pañuelo, que me daría la receta si es solo para consumo
particular. Por cierto, me vuelvo al pueblo, os dejo Madrid para
vosotros, está decidido. Así que no me mandes nada para las dos
próximas tardes, que tengo que aprender a hacer esos dulces que
toman en el Ramadán. Se llama así la fiesta, ¿verdad, hijo?
—Sí, abuela— dije yo al tiempo que
aprovechaba la oportunidad.
—¡Pues, mamá! —dije yo emocionado—
¿acompañamos a la abuela y pasamos las vacaciones de Pascua en el
campo?
—Por mí, no hay problema, lo que
queráis. Os vendrá bien pasar un tiempo en contacto con la realidad
y olvidar tantos prejuicios, tantos miedos…—dijo mirando retadora
a mamá—. La vida es relacionarse, compartir vivencias, aprender de
los otros, eso nos enriquece, y no tener un brazo que te da las
pastillas, o una máquina que te cobra, os da las gracias y a la que
contestáis. Yo en el campo no siento soledad, estoy sola, sí, pero
en casa encuentro compañía con mis recuerdos y con solo salir de
ella siempre hay un vecino con quien charlar, pero aquí… Vosotros
no os dais cuenta porque sois parte de esta maquinaria infernal, pero
en los tres meses que llevo, la tarde de ayer, fue la mejor:
compañía, charla, unos dulces y conocer a los que nos rodean. ¡Lo
esencial de la vida no es mucho más!
—Pero, mamá, te apunté al taller de
lectura y solo fuiste un día.
— Dos, porque uno fue por ordenador.
Hija, lo siento, pero no me hago a ello; yo no conocía a nadie, ni
ellos a mí, éramos extraños retratados en una pantalla.
—En la asociación de vecinos siempre
hay actividades, mamá.
—Pues ahora que lo dices, nos separan
por edades, como en un colegio. A mí me apetecía enseñar a coser
al grupo de jóvenes que estaban interesadas, pero como no estaba
programado…, para los de mi edad había campeonato de parchís. No,
no tengo nada que reprocharos, pero pensad si os vale la pena, tantas
horas de trabajo, tantas cosas acumuladas y tan poca vida compartida.
Por cierto, el vecino ese tan atento, ha comprado el piso, son tres
de familia a la espera de un cuarto y es el nuevo pediatra del centro
de salud que nos pertenece, por si alguna vez necesitas algo. ¡Ah, y
los he invitado a que visiten el campo!
—¡Mamá, eres incorregible!
—A lo mejor, es que no hay nada que
corregir, hija.
Mi abuela Amparo volvió a su vida hasta
que la consumió. Ella descansa en la fosa del 71, y yo, escritor que
pasa largas temporadas en el campo, revivo el pasado porque aún es
César David el que nos abastece, y sigo yendo al monte a revisar el
ganado, y por las tardes salgo a la calle a charlar con mis vecinas y
ahora soy yo quien los miércoles los convoco para contar historia de
otros, para saber de los de aquí y de los de allá, mientras mi
madre regenta la gran casona reformada en una sencilla casa rural por
donde pasan peregrinos, viajeros, caminantes…, amigos tras una
charla… de esas que curan.
Por cierto, la casa se llama Soledad
donde Nicolás y Flor con sus hijos Jenni y Santiago, nuestros amigos
del doce, todos los años pasan la última semana de sus vacaciones
para recordar lo esencial de la vida.