Café
Julio Sánchez Mingo
A Santos, torrefattore italiano,
la moreliana Yáñez, consumidora compulsiva, mi hermana, madrileña y forofa de La Mexicana,
y demás amigos del planeta café
Juanito y Cristian son muy amigos.
Comparten pupitre desde su más tierna infancia. Ahora cursan el
último año de Secundaria y sus cabezas rebosan de planes, de sueños
de futuro.
Se pasan el día hablando de chicas, de
fútbol, del comportamiento de los ciclistas colombianos en la
serpiente multicolor del Tour de Francia, el Giro o la Vuelta. Y,
sobre todo, hablan de... café.
Viven en Pitalito, en el departamento de
Huila.
Juanito quiere seguir los pasos de su
padre, al que adora, un cafetero propietario de una finca que produce
uno de los granos más apreciados de la región, en el
corazón del planeta del café de Colombia.
El chaval, hijo único, perdió a su madre de muy niño. De hecho no
la recuerda. Se conforma con mirar sus fotos y decir: —Era
la mamá más guapa del mundo.
Tiene el mismo carácter
de su progenitor,
tranquilo, pausado, amable, pegado a la tierra que les da esos frutos
rojos, las cerezas del cafeto, que son su sustento y, casi podríamos
decir, la razón de su existencia. La máxima aspiración del padre
es conseguir la Taza de la Excelencia y el mayor anhelo del hijo para
el día de mañana es lograr,
todos los años,
tan preciado galardón.
A partir del año próximo, Cristian
quiere estudiar ingeniería agrícola en la Universidad
Surcolombiana, en Neiva, la capital del departamento. Le gustaría,
una vez licenciado, trabajar de investigador en el Centro Nacional de
Investigación del Café, CENICAFE. Su padre es también del gremio,
gerente de una de las cooperativas de cafeteros más importante de la
zona.
El chico es inquieto, nervioso, muy
inteligente, se interesa por todo.
Los dos amigos del alma se complementan
perfectamente.
—A ver, listo, ¿cómo se llama el
brinzal del cafeto? —pregunta
Juanito.
—No sé qué es un brinzal.
—Te he pillado. Es el árbol recién
nacido de semilla. La plántula.
—Ah... Chapola,
porque tiene forma de mariposa.
—Para ser hijo de un contable
chupatintas, ja, ja, ja... sabes mucho de campo.
—Mira por donde sale el hijo del
destripaterrones.
—Los dos aprendemos mucho de nuestros
papás, ellos son dos auténticos campeones, cada uno en lo suyo.
—Cierto.
Otras veces adoptan una actitud más
seria y la conversación se vuelve más profunda.
—El otro día, en el telenoticiario,
dieron unas imágenes de España donde los jornaleros, los braceros
que acuden a recolectar el durazno, se ven obligados a dormir tirados
en la calle. Son migrantes sin papeles y los explotan. Yo creo que
aquí a los venezolanos que huyen de Maduro los tratamos algo mejor.
—Llegará un día en que los chapoleros
no serán casi necesarios. Será como en Brasil con el robusta, donde
las cosechas están muy mecanizadas, tienen un rendimiento por
hectárea mayor y el café es tan barato.
—Mira que el robusta es malo. Es más
amargo, menos perfumado y aromático, menos digestivo y tiene más
cafeína que nuestros arábigos. Eso sí, es más resistente a las
plagas.
—No me hables de la roya. Mi papá va
siempre de cabeza, temeroso de que aparezca el maldito hongo.
—Ayer leí en Internet que en Europa
está prohibido utilizar los pesticidas que nos venden los españoles,
italianos y demás piratas del otro lado del Charco. Con el Brexit,
los borregos ingleses se van a hartar a comer alfalfa al DDT.
—Siempre igual, el veneno para los
pobres. Ya sabes que él es un purista y partidario del cultivo
orgánico, sustentable, biológico. Siempre me está recitando las
ventajas de la explotación ecológica frente a la intensiva. Que si
se protege el suelo porque los cafetos se cultivan a la sombra de
otras especies de árboles de mayor porte, que si las fincas se
convierten en la morada de infinidad de especies vegetales y
animales...
—Mi padre añadiría que el cafetal
orgánico es una importante fuente de empleo, que puede dar trabajo a
muchas familias, que así no son expulsadas de su territorio. Y, lo
más importante, se mantiene el ciclo regular de la Naturaleza, sin
residuos dañinos, algo crucial para luchar contra el cambio
climático.
—¿Será cierto eso que dicen en Costa
Rica de que su café es el mejor del mundo?
—No lo sé, nunca lo he probado. Desde
luego, su país es como Colombia pero en chiquitito. Selva, volcanes,
chicas lindas y cariñosas. Eso sí, sin violencia.
—Allí, ¿el proceso del
beneficio del café es en húmedo, el café lavado, como hacemos
aquí, o en seco, el café natural de los brasileños? ¿O el honey,
el miel?
—¿Sabes que de pequeño al mucílago
le decía murciélago?
—No me extraña. Eras un poco mulo para
aprender, ja, ja, ja...
—Los que deben producir buen café son
los negrazos bantúes, de Kenia y Tanzania.
—No seas racista.
—Ya estamos con lo del lenguaje
políticamente correcto. Pero si son una raza superior. A su lado los
de la NBA son unos alfeñiques. ¿Has visto
el desmesurado pecho que tienen?
Se subirían al Nevado sin esforzarse.
—Hablando de la NBA, hay que ver el
café de los gringos... Eso no sabe a nada.
—Menudo aguachirle.
—Donde consumen el peor café del mundo
es en España. Mezclan grano de tueste natural y grano tostado con
azúcar, que se quema. La infusión coge un gusto muy amargo,
fortísimo, que te perfora el estómago. Para compensar ese sabor tan
desagradable casi siempre lo beben con leche o manchado y atiborrado
de azúcar blanco. Un jarabe. Puro veneno. No tienen paladar. Mi
padre ha estado allí un par de veces, con los de la Federación
de Cafeteros.
—¿Y por qué hacen esa animalada?
—Dicen que, a finales del XIX, los
mineros cubanos añadían azúcar al tostar los granos de café para
protegerlos de la humedad y la temperatura de la mina y mantenerlos
largo tiempo en buen estado. Y un listillo, que tenía un tostadero
llamado Cafés La Estrella —ahora es de Nestlé— patentó el
proceso en España para poder vender un café de larga conservación.
Y le llamó café torrefacto y al tratamiento, tueste torrefacto, y
registró el nombre por veinte años, lo máximo
entonces posible. Para más inri,
resulta que torrefacción es, sin más, la acción de tostar,
especialmente el café. ¡Qué lío lingüístico!
—Anda déjate de tanto café y tanta
lengua. ¿Por qué no le dices a tu hermana pequeña que hable con
Purita y Alexa, que sé que te gusta mucho, y nos las llevamos el
sábado de rumbeo a las fiestas de San Pedro. Rober seguro que se
apunta. ¡Juro que no tomaré!
J. S. M. |
Pues cuando se pueda nos tomamos una taza de ese café que mencionan los chavales.
ResponderEliminarSaludos desde México, aquí tenemos un apreciamos el buen café...
ResponderEliminar¡Muy buen relato del café!
ResponderEliminarEn Buenos Aires, los locales de café son objeto de culto, patrimonio cultural de la ciudad y cumplen, casi todos, más de 100 años. Los inmigrantes españoles e italianos de la primera mitad del siglo XX, allí se encontraban, discutían, añoraban y confesaban un sin número de historias calladas, de miseria, persecución y hambre. Fueron guardadas con celosa reserva, sin quejas ni reproches a su lejano terruño. Historias confesadas en alguna tranquila noche de verano, que al contarlas liberan la angustia de un doloroso pasado, buscando la redención.
Son famosos los Café de la Avenida de Mayo. Una pequeña Madrid injertada en pleno centro de la ciudad. Luego de la Guerra civil española, desde ambas veredas, inmigrantes españoles se enfrentaban a gritos e insultos, provocando la ira de los dos bandos enfrentados. Avenida por medio, tierra de nadie, por donde circulaban encharolados autos negros y tranvías eléctricos, hacía de límite para separar los grupos antagónicos.
Hoy, los café y cafetines, forman parte de patrimonio cultural de los argentinos, refugio de escritores, poetas, músicos y artistas. Su ámbito, el olor a café expreso y su ambiente de tertulias interminables donde se pretendía arreglar el mundo, conforma la raíz cultural de una Buenos Aires forjada por la impronta de la inmigración europea.
Un cálido abrazo y saludos a mi madre patria.
Hola a todos; en Ecuador también disfrutamos de buen café; saludos.
ResponderEliminarEcuador posee la fórmula mágica para el buen café: Trópico, volcanes y altitud, es decir, clima adecuado, tierras fértiles y bien drenadas y fincas emplazadas a gran altura sobre el nivel del mar. Los buenos cafetales se sitúan sobre los 2.000 metros.
EliminarTiene mucha razón estimado Julio; en aquellas fincas del interior, se produce café extraordinario, y más variedad de productos con sabores mágicos. Saludos cordiales.
EliminarComo cafetícola acérrima, me ha encantado tu relato y he aprendido mucho de Juanito y Cristian.
ResponderEliminarGracias, amigote.
Pues después de leer tu relato y descubrir las barrabasadas que comenten con el café, se me vino a la cabeza un anuncio publicitario de cuando yo era niño: “Por orden del señor alcalde se hace saber, que debéis mezclar malta La Braña con el café, porque lo mejora y economiza. Y además ya sabéis, que la mejor malta de España es La Braña”.
ResponderEliminarCon el café, como con otros muchos alimentos que consumimos, ocurre que no somos conscientes de lo que entra en nuestro cuerpo. Después vienen las lamentaciones por enfermedades de origen desconocido.