17 mayo 2019


Elogio de las lentejas
Con la receta de un plato sencillo y sublime

Julio Sánchez Mingo



Todas las semanas, mi madre, indefectiblemente, ponía lentejas para comer. Ya fuera invierno o verano, unas lentejitas estofadas siempre caían.
Yo las odiaba e, infaliblemente, siempre protestaba. Fue un toma y daca que duró muchos años.
Imagen inolvidable es la de los niños sentados en la mesa de la cocina separando las lentejas de inoportunas y peligrosas chinitas, con un ágil movimiento de sus deditos.
Sin embargo, con el tiempo, me he aficionado a estas legumbres tan sanas y nutritivas y procuro cocinarlas con asiduidad.
Son económicas y muy asequibles en cualquier estación y lugar, ricas en proteínas vegetales y minerales y destacan sus propiedades antioxidantes. Aportan hidratos de carbono, amén de zinc, hierro —“Hijo, cómetelas, que tienen mucho hierro y te pondrás muy fuerte”—, magnesio, sodio, potasio, selenio, calcio y vitaminas, especialmente las del complejo B B2, B3, B6 y B9 (el antioxidante ácido fólico)—, además de vitamina A y vitamina E. Son fuente de fósforo y manganeso y por su contenido en fibra favorecen el tránsito intestinal y evitan el estreñimiento.
Son saciantes, lo que nos ayuda a no comer en demasía. Nadie toma un chuletón tras un plato de lentejas.
Seguramente sus características antioxidantes justifican la longevidad en muchos pueblos de Castilla, donde su ingesta es frecuente.
Son fáciles de preparar y, recalentadas, están buenísimas de un día para otro, siendo un plato habitual en las tarteras y omnipresente en los microondas de las oficinas.
¿Quién da más?


Receta de lentejas estofadas viudas, según María Luisina

Ingredientes (Para dos personas). Dosis en medidas madrileñas.

Lentejas pardinas: un vaso de chato de vino
Agua: Siete vasos de chato de vino
Una cebolla generosa
Dos dientes de ajo
Dos hojas de laurel
Una zanahoria
Una patata mediana
Un chorro de aceite de oliva virgen extra
Una punta de cuchillo de cocina de pimentón agridulce de la Vera
Una pizca de sal
Una punta de cuchillo de cocina de harina (opcional)

Modus operandi:

- La noche anterior, se ponen las lentejas en remojo en abundante agua fría, más por tradición que por necesidad.
- La cebolla picada se sofríe en una sartén con aceite. Cuando está dorada se añade el pimentón para que coja todo ello un color rojizo. Se aparta enseguida del fuego para evitar que se queme y amargue.
- En una cacerola se pone el agua, con las lentejas, previamente bien escurridas, la zanahoria troceada, la patata dividida en cuatro, el laurel, el ajo y la sal, y se tiene en el fuego hasta que rompe a hervir. Con la tapa puesta, se mantiene cociendo a fuego lento durante 40 minutos, 15 minutos en olla a presión.
- Se echa el sofrito de la cebolla en la cacerola y se deja de dos a tres minutos más, a fuego lento.
- Dependiendo de la calidad de la patata, el estofado habrá quedado más o menos líquido. Si las lentejas nos gustan espesotas se añade la harina al sofrito de la cebolla en el momento de verterlo sobre el guiso.
- Los finolis retiran los dientes de ajo y las hojas de laurel antes de servir en la mesa. El ajo guisado untado en pan es un manjar exquisito.

¡Qué aproveche!

10 mayo 2019


Las cinco
Arturo Martínez González

J. S. M.

Vietnam, muy dañado después de ganar tres guerras en venticuatro años, empezaba a recuperarse económicamente. Los distintos organismos de la administración, únicos autorizados a poseer empresas grandes o medianas, buscaban desesperadamente cualquier fuente de divisas. Así, casi todos los hoteles autorizados a alojar a extranjeros estaban en manos de diferentes ministerios.
Cuando me bajé del tren en Da Nang, me encontré con que mi reserva en un hotel de más categoría había sido cancelada para alojar a los asistentes a un congreso provincial del Partido Comunista. Por eso acepté la propuesta de mi conductor de rickshaw, que me llevó pedaleando con mucho esfuerzo hasta el cuartel general de la XV División Motorizada. Los militares no querían ser menos, y aprovechando la antigua residencia de oficiales habían montado un hotel, bastante espartano, pero de precio asequible.
Después de pasar un control militar a la entrada del recinto, y de cederle el paso a una columna de soldados que corrían cargados con armas y mochilas, llegamos al edificio del hotel, en lo alto de un promontorio, sobre una playa absolutamente vacía. La recepción ocupaba una esquina de un salón amplio y oscuro, que servía de comedor, bar y sala de billares. Unos cuantos oficiales holgazaneaban en los sillones cercanos a la barra mientras bebían la única cerveza del país, la suave 333. Una docena de chicas jóvenes, que supuse serían las camareras, se alineaban contra la pared del fondo, uniformadas con elegantes Áo dài blancos y azules.
El recepcionista, con el que a duras penas pude entenderme en inglés, me acompañó a mi habitación, ubicada en el primer piso. Era un tanto cuartelera, como es lógico. La amueblaban dos camas estrechas, con colchonetas bastante finas y sábanas remendadas pero limpias, dos sillas y una mesita de bambú para dejar el equipaje. Del techo colgaba un ventilador, que removía cansino el aire caliente.
El cuarto de baño demostraba que los vietnamitas serían excelentes militares pero muy malos fontaneros. La ducha, sin cortinas, goteaba; el grifo rojo estaba situado a la derecha del lavabo y el azul a la izquierda, aunque luego descubrí que los dos suministraban agua a la misma temperatura: algo más fresca por la mañana temprano, caldosa a partir del mediodía. El lavabo desaguaba directamente al suelo del cuarto de baño, por donde el agua corría libre hasta un sumidero.
Me di una ducha rápida para quitarme la suciedad de toda la noche en el tren, me cambié de ropa, lavé y puse a secar la que llevaba puesta hasta entonces, y salí a hacer un recorrido por la ciudad.
Volví al hotel a poco de anochecer, porque al día siguiente quería coger el expreso de la Unificación, que unía Ciudad Ho Chi Minh con Hanoi y paraba en Da Nang a las seis de la mañana. Como los relojes de entonces no tenían alarma, los teléfonos móviles no existían y mi escueto equipaje no incluía un despertador, me dirigí al recepcionista para pedirle que me despertara a las cinco de la mañana.
Por desgracia, el que me había atendido por la mañana ya no estaba, y el del turno de noche era muy amable y sonriente, pero no hablaba ni una sola palabra de inglés. Bueno, una sí, que usaba continuamente: OK.
Después de varios intentos de hablarle muy despacio y muy clarito, obteniendo siempre la única respuesta que sabía darme, decidí pasar a los gestos. Así, le enseñé la llave de la habitación, luego le mostré mi reloj, levanté uno por uno los cinco dedos de la mano izquierda, simulé golpear con los nudillos en una puerta, e imité el ruido:
Five o’clock, toc toc toc…
El recepcionista me miró con extrañeza, repitiendo mi gesto hasta levantar los cinco dedos. Como era inútil intentar explicarle lo del tren a Hanoi, sonreí e insistí en repetir mi pantomima, paso por paso. Al tercer intento, el soldado sonrió todavía más ampliamente, repitió mis gestos uno por uno, y me indicó que esperara. Habló unos momentos por teléfono, y en un par de minutos se presentó un sargento.
Five?— me preguntó.
Yes, five— insistí yo.
Me miró con cara de asombro, pero terminó asintiendo y confirmando:
OK, five.
Me quedé tranquilo, seguro de que a la madrugada siguiente me despertarían a tiempo de coger el tren, y subí a mi habitación. Estaba todavía en la ducha cuando oí golpear en la puerta. Me envolví en una toalla, y salí a abrir goteando por toda la habitación.
Cuando abrí la puerta, me encontré al sargento con una enorme sonrisa.
Five— me dijo, echándose a un lado y dejando a pasar a varias de las chicas que yo había tomado por camareras del restaurante.
Allí estaban. Five. Las cinco.

03 mayo 2019


Las edades de la inocencia


Jesús Ramos Alonso


Trescientas pesetas



Corrían los cincuenta, tendría yo seis o siete años y ya iba solo al colegio, a cinco minutos de mi casa. Por el pavés de las calzadas apenas circulaba algún cuatro-cuatro, amén de taxis, autobuses y, por supuesto, tranvías. Faltaba más de un lustro para la aparición del Seiscientos.
Hoy, en Madrid, ya no quedan tranvías, ni cuatro-cuatro, ni pavés. La zapatería El Talgo, en la calle Sainz de Baranda, junto a la que ocurrió lo que voy a contarles, ha desaparecido, lo mismo que el cine de sesión continua que estaba enfrente y compartía nombre con la calle. Siempre que paso por allí recuerdo con nostalgia ese paisaje que acompañó mi niñez y del que apenas queda nada, igual que añoro la inocencia de entonces de la que, aquel día, perdí un poquito junto con trescientas pesetas.
Era por la mañana y yo caminaba por la acera de los impares. Debía ir con la mirada baja y, al pasar junto a la zapatería, vi unos billetes en el suelo. Eran tres, de cien pesetas cada uno. Me acuerdo de su delicioso color marrón y de la gitana de Romero de Torres estampada en el reverso. Yo nunca había poseído uno de esos billetes, a lo más que alcanzaban mis finanzas era a juntar tres o cuatro duros el día de mi cumpleaños. Para los más jóvenes, un duro igual a cinco pesetas. Supongo que iría distraído, quizá pensando en los deberes que no habría hecho, el caso es que, solo al ir a guardarme los billetes en el bolsillo, me di cuenta de que dos señoras que estaban cerca me miraban. No decían nada, solo me miraban. Yo me quedé pensativo, supongo que con cara de pasmarote; con esas trescientas pesetas podría haber ido al cine todos los jueves por la tarde, que no había colegio, durante más de dos años. No sé si por aquel entonces hice ese cálculo mental, lo que si debí pensar es que era una cantidad exorbitante de dinero. Quizá por eso, porque no me parecía posible que fuera mío, pregunté: «¿Se les han caído?».
Las trescientas pesetas desaparecieron para siempre, y yo, para pagar la entrada del cine, tuve que vender, al peso, los periódicos de la semana en la chamarilería cercana que, por supuesto, también ha desaparecido.

Antigua zapatería El Talgo, ahora un bar de copas y tapas. J. S. M.


Julio Sánchez Mingo


En el coche

Un domingo por la mañana, Eduardo había ido al zoológico de la Casa de Campo con sus dos hijas pequeñas.
A la vuelta, cerca del lago, unos travestis, ataviados con ropa un tanto llamativa lentejuelas, escotes vertiginosos, minifaldas, pantaloncitos cortos, sandalias de tacón, calzado de plataforma―, ofrecían sus servicios.
Al verlos, María comentó: ―Papá, debe haber una boda. Mira qué elegantes van esas señoras.


En el ascensor

Quique, amigo y compañero de universidad, se acababa de casar. Se había instalado con su flamante mujercita en un pequeño apartamento, en una torre situada en AZCA, en la esquina de General Perón con Orense, uno de esos edificios con infinitas y minúsculas viviendas por planta ―de largos pasillos e incontables puertas, donde nunca se coincide ni se conoce a los vecinos―, ocupadas por gente de paso, inquilinos provisionales, algún estudiante pudiente, picaderos y, en gran parte, señoras que ofrecían sus servicios.

A la vuelta del viaje de novios, me invitaron a cenar en su recién estrenado hogar. En la calle hacía un frío pelón, ya se sabe lo que puede ser el invierno madrileño. Al coger el ascensor coincidí con una señora mayor, una venerable anciana muy risueña, y dos sonrientes chicas ataviadas con vaporosos vestidos de fiesta ―menuda fiesta las esperaba― y calzadas con sandalias de tacón, sin medias, que dejaban sus pies completamente al aire. Al entrar en la cabina, la abuelita las miró de arriba abajo y añadió, inocentemente: ―Pero hijas, ¿no tenéis frío en los deditos?