Intuición
Jesús Ramos Alonso
El rojo de la sangre brotando
de la herida en la frente, solo me produjo vacío en el estómago; en
cambio el carmín pintando sus labios me repugnó. Quizá la
similitud de los colores fue la que produjo un cortocircuito en mi
mente y las imágenes se mezclaron en una amalgama macabra, sin
explicación aparente. Pero vayamos por partes.
Paseaba con mi mujer y, al ver
de lejos el bulto,
supe lo que era. No sé cómo pero lo supe.
—Anita, ahí hay un muerto.
—¡Por Dios, no me asustes!
—respondió.
Poco antes ella me había
dicho:
— ¿No notas algo raro?
— ¿Algo raro? —dije
extrañado.
—No sé, el aire tiene algo
diferente.
— ¿Pero qué? —insistí.
—No sé…pero hay algo
—dijo de tal manera que lo acepté como un axioma.
A veces, elementos
aparentemente irracionales disparan mi imaginación y, como si no
dependiera de mí, crean una historia que mi conciencia acredita como
cierta. Es como si viajara por un túnel invisible que me conecta con
una realidad ajena: seguramente simple intuición. Esta fue una de
esas veces.
El campo era llano, la hierba
tupida apenas presentaba ondulaciones y aquel bulto era un borrón
de tinta en un folio en blanco.
Aunque la luz de la mañana
era limpia, el bulto presentaba un contorno impreciso y difuso. Al
acercarnos vimos que estaba aureolado por una nube de moscas, las
vacas pastaban cerca. A la distancia en que nos encontrábamos no se
distinguían los detalles pero, por las extremidades, comprendimos
que era un cuerpo humano. Retrocedimos asustados hacia el pueblo, a
mitad de camino ya había cobertura para el móvil; hablamos con el
alcalde pedáneo y le explicamos lo que pasaba y donde nos
encontrábamos.
Media hora después apareció
un todoterreno de la Guardia Civil. Sentada detrás venía una mujer
vestida de paisano; tras saludarnos y pedir que nos identificáramos
nos dijo que estaría a cargo de la investigación. Era rubia y muy
guapa, parecía recién duchada y todo en ella irradiaba frescura;
“como ha cambiado la Benemérita”, pensé. Delante iban el
conductor y un acompañante, les conocíamos de vista del
cuartelillo; presentaban un aspecto desaliñado, el uniforme arrugado
y sin afeitar, como si llevaran mucho tiempo de guardia. Dos caras de
la misma moneda.
Ramírez, que así se
apellidaba la inspectora, se acomodó delante para dejarnos más
espacio. El coche avanzó por la pista. Uno de los guardias explicaba
las características del pueblo y de la zona que Ramírez no conocía,
pues pertenecía al servicio de criminalística. Un bache nos hizo
saltar en el asiento y la inspectora miró al conductor con cara de
pocos amigos,
—¡Ponga más cuidado, cabo!
—La pista está muy mal, mi
sargento —dijo éste, azorado, a modo de disculpa.
El otro número carraspeó y
continuamos en silencio el resto del trayecto.
Al llegar a la altura del
cadáver, Anita y yo permanecimos en el vehículo. Por la ventanilla
se veía el cuerpo encogido, de lado y dándonos la espalda.
Mientras uno de los guardias
tomaba notas al dictado de Ramírez, el otro hacía fotos del muerto,
del terreno alrededor, de las huellas de pisadas, que habían tenido
buen cuidado de no mezclar con las suyas…
Al terminar el reconocimiento
la sargento se dirigió a nosotros:
—Parece que pudo ser ayer
por la tarde, ¿notaron algo raro en el pueblo?
La miramos negando con la
cabeza.
—Nada, este es un pueblo muy
tranquilo — dijo mi mujer.
Nos mostró el DNI de Raimundo
Fontiveros, la víctima, con la foto.
—¿Le conocen? —preguntó.
—Claro—respondí—es
ganadero, en verano sube sus vacas a estos pastos.
La lozanía del rostro de la
mujer había desaparecido y ella debió notar mi aprensión pues,
ladeándose, se quitó los guantes de látex y sacó del bolso un
espejito y un lápiz de labios, en un intento de recomponer la
frescura perdida. Justo en ese momento me vino a la mente la imagen
del muerto, pero con la cara de Ramírez.
Para el pueblo aquello fue una
hecatombe. En verano se llenaban las casas, aunque no seríamos más
de ochenta vecinos, todos conocidos cuando no parientes. Alguien
debió ver pasar el todoterreno, o, aunque Raimundo vivía solo,
echaron en falta la luz en su ventana, o quizá el pueblo lejos de
ser un simple conglomerado de casas era algo vivo y detectaba la más
mínima alteración de lo cotidiano cuyo ritmo atesoraba en la
fuente, en el pilón o en el lavadero. Puede que la campana de la
iglesia, con un extraño y desacostumbrado ronquido del viento en su
interior, hubiera dado la noticia a los viejos y estos la hubieran
transmitido a los demás. El caso es que cuando volvimos todos
estaban en la calle y nos avasallaron a preguntas.
Después de aquello nada fue
igual, la Guardia Civil hizo preguntas a todo el mundo, algunos
volvieron a la ciudad esperando que el ambiente se calmara, Marcial,
el del bar, no daba abasto para dar de comer y beber a los
periodistas y veraneantes que se acercaban a curiosear…Nosotros
nos quedamos pero cambiamos el itinerario de nuestros paseos.
El muerto tenía un balazo en
la cabeza. El arma homicida no apareció así que la única hipótesis
era el asesinato, pero las circunstancias no aportaban pista alguna
ni del móvil ni de posibles beneficiarios de la muerte; en el pueblo
no había secretos. Eso sí, a veces Raimundo, que era algo taciturno
y sibilino, se ausentaba por unos días, lo que le daba una cierta
aureola de misterio que no le importaba alimentar.
—¡No andarás tú con tías
buenas!, una noche aquí y otra allá —, le espetaba un contrario
en el mus.
—Envido a la chica —
respondía serio.
Así era Raimundo, un tipo
singular, y eso contribuyó a que comenzaran a circular rumores: que
si narcotráfico, que si había una cuenta en Andorra, que si los
asesinos eran sicarios y el crimen un aviso a navegantes o un
escarmiento en la persona equivocada. La crueldad de la muerte daba
pie a estas y otras explicaciones a cual más peliculera; por lo
visto había un vídeo en el móvil del muerto…
A los pocos días, Ramírez
nos citó en la comandancia, nos hizo pasar por separado, primero a
Anita que estuvo muy poco tiempo. Luego entre yo a una sala donde
estuvo mucho rato haciendo preguntas y, sobre todo, conjeturando,
mientras hojeaba un libro. Hablaba despacio, con largas pausas en las
que me observaba. La verdad es que aquello parecía más una charla
de café que un interrogatorio, de hecho en algún momento me comentó
que compartía conmigo los avances de la investigación por si me
sugerían algo. Desacreditó las habladurías y afirmó que la
mayoría de estos casos tenían una explicación local, que en el
medio rural eran frecuentes las corrientes de odio o rencor que
fluían entre generaciones y de repente se desbordaban. Yo no
entendía muy bien qué hacía allí escuchando a Ramírez que, en
esa ocasión, estaba especialmente radiante. Me enseñó el vídeo
del que se hablaba en la calle, lo había grabado el asesino. Se veía
a Raimundo con gafas de sol,
como intentando defenderse. Congeló la imagen y amplio el detalle de
las gafas en las que se veía, muy borroso, el reflejo del
cámara-asesino. Ramírez me explicó que dispondrían en muy poco
tiempo del patrón facial del individuo,
lo que
facilitaría la investigación. En ese momento se quedó callada,
miró al gran espejo que había en un lateral de la sala y luego a
mí, expectante, como si esperara que dijese algo. No sé por qué,
pero la verdad es que me sentí un poco azorado, como si estuviese
bajo la lente de un microscopio; no sabía qué decir.
Tras un largo silencio volvió
a poner en marcha el vídeo, las imágenes de Raimundo gimiendo y
tapándose la cara con los brazos, el cañón de la escopeta
apuntándole a la cara, luego el sonido del disparo, el cuerpo
desinflándose (me vino a la memoria la maravillosa fotografía del
miliciano), y finalmente una toma del ánima del cañón echando
humo...—imaginé las volutas atornillándose en el aire e
impregnándolo con su letal contenido.
Cuando paró el vídeo me
preguntó por el calzado que llevaba ese día, mis botas de montaña…
—¿Dónde están ahora?
—preguntó.
—En la casa del pueblo
—contesté.
—Tendrá que dejárnoslas.
Tras dirigir la mirada al
espejo una vez más, me dijo que iban a venir unos colegas a
“cumplimentar unas formalidades”, esas fueron sus palabras
exactas. Seria, se levantó y salió de la sala.
Mientras esperaba me entretuve
con el libro que hojeaba Ramírez, “Las tres caras de Eva”; leí
la síntesis en la contraportada; la protagonista de la novela
alternaba en su vida diaria entre personalidades diferentes.
En ese momento me puse a
divagar pensando en quién podría ser el asesino del pobre Raimundo,
y en qué tendrían que ver mis botas con todo aquello. De repente,
sin saber por qué, intuí que en adelante iba a disponer de
muchísimo tiempo; así que me apunté el título de la
novela.
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