Arturo
Martínez González
J. S. M. |
Vietnam,
muy dañado después de ganar tres guerras en
venticuatro años, empezaba a recuperarse económicamente. Los
distintos organismos de la administración, únicos autorizados a
poseer empresas grandes o medianas, buscaban desesperadamente
cualquier fuente de divisas. Así, casi todos los hoteles autorizados
a alojar a extranjeros estaban en manos de diferentes ministerios.
Cuando
me bajé del tren en Da Nang, me encontré con que mi reserva en un
hotel de más categoría había sido cancelada para alojar a los
asistentes a un congreso provincial del Partido Comunista. Por eso
acepté la propuesta de mi conductor de rickshaw, que me llevó
pedaleando con mucho esfuerzo hasta el cuartel general de la XV
División Motorizada. Los militares no querían ser menos, y
aprovechando la antigua residencia de oficiales habían montado un
hotel, bastante espartano, pero de precio asequible.
Después
de pasar un control militar a la entrada del recinto, y de cederle el
paso a una columna de soldados que corrían cargados con armas y
mochilas, llegamos al edificio del hotel, en lo alto de un
promontorio, sobre una playa absolutamente vacía. La recepción
ocupaba una esquina de un salón amplio y oscuro, que servía de
comedor, bar y sala de billares. Unos cuantos oficiales holgazaneaban
en los sillones cercanos a la barra mientras bebían la única
cerveza del país, la suave 333. Una docena de chicas jóvenes, que
supuse serían las camareras, se alineaban contra la pared del fondo,
uniformadas con elegantes Áo dài blancos y azules.
El
recepcionista, con el que a duras penas pude entenderme en inglés,
me acompañó a mi habitación, ubicada en el primer piso. Era un
tanto cuartelera, como es lógico. La amueblaban dos camas estrechas,
con colchonetas bastante finas y sábanas remendadas pero limpias,
dos sillas y una mesita de bambú para dejar el equipaje. Del techo
colgaba un ventilador, que removía cansino el aire caliente.
El
cuarto de baño demostraba que los vietnamitas serían excelentes
militares pero muy malos fontaneros. La ducha, sin cortinas, goteaba;
el grifo rojo estaba situado a la derecha del lavabo y el azul a la
izquierda, aunque luego descubrí que los dos suministraban agua a la
misma temperatura: algo más fresca por la mañana temprano, caldosa
a partir del mediodía. El lavabo desaguaba directamente al suelo del
cuarto de baño, por donde el agua corría libre hasta un sumidero.
Me
di una ducha rápida para quitarme la suciedad de toda la noche en el
tren, me cambié de ropa, lavé y puse a secar la que llevaba puesta
hasta entonces, y salí a hacer un recorrido por la ciudad.
Volví
al hotel a poco de anochecer, porque al día siguiente quería coger
el expreso de la Unificación, que unía Ciudad Ho Chi Minh con Hanoi
y paraba en Da Nang a las seis de la mañana. Como los relojes de
entonces no tenían alarma, los teléfonos móviles no existían y
mi escueto equipaje no incluía un despertador, me dirigí al
recepcionista para pedirle que me despertara a las cinco de la
mañana.
Por
desgracia, el que me había atendido por la mañana ya no estaba, y
el del turno de noche era muy amable y sonriente, pero no hablaba ni
una sola palabra de inglés. Bueno, una sí, que usaba continuamente:
OK.
Después
de varios intentos de hablarle muy despacio y muy clarito, obteniendo
siempre la única respuesta que sabía darme, decidí pasar a los
gestos. Así, le enseñé la llave de la habitación, luego le mostré
mi reloj, levanté uno por uno los cinco dedos de la mano izquierda,
simulé golpear con los nudillos en una puerta, e imité el ruido:
—Five
o’clock, toc toc toc…
El
recepcionista me miró con extrañeza, repitiendo mi gesto hasta
levantar los cinco dedos. Como era inútil intentar explicarle lo del
tren a Hanoi, sonreí e insistí en repetir mi pantomima, paso por
paso. Al tercer intento, el soldado sonrió todavía más
ampliamente, repitió mis gestos uno por uno, y me indicó que
esperara. Habló unos momentos por teléfono, y en un par de minutos
se presentó un sargento.
—Five?—
me preguntó.
—Yes,
five— insistí yo.
Me
miró con cara de asombro, pero terminó asintiendo y confirmando:
—OK,
five.
Me
quedé tranquilo, seguro de que a la madrugada siguiente me
despertarían a tiempo de coger el tren, y subí a mi habitación.
Estaba todavía en la ducha cuando oí golpear en la puerta. Me
envolví en una toalla, y salí a abrir goteando por toda la
habitación.
Cuando
abrí la puerta, me encontré al sargento con una enorme sonrisa.
—Five—
me dijo, echándose a un lado y dejando a pasar a varias de las
chicas que yo había tomado por camareras del restaurante.
Allí
estaban. Five. Las cinco.
¡A quién se le ocurre levantarse a esas horas!
ResponderEliminarPeor habría sido a las 8!
EliminarRealmente Sr. Mingo, su relato hace trasladarse allí, a un Vietnam húmedo, caluroso y militar. He acabado el relato con una sonora risa. Enhorabuena.
ResponderEliminarYo soy simplemente el editor del blog. El autor del relato es Arturo Martínez González.
EliminarEn su nombre, gracias por su comentario.
Muy bueno el relato. Me he reído. Gracias.
ResponderEliminarjajajajajajaja Lo que no entiendo es como se quedó tranquilo y seguro de que le iban a despertar a las cinco jajajajaja. Qué bueno!!!!
ResponderEliminarMuy seguro no quedé.
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