28 julio 2017

Estampas veraniegas
Vacaciones en la playa
Julio Sánchez Mingo

Las vacaciones en la playa son las chanclas, los michelines, el bikini, las marcas del bikini, las gordas, los embarazados, la tumbona, la silla plegable, el olor a fritanga, las picaduras de los mosquitos, el calor, el sudor, la crema bronceadora, la arena, la sal, el sol, las quemaduras del sol, la música atronadora, la toalla, el bañador, las sandalias franciscanas, las hamacas de la playa, el encargado de las hamacas, los esforzados que apilan las hamacas, jugar a las paletas, la paella que sirven media hora después de la ensalada cuando los niños se han comido el pan y los mayores atiborrado a cerveza, el camarero sudoroso, la expedición familiar a la vuelta de la playa, el coche al sol, los atascos, los pantalones piratas, las camisetas de tirantes de ellos, el apartamento para cuatro ocupado por ocho, las tribus familiares, la parejita acaramelada, la pareja aburrida, el chiringuito, la siesta, los canalillos, el socorrista, los guiris, los vendedores ambulantes, los puestos de vendedores de artesanía, las fiestas del pueblo, Paquito el Chocolatero, las atracciones de feria, los bailes de salón en el hotel, los bailones, el hideputa montado en un ruido, las adolescentes en el paseo, las panteras en la discoteca, las colchonetas hinchables, los patinetes, los patines, las bicicletas, el sinparar de hacer fotos con el móvil, las gafas de sol, las gafas de bucear, las aletas, la sombrilla, el cubito, la pala y el rastrillo, los manguitos, las gorras, el toples, la música bacalao, el Despacito, el reggaetón, el coche tuneado de música ensordecedora, la abuela en el paseo llamando a voces por el móvil a Bilbao, los niños desaforados en la piscina, la misa de los domingos de los últimos irreductibles, las moscas, la compra en Mercadona, las colas en la farmacia, el mercadillo, el bar de los holandeses ruidosos, los ingleses borrachos, el camping, la barbacoa en el camping, el club naútico, el caricaturista en la plaza, el músico callejero, los madrugadores corriendo por el paseo al amanecer, las negritas senegalesas haciendo trencitas, las noches de calor sofocante en un apartamento de cuarta línea de playa, la chicharra...... y la luna, esa cálida y naranja luna llena que está brotando ahora mismo del mar.

Altea, 9 de julio de 2017

Fotos del autor

14 julio 2017

Intuición
Jesús Ramos Alonso


El rojo de la sangre brotando de la herida en la frente, solo me produjo vacío en el estómago; en cambio el carmín pintando sus labios me repugnó. Quizá la similitud de los colores fue la que produjo un cortocircuito en mi mente y las imágenes se mezclaron en una amalgama macabra, sin explicación aparente. Pero vayamos por partes.
Paseaba con mi mujer y, al ver de lejos el bulto, supe lo que era. No sé cómo pero lo supe.
Anita, ahí hay un muerto.
¡Por Dios, no me asustes! —respondió.
Poco antes ella me había dicho:
¿No notas algo raro?
¿Algo raro? —dije extrañado.
No sé, el aire tiene algo diferente.
¿Pero qué? —insistí.
No sé…pero hay algo —dijo de tal manera que lo acepté como un axioma.
A veces, elementos aparentemente irracionales disparan mi imaginación y, como si no dependiera de mí, crean una historia que mi conciencia acredita como cierta. Es como si viajara por un túnel invisible que me conecta con una realidad ajena: seguramente simple intuición. Esta fue una de esas veces.
El campo era llano, la hierba tupida apenas presentaba ondulaciones y aquel bulto era un borrón de tinta en un folio en blanco.
Aunque la luz de la mañana era limpia, el bulto presentaba un contorno impreciso y difuso. Al acercarnos vimos que estaba aureolado por una nube de moscas, las vacas pastaban cerca. A la distancia en que nos encontrábamos no se distinguían los detalles pero, por las extremidades, comprendimos que era un cuerpo humano. Retrocedimos asustados hacia el pueblo, a mitad de camino ya había cobertura para el móvil; hablamos con el alcalde pedáneo y le explicamos lo que pasaba y donde nos encontrábamos.
Media hora después apareció un todoterreno de la Guardia Civil. Sentada detrás venía una mujer vestida de paisano; tras saludarnos y pedir que nos identificáramos nos dijo que estaría a cargo de la investigación. Era rubia y muy guapa, parecía recién duchada y todo en ella irradiaba frescura; “como ha cambiado la Benemérita”, pensé. Delante iban el conductor y un acompañante, les conocíamos de vista del cuartelillo; presentaban un aspecto desaliñado, el uniforme arrugado y sin afeitar, como si llevaran mucho tiempo de guardia. Dos caras de la misma moneda.
Ramírez, que así se apellidaba la inspectora, se acomodó delante para dejarnos más espacio. El coche avanzó por la pista. Uno de los guardias explicaba las características del pueblo y de la zona que Ramírez no conocía, pues pertenecía al servicio de criminalística. Un bache nos hizo saltar en el asiento y la inspectora miró al conductor con cara de pocos amigos,
¡Ponga más cuidado, cabo!
La pista está muy mal, mi sargento —dijo éste, azorado, a modo de disculpa.
El otro número carraspeó y continuamos en silencio el resto del trayecto.
Al llegar a la altura del cadáver, Anita y yo permanecimos en el vehículo. Por la ventanilla se veía el cuerpo encogido, de lado y dándonos la espalda.
Mientras uno de los guardias tomaba notas al dictado de Ramírez, el otro hacía fotos del muerto, del terreno alrededor, de las huellas de pisadas, que habían tenido buen cuidado de no mezclar con las suyas…
Al terminar el reconocimiento la sargento se dirigió a nosotros:
Parece que pudo ser ayer por la tarde, ¿notaron algo raro en el pueblo?
La miramos negando con la cabeza.
Nada, este es un pueblo muy tranquilo — dijo mi mujer.
Nos mostró el DNI de Raimundo Fontiveros, la víctima, con la foto.
¿Le conocen? —preguntó.
Claro—respondí—es ganadero, en verano sube sus vacas a estos pastos.
La lozanía del rostro de la mujer había desaparecido y ella debió notar mi aprensión pues, ladeándose, se quitó los guantes de látex y sacó del bolso un espejito y un lápiz de labios, en un intento de recomponer la frescura perdida. Justo en ese momento me vino a la mente la imagen del muerto, pero con la cara de Ramírez.
Para el pueblo aquello fue una hecatombe. En verano se llenaban las casas, aunque no seríamos más de ochenta vecinos, todos conocidos cuando no parientes. Alguien debió ver pasar el todoterreno, o, aunque Raimundo vivía solo, echaron en falta la luz en su ventana, o quizá el pueblo lejos de ser un simple conglomerado de casas era algo vivo y detectaba la más mínima alteración de lo cotidiano cuyo ritmo atesoraba en la fuente, en el pilón o en el lavadero. Puede que la campana de la iglesia, con un extraño y desacostumbrado ronquido del viento en su interior, hubiera dado la noticia a los viejos y estos la hubieran transmitido a los demás. El caso es que cuando volvimos todos estaban en la calle y nos avasallaron a preguntas.
Después de aquello nada fue igual, la Guardia Civil hizo preguntas a todo el mundo, algunos volvieron a la ciudad esperando que el ambiente se calmara, Marcial, el del bar, no daba abasto para dar de comer y beber a los periodistas y veraneantes que se acercaban a curiosear…Nosotros nos quedamos pero cambiamos el itinerario de nuestros paseos.
El muerto tenía un balazo en la cabeza. El arma homicida no apareció así que la única hipótesis era el asesinato, pero las circunstancias no aportaban pista alguna ni del móvil ni de posibles beneficiarios de la muerte; en el pueblo no había secretos. Eso sí, a veces Raimundo, que era algo taciturno y sibilino, se ausentaba por unos días, lo que le daba una cierta aureola de misterio que no le importaba alimentar.
¡No andarás tú con tías buenas!, una noche aquí y otra allá —, le espetaba un contrario en el mus.
Envido a la chica — respondía serio.
Así era Raimundo, un tipo singular, y eso contribuyó a que comenzaran a circular rumores: que si narcotráfico, que si había una cuenta en Andorra, que si los asesinos eran sicarios y el crimen un aviso a navegantes o un escarmiento en la persona equivocada. La crueldad de la muerte daba pie a estas y otras explicaciones a cual más peliculera; por lo visto había un vídeo en el móvil del muerto…
A los pocos días, Ramírez nos citó en la comandancia, nos hizo pasar por separado, primero a Anita que estuvo muy poco tiempo. Luego entre yo a una sala donde estuvo mucho rato haciendo preguntas y, sobre todo, conjeturando, mientras hojeaba un libro. Hablaba despacio, con largas pausas en las que me observaba. La verdad es que aquello parecía más una charla de café que un interrogatorio, de hecho en algún momento me comentó que compartía conmigo los avances de la investigación por si me sugerían algo. Desacreditó las habladurías y afirmó que la mayoría de estos casos tenían una explicación local, que en el medio rural eran frecuentes las corrientes de odio o rencor que fluían entre generaciones y de repente se desbordaban. Yo no entendía muy bien qué hacía allí escuchando a Ramírez que, en esa ocasión, estaba especialmente radiante. Me enseñó el vídeo del que se hablaba en la calle, lo había grabado el asesino. Se veía a Raimundo con gafas de sol, como intentando defenderse. Congeló la imagen y amplio el detalle de las gafas en las que se veía, muy borroso, el reflejo del cámara-asesino. Ramírez me explicó que dispondrían en muy poco tiempo del patrón facial del individuo, lo que facilitaría la investigación. En ese momento se quedó callada, miró al gran espejo que había en un lateral de la sala y luego a mí, expectante, como si esperara que dijese algo. No sé por qué, pero la verdad es que me sentí un poco azorado, como si estuviese bajo la lente de un microscopio; no sabía qué decir.
Tras un largo silencio volvió a poner en marcha el vídeo, las imágenes de Raimundo gimiendo y tapándose la cara con los brazos, el cañón de la escopeta apuntándole a la cara, luego el sonido del disparo, el cuerpo desinflándose (me vino a la memoria la maravillosa fotografía del miliciano), y finalmente una toma del ánima del cañón echando humo...—imaginé las volutas atornillándose en el aire e impregnándolo con su letal contenido.
Cuando paró el vídeo me preguntó por el calzado que llevaba ese día, mis botas de montaña…
¿Dónde están ahora? —preguntó.
En la casa del pueblo —contesté.
Tendrá que dejárnoslas.
Tras dirigir la mirada al espejo una vez más, me dijo que iban a venir unos colegas a “cumplimentar unas formalidades”, esas fueron sus palabras exactas. Seria, se levantó y salió de la sala.
Mientras esperaba me entretuve con el libro que hojeaba Ramírez, “Las tres caras de Eva”; leí la síntesis en la contraportada; la protagonista de la novela alternaba en su vida diaria entre personalidades diferentes.
En ese momento me puse a divagar pensando en quién podría ser el asesino del pobre Raimundo, y en qué tendrían que ver mis botas con todo aquello. De repente, sin saber por qué, intuí que en adelante iba a disponer de muchísimo tiempo; así que me apunté el título de la novela.     

05 julio 2017


Pero haberlos, haylos

Carmen Picazo Hernández


Pedro no creía en fantasmas. No le parecía posible que alguien del más allá, con independencia del tiempo que, o bien reposara en la tumba o bien hubiera sido sometido a cremación, fuese a presentarse a seres vivos por algún motivo, ya fuera una reclamación, un recordatorio o una dádiva. Y sí, creía en el espíritu, en l'âme-esprit, como lo llaman algunos franceses, una entidad que abandona el cuerpo físico en el momento del fallecimiento de una persona, algo en lo que no coinciden todas las opiniones de los entendidos: porque algunos creen que tardan hasta días en abandonar definitivamente ese cuerpo en el que hasta entonces habían morado.
Aunque no creyese en fantasmas, Pedro se había deleitado leyendo cuentos de tipo humorístico como El fantasma de Canterville de Oscar Wilde y también había conocido historias de los fantasmas más celebres, tanto de Madrid como de otras ciudades y pueblos. Cada vez que pasaba junto a la Casa de las Siete Chimeneas, tan cercana a la calle de Alcalá, no podía por menos que recordar la historia de esa bella mujer, vinculada a la casa real de los Austria, que se paseaba de vez en cuando por los tejados de ese edificio en el que vivió y que fue, al parecer, un regalo regio.
Incluso en el pueblo del norte de Guadalajara en el que la familia había pasado muchos veranos durante su adolescencia, en la casa rehabilitada de los abuelos de Pedro, se contaba la historia del Ahorcado, que en noches de luna llena se paseaba por la carretera y espantaba a cualquier despistado que, en época estival, no hubiera evitado quedarse en casa y hubiese preferido darse una vuelta por el lugar más fresco, precisamente las eras, a no más de diez metros de la casa del Ahorcado. Pedro no había llegado nunca a verlo, porque sus amigos del pueblo se negaban a salir de la plaza, no fuera a ser…
Él razonaba consigo mismo, sin llegar a ponerlo en palabras, que por qué no puede haber ningún fantasma feliz, que todos tienen a sus espaldas alguna historia terrible, como dicen los que se han ocupado en investigar su pasado. ¿Por qué aquellos que han tenido una vida dichosa no vuelven para contarlo? Eso era algo que a Pedro le extrañaba, que la finalidad de esta "gente" fuese la de repartir miedo y no la de animar, con la de sufrimiento que hay ya en el mundo actual… Si es que, como se dice, el espíritu se convierte automáticamente en algo mejor y más sabio una vez que deja el cuerpo. Pero callaba, sin ganas de discutir.
El tiempo pasó, Pedro se casó con Ana, con quien tuvo hijos, que crecieron y le dieron nietos. La casa del pueblo de Guadalajara era ahora suya, desde que fallecieran sus padres hacía décadas.
Verano de 2015. Calor insoportable en toda la Península Ibérica e incluso en Centroeuropa. Ana y él se fueron a pasar los tres meses, desde mediados de junio a mediados de septiembre, al pueblo de Guadalajara, donde al menos por la noche se podía respirar y dormir bien tapados. Un domingo en que el calor apretó desmesuradamente, la noche se presentó excepcionalmente cálida; pudieron, incluso, cenar en el porche sin tener que abrigarse como era lo normal. Hasta tal punto sintió Pedro la acumulación de calor que decidió proponer a Ana darse un paseo hasta la Fuente Buena, llamada así supuestamente para diferenciarla de la del pilón de la plaza, que no debía reunir garantías suficientes de salubridad para los lugareños. En opinión de Pedro, la Fuente Buena era llamada así por las mozas de otros tiempos, que iban allí a llenar los cántaros y los botijos y tener sus ratos de expansión con los mozos. Ana rehusó salir: estaba cansada porque habían pasado el fin de semana con ellos los hijos y los nietos y había tenido que guisar, preparar desayunos y meriendas, recoger todos los trastos que los críos habían dejado esparcidos por todas partes. Pedro lo entendió y se marchó solo.
Para ir a la Fuente Buena tenía que cruzar el lecho seco y pedregoso de un arroyuelo que sólo llevaba agua en invierno, otoño y primavera. Ahora tenía que encontrarse en la estación en la que prácticamente era sólo un recuerdo del pasado mes de mayo, hasta que volvieran las lluvias de octubre. Así que, con la poca luz de su linterna de bolsillo, se puso a atravesar lo que él creyó era esa franja seca y llena de piedras. Su sorpresa fue mayúscula cuando se encontró con los pies metidos en agua y, al avanzar, el agua subió rápidamente, casi hasta su cintura. Al mismo tiempo tropezó en una gran piedra que debía estar en el fondo y cayó, haciéndose mucho daño en la rodilla izquierda. Intentó sin éxito levantarse, forcejeó y luchó por salir, pero el agua iba subiendo apreciablemente de nivel.
Desesperaba ya de lograr estabilizarse y salir de aquella corriente que Pedro nunca había visto tan arrolladora. De pronto, sintió que algo rozaba su mano: era una cuerda y parecía que en el otro extremo alguien la sujetaba con fuerza para intentar ayudarle a salir. Aprovechó la firmeza del tirón para poner de su parte y salir a la orilla del arroyo, convertido casi en caudaloso como por arte de birlibirloque. Fuera ya, se sentó y se palpó la rodilla, al tiempo que buscaba con la vista a su salvador. Éste estaba recogiendo la cuerda que había salvado a Pedro y, al llegar al dogal que había quedado en tierra, se lo pasó por el cuello, como si fuera algo totalmente natural. Pedro pensó que el detalle de la cuerda al cuello era muy revelador, pero por el momento no preguntó nada.
—Buenas noches, ¡¡¡muchísimas gracias!!!
—Bah, no es nada, son cosas que pasan con estas crecidas. Por cierto, a usted no lo conozco. Claro que no conozco a todos los que ahora viven en el pueblo…
—Soy Pedro Fernández, mi familia, mis abuelos, eran de aquí, los Quintanilla.
—Ah, sí, los conozco. Y usted ¿de dónde es?
— De Madrid, venimos a quedarnos todo el verano y el resto del año todos los fines de semana, la Semana Santa, etc.
—¿De Madrid y se vienen aquí, con lo que se aburrirán? ¿Y cómo no se quedan para poder ir al cine o a bailar, o a las tiendas? Aquí, en este pueblo, no hay nada.
—Venimos, sobre todo, por el fresco que hace por las noches. Y con la televisión, la lectura y las partidas de brisca, aparte de los paseos en cuanto se quita el sol, lo pasamos muy bien…
—Yo he sido pastor de cabras, no me hable del fresco de las noches, que cuando tenía que marcharme al Pico todo el verano con el rebaño, ¡anda que no he pasado frío! Luego, cuando bajaba, ya era cada día más frío, no daban ganas de alejarse de la lumbre. Éste es un pueblo rodeado de montañas por todas partes.
—Claro, igual que los demás pueblos de la Arquitectura Negra.
—¿De la qué?
—Los llaman así porque están todas las casas hechas de pizarra.
—Claro y ¿de qué las íbamos a hacer si no?
Pedro se atrevió a hacerle la pregunta que le llevaba quemando los labios: ¿Es usted el que llaman el Ahorcado?
—Pues claro, ¿de dónde cree que sale esta cuerda? Fue un asunto de cuernos, no quiero contar más, fue muy mala cosa. Así que me voy a marchar, creo que con esta vara que hay aquí usted podrá volver a su casa y secarse junto a la chimenera. Si quiere le acompaño…
—No, por Dios, que usted bastante ha hecho ya. Y le repito que muchísimas gracias. A usted le debo no ahogarme.
—No las merezco. Y disculpe la bromita de la crecida del arroyo, es que a veces me aburro mucho y hago alguna travesura. No creí que fuese usted a caerse y golpearse la rodilla… Bueno, a mandar.
Y desapareció como por ensalmo. Pedro, mientras renqueaba apoyado en la vara hacia su casa, se planteaba lo que había pasado. Comenzando con la crecida extemporánea del arroyo, que sin duda era algo sobrenatural, según el Ahorcado había reconocido, y siguiendo con la aparición del fantasma. Un fantasma con muy buena voluntad, y eso que llevaba su calvario, y su cuerda providencial, a cuestas. Una experiencia que no contaría a nadie, porque nadie iba a creerlo.