27 agosto 2021

SOS Mar Menor

Carmen García Delgado

 

La Verdad de Murcia: Antiguo balneario en Los Alcázares, Mar Menor.

Desde hace un par de días es noticia de portada en los medios de comunicación la ingente cantidad de peces que aparecen muertos en el Mar Menor, la lenta y anunciada agonía de esta bella laguna de agua salada, la pérdida irreparable de otro lugar único.

El Mar Menor se muere víctima de la codicia de unos cuantos, de la desidia de otros muchos y de la complicidad criminal de quien pudiendo evitarlo no lo hace. Sí, criminal, porque atentar contra el medio ambiente, propiciar su degradación sin importar más que el beneficio económico cortoplacista que se extrae es criminal.

Atesoro preciosos recuerdos de infancia de algunos veranos en Santiago de la Ribera, de los baños en las aguas saladas y transparentes de ese Mar pequeño.

El Mar Menor era un lugar excepcional para veranear con niños; su poca profundidad permitía a los chavales aventurarse sin peligro en sus aguas transparentes y observar los miles de peces que lo poblaban, los caballitos de Mar. Podías pasarte horas en sus aguas cálidas, adivinar los nombres de los pueblecitos que se vislumbraban en las orillas: Los Alcázares, Los Nietos...

Cuando finalmente conseguían que salieras del agua notabas la sal en la piel, en las cejas, en las pestañas.

-¡Anda! Si tienes las cejas blancas, ja, ja, ja...

-Tú también.

Veraneamos en Santiago de la Ribera a finales de los años 50 y hasta 1961. Era la época de las secuelas de las epidemias de poliomielitis y en las orillas del Mar Menor había muchas criaturas que las padecían. Recuerdo verlas llegar a la playa caminando con muletas, las piernas sostenidas por aparatos de metal y cuero que les quitaban para bañarlas en la calmada salinidad de la laguna. Al parecer, muchos médicos de entonces recomendaban baños de Mar y sol en esta zona.

Un médico que pasaba consulta en Madrid y que se alojaba en el mismo hotel que nosotros les explicó a mis padres las bondades del Mar Menor, no sólo para las secuelas de la polio, sino también para otras muchas dolencias.

Por aquel entonces mis padres no tenían coche, pero mi tío Pelayo, que vivía en La Unión, nos llevó a conocer las salinas de San Pedro del Pinatar, donde anidaban flamencos, y La Manga, una lengua de tierra que separa el Mar Mayor, el Mediterráneo, del Menor, la laguna. Apenas había construcciones, todo era arena blanca, algunas colinas, olor de salitre y un punto donde se unían los dos Mares. Gaviotas, cañizos …

He vuelto varias veces y cada vez me costaba más reconocer los paisajes y olores de mi infancia, enterrados bajo enormes rascacielos y olor de cloaca según soplaba el viento.

Y ahora el Mar Menor se muere asfixiado por la especulación inmobiliaria, por los vertidos indiscriminados, por la incuria de quien debería cuidarlo. Ya no hay caballitos de Mar, ni aguas transparentes. Toneladas de peces muertos nos recuerdan el daño que le estamos causando a la naturaleza aquí y en otras muchas partes. ¿Seremos algún día conscientes de que nuestra supervivencia como especie depende de cómo tratemos a la tierra que nos sustenta? ¡Ojalá no lleguemos tarde!



21 agosto 2021

Benidorm

Julio Sánchez Mingo

 

Manuel Redondo: Benidorm desde el hotel Villa Marconi. 1940.

La primera vez que oí hablar de Benidorm fue a mi madre. Había pasado allí un verano con su hermana Teresa —la mayor de doce hermanos— y el marido de ésta, Manuel Redondo, un polifacético personaje de otros tiempos —empleado del Banco de España, bohemio, pintor, hijo de papá, con un fugaz enrolamiento en la Legión Francesa en Orán, antiguo aspirante a Caballería— del que guardo un cálido recuerdo. Creo que era 1940.

Le habían recomendado baños de sol para recuperarse de una intervención de osteomielitis que le había sido practicada en tiempos de la guerra y que comenzó a tomar —con un permiso especial—, mientras las bombas caían sobre la ciudad sitiada, en la azotea de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer de la calle San Mateo, donde su hermana mayor era profesora y ella había estudiado Comercio.

Se acomodaron en el hotel Villa Marconi, de la playa de Poniente, delante del que discurría la general Valencia-Alicante, que entonces atravesaba la minúscula población por lo que ahora es el paseo de la Carretera, una angosta calle peatonal, muy concurrida y animada, repleta de comercios y pequeños establecimientos de comida rápida para turistas y veraneantes, que conecta las dos playas y donde está emplazada la que yo creo farmacia más grande de la provincia de Alicante. Siempre me he preguntado como hacían dos camiones al cruzarse. A espaldas del alojamiento, en un reseco y calcinado erial, pastaban y triscaban los animales de un humilde cabrero. El mal endémico de la localidad era la falta de agua para beber y cultivar. ¡Cómo se reiría años después el alteano señor Miguel —un hortelano de infinita sabiduría, muy apegado al terruño, cuyos tomates eran apreciadísimos— cuando les vendía a los hoteles de Benidorm camiones cuba del oro líquido de su pozo para que saciaran las necesidades de sus huéspedes.

No tenían otra cosa que hacer que bajar a la playa, en albornoz, y los domingos por la mañana recorrer, ida y vuelta, bajo un sol de justicia, el trayecto hasta la iglesia parroquial para asistir a la correspondiente misa de precepto, todos vestidos recatadamente. Ellas con velo o mantilla, medias y los brazos cubiertos. Ellos con traje y corbata. Soporífero para una veinteañera que añoraba los bailes de verano de antes de la guerra en Pradoluengo. El conflicto y la posguerra truncaron su juventud.

Conocí Benidorm en 1965. Fui en agosto a pasar las vacaciones a la Olla de Altea, invitado por mis queridísimos amigos Picazio. Una tarde nos acercamos a la entonces meca emergente del turismo popular de playa y... piscina —sus dos arenales no tienen capacidad para acoger tantos bañistas como clientes sus alojamientos— a dar un paseo. A un mozalbete de Madrid como yo, el lugar no le llamó especialmente la atención. Los bloques de apartamentos eran similares a aquellos de las nuevas barriadas de la capital. El desarrollo hiperbólico en altura, los colosos actuales —grandes derrochadores de energía, dependientes de ascensores de gran velocidad y de un consumo desaforado de aire acondicionado— tardarían todavía en llegar. La plaza Triangular no existía y no estaba trazada la avenida del Mediterráneo. Sentado todo el grupo en el entonces existente poyete de la playa de Levante, avisté que se aproximaban dos vistosas y jacarandosas jovenzuelas. Di un codazo de complicidad acompañado de una mirada de inteligencia a Ughino. Su madre se percató de mis gestos y exclamó: —Pero si no valen nada, son todo tacones.

Para mí Benidorm se ha convertido en una ciudad de servicios, a la que acudo raramente desde Altea. En su día, de jóvenes, era nuestro destino predilecto para disfrutar de la noche y sus posibilidades. Ahora no me suscita mayor interés, aunque su modelo de desarrollo y lo procedente del mismo es objeto de estudio y controversias de sociólogos, urbanistas y arquitectos.

Esta semana me escribe Ughino y se lamenta de que "aquel mundo —ya tan lejano— al borde del mar, habitado por lagartijas, cubierto de almendros, de acequias invadidas por sapos enormes, de secos terrones utilizados como proyectiles, haya sido borrado, dando paso a espacios dedicados al turismo de masas, confinado en rascacielos hipertecnológicos".

Los lugares, sus paisajes, su naturaleza y ambiente, su arquitectura, son el decorado, el telón de fondo de nuestras vidas. Por ello nos duele tanto asistir a su alteración y ver como se degradan, especialmente aquellos que fueron testigos de nuestra infancia y juventud —la etapa de formación de nuestra identidad y consolidación de nuestra personalidad—. ¿Idealizamos esos períodos y sus añorados rincones, de recuerdo tan subjetivo, en exceso?

 

J. S. M.: Benidorm. Playa de Poniente. 31-08-2012

 

13 agosto 2021

Ella

Isabel Lobato

 

 

A los ojos de todos eran la pareja perfecta, Esteban y Pilar, atractivos y con éxito. Siempre se trataban ante los demás con una exquisita amabilidad y una leve sonrisa de personas mutuamente satisfechas. Nunca se pudo crear un chismorreo sobre ellos, nada de infidelidades, adicciones, mentiras, discusiones o desacuerdos. Eran la envidia de sus amigos y su modelo a seguir. Únicamente se podía observar una conversación peculiar que se repetía cada cierto tiempo.

Cuando ella expresaba una opinión diferente de la suya sobre cualquier tema, él le preguntaba sin abandonar su sonrisa:

¿Estás segura querida?

Y ella indefectiblemente hacía una pausa, mientras los demás contenían el aliento ante la posibilidad de que se abriera una fisura en aquella envidiable, y a veces un tanto irritante, armonía. Entonces contestaba.

Oh, pues ahora que lo dices... Ya no lo tengo tan claro.

Entonces él expandía su sonrisa y la conversación continuaba.

Quiso la suerte, buena o mala, según para quien, que Esteban muriera a los cincuenta y ocho años de un ataque fulminante al corazón, dejando a todos consternados por su inesperada muerte, a todos menos a su viuda. Ese día, en el interior de su casa, oculta de los ojos de todos con la disculpa del duelo, Pilar sonrió de verdad por primera vez en mucho tiempo. Después se desnudó entera y se paseó descalza por la mansión vacía, mirándose con coquetería en cada espejo y cristal. ¡Aún estaba de buen ver para sus cincuenta años! Luego encendió un cigarrillo y aspiró con deleite... El esperado reencuentro después de tanto tiempo... A continuación fue a la cocina y se sirvió una copa de chardonnay bien frío. Eran las diez de la mañana, pero eso ya daba igual. A partir de ahora era la única dueña de su cuerpo, de su mente, de su corazón y de su vida. Nadie que la controlara, nadie que decidiera qué era lo adecuado y lo correcto, nadie que le impusiera su inflexible y limitada manera de ver la vida. Disfrutó de un día completo de paz consigo misma, después tuvo que pasar por el teatro de la triste despedida y de la incineración. Él no quería que lo incineraran, siempre hablaba de un fastuoso mausoleo, para que nadie le olvidara, para que ella siguiera recordando, para que también en la muerte pudiera tenerla atada, pero se sintió invulnerable y no tuvo la precaución de dejar su deseo por escrito, así que por una vez en la vida, ella decidió por él, y lo redujo a cenizas.

Se las llevó a casa en aquella vasija tan delicadamente ornamentada, para darse el gusto de decirle todo lo que no le dijo en treinta años de vida juntos y, después, las esparció. Las dejó caer en una alcantarilla de una ciudad a quinientos kilómetros de la suya y se llevó la vasija porque le parecía preciosa. Él no se merecía nada mejor. No las tiró al mar o en un bosque porque no quería encontrárselo otra vez golpeándole la cara, en una tarde ventosa.

Días después decidió abrir al público la gran mansión. Pagando una módica entrada, cualquier persona interesada podía recorrer los maravillosos jardines, las bellas estancias, admirar el extraordinario mobiliario hecho a mano por grandes maestros artesanos, extasiarse ante las obras de arte de pintores famosos, y descubrir qué sentían al ver la sala de tortura. Allí fue donde Esteban la sometió a todo tipo de humillaciones durante treinta largos años.

Ahora era el momento de darlo a conocer al mundo.



06 agosto 2021

Sola, no es soledad

Amparo Morales

 


Pasaba los veranos en el campo, donde un niño crece libre. Mis abuelos vivían en una casona plantada en un extenso terreno. Despertábamos al alba, el olor a pan tostado y tocino a la brasa me sacaban de la cama para hacer algo… Siempre había algo que hacer: visitar el ganado en el monte, recoger huevos, cortar hortalizas del huerto, elaborar mermelada, envasar la conserva de tomate… y siempre con la puerta de la calle abierta, por donde los vecinos igual traían un bizcocho para ese flacucho niño de ciudad, como pedían ayuda para doblar la ropa de cama.

Todas ejercían de abuelas y abuelos de los flacuchos de ciudad.

Por las tardes, cuando los nietos volvíamos del río, o regresábamos con una brecha abierta por los tirachinas, las abuelas nos recibían con unos bocadillos de pan redondo donde cabía de todo.

Rafi, que había sido peluquera, el último jueves del mes peinaba y daba el tinte a las abuelas y el martes cortaba el pelo a los abuelos. Rosa, que fue maestra, los miércoles nos convocaba en su casa para escuchar cuentos de Tolstoi o recitar poemas de Antonio Machado y comentarlos. Mi abuela Amparo, que había sido maestra bordadora, sacaba a la puerta de la calle su bastidor y en un corro de vecinas, cada cual con su costura o ganchillo, pasaban las otras tardes charlando y recordando tiempos vividos y vecinos muertos.

Veía como cada año faltaba uno de ellos: Pedro, el señor del bar, una de las pérdidas más sentidas, porque el bar, aunque poco visitado por las abuelas, era tanto el salón de juego, como el centro dónde se trataban los asuntos del campo y las necesidades de los vecinos. Al año siguiente, Gloria, que se quedó para mantener un ultramarino, pequeño, pero donde podías encontrar de todo. Cuando Gloria murió, por turnos, los abuelos iban a la ciudad con las listas de la compra que traían en sus altos Land Rover. Mi abuelo era bastante desastre para ello, nunca se ciñó a la lista.

¡He añadido un caprichito!— decía entregando el encargo.

También se enterraban los unos a los otros. Lo descubrí cuando murió mi abuelo por la coz de una yegua recién parida. Mi abuelo estaba en la tumba del 67, que era la que tocaba abrir. El señor Cruz y Paco, los últimos jubilados que habían regresado al pueblo, y los más jóvenes, fueron los enterradores.

En la aldea, se lloraba poco, la muerte era un quehacer más de la vida: talar castaños, arrancar malas hierbas, geranios helados, sacrificar becerros… y morían los abuelos.

Años después cayó muy enferma Rafi, ya casi no podía levantar los brazos para peinar, pero seguía siendo tan dicharachera y alegre. Todos los días, apoyada en su garrota, visitaba a las vecinas antes de darse una vuelta hasta el molino. Mi abuela la apreciaba mucho y dedicaban horas y horas a charlar; de esas charlas que sanan. A Rafi, la oí decir un día, que ella lo había llorado todo cuando su hijo murió en un accidente de tractor y que desde entonces no había encontrado ningún pesar en la vida. Todo era de agradecer. Reía con mis ocurrencias y siempre descubría la primera amapola del año. Rafi, algunos días de tertulia literaria, redactaba una crónica acaecida tiempo atrás y contada con humor. Los miércoles pasábamos la tarde todos juntos.

Para que estos flacuchos de la ciudad nos conozcan mejor, que también fuimos jóvenes —apostillaba sonriendo.

El corro a la puerta de la calle se iba reduciendo, mas nunca faltaron dos abuelas en compañía, calladas o en charla amable.

Tras la muerte de Gloria y los desastres de los abuelos con la compra sucedió el milagro. César David subía con su furgoneta los martes y los jueves para abastecerlos de pan, pescado, carne… César David se convirtió en el salvador del pueblo para los pocos abuelos que quedaban. César David era un ecuatoriano simpático que hastiado de trabajar en un almacén, decidió recorrer los pueblecitos y atender las necesidades de sus vecinos. Era muy querido. Se hacía notar tocando la bocina, el día que se retrasaba, las abuelas, reunidas en la plaza, esperaban inquietas por si le hubiera pasado algo en la carretera. Cuando llegaba era recibido con regocijo y regañina a partes iguales. Traía tanto la medicina de la farmacia, como dinero del banco que los abuelos le confiaban para poder darnos la paga. Se había ganado la confianza, es la recompensa que tiene recibir buenos ejemplos y valores en la familia. Sus padres trabajaron muy duro y se desvivieron para sacarlo adelante. Tenía los valores del antiguo castellano: honradez, bondad, pasión por el trabajo, humildad y buena educación.

Todo esto no fue suficiente para convencer a mi madre, que conminó a la abuela para que se viniera con nosotros a Madrid.

Estarás acompañada, y tenemos todo a mano: la farmacia, el súper…— La abuela cedió cuando obtuvo de mamá la promesa de volver si no se acomodaba.

Los días pasaban; yo al colegio desde las ocho, mamá al trabajo y la abuela perdía energía aunque lo disimulaba.

¡Estos pisos parecen nichos! —me dijo una tarde cuando pasé por casa para dejar la mochila y coger la bolsa del fútbol.

Mamá, con su horario de comercio volvía a las nueve de la noche, pasábamos todo el día fuera, mientras la abuela bajaba a la farmacia donde un brazo mecánico le dispensaba la medicina, y una máquina le cobraba. Mamá le dejaba recados, para tenerla ocupada, así los miércoles iba al súper. Lo odiaba.

¡Cómo podéis necesitar tantas cosa! —dijo un día que la acompañé—. Me aturden tantos pasillos, la música, los colores, es como una feria. No hay un César David que te recomiende qué género es hoy el mejor, todo está envasado, si quieres cuatro te tienes que llevar ocho porque no hay envases de cuatro, no puedo escoger los tomates, están en redes, las manzanas… las del bodegón de mi comedor son más reales que estas, ¿quién ha visto un manzano con manzanas enceradas?— decía contrariada. Aunque lo que peor llevaba es que nadie nos saludara, ni supiéramos de ellos.

Ayer me ayudó a subir la compra un joven muy amable del doce, me la pasó hasta la cocina— dijo contenta por haber entablado relación con el vecino. Mamá entró en cólera.

¡Pero mamá!, ¡cómo puedes hacer eso!, debe ser uno de los nuevos alquilados, ¡sabrá Dios quién será!

Pues a mí me ha parecido muy amable y me ha recordado a mi César David, tenía su mismo acento. Por cierto, hoy los he convidado, a él y a su niña, a merendar en la terraza de la esquina.

¡Pero mamá!, esa cafetería ha estado cerrada mucho tiempo, ahí debe haber de todo.

En eso sí tienes razón, ahí hemos comido unos dulces de miel y almendras exquisitos. Cuando me vuelva al pueblo me llevaré un buen cargamento, porque me ha dicho Sara, la señora del pañuelo, que me daría la receta si es solo para consumo particular. Por cierto, me vuelvo al pueblo, os dejo Madrid para vosotros, está decidido. Así que no me mandes nada para las dos próximas tardes, que tengo que aprender a hacer esos dulces que toman en el Ramadán. Se llama así la fiesta, ¿verdad, hijo?

Sí, abuela— dije yo al tiempo que aprovechaba la oportunidad.

¡Pues, mamá! —dije yo emocionado— ¿acompañamos a la abuela y pasamos las vacaciones de Pascua en el campo?

Por mí, no hay problema, lo que queráis. Os vendrá bien pasar un tiempo en contacto con la realidad y olvidar tantos prejuicios, tantos miedos…—dijo mirando retadora a mamá—. La vida es relacionarse, compartir vivencias, aprender de los otros, eso nos enriquece, y no tener un brazo que te da las pastillas, o una máquina que te cobra, os da las gracias y a la que contestáis. Yo en el campo no siento soledad, estoy sola, sí, pero en casa encuentro compañía con mis recuerdos y con solo salir de ella siempre hay un vecino con quien charlar, pero aquí… Vosotros no os dais cuenta porque sois parte de esta maquinaria infernal, pero en los tres meses que llevo, la tarde de ayer, fue la mejor: compañía, charla, unos dulces y conocer a los que nos rodean. ¡Lo esencial de la vida no es mucho más!

Pero, mamá, te apunté al taller de lectura y solo fuiste un día.

Dos, porque uno fue por ordenador. Hija, lo siento, pero no me hago a ello; yo no conocía a nadie, ni ellos a mí, éramos extraños retratados en una pantalla.

En la asociación de vecinos siempre hay actividades, mamá.

Pues ahora que lo dices, nos separan por edades, como en un colegio. A mí me apetecía enseñar a coser al grupo de jóvenes que estaban interesadas, pero como no estaba programado…, para los de mi edad había campeonato de parchís. No, no tengo nada que reprocharos, pero pensad si os vale la pena, tantas horas de trabajo, tantas cosas acumuladas y tan poca vida compartida. Por cierto, el vecino ese tan atento, ha comprado el piso, son tres de familia a la espera de un cuarto y es el nuevo pediatra del centro de salud que nos pertenece, por si alguna vez necesitas algo. ¡Ah, y los he invitado a que visiten el campo!

¡Mamá, eres incorregible!

A lo mejor, es que no hay nada que corregir, hija.


Mi abuela Amparo volvió a su vida hasta que la consumió. Ella descansa en la fosa del 71, y yo, escritor que pasa largas temporadas en el campo, revivo el pasado porque aún es César David el que nos abastece, y sigo yendo al monte a revisar el ganado, y por las tardes salgo a la calle a charlar con mis vecinas y ahora soy yo quien los miércoles los convoco para contar historia de otros, para saber de los de aquí y de los de allá, mientras mi madre regenta la gran casona reformada en una sencilla casa rural por donde pasan peregrinos, viajeros, caminantes…, amigos tras una charla… de esas que curan.

Por cierto, la casa se llama Soledad donde Nicolás y Flor con sus hijos Jenni y Santiago, nuestros amigos del doce, todos los años pasan la última semana de sus vacaciones para recordar lo esencial de la vida.