06 agosto 2021

Sola, no es soledad

Amparo Morales

 


Pasaba los veranos en el campo, donde un niño crece libre. Mis abuelos vivían en una casona plantada en un extenso terreno. Despertábamos al alba, el olor a pan tostado y tocino a la brasa me sacaban de la cama para hacer algo… Siempre había algo que hacer: visitar el ganado en el monte, recoger huevos, cortar hortalizas del huerto, elaborar mermelada, envasar la conserva de tomate… y siempre con la puerta de la calle abierta, por donde los vecinos igual traían un bizcocho para ese flacucho niño de ciudad, como pedían ayuda para doblar la ropa de cama.

Todas ejercían de abuelas y abuelos de los flacuchos de ciudad.

Por las tardes, cuando los nietos volvíamos del río, o regresábamos con una brecha abierta por los tirachinas, las abuelas nos recibían con unos bocadillos de pan redondo donde cabía de todo.

Rafi, que había sido peluquera, el último jueves del mes peinaba y daba el tinte a las abuelas y el martes cortaba el pelo a los abuelos. Rosa, que fue maestra, los miércoles nos convocaba en su casa para escuchar cuentos de Tolstoi o recitar poemas de Antonio Machado y comentarlos. Mi abuela Amparo, que había sido maestra bordadora, sacaba a la puerta de la calle su bastidor y en un corro de vecinas, cada cual con su costura o ganchillo, pasaban las otras tardes charlando y recordando tiempos vividos y vecinos muertos.

Veía como cada año faltaba uno de ellos: Pedro, el señor del bar, una de las pérdidas más sentidas, porque el bar, aunque poco visitado por las abuelas, era tanto el salón de juego, como el centro dónde se trataban los asuntos del campo y las necesidades de los vecinos. Al año siguiente, Gloria, que se quedó para mantener un ultramarino, pequeño, pero donde podías encontrar de todo. Cuando Gloria murió, por turnos, los abuelos iban a la ciudad con las listas de la compra que traían en sus altos Land Rover. Mi abuelo era bastante desastre para ello, nunca se ciñó a la lista.

¡He añadido un caprichito!— decía entregando el encargo.

También se enterraban los unos a los otros. Lo descubrí cuando murió mi abuelo por la coz de una yegua recién parida. Mi abuelo estaba en la tumba del 67, que era la que tocaba abrir. El señor Cruz y Paco, los últimos jubilados que habían regresado al pueblo, y los más jóvenes, fueron los enterradores.

En la aldea, se lloraba poco, la muerte era un quehacer más de la vida: talar castaños, arrancar malas hierbas, geranios helados, sacrificar becerros… y morían los abuelos.

Años después cayó muy enferma Rafi, ya casi no podía levantar los brazos para peinar, pero seguía siendo tan dicharachera y alegre. Todos los días, apoyada en su garrota, visitaba a las vecinas antes de darse una vuelta hasta el molino. Mi abuela la apreciaba mucho y dedicaban horas y horas a charlar; de esas charlas que sanan. A Rafi, la oí decir un día, que ella lo había llorado todo cuando su hijo murió en un accidente de tractor y que desde entonces no había encontrado ningún pesar en la vida. Todo era de agradecer. Reía con mis ocurrencias y siempre descubría la primera amapola del año. Rafi, algunos días de tertulia literaria, redactaba una crónica acaecida tiempo atrás y contada con humor. Los miércoles pasábamos la tarde todos juntos.

Para que estos flacuchos de la ciudad nos conozcan mejor, que también fuimos jóvenes —apostillaba sonriendo.

El corro a la puerta de la calle se iba reduciendo, mas nunca faltaron dos abuelas en compañía, calladas o en charla amable.

Tras la muerte de Gloria y los desastres de los abuelos con la compra sucedió el milagro. César David subía con su furgoneta los martes y los jueves para abastecerlos de pan, pescado, carne… César David se convirtió en el salvador del pueblo para los pocos abuelos que quedaban. César David era un ecuatoriano simpático que hastiado de trabajar en un almacén, decidió recorrer los pueblecitos y atender las necesidades de sus vecinos. Era muy querido. Se hacía notar tocando la bocina, el día que se retrasaba, las abuelas, reunidas en la plaza, esperaban inquietas por si le hubiera pasado algo en la carretera. Cuando llegaba era recibido con regocijo y regañina a partes iguales. Traía tanto la medicina de la farmacia, como dinero del banco que los abuelos le confiaban para poder darnos la paga. Se había ganado la confianza, es la recompensa que tiene recibir buenos ejemplos y valores en la familia. Sus padres trabajaron muy duro y se desvivieron para sacarlo adelante. Tenía los valores del antiguo castellano: honradez, bondad, pasión por el trabajo, humildad y buena educación.

Todo esto no fue suficiente para convencer a mi madre, que conminó a la abuela para que se viniera con nosotros a Madrid.

Estarás acompañada, y tenemos todo a mano: la farmacia, el súper…— La abuela cedió cuando obtuvo de mamá la promesa de volver si no se acomodaba.

Los días pasaban; yo al colegio desde las ocho, mamá al trabajo y la abuela perdía energía aunque lo disimulaba.

¡Estos pisos parecen nichos! —me dijo una tarde cuando pasé por casa para dejar la mochila y coger la bolsa del fútbol.

Mamá, con su horario de comercio volvía a las nueve de la noche, pasábamos todo el día fuera, mientras la abuela bajaba a la farmacia donde un brazo mecánico le dispensaba la medicina, y una máquina le cobraba. Mamá le dejaba recados, para tenerla ocupada, así los miércoles iba al súper. Lo odiaba.

¡Cómo podéis necesitar tantas cosa! —dijo un día que la acompañé—. Me aturden tantos pasillos, la música, los colores, es como una feria. No hay un César David que te recomiende qué género es hoy el mejor, todo está envasado, si quieres cuatro te tienes que llevar ocho porque no hay envases de cuatro, no puedo escoger los tomates, están en redes, las manzanas… las del bodegón de mi comedor son más reales que estas, ¿quién ha visto un manzano con manzanas enceradas?— decía contrariada. Aunque lo que peor llevaba es que nadie nos saludara, ni supiéramos de ellos.

Ayer me ayudó a subir la compra un joven muy amable del doce, me la pasó hasta la cocina— dijo contenta por haber entablado relación con el vecino. Mamá entró en cólera.

¡Pero mamá!, ¡cómo puedes hacer eso!, debe ser uno de los nuevos alquilados, ¡sabrá Dios quién será!

Pues a mí me ha parecido muy amable y me ha recordado a mi César David, tenía su mismo acento. Por cierto, hoy los he convidado, a él y a su niña, a merendar en la terraza de la esquina.

¡Pero mamá!, esa cafetería ha estado cerrada mucho tiempo, ahí debe haber de todo.

En eso sí tienes razón, ahí hemos comido unos dulces de miel y almendras exquisitos. Cuando me vuelva al pueblo me llevaré un buen cargamento, porque me ha dicho Sara, la señora del pañuelo, que me daría la receta si es solo para consumo particular. Por cierto, me vuelvo al pueblo, os dejo Madrid para vosotros, está decidido. Así que no me mandes nada para las dos próximas tardes, que tengo que aprender a hacer esos dulces que toman en el Ramadán. Se llama así la fiesta, ¿verdad, hijo?

Sí, abuela— dije yo al tiempo que aprovechaba la oportunidad.

¡Pues, mamá! —dije yo emocionado— ¿acompañamos a la abuela y pasamos las vacaciones de Pascua en el campo?

Por mí, no hay problema, lo que queráis. Os vendrá bien pasar un tiempo en contacto con la realidad y olvidar tantos prejuicios, tantos miedos…—dijo mirando retadora a mamá—. La vida es relacionarse, compartir vivencias, aprender de los otros, eso nos enriquece, y no tener un brazo que te da las pastillas, o una máquina que te cobra, os da las gracias y a la que contestáis. Yo en el campo no siento soledad, estoy sola, sí, pero en casa encuentro compañía con mis recuerdos y con solo salir de ella siempre hay un vecino con quien charlar, pero aquí… Vosotros no os dais cuenta porque sois parte de esta maquinaria infernal, pero en los tres meses que llevo, la tarde de ayer, fue la mejor: compañía, charla, unos dulces y conocer a los que nos rodean. ¡Lo esencial de la vida no es mucho más!

Pero, mamá, te apunté al taller de lectura y solo fuiste un día.

Dos, porque uno fue por ordenador. Hija, lo siento, pero no me hago a ello; yo no conocía a nadie, ni ellos a mí, éramos extraños retratados en una pantalla.

En la asociación de vecinos siempre hay actividades, mamá.

Pues ahora que lo dices, nos separan por edades, como en un colegio. A mí me apetecía enseñar a coser al grupo de jóvenes que estaban interesadas, pero como no estaba programado…, para los de mi edad había campeonato de parchís. No, no tengo nada que reprocharos, pero pensad si os vale la pena, tantas horas de trabajo, tantas cosas acumuladas y tan poca vida compartida. Por cierto, el vecino ese tan atento, ha comprado el piso, son tres de familia a la espera de un cuarto y es el nuevo pediatra del centro de salud que nos pertenece, por si alguna vez necesitas algo. ¡Ah, y los he invitado a que visiten el campo!

¡Mamá, eres incorregible!

A lo mejor, es que no hay nada que corregir, hija.


Mi abuela Amparo volvió a su vida hasta que la consumió. Ella descansa en la fosa del 71, y yo, escritor que pasa largas temporadas en el campo, revivo el pasado porque aún es César David el que nos abastece, y sigo yendo al monte a revisar el ganado, y por las tardes salgo a la calle a charlar con mis vecinas y ahora soy yo quien los miércoles los convoco para contar historia de otros, para saber de los de aquí y de los de allá, mientras mi madre regenta la gran casona reformada en una sencilla casa rural por donde pasan peregrinos, viajeros, caminantes…, amigos tras una charla… de esas que curan.

Por cierto, la casa se llama Soledad donde Nicolás y Flor con sus hijos Jenni y Santiago, nuestros amigos del doce, todos los años pasan la última semana de sus vacaciones para recordar lo esencial de la vida.

2 comentarios:

  1. Charlas de esas que curan, me encanta. Ahí está la esencia de la sencillez de la vida. Muy bonita historia. Un precioso ejemplo de cómo el día a día de las grandes ciudades , el individualismo, nos ha quitado esos momentos de felicidad compartida. Y acabamos siendo un poco zombis enganchados a las series de las plataformas de pago televisivas, que ni siquiera podemos compartir con otros como cuando solo podíamos ver dos canales televisivos. Tenemos más libertad?. Enhorabuena Amparo y muchas gracias por este maravilloso relato.

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  2. ¡Ay! Si de verdad se tomara en serio al mundo rural, ese mal llamado España vaciada. Qué enorme patrimonio estamos derrochando con esta mentalidad imperante de nuevos ricos ignorantes hacinados en barrios anodinos mientras se caen maravillosos edificios cargados de sabiduría. Muchas gracias y saludos cordiales

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