25 septiembre 2020

Café

Julio Sánchez Mingo

A Santos, torrefattore italiano, la moreliana Yáñez, consumidora compulsiva, mi hermana, madrileña y forofa de La Mexicana, y demás amigos del planeta café


Juanito y Cristian son muy amigos. Comparten pupitre desde su más tierna infancia. Ahora cursan el último año de Secundaria y sus cabezas rebosan de planes, de sueños de futuro.
Se pasan el día hablando de chicas, de fútbol, del comportamiento de los ciclistas colombianos en la serpiente multicolor del Tour de Francia, el Giro o la Vuelta. Y, sobre todo, hablan de... café.
Viven en Pitalito, en el departamento de Huila.

Juanito quiere seguir los pasos de su padre, al que adora, un cafetero propietario de una finca que produce uno de los granos más apreciados de la región, en el corazón del planeta del café de Colombia. El chaval, hijo único, perdió a su madre de muy niño. De hecho no la recuerda. Se conforma con mirar sus fotos y decir: Era la mamá más guapa del mundo.
Tiene el mismo carácter de su progenitor, tranquilo, pausado, amable, pegado a la tierra que les da esos frutos rojos, las cerezas del cafeto, que son su sustento y, casi podríamos decir, la razón de su existencia. La máxima aspiración del padre es conseguir la Taza de la Excelencia y el mayor anhelo del hijo para el día de mañana es lograr, todos los años, tan preciado galardón.

A partir del año próximo, Cristian quiere estudiar ingeniería agrícola en la Universidad Surcolombiana, en Neiva, la capital del departamento. Le gustaría, una vez licenciado, trabajar de investigador en el Centro Nacional de Investigación del Café, CENICAFE. Su padre es también del gremio, gerente de una de las cooperativas de cafeteros más importante de la zona.
El chico es inquieto, nervioso, muy inteligente, se interesa por todo.
Los dos amigos del alma se complementan perfectamente.

A ver, listo, ¿cómo se llama el brinzal del cafeto? —pregunta Juanito.
No sé qué es un brinzal.
Te he pillado. Es el árbol recién nacido de semilla. La plántula.
Ah... Chapola, porque tiene forma de mariposa.
Para ser hijo de un contable chupatintas, ja, ja, ja... sabes mucho de campo.
Mira por donde sale el hijo del destripaterrones.
Los dos aprendemos mucho de nuestros papás, ellos son dos auténticos campeones, cada uno en lo suyo.
Cierto.

Otras veces adoptan una actitud más seria y la conversación se vuelve más profunda.
El otro día, en el telenoticiario, dieron unas imágenes de España donde los jornaleros, los braceros que acuden a recolectar el durazno, se ven obligados a dormir tirados en la calle. Son migrantes sin papeles y los explotan. Yo creo que aquí a los venezolanos que huyen de Maduro los tratamos algo mejor.
Llegará un día en que los chapoleros no serán casi necesarios. Será como en Brasil con el robusta, donde las cosechas están muy mecanizadas, tienen un rendimiento por hectárea mayor y el café es tan barato.
Mira que el robusta es malo. Es más amargo, menos perfumado y aromático, menos digestivo y tiene más cafeína que nuestros arábigos. Eso sí, es más resistente a las plagas.
No me hables de la roya. Mi papá va siempre de cabeza, temeroso de que aparezca el maldito hongo.
Ayer leí en Internet que en Europa está prohibido utilizar los pesticidas que nos venden los españoles, italianos y demás piratas del otro lado del Charco. Con el Brexit, los borregos ingleses se van a hartar a comer alfalfa al DDT.
Siempre igual, el veneno para los pobres. Ya sabes que él es un purista y partidario del cultivo orgánico, sustentable, biológico. Siempre me está recitando las ventajas de la explotación ecológica frente a la intensiva. Que si se protege el suelo porque los cafetos se cultivan a la sombra de otras especies de árboles de mayor porte, que si las fincas se convierten en la morada de infinidad de especies vegetales y animales...
Mi padre añadiría que el cafetal orgánico es una importante fuente de empleo, que puede dar trabajo a muchas familias, que así no son expulsadas de su territorio. Y, lo más importante, se mantiene el ciclo regular de la Naturaleza, sin residuos dañinos, algo crucial para luchar contra el cambio climático.

¿Será cierto eso que dicen en Costa Rica de que su café es el mejor del mundo?
No lo sé, nunca lo he probado. Desde luego, su país es como Colombia pero en chiquitito. Selva, volcanes, chicas lindas y cariñosas. Eso sí, sin violencia.
Allí, ¿el proceso del beneficio del café es en húmedo, el café lavado, como hacemos aquí, o en seco, el café natural de los brasileños? ¿O el honey, el miel?
Serás asno. Si su café es bueno será arabica y lavado.

 
¿Sabes que de pequeño al mucílago le decía murciélago?
No me extraña. Eras un poco mulo para aprender, ja, ja, ja...
Los que deben producir buen café son los negrazos bantúes, de Kenia y Tanzania.
No seas racista.
Ya estamos con lo del lenguaje políticamente correcto. Pero si son una raza superior. A su lado los de la NBA son unos alfeñiques. ¿Has visto el desmesurado pecho que tienen? Se subirían al Nevado sin esforzarse.
Hablando de la NBA, hay que ver el café de los gringos... Eso no sabe a nada.
Menudo aguachirle.
Donde consumen el peor café del mundo es en España. Mezclan grano de tueste natural y grano tostado con azúcar, que se quema. La infusión coge un gusto muy amargo, fortísimo, que te perfora el estómago. Para compensar ese sabor tan desagradable casi siempre lo beben con leche o manchado y atiborrado de azúcar blanco. Un jarabe. Puro veneno. No tienen paladar. Mi padre ha estado allí un par de veces, con los de la Federación de Cafeteros.

  
¿Y por qué hacen esa animalada?
Dicen que, a finales del XIX, los mineros cubanos añadían azúcar al tostar los granos de café para protegerlos de la humedad y la temperatura de la mina y mantenerlos largo tiempo en buen estado. Y un listillo, que tenía un tostadero llamado Cafés La Estrella —ahora es de Nestlé— patentó el proceso en España para poder vender un café de larga conservación. Y le llamó café torrefacto y al tratamiento, tueste torrefacto, y registró el nombre por veinte años, lo máximo entonces posible. Para más inri, resulta que torrefacción es, sin más, la acción de tostar, especialmente el café. ¡Qué lío lingüístico!
Anda déjate de tanto café y tanta lengua. ¿Por qué no le dices a tu hermana pequeña que hable con Purita y Alexa, que sé que te gusta mucho, y nos las llevamos el sábado de rumbeo a las fiestas de San Pedro. Rober seguro que se apunta. ¡Juro que no tomaré!

J. S. M.


18 septiembre 2020

Pequeño Vals Vienés
Menchu García Delgado


Ya no recuerda que se llama Carmen, ni su cumpleaños, ni casi nada. Pasa el tiempo sentada en un sillón, la mirada perdida en la lejanía, la sonrisa hueca.
Fernando va a visitarla todos los días. Tiene un aspecto jovial y atlético, pese a su edad. Ya no pueden vivir juntos, las necesidades de cuidados de Carmen lo sobrepasan.
La mirada de ella brilla cuando lo ve aparecer; la sonrisa se vuelve pícara, coqueta, feliz. Se levanta y va a su encuentro, como una jovencita enamorada. Le coge del brazo con todas sus fuerzas y pasean sin fin. Pareciera que las filas de sillas de ruedas entre las que se mueven fueran los rosales de la Rosaleda, tan ajena al ambiente que la rodea se la ve.
Fernando intenta hablar con otros familiares:
Era muy guapa y bailaba muy bien dice mientras enseña una foto de Carmen.
Imposible fijarse, ella tira con fuerza de él hacia ese mundo sólo suyo. Fernando la mira con ternura, aunque en el fondo de su mirada hay un atisbo de tristeza.
Caminan amorosamente enlazados, siguiendo un recorrido que sólo Carmen parece conocer. Cuando llegan a la amplitud del hall, ella abre los brazos en postura de baile, él la coge entre los suyos y bailan un vals, con la música de sus corazones.
Bailaré con ella cuanto pueda y quiera dice. Toda su vida … o toda la mía.

Nota de la autora:
Esta pequeña historia está basada en un hecho real. Carmen está, o estaba, en la residencia de una de mis tías; Fernando, su marido, iba a verla todos los días, mañana y tarde. Sólo me he permitido regalarles ese vals, como término del vagar sin rumbo por el salón que emprendía Carmen agarrada del brazo de su marido.
El título hace referencia a un poema homónimo de Federico García Lorca, incluido en Poeta en Nueva York. Ese texto lleno de añoranza y la canción Take this waltz, de Leonard Cohen, me parecieron el fondo idóneo para esta historia.