21 agosto 2021

Benidorm

Julio Sánchez Mingo

 

Manuel Redondo: Benidorm desde el hotel Villa Marconi. 1940.

La primera vez que oí hablar de Benidorm fue a mi madre. Había pasado allí un verano con su hermana Teresa —la mayor de doce hermanos— y el marido de ésta, Manuel Redondo, un polifacético personaje de otros tiempos —empleado del Banco de España, bohemio, pintor, hijo de papá, con un fugaz enrolamiento en la Legión Francesa en Orán, antiguo aspirante a Caballería— del que guardo un cálido recuerdo. Creo que era 1940.

Le habían recomendado baños de sol para recuperarse de una intervención de osteomielitis que le había sido practicada en tiempos de la guerra y que comenzó a tomar —con un permiso especial—, mientras las bombas caían sobre la ciudad sitiada, en la azotea de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer de la calle San Mateo, donde su hermana mayor era profesora y ella había estudiado Comercio.

Se acomodaron en el hotel Villa Marconi, de la playa de Poniente, delante del que discurría la general Valencia-Alicante, que entonces atravesaba la minúscula población por lo que ahora es el paseo de la Carretera, una angosta calle peatonal, muy concurrida y animada, repleta de comercios y pequeños establecimientos de comida rápida para turistas y veraneantes, que conecta las dos playas y donde está emplazada la que yo creo farmacia más grande de la provincia de Alicante. Siempre me he preguntado como hacían dos camiones al cruzarse. A espaldas del alojamiento, en un reseco y calcinado erial, pastaban y triscaban los animales de un humilde cabrero. El mal endémico de la localidad era la falta de agua para beber y cultivar. ¡Cómo se reiría años después el alteano señor Miguel —un hortelano de infinita sabiduría, muy apegado al terruño, cuyos tomates eran apreciadísimos— cuando les vendía a los hoteles de Benidorm camiones cuba del oro líquido de su pozo para que saciaran las necesidades de sus huéspedes.

No tenían otra cosa que hacer que bajar a la playa, en albornoz, y los domingos por la mañana recorrer, ida y vuelta, bajo un sol de justicia, el trayecto hasta la iglesia parroquial para asistir a la correspondiente misa de precepto, todos vestidos recatadamente. Ellas con velo o mantilla, medias y los brazos cubiertos. Ellos con traje y corbata. Soporífero para una veinteañera que añoraba los bailes de verano de antes de la guerra en Pradoluengo. El conflicto y la posguerra truncaron su juventud.

Conocí Benidorm en 1965. Fui en agosto a pasar las vacaciones a la Olla de Altea, invitado por mis queridísimos amigos Picazio. Una tarde nos acercamos a la entonces meca emergente del turismo popular de playa y... piscina —sus dos arenales no tienen capacidad para acoger tantos bañistas como clientes sus alojamientos— a dar un paseo. A un mozalbete de Madrid como yo, el lugar no le llamó especialmente la atención. Los bloques de apartamentos eran similares a aquellos de las nuevas barriadas de la capital. El desarrollo hiperbólico en altura, los colosos actuales —grandes derrochadores de energía, dependientes de ascensores de gran velocidad y de un consumo desaforado de aire acondicionado— tardarían todavía en llegar. La plaza Triangular no existía y no estaba trazada la avenida del Mediterráneo. Sentado todo el grupo en el entonces existente poyete de la playa de Levante, avisté que se aproximaban dos vistosas y jacarandosas jovenzuelas. Di un codazo de complicidad acompañado de una mirada de inteligencia a Ughino. Su madre se percató de mis gestos y exclamó: —Pero si no valen nada, son todo tacones.

Para mí Benidorm se ha convertido en una ciudad de servicios, a la que acudo raramente desde Altea. En su día, de jóvenes, era nuestro destino predilecto para disfrutar de la noche y sus posibilidades. Ahora no me suscita mayor interés, aunque su modelo de desarrollo y lo procedente del mismo es objeto de estudio y controversias de sociólogos, urbanistas y arquitectos.

Esta semana me escribe Ughino y se lamenta de que "aquel mundo —ya tan lejano— al borde del mar, habitado por lagartijas, cubierto de almendros, de acequias invadidas por sapos enormes, de secos terrones utilizados como proyectiles, haya sido borrado, dando paso a espacios dedicados al turismo de masas, confinado en rascacielos hipertecnológicos".

Los lugares, sus paisajes, su naturaleza y ambiente, su arquitectura, son el decorado, el telón de fondo de nuestras vidas. Por ello nos duele tanto asistir a su alteración y ver como se degradan, especialmente aquellos que fueron testigos de nuestra infancia y juventud —la etapa de formación de nuestra identidad y consolidación de nuestra personalidad—. ¿Idealizamos esos períodos y sus añorados rincones, de recuerdo tan subjetivo, en exceso?

 

J. S. M.: Benidorm. Playa de Poniente. 31-08-2012

 

7 comentarios:

  1. La única vez que he estado en Benidorm fue en el verano del 65,en un piso frente a la playa de Poniente.
    Mira qué coincidencia.
    Menos mal que no he vuelto y me he evitado ver en lo que se ha convertido.

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  2. Grscias por devolverme al Benidorm de entoncez

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  3. Viendo el mastod'ontico paisaje actual,cuesta trabajo imaginarse el l bucólico de aquellos tiempos que muchas personas añoraran

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  4. María Luisa de Córdova24 de agosto de 2021, 17:34

    Muy bonito, refleja la añoranza que sentimos toda una generacion de esos pueblos que en nuestra juventud eran más humanos.
    Me ha gustado mucho.

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  5. Yo también fui a Benidorm, pero a principio de los 70 y ya había muchos altos edificios y montones de gente veraneando. Recuerdo quedar con mi hermana para vernos en la playa; ella veraneaba en El Rincon de Loix, en la playa de Levante, y yo iba en su busca por la orilla, pero no había forma de encontrarnos por la cantidad de paseantes. No regresé más en verano.
    Pasaron mucho años y volví a Benidorm, un mes de diciembre. En esa época es una delicia pasear, por la animación que posee siempre el pueblo, e incluso bañarse, por la buena temperatura que todavía tiene el agua del mar. En este viaje descubrí el nuevo paseo marítimo de la playa de Poniente y me pareció una maravilla, su forma son olas que salen del agua, su colorido que va cambiando, todo ello es un precioso mirador para contemplar el mar.
    Bonito escrito y entiendo tu nostalgia al haberlo conocido cuando imperaba la naturaleza adueñandose de todo y que más tarde, las grandes edificaciones ocultaron la belleza natural del paisaje. A mi me ha pasado lo mismo con otros lugares.

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  6. Una entrada de blog magnífica. Muy bien expresado. He conocido su blog por el enlace que ha dejado en El País. He estado en Benidorm en dos ocasiones y en ambas me causó vértigo todo ese tinglado que desborda la dimensión humana. El caso es que me temo que todas nuestras costas deberán imitar un modelo de rascacielos parecido si quieren sobrevivir a los estragos del cambio climático. Un saludo.

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    1. Al paso de la tormenta Dana, el pánico se adueñó de los ocupantes de todos los rascacielos de la costa, que se cimbreaban como palmeras, ja, ja, ja

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