Pero
haberlos, haylos
Carmen
Picazo Hernández
Pedro
no creía en fantasmas. No le parecía posible que alguien del más
allá, con independencia del tiempo que, o bien reposara en la tumba
o bien hubiera sido sometido a cremación, fuese a presentarse a
seres vivos por algún motivo, ya fuera una reclamación, un
recordatorio o una dádiva. Y sí, creía en el espíritu, en
l'âme-esprit,
como
lo llaman algunos franceses, una entidad que abandona el cuerpo
físico en el momento del fallecimiento de una persona, algo en lo
que no coinciden todas las opiniones de los entendidos: porque
algunos creen que tardan hasta días en abandonar definitivamente ese
cuerpo en el que hasta entonces habían morado.
Aunque
no creyese en fantasmas, Pedro se había deleitado leyendo cuentos de
tipo humorístico como El
fantasma de Canterville
de Oscar Wilde y también había conocido historias de los fantasmas
más celebres, tanto de Madrid como de otras ciudades y pueblos. Cada
vez que pasaba junto a la Casa de las Siete Chimeneas, tan cercana a
la calle de Alcalá, no podía por menos que recordar la historia de
esa bella mujer, vinculada a la casa real de los Austria, que se
paseaba de vez en cuando por los tejados de ese edificio en el que
vivió y que fue, al parecer, un regalo regio.
Incluso
en el pueblo del norte de Guadalajara en el que la familia había
pasado muchos veranos durante su adolescencia, en la casa
rehabilitada de los abuelos de Pedro, se contaba la historia del
Ahorcado,
que en noches de luna llena se paseaba por la carretera y espantaba a
cualquier despistado que, en época estival, no hubiera evitado
quedarse en casa y hubiese preferido darse una vuelta por el lugar
más fresco, precisamente las eras, a no más de diez metros de la
casa del Ahorcado.
Pedro no había llegado nunca a verlo, porque sus amigos del pueblo
se negaban a salir de la plaza, no fuera a ser…
Él
razonaba consigo mismo, sin llegar a ponerlo en palabras, que por qué
no puede haber ningún fantasma feliz, que todos tienen a sus
espaldas alguna historia terrible, como dicen los que se han ocupado
en investigar su pasado. ¿Por qué aquellos que han tenido una vida
dichosa no vuelven para contarlo? Eso era algo que a Pedro le
extrañaba, que la finalidad de esta "gente" fuese la de
repartir miedo y no la de animar, con la de sufrimiento que hay ya en
el mundo actual… Si es que, como se dice, el espíritu se convierte
automáticamente en algo mejor y más sabio una vez que deja el
cuerpo. Pero callaba, sin ganas de discutir.
El
tiempo pasó, Pedro se casó con Ana, con quien tuvo hijos, que
crecieron y le dieron nietos. La casa del pueblo de Guadalajara era
ahora suya, desde que fallecieran sus padres hacía décadas.
Verano
de 2015. Calor insoportable en toda la Península Ibérica e incluso
en Centroeuropa. Ana y él se fueron a pasar los tres meses, desde
mediados de junio a mediados de septiembre, al pueblo de Guadalajara,
donde al menos por la noche se podía respirar y dormir bien tapados.
Un domingo en que el calor apretó desmesuradamente, la noche se
presentó excepcionalmente cálida; pudieron, incluso, cenar en el
porche sin tener que abrigarse como era lo normal. Hasta tal punto
sintió Pedro la acumulación de calor que decidió proponer a Ana
darse un paseo hasta la Fuente Buena, llamada así supuestamente para
diferenciarla de la del pilón de la plaza, que no debía reunir
garantías suficientes de salubridad para los lugareños. En opinión
de Pedro, la Fuente Buena era llamada así por las mozas de otros
tiempos, que iban allí a llenar los cántaros y los botijos y tener
sus ratos de expansión con los mozos. Ana rehusó salir: estaba
cansada porque habían pasado el fin de semana con ellos los hijos y
los nietos y había tenido que guisar, preparar desayunos y
meriendas, recoger todos los trastos que los críos habían dejado
esparcidos por todas partes. Pedro lo entendió y se marchó solo.
Para
ir a la Fuente Buena tenía que cruzar el lecho seco y pedregoso de
un arroyuelo que sólo llevaba agua en invierno, otoño y primavera.
Ahora tenía que encontrarse en la estación en la que prácticamente
era sólo un recuerdo del pasado mes de mayo, hasta que volvieran las
lluvias de octubre. Así que, con la poca luz de su linterna de
bolsillo, se puso a atravesar lo que él creyó era esa franja seca y
llena de piedras. Su sorpresa fue mayúscula cuando se encontró con
los pies metidos en agua y, al avanzar, el agua subió rápidamente,
casi hasta su cintura. Al mismo tiempo tropezó en una gran piedra
que debía estar en el fondo y cayó, haciéndose mucho daño en la
rodilla izquierda. Intentó sin éxito levantarse, forcejeó y luchó
por salir, pero el agua iba subiendo apreciablemente de nivel.
Desesperaba
ya de lograr estabilizarse y salir de aquella corriente que Pedro
nunca había visto tan arrolladora. De pronto, sintió que algo
rozaba su mano: era una cuerda y parecía que en el otro extremo
alguien la sujetaba con fuerza para intentar ayudarle a salir.
Aprovechó la firmeza del tirón para poner de su parte y salir a la
orilla del arroyo, convertido casi en caudaloso como por arte de
birlibirloque. Fuera ya, se sentó y se palpó la rodilla, al tiempo
que buscaba con la vista a su salvador. Éste estaba recogiendo la
cuerda que había salvado a Pedro y, al llegar al dogal que había
quedado en tierra, se lo pasó por el cuello, como si fuera algo
totalmente natural. Pedro pensó que el detalle de la cuerda al
cuello era muy revelador, pero por el momento no preguntó nada.
—Buenas
noches, ¡¡¡muchísimas gracias!!!
—Bah,
no es nada, son cosas que pasan con estas crecidas. Por cierto, a
usted no lo conozco. Claro que no conozco a todos los que ahora
viven en el pueblo…
—Soy
Pedro Fernández, mi familia, mis abuelos, eran de aquí, los
Quintanilla.
—Ah,
sí, los conozco. Y usted ¿de dónde es?
—
De Madrid, venimos a quedarnos todo el verano y el resto del año
todos los fines de semana, la Semana Santa, etc.
—¿De
Madrid y se vienen aquí, con lo que se aburrirán? ¿Y cómo no se
quedan para poder ir al cine o a bailar, o a las tiendas? Aquí, en
este pueblo, no hay nada.
—Venimos,
sobre todo, por el fresco que hace por las noches. Y con la
televisión, la lectura y las partidas de brisca, aparte de los
paseos en cuanto se quita el sol, lo pasamos muy bien…
—Yo
he sido pastor de cabras, no me hable del fresco de las noches, que
cuando tenía que marcharme al Pico todo el verano con el rebaño,
¡anda que no he pasado frío! Luego, cuando bajaba, ya era cada día
más frío, no daban ganas de alejarse de la lumbre. Éste es un
pueblo rodeado de montañas por todas partes.
—Claro,
igual que los demás pueblos de la Arquitectura Negra.
—¿De
la qué?
—Los
llaman así porque están todas las casas hechas de pizarra.
—Claro
y ¿de qué las íbamos a hacer si no?
Pedro
se atrevió a hacerle la pregunta que le llevaba quemando los labios:
¿Es usted el que llaman el Ahorcado?
—Pues
claro, ¿de dónde cree que sale esta cuerda? Fue un asunto de
cuernos, no quiero contar más, fue muy mala cosa. Así que me voy a
marchar, creo que con esta vara que hay aquí usted podrá volver a
su casa y secarse junto a la chimenera.
Si
quiere le acompaño…
—No,
por Dios, que usted bastante ha hecho ya. Y le repito que muchísimas
gracias. A usted le debo no ahogarme.
—No
las merezco. Y disculpe la bromita de la crecida del arroyo, es que a
veces me aburro mucho y hago alguna travesura. No creí que fuese
usted a caerse y golpearse la rodilla… Bueno, a mandar.
Y
desapareció como por ensalmo. Pedro, mientras renqueaba apoyado en
la vara hacia su casa, se planteaba lo que había pasado. Comenzando
con la crecida extemporánea del arroyo, que sin duda era algo
sobrenatural, según el Ahorcado
había reconocido, y siguiendo con la aparición del fantasma. Un
fantasma con muy buena voluntad, y eso que llevaba su calvario, y su
cuerda providencial, a cuestas. Una experiencia que no contaría a
nadie, porque nadie iba a creerlo.
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