19 febrero 2023

Un comentario poco afortunado

Julio Sánchez Mingo

 


Hace algunas semanas, alguien escribió un comentario anónimo yo creo que sin pies ni cabeza— sobre mi publicación Las chimeneas de Botín. Como me gusta polemizar, voy a contestarle.

Me tilda de injusto con los banqueros, cuando mi artículo no los critica, simplemente censura la degradación de un entorno a causa de la corrupción y la especulación, aspectos que deberían ser ajenos a una honrada actividad bancaria, como la que practicaba un pariente de mi madre, que pisaba, al menos una vez al mes, las mullidas alfombras de la planta noble del Banco Hispano Americano de la plaza de Canalejas. A lo mejor es que eran otros tiempos...

Sus líneas denotan odio. Un odio dirigido a la gente de pocos recursos. Aporofobia clara, meridiana. Los impuestos se inventaron no sólo para administrar la res publica, dar servicios a los ciudadanos y, algo lamentable, mantener a un exceso de chupópteros, sino también para paliar la desigualdad y que aquellos que tienen menos puedan disfrutar de una vida mínimamente digna y sobrellevar la dureza de su existencia con algo de alivio. Por ello no hace falta que ni los progres —saco en el que me incluye porque soy crítico con las carencias y la mala gestión de la administración pública española— ni nadie monte un banco benéfico ni nada por el estilo. Es más, si todo funcionara a la perfección, no serían necesarias ni siquiera las ONGs.

Creo que calificarme de resentido social es una ligereza y un desconocimiento de la realidad. ¿Por qué iba a serlo, cuando, por fortuna, mis ingresos de pensionista y mis ahorros me permiten vivir como quiero? Voy al teatro todos los sábados, vivo de forma austera, el lujo me parece un desperdicio, aunque me gusta lo bueno, eso sí, y no me importa pagar por ello un precio razonable. Si lo vale, claro. Y lo bueno incluye las cosas bonitas y cuidadas. Por esta razón reprocho el afeamiento de mi ciudad a manos de unos y el vandalismo de otros. No envidio en absoluto a los muy ricos, aunque sí me gustaría que no fueran tan codiciosos en tantas ocasiones, porque no todos lo son, y devolvieran directamente a la sociedad parte de lo que obtienen de ella. Es algo que hacemos algunos.

La usura es, para los cristianos, un pecado capital y, en su interpretación más ortodoxa y medieval, el simple cobro de intereses. El capitalismo y el ejercicio bancario no serían viables sin réditos. La usura, en su consideración moderna y actual, es el interés excesivo en un préstamo. Hace siglos la Iglesia regulaba todos los aspectos de la vida personal y de la sociedad. Ahora, son los tribunales de justicia los que juzgan qué es usura y por ello condenan a ciertas entidades por embolsarse en la devolución de sus créditos cantidades desmesuradas.

Decir que “… la última vez que a los ricos le (sic) importó la estética fué en el Renacimiento, y eso fué hace ya más de 500 años” me parece algo en demasía injusto con los adinerados. Afortunadamente, solo unos pocos de ellos, los suficientes para hacer bastante daño, anteponen —muchas veces en el filo de la legalidad, al borde de la corrupción— su disparatada codicia a la conservación de lo estético, ya sea un edificio, una ciudad, el campo o un paisaje maravilloso. No me engaño, falta cultura y conciencia social en la mayor parte de los ciudadanos y sobra ignorancia, egoísmo, egocentrismo y ceguera mental. Sin su inconsciente complicidad y falta de crítica, los desatinos que repruebo no se producirían.

17 febrero 2023

Hasta pronto

Julio Sánchez Mingo

 


Mis queridos amigos:

Los médicos se han empeñado en abrirme en canal. Tengo algunas piezas que chirrían, están sucias, taponadas o deterioradas, y las quieren sustituir. Como la máquina depende de esos componentes para funcionar y tengo ganas de seguir dándoos la matraca desde este blog, me he plegado a sus deseos y la semana próxima pasaré por la sala de torturas para que un batallón de mecánicos, carpinteros, carniceros, electricistas, fotógrafos, fontaneros, químicos, envenenadores profesionales y demás oficios se cebe conmigo. Espero que trabajen con esmero y pronto tengáis noticias mías, aunque la recuperación completa requiere alrededor de dos meses. De lo contrario, nos vemos en la próxima.

Disfrutad de la vida, merece la pena a pesar de los sinsabores.

Muchas gracias por la atención y el cariño recibidos.

Un fuerte abrazo,

Julio

10 febrero 2023

España, un país esclavista

Julio Sánchez Mingo

 

 

En contra de lo que muchos de sus ciudadanos piensan, España fue un país esclavista, que sometió a indios y negros, comerció con ellos y los explotó hasta la muerte en las posesiones de ultramar de la Monarquía Católica.

A pesar de las teorías del padre Vitoria y sus doctrinas sobre el derecho de gentes, que llevaron a la promulgación en 1542 de las Leyes de Indias, que establecían que los indios eran seres humanos libres y los ponían bajo la protección directa de la Corona, convirtiéndose en unos súbditos más del monarca, el ejercicio de la esclavitud en las colonias españolas se prolongó, con la trata de africanos, hasta bien entrado el siglo XIX. En Cuba en concreto, no llegaría la abolición definitiva y completa de este crimen contra la humanidad hasta 1886. Cuando esta aberrante práctica se suprimió en Puerto Rico en 1873, en la Perla del Caribe había casi 400.000 esclavos. A partir del establecimiento de dichas leyes de Indias, tampoco el trato dispensado a los nativos americanos por parte de criollos, colonos y terratenientes distó mucho de la esclavitud pura y dura. Minería y agricultura empleaban a trabajadores en condiciones de sometimiento absoluto.

En 1807, el Reino Unido prohibió en todos sus territorios el tráfico de seres humanos mediante la conocida Abolition Act, y, en 1833, hizo ilegal la compra o la propiedad de esclavos dentro del Imperio británico, con la excepción de Ceilán, Santa Elena y las circunscripciones administradas por la Compañía de las Indias Orientales. El dinero y otros intereses siempre estuvieron y están por encima de principios, ética y moral.

La presión británica hizo que la Corona española suscribiera un tratado bilateral en 1814 por el que se prohibía el comercio de esclavos, pero fue papel mojado y condujo a que los negreros subieran el precio del fardo y aumentaran el número de mujeres de cada flete para asegurar el mantenimiento de la especie. Los intermediarios, es decir, tratantes, armadores, capitanes e incluso marineros multiplicaron por diez sus ingresos en comparación con sus análogos de la flota mercante. A pesar de sus múltiples riesgos, era un pingüe negocio, como hoy en día el narcotráfico.

La abolición legal de la esclavitud en la España peninsular llegó en 1837, pero no a los territorios de ultramar. No se podía contrariar a los poderosos compradores de carne humana que se utilizaba en el campo y la manufactura.

Según relata Alfonso Mateo-Sagasta en su magnífico volumen Nación. La caída de la Monarquía Católica. Crónica de 1808 a 1837, en 1811, en las Cortes de Cádiz, se discutió sobre la abolición de la trata. A uno de sus adalides, Argüelles, inspirado, entre otras, por la obra de Cadalso Cartas Marruecas, se opusieron los representantes de los intereses de la Iglesia y de los latifundistas sacarócratas, que cínicamente manifestaban que la esclavitud es un instrumento divino que permite a los negros civilizarse, redimirse de su condición inferior y salvar su alma. Todo terminó en un fiasco, pues aunque el decreto abolicionista fue aprobado por unanimidad, no se reguló su desarrollo y cumplimiento. Como dice Mateo-Sagasta: “A las Cortes se les da bien predicar, pero no dar trigo”. El texto definitivo de la Pepa dictó que la nación española era la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios, que eran los varones avecindados, católicos y nacidos libres, lo que incluía a indios y mestizos bautizados. ¿Y los negros, tanto libres como esclavos? Con argumentos falaces, en la práctica no se los tuvo en consideración. Lo mismo se hizo con las mujeres, la mitad de la población.

Algún miembro destacado de la Monarquía Católica, como María Cristina de Borbón-Dos Sicilias nieta de Carlos IV, viuda de su tío el rey felón Fernando VII, madre de Isabel II, reina gobernadora durante la minoría de edad de su hija, que hubo de ceder la regencia a Espartero y partir al exilio por sus escándalos de corrupción, fue una conspicua negrera. Junto a su segundo marido Agustín Fernando Muñoz Sánchez, ennoblecido por ella como I duque de Riánsares, estableció en Cuba negocios relacionados con el comercio de hombres y mujeres y con los ingenios azucareros que requerían mucha mano de obra, especialmente durante la zafra, aunque los mayores beneficios los obtenían de la trata de esclavos. Cuando tal práctica ya era ilegal, se asociaron con el político y traficante de personas Julián Zulueta, para, entre 1845 y 1849, fletar dos buques de gran calado para el transporte transatlántico de cargas humanas, donde hacinaban a centenares de pobres desgraciados.

Añade Mateo-Sagasta que durante el viaje trasatlántico se les cortaban las uñas a los fardos de carbón para limitar las heridas que se infligían entre ellos en las peleas que se desataban en los sollados por conseguir espacio y aire. Previamente se les marcaba con hierro al rojo. Las pocas mujeres y crías que transportaban eran estibadas en cubierta, junto a las amuras. Los varones permanecían en los entrepuentes, amontonados y engrillados por parejas, sentados en hileras, uno entre las piernas de otro. Los cargamentos eran de unos cuatrocientos a seiscientos negros jóvenes, a ser posible varones, de no más de veinticuatro años de edad. Hubo fletes de adolescentes e, incluso, de niños de alrededor de siete años. El índice de mortalidad durante el traslado casi alcanzaba el 15%. Los tiburones seguían a los barcos negreros tras su estela de muerte y pestilencia, como si fueran bancos de atunes. Cuando una goleta negrera era acosada y alcanzada por un navío de la Royal Navy que vigilaba el cumplimiento de los tratados abolicionistas como el célebre HMS Black Joke, su capitán ordenaba desembarazarse de sus infelices prisioneros, arrojándolos al agua. Al ser apresada y registrada, los marinos británicos sólo podían comprobar la existencia a bordo de avituallamiento suficiente para quinientos hombres durante veinte días, grilletes en todo el perímetro de la bodega, las tomas de ventilación cegadas con rejillas de hierro y percibir un hedor insoportable. Pero, al no haber carga, no había delito.

La vida de un esclavo en un ingenio cubano era una pesadilla. En pie a las cuatro de la mañana, a las seis ya estaba cortando caña en el campo, hasta mediodía. Al toque de campana, se distribuía el salcocho, unas gachas de harina de maíz con boniato, plátano y cecina o bacalao. Tras la pausa del almuerzo, volvía a la faena hasta las cuatro, cuando regresaba al ingenio siempre cargado con forraje para las caballerías, racimos de plátanos verdes, calabazas, haces de leña o palmiche para los gorrinos. Si se desmandaba a juicio del mayoral, incluso levemente, restallaba el cuero en sus lomos. Si la falta era grave, recibía un bocabajo de veinticinco o cincuenta vergajos que terminaba con su espalda en carne viva, que había que curar con compresas de sal, orina y hojas de tabaco. Hasta medianoche, en el trapiche, se prensaba la caña para obtener el guarapo, que se trasegaba hasta las pailas donde se ponía a hervir. En la sala de calderas, el calor y el humo negro y pegajoso hacían el aire irrespirable, adormecía a los esclavos y, por tanto, eran frecuentes los accidentes. Quinientos hombres, exhaustos, podían ser manejados por un mayoral y cuatro ayudantes. Su única esperanza era la muerte.

En Cuba siempre se obró para sortear los convenios de abolición. Cómplice era el capitán general de la isla, que miraba hacia otro lado, consentía el desembarco y distribución de esclavos y se embolsaba una comisión de dieciséis dólares por cabeza. La Habana era una ciudad de mansiones, teatros a la última y lujosos bailes. Una sociedad de esclavistas y negreros, entre los que destacaba el afamado Pedro Blanco, a la que se unió la corrupta María Cristina con su guardia de Corps, con el que había contraído matrimonio morganático al poco de enviudar del rey de las Españas, como se ha indicado más arriba.

En Cuba y Puerto Rico, las damas de la alta sociedad pujaban por comprar esclavas negras, jóvenes, sanas y recién paridas, con cría o sin cría, para utilizarlas como nodrizas de sus propios vástagos. Con el tiempo, una vez cumplida su misión, se las alquilaba como sirvientas, costureras o, nuevamente, como amas de leche.

Para garantizar las rentabilísimas producciones de azúcar, café y tabaco, la Constitución de 1837 rindió sus afanes igualitarios. No queriendo prescindir de los suculentos ingresos que ofrecían las Antillas a la ruinosa caja de la hacienda pública española, se optó por declararlas colonias de la nueva nación, no provincias, y perdieron su condición de bienes patrimoniales de la vieja Monarquía Católica. A partir de entonces, se rigieron por leyes especiales, no siendo de aplicación la Constitución, lo que permitió mantener la esclavitud en su territorio.

Bueno es que conozcamos lo que somos y de dónde venimos. No es de extrañar que escuchemos: “Mi jefe es un negrero”, o que cuando alguien se comporta de forma prepotente se le diga: “Anda, no me seas negrero”.

 

03 febrero 2023

Las chimeneas de Botín

Julio Sánchez Mingo

A Campito, flamante abuelita, que allí fue feliz



Madrid es una población, como tantas otras, pasto de la especulación y la corrupción. El ayuntamiento de la ciudad y sus responsables políticos no trabajan para hacer la vida más fácil, saludable, habitable y confortable a sus ciudadanos, los que satisfacen impuestos y tasas. El ruido que se soporta, el aire que se respira, la congestión urbana que nos ahoga, son el resultado de un desarrollismo desaforado sin criterio racional alguno, supeditado a los dictados de ciertos grupos de poder y élites económicas, a cuyos intereses se pliegan sin rechistar la corporación municipal y la administración regional. Ejemplos hay muchos, pero hoy me voy a centrar en uno verdaderamente emblemático, la operación Canalejas.

Como consecuencia de la concentración bancaria, el Banco Santander se convirtió en el propietario de los inmuebles históricos que ocuparon el Banco Hispano Americano, el Banco Español de Crédito y el Banco Zaragozano, situados en la manzana delimitada por las calles de Alcalá y Sevilla, la plaza de Canalejas, la carrera de San Jerónimo y la Puerta del Sol. En 2004, su presidente Emilio Botín decidió construir una faraónica ciudad financiera en el municipio de Boadilla del Monte y trasladar allí todos los servicios centrales de su entidad. Todo pasaba por hacer caja vendiendo los activos inmobiliarios del llamado Complejo Canalejas y obtener una lucrativa recalificación urbanística descatalogando muchos bienes de interés cultural. Y así se hizo, de forma que se optimizaron los beneficios de todos los sucesivos intervinientes en este negocio. Con la connivencia de las administraciones públicas competentes, tras un largo proceso salpicado de escándalos y corruptelas —piezas maestras de la contigua Academia de Bellas Artes dañadas por las vibraciones y el polvo de las obras de demolición y nueva construcción de media manzana; la estación de metro de Sevilla cerrada a causa de los daños infligidos que requirieron reforzar la estructura del túnel y a la que se ha eliminado uno de sus accesos; una oscura transacción de un retrato pintado por Goya, en la que se vieron involucrados la presidenta regional que intervino en una de las etapas del desaguisado y el presidente de OHL, promotor final del mismo—, este año pasado se terminó de inaugurar el flamante Centro Canalejas, con su hotel de lujo, su área de restauración, sus tiendas exclusivas en un espacio de ambiente parapolicial plagado de vigilantes de seguridad, sus ostentosos pisos y su gigantesco aparcamiento que ha alterado y afeado todo el entorno. Todo ello en un envoltorio con un desmedido exceso de volumetría en relación con la existente en el siglo XX. La ciudad se ha degradado notablemente, cada vez es más fea, y a los madrileños se les ha hurtado parte de su acervo. Se ha tratado de una operación de desprotección del patrimonio histórico sin precedentes en España. La Comunidad de Madrid rebajó radicalmente la calificación de unos edificios singulares de los siglos XIX y XX, satisfaciendo las exigencias de OHL, contra el parecer de numerosas organismos civiles y culturales, como la propia Academia de Bellas Artes.

Con el vaciamiento de todo el conjunto —sólo se han conservado las fachadas—, se han perdido elementos arquitectónicos y artísticos relevantes, muestra de un diseño, unas artes decorativas y una artesanía que ya son historia. Escaleras, cristaleras, molduras, revestimientos, ebanistería que ornaban patios de operaciones, salones, despachos, ya no existen.




Desde la calle, a simple vista, se puede apreciar el crecimiento artificial de tres alturas de la construcción, que ha aumentado su volumen de forma desmesurada, como se expone claramente en la siguiente infografía.

En las siguientes imágenes se percibe el desproporcionado tamaño que han adquirido el palacio de La Equitativa (Banco Español de Crédito) y el resto del complejo:













Los accesos —rampas, ascensores y escaleras— al aparcamiento subterráneo del centro han adulterado calles, plazas, aceras y la perspectiva que podrían ofrecer otros edificios singulares.



Aceras reducidas a su mínima expresión.

El histórico edificio del Banco de Bilbao, oculto tras un ascensor y una escalera.








Gran parte de la calzada de la calle de Alcalá convertida en una rampa de acceso del aparcamiento del Centro Canalejas.




El edificio del ministerio de Educación oculto tras una rampa del aparcamiento del Centro Canalejas.



La acera de la calle de Alcalá frente a la iglesia de las Calatravas, en restauración.






La plaza de Canalejas, las Cuatro Calles, no tendría nada que envidiar a la parisina de las Victoires, a pesar de la falta de una estatua del asesinado gobernante en su centro geométrico. Pero todos esos elementos citados, más las motos subidas a las aceras y unos bloques de piedra a modo de parapeto y banco mal concebido, la afean, vulgarizan y encutrecen. 
José Canalejas, presidente del Consejo de Ministros, fue tiroteado y muerto en 1912 a unas decenas de metros de distancia, mientras observaba el escaparate de la librería San Martín de la Puerta del Sol, desaparecida en 1992. Era colindante con la confitería La Pajarita, famosa por sus caramelos, célebres por el jeroglífico de su envoltorio. Cerró en 1991. La propiedad del edificio instó el expediente de ruina del inmueble y se desahució a los inquilinos, entre ellos la misma confitería, una administración de loterías y la adyacente librería. Otra operación especulativa propia de Madrid.
 









 

Antes, cuando desde la Puerta del Sol se levantaba la mirada hacia levante, se divisaba el luminoso de Tío Pepe, que coronaba el inmueble que hoy ocupa una mastodóntica tienda de una popular multinacional de la electrónica y sus servicios aparejados. Hoy, nuestra vista se topa con las chimeneas de Botín, las salidas de humos de los establecimientos de restauración ahora situados en los sótanos de los restos de lo que fueron unos palacios dedicados a la banca. Es la herencia que el banquero y sus continuadores han legado a los madrileños. También es un sarcasmo que las grandes corporaciones hablen de responsabilidad social y se vanaglorien de algo que no practican.

Las chimeneas de Botín con la Puerta del Sol en obras.


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