05 julio 2017


Pero haberlos, haylos

Carmen Picazo Hernández


Pedro no creía en fantasmas. No le parecía posible que alguien del más allá, con independencia del tiempo que, o bien reposara en la tumba o bien hubiera sido sometido a cremación, fuese a presentarse a seres vivos por algún motivo, ya fuera una reclamación, un recordatorio o una dádiva. Y sí, creía en el espíritu, en l'âme-esprit, como lo llaman algunos franceses, una entidad que abandona el cuerpo físico en el momento del fallecimiento de una persona, algo en lo que no coinciden todas las opiniones de los entendidos: porque algunos creen que tardan hasta días en abandonar definitivamente ese cuerpo en el que hasta entonces habían morado.
Aunque no creyese en fantasmas, Pedro se había deleitado leyendo cuentos de tipo humorístico como El fantasma de Canterville de Oscar Wilde y también había conocido historias de los fantasmas más celebres, tanto de Madrid como de otras ciudades y pueblos. Cada vez que pasaba junto a la Casa de las Siete Chimeneas, tan cercana a la calle de Alcalá, no podía por menos que recordar la historia de esa bella mujer, vinculada a la casa real de los Austria, que se paseaba de vez en cuando por los tejados de ese edificio en el que vivió y que fue, al parecer, un regalo regio.
Incluso en el pueblo del norte de Guadalajara en el que la familia había pasado muchos veranos durante su adolescencia, en la casa rehabilitada de los abuelos de Pedro, se contaba la historia del Ahorcado, que en noches de luna llena se paseaba por la carretera y espantaba a cualquier despistado que, en época estival, no hubiera evitado quedarse en casa y hubiese preferido darse una vuelta por el lugar más fresco, precisamente las eras, a no más de diez metros de la casa del Ahorcado. Pedro no había llegado nunca a verlo, porque sus amigos del pueblo se negaban a salir de la plaza, no fuera a ser…
Él razonaba consigo mismo, sin llegar a ponerlo en palabras, que por qué no puede haber ningún fantasma feliz, que todos tienen a sus espaldas alguna historia terrible, como dicen los que se han ocupado en investigar su pasado. ¿Por qué aquellos que han tenido una vida dichosa no vuelven para contarlo? Eso era algo que a Pedro le extrañaba, que la finalidad de esta "gente" fuese la de repartir miedo y no la de animar, con la de sufrimiento que hay ya en el mundo actual… Si es que, como se dice, el espíritu se convierte automáticamente en algo mejor y más sabio una vez que deja el cuerpo. Pero callaba, sin ganas de discutir.
El tiempo pasó, Pedro se casó con Ana, con quien tuvo hijos, que crecieron y le dieron nietos. La casa del pueblo de Guadalajara era ahora suya, desde que fallecieran sus padres hacía décadas.
Verano de 2015. Calor insoportable en toda la Península Ibérica e incluso en Centroeuropa. Ana y él se fueron a pasar los tres meses, desde mediados de junio a mediados de septiembre, al pueblo de Guadalajara, donde al menos por la noche se podía respirar y dormir bien tapados. Un domingo en que el calor apretó desmesuradamente, la noche se presentó excepcionalmente cálida; pudieron, incluso, cenar en el porche sin tener que abrigarse como era lo normal. Hasta tal punto sintió Pedro la acumulación de calor que decidió proponer a Ana darse un paseo hasta la Fuente Buena, llamada así supuestamente para diferenciarla de la del pilón de la plaza, que no debía reunir garantías suficientes de salubridad para los lugareños. En opinión de Pedro, la Fuente Buena era llamada así por las mozas de otros tiempos, que iban allí a llenar los cántaros y los botijos y tener sus ratos de expansión con los mozos. Ana rehusó salir: estaba cansada porque habían pasado el fin de semana con ellos los hijos y los nietos y había tenido que guisar, preparar desayunos y meriendas, recoger todos los trastos que los críos habían dejado esparcidos por todas partes. Pedro lo entendió y se marchó solo.
Para ir a la Fuente Buena tenía que cruzar el lecho seco y pedregoso de un arroyuelo que sólo llevaba agua en invierno, otoño y primavera. Ahora tenía que encontrarse en la estación en la que prácticamente era sólo un recuerdo del pasado mes de mayo, hasta que volvieran las lluvias de octubre. Así que, con la poca luz de su linterna de bolsillo, se puso a atravesar lo que él creyó era esa franja seca y llena de piedras. Su sorpresa fue mayúscula cuando se encontró con los pies metidos en agua y, al avanzar, el agua subió rápidamente, casi hasta su cintura. Al mismo tiempo tropezó en una gran piedra que debía estar en el fondo y cayó, haciéndose mucho daño en la rodilla izquierda. Intentó sin éxito levantarse, forcejeó y luchó por salir, pero el agua iba subiendo apreciablemente de nivel.
Desesperaba ya de lograr estabilizarse y salir de aquella corriente que Pedro nunca había visto tan arrolladora. De pronto, sintió que algo rozaba su mano: era una cuerda y parecía que en el otro extremo alguien la sujetaba con fuerza para intentar ayudarle a salir. Aprovechó la firmeza del tirón para poner de su parte y salir a la orilla del arroyo, convertido casi en caudaloso como por arte de birlibirloque. Fuera ya, se sentó y se palpó la rodilla, al tiempo que buscaba con la vista a su salvador. Éste estaba recogiendo la cuerda que había salvado a Pedro y, al llegar al dogal que había quedado en tierra, se lo pasó por el cuello, como si fuera algo totalmente natural. Pedro pensó que el detalle de la cuerda al cuello era muy revelador, pero por el momento no preguntó nada.
—Buenas noches, ¡¡¡muchísimas gracias!!!
—Bah, no es nada, son cosas que pasan con estas crecidas. Por cierto, a usted no lo conozco. Claro que no conozco a todos los que ahora viven en el pueblo…
—Soy Pedro Fernández, mi familia, mis abuelos, eran de aquí, los Quintanilla.
—Ah, sí, los conozco. Y usted ¿de dónde es?
— De Madrid, venimos a quedarnos todo el verano y el resto del año todos los fines de semana, la Semana Santa, etc.
—¿De Madrid y se vienen aquí, con lo que se aburrirán? ¿Y cómo no se quedan para poder ir al cine o a bailar, o a las tiendas? Aquí, en este pueblo, no hay nada.
—Venimos, sobre todo, por el fresco que hace por las noches. Y con la televisión, la lectura y las partidas de brisca, aparte de los paseos en cuanto se quita el sol, lo pasamos muy bien…
—Yo he sido pastor de cabras, no me hable del fresco de las noches, que cuando tenía que marcharme al Pico todo el verano con el rebaño, ¡anda que no he pasado frío! Luego, cuando bajaba, ya era cada día más frío, no daban ganas de alejarse de la lumbre. Éste es un pueblo rodeado de montañas por todas partes.
—Claro, igual que los demás pueblos de la Arquitectura Negra.
—¿De la qué?
—Los llaman así porque están todas las casas hechas de pizarra.
—Claro y ¿de qué las íbamos a hacer si no?
Pedro se atrevió a hacerle la pregunta que le llevaba quemando los labios: ¿Es usted el que llaman el Ahorcado?
—Pues claro, ¿de dónde cree que sale esta cuerda? Fue un asunto de cuernos, no quiero contar más, fue muy mala cosa. Así que me voy a marchar, creo que con esta vara que hay aquí usted podrá volver a su casa y secarse junto a la chimenera. Si quiere le acompaño…
—No, por Dios, que usted bastante ha hecho ya. Y le repito que muchísimas gracias. A usted le debo no ahogarme.
—No las merezco. Y disculpe la bromita de la crecida del arroyo, es que a veces me aburro mucho y hago alguna travesura. No creí que fuese usted a caerse y golpearse la rodilla… Bueno, a mandar.
Y desapareció como por ensalmo. Pedro, mientras renqueaba apoyado en la vara hacia su casa, se planteaba lo que había pasado. Comenzando con la crecida extemporánea del arroyo, que sin duda era algo sobrenatural, según el Ahorcado había reconocido, y siguiendo con la aparición del fantasma. Un fantasma con muy buena voluntad, y eso que llevaba su calvario, y su cuerda providencial, a cuestas. Una experiencia que no contaría a nadie, porque nadie iba a creerlo.

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