España, un país
esclavista
Julio Sánchez Mingo
En contra de
lo que muchos de sus ciudadanos piensan, España fue
un país esclavista, que
sometió a indios y negros, comerció con ellos y los explotó hasta
la muerte en las
posesiones de ultramar de
la Monarquía Católica.
A pesar de las
teorías del padre Vitoria
y sus doctrinas sobre el derecho de gentes, que llevaron a la
promulgación en 1542 de las Leyes de Indias, que establecían que
los indios eran seres humanos libres y los ponían bajo la protección
directa de la Corona, convirtiéndose en unos súbditos más del
monarca, el ejercicio de la esclavitud en las colonias españolas se
prolongó, con la trata de africanos, hasta bien entrado el siglo
XIX. En Cuba en concreto, no llegaría la abolición definitiva y
completa de este crimen contra la humanidad hasta 1886. Cuando esta
aberrante
práctica se suprimió en
Puerto Rico
en 1873, en la Perla del Caribe había casi 400.000 esclavos. A
partir del establecimiento de dichas leyes de Indias, tampoco el
trato dispensado a los nativos americanos por parte de criollos,
colonos y terratenientes distó mucho de la esclavitud pura y dura.
Minería y agricultura empleaban a trabajadores en condiciones de
sometimiento absoluto.
En 1807, el Reino
Unido prohibió en todos sus territorios el tráfico de seres humanos
mediante la conocida Abolition
Act,
y, en 1833, hizo ilegal la compra o la propiedad de esclavos dentro
del Imperio británico, con la excepción de Ceilán, Santa Elena y
las circunscripciones administradas por la Compañía de las Indias
Orientales. El dinero y otros intereses siempre estuvieron y están
por encima de principios, ética y moral.
La presión
británica hizo que la Corona española suscribiera un tratado
bilateral en 1814 por el que se prohibía el comercio de esclavos,
pero fue papel mojado y condujo a que los negreros subieran el precio
del fardo
y aumentaran el número de mujeres de cada flete para asegurar el
mantenimiento de la especie.
Los intermediarios, es decir, tratantes, armadores, capitanes e
incluso marineros multiplicaron por diez sus ingresos en comparación
con sus análogos de la flota mercante. A pesar de sus múltiples
riesgos, era un pingüe negocio, como hoy en día el narcotráfico.
La abolición legal
de la esclavitud
en la España
peninsular
llegó en
1837,
pero no a los
territorios
de
ultramar. No se podía contrariar a los poderosos compradores de
carne humana que se utilizaba en el campo y la manufactura.
Según
relata Alfonso Mateo-Sagasta en su magnífico volumen Nación.
La caída de la Monarquía Católica. Crónica de 1808 a 1837,
en 1811, en
las Cortes de Cádiz, se discutió sobre la abolición de la trata. A
uno de sus adalides, Argüelles, inspirado, entre
otras, por
la obra de Cadalso Cartas
Marruecas,
se
opusieron los representantes de los intereses de la Iglesia y de los
latifundistas sacarócratas, que cínicamente manifestaban que la
esclavitud es un instrumento divino que permite a los negros
civilizarse, redimirse de su condición inferior y salvar su alma.
Todo terminó en un fiasco, pues aunque el decreto abolicionista fue
aprobado por unanimidad, no se reguló su desarrollo y cumplimiento.
Como dice Mateo-Sagasta: “A las Cortes se les da bien predicar,
pero no dar trigo”. El texto definitivo de la Pepa
dictó que la nación española era
la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios, que eran
los varones avecindados, católicos y nacidos libres, lo que incluía
a indios y mestizos bautizados. ¿Y los negros, tanto libres como
esclavos? Con argumentos falaces, en la práctica no se los tuvo en
consideración. Lo mismo se hizo con las mujeres, la mitad de la
población.
Algún miembro destacado de la Monarquía
Católica, como María Cristina de Borbón-Dos Sicilias —nieta
de Carlos IV, viuda de su tío el rey felón Fernando VII, madre de
Isabel II, reina gobernadora durante la minoría de edad de su hija,
que hubo de ceder la regencia a Espartero y partir al exilio por sus
escándalos de corrupción—,
fue una conspicua
negrera. Junto a su segundo
marido Agustín Fernando Muñoz Sánchez, ennoblecido por ella como I
duque de
Riánsares,
estableció en Cuba
negocios relacionados con el
comercio de hombres y mujeres y con los ingenios azucareros —que
requerían mucha mano de
obra, especialmente durante la zafra—,
aunque los mayores beneficios los obtenían de
la trata de esclavos. Cuando
tal práctica ya era ilegal, se asociaron con el político y
traficante de personas Julián Zulueta, para, entre 1845 y 1849,
fletar dos buques de gran calado para el transporte transatlántico
de cargas humanas, donde hacinaban a centenares de pobres
desgraciados.
Añade Mateo-Sagasta que durante el viaje
trasatlántico se les cortaban las uñas a los fardos
de carbón para limitar las
heridas que se infligían entre ellos en las peleas que se desataban
en los sollados por conseguir espacio y aire. Previamente se les
marcaba con hierro al rojo. Las pocas mujeres y crías que
transportaban eran estibadas en cubierta, junto a las amuras. Los
varones permanecían en los entrepuentes, amontonados y engrillados
por parejas, sentados en hileras, uno entre las piernas de otro. Los
cargamentos eran de unos cuatrocientos a seiscientos negros jóvenes,
a ser posible varones, de no más de veinticuatro años de edad. Hubo
fletes
de adolescentes e, incluso,
de niños de alrededor de siete años.
El índice de mortalidad
durante el traslado casi alcanzaba el 15%. Los tiburones seguían a
los barcos negreros tras su estela de muerte y pestilencia, como si
fueran bancos de atunes. Cuando una goleta negrera era acosada y
alcanzada por un navío de la Royal Navy que vigilaba el cumplimiento
de los tratados abolicionistas —como
el célebre HMS Black Joke—,
su capitán ordenaba desembarazarse de sus infelices prisioneros,
arrojándolos al agua. Al ser apresada y registrada, los marinos
británicos sólo podían comprobar la existencia a bordo de
avituallamiento suficiente para quinientos hombres durante veinte
días, grilletes en todo el perímetro de la bodega, las tomas de
ventilación cegadas con rejillas de hierro y percibir un hedor
insoportable. Pero, al no haber carga, no había delito.
La vida de un esclavo en un ingenio
cubano era una pesadilla. En pie a las cuatro de la mañana, a las
seis ya estaba cortando caña en el campo, hasta mediodía. Al toque
de campana, se distribuía el salcocho, unas gachas de harina de maíz
con boniato, plátano y cecina o bacalao. Tras la pausa del almuerzo,
volvía a la faena hasta las cuatro, cuando regresaba al ingenio
siempre cargado con forraje para las caballerías, racimos de
plátanos verdes, calabazas, haces de leña o palmiche para los
gorrinos. Si se desmandaba a juicio del mayoral, incluso levemente,
restallaba el cuero en sus lomos. Si la falta era grave, recibía un
bocabajo
de veinticinco o cincuenta vergajos que terminaba con su espalda en
carne viva, que había que curar con compresas de sal, orina y hojas
de tabaco. Hasta medianoche, en el trapiche, se prensaba la caña
para obtener el guarapo, que se trasegaba hasta las pailas donde se
ponía a hervir. En la sala de calderas, el calor y el humo negro y
pegajoso hacían el aire irrespirable, adormecía a los esclavos y,
por tanto, eran frecuentes los accidentes. Quinientos hombres,
exhaustos, podían ser manejados por un mayoral y cuatro ayudantes.
Su única esperanza era la muerte.
En Cuba siempre se obró para sortear los
convenios de abolición. Cómplice era el capitán general de la
isla, que miraba hacia otro lado, consentía el desembarco y
distribución de esclavos y se embolsaba una comisión de dieciséis
dólares por cabeza. La Habana era una ciudad de mansiones, teatros a
la última y lujosos bailes. Una sociedad de esclavistas y negreros,
entre los que destacaba el afamado Pedro Blanco, a la que se unió la
corrupta María Cristina con su guardia de Corps, con el que había
contraído matrimonio morganático al poco de enviudar del rey de las
Españas, como se ha indicado más arriba.
En Cuba y Puerto Rico, las damas de la
alta sociedad pujaban por comprar esclavas negras, jóvenes, sanas y
recién paridas, con cría o sin cría, para utilizarlas como
nodrizas de sus propios vástagos. Con el tiempo, una vez cumplida su
misión, se las alquilaba como sirvientas, costureras o, nuevamente,
como amas de leche.
Para garantizar las rentabilísimas
producciones de azúcar, café y tabaco, la Constitución de 1837
rindió sus afanes igualitarios. No queriendo prescindir de los
suculentos ingresos que ofrecían las Antillas a la ruinosa caja de
la hacienda pública española, se optó por declararlas colonias de
la nueva nación, no provincias, y perdieron su condición de bienes
patrimoniales de la vieja Monarquía Católica. A partir de entonces,
se rigieron por leyes especiales, no siendo de aplicación la
Constitución, lo que permitió mantener la esclavitud en su
territorio.
Bueno es que conozcamos lo que somos y de
dónde venimos. No es de extrañar
que escuchemos: “Mi jefe es un negrero”, o que cuando alguien se
comporta de forma prepotente se le diga: “Anda, no me seas
negrero”.