14 julio 2017

Intuición
Jesús Ramos Alonso


El rojo de la sangre brotando de la herida en la frente, solo me produjo vacío en el estómago; en cambio el carmín pintando sus labios me repugnó. Quizá la similitud de los colores fue la que produjo un cortocircuito en mi mente y las imágenes se mezclaron en una amalgama macabra, sin explicación aparente. Pero vayamos por partes.
Paseaba con mi mujer y, al ver de lejos el bulto, supe lo que era. No sé cómo pero lo supe.
Anita, ahí hay un muerto.
¡Por Dios, no me asustes! —respondió.
Poco antes ella me había dicho:
¿No notas algo raro?
¿Algo raro? —dije extrañado.
No sé, el aire tiene algo diferente.
¿Pero qué? —insistí.
No sé…pero hay algo —dijo de tal manera que lo acepté como un axioma.
A veces, elementos aparentemente irracionales disparan mi imaginación y, como si no dependiera de mí, crean una historia que mi conciencia acredita como cierta. Es como si viajara por un túnel invisible que me conecta con una realidad ajena: seguramente simple intuición. Esta fue una de esas veces.
El campo era llano, la hierba tupida apenas presentaba ondulaciones y aquel bulto era un borrón de tinta en un folio en blanco.
Aunque la luz de la mañana era limpia, el bulto presentaba un contorno impreciso y difuso. Al acercarnos vimos que estaba aureolado por una nube de moscas, las vacas pastaban cerca. A la distancia en que nos encontrábamos no se distinguían los detalles pero, por las extremidades, comprendimos que era un cuerpo humano. Retrocedimos asustados hacia el pueblo, a mitad de camino ya había cobertura para el móvil; hablamos con el alcalde pedáneo y le explicamos lo que pasaba y donde nos encontrábamos.
Media hora después apareció un todoterreno de la Guardia Civil. Sentada detrás venía una mujer vestida de paisano; tras saludarnos y pedir que nos identificáramos nos dijo que estaría a cargo de la investigación. Era rubia y muy guapa, parecía recién duchada y todo en ella irradiaba frescura; “como ha cambiado la Benemérita”, pensé. Delante iban el conductor y un acompañante, les conocíamos de vista del cuartelillo; presentaban un aspecto desaliñado, el uniforme arrugado y sin afeitar, como si llevaran mucho tiempo de guardia. Dos caras de la misma moneda.
Ramírez, que así se apellidaba la inspectora, se acomodó delante para dejarnos más espacio. El coche avanzó por la pista. Uno de los guardias explicaba las características del pueblo y de la zona que Ramírez no conocía, pues pertenecía al servicio de criminalística. Un bache nos hizo saltar en el asiento y la inspectora miró al conductor con cara de pocos amigos,
¡Ponga más cuidado, cabo!
La pista está muy mal, mi sargento —dijo éste, azorado, a modo de disculpa.
El otro número carraspeó y continuamos en silencio el resto del trayecto.
Al llegar a la altura del cadáver, Anita y yo permanecimos en el vehículo. Por la ventanilla se veía el cuerpo encogido, de lado y dándonos la espalda.
Mientras uno de los guardias tomaba notas al dictado de Ramírez, el otro hacía fotos del muerto, del terreno alrededor, de las huellas de pisadas, que habían tenido buen cuidado de no mezclar con las suyas…
Al terminar el reconocimiento la sargento se dirigió a nosotros:
Parece que pudo ser ayer por la tarde, ¿notaron algo raro en el pueblo?
La miramos negando con la cabeza.
Nada, este es un pueblo muy tranquilo — dijo mi mujer.
Nos mostró el DNI de Raimundo Fontiveros, la víctima, con la foto.
¿Le conocen? —preguntó.
Claro—respondí—es ganadero, en verano sube sus vacas a estos pastos.
La lozanía del rostro de la mujer había desaparecido y ella debió notar mi aprensión pues, ladeándose, se quitó los guantes de látex y sacó del bolso un espejito y un lápiz de labios, en un intento de recomponer la frescura perdida. Justo en ese momento me vino a la mente la imagen del muerto, pero con la cara de Ramírez.
Para el pueblo aquello fue una hecatombe. En verano se llenaban las casas, aunque no seríamos más de ochenta vecinos, todos conocidos cuando no parientes. Alguien debió ver pasar el todoterreno, o, aunque Raimundo vivía solo, echaron en falta la luz en su ventana, o quizá el pueblo lejos de ser un simple conglomerado de casas era algo vivo y detectaba la más mínima alteración de lo cotidiano cuyo ritmo atesoraba en la fuente, en el pilón o en el lavadero. Puede que la campana de la iglesia, con un extraño y desacostumbrado ronquido del viento en su interior, hubiera dado la noticia a los viejos y estos la hubieran transmitido a los demás. El caso es que cuando volvimos todos estaban en la calle y nos avasallaron a preguntas.
Después de aquello nada fue igual, la Guardia Civil hizo preguntas a todo el mundo, algunos volvieron a la ciudad esperando que el ambiente se calmara, Marcial, el del bar, no daba abasto para dar de comer y beber a los periodistas y veraneantes que se acercaban a curiosear…Nosotros nos quedamos pero cambiamos el itinerario de nuestros paseos.
El muerto tenía un balazo en la cabeza. El arma homicida no apareció así que la única hipótesis era el asesinato, pero las circunstancias no aportaban pista alguna ni del móvil ni de posibles beneficiarios de la muerte; en el pueblo no había secretos. Eso sí, a veces Raimundo, que era algo taciturno y sibilino, se ausentaba por unos días, lo que le daba una cierta aureola de misterio que no le importaba alimentar.
¡No andarás tú con tías buenas!, una noche aquí y otra allá —, le espetaba un contrario en el mus.
Envido a la chica — respondía serio.
Así era Raimundo, un tipo singular, y eso contribuyó a que comenzaran a circular rumores: que si narcotráfico, que si había una cuenta en Andorra, que si los asesinos eran sicarios y el crimen un aviso a navegantes o un escarmiento en la persona equivocada. La crueldad de la muerte daba pie a estas y otras explicaciones a cual más peliculera; por lo visto había un vídeo en el móvil del muerto…
A los pocos días, Ramírez nos citó en la comandancia, nos hizo pasar por separado, primero a Anita que estuvo muy poco tiempo. Luego entre yo a una sala donde estuvo mucho rato haciendo preguntas y, sobre todo, conjeturando, mientras hojeaba un libro. Hablaba despacio, con largas pausas en las que me observaba. La verdad es que aquello parecía más una charla de café que un interrogatorio, de hecho en algún momento me comentó que compartía conmigo los avances de la investigación por si me sugerían algo. Desacreditó las habladurías y afirmó que la mayoría de estos casos tenían una explicación local, que en el medio rural eran frecuentes las corrientes de odio o rencor que fluían entre generaciones y de repente se desbordaban. Yo no entendía muy bien qué hacía allí escuchando a Ramírez que, en esa ocasión, estaba especialmente radiante. Me enseñó el vídeo del que se hablaba en la calle, lo había grabado el asesino. Se veía a Raimundo con gafas de sol, como intentando defenderse. Congeló la imagen y amplio el detalle de las gafas en las que se veía, muy borroso, el reflejo del cámara-asesino. Ramírez me explicó que dispondrían en muy poco tiempo del patrón facial del individuo, lo que facilitaría la investigación. En ese momento se quedó callada, miró al gran espejo que había en un lateral de la sala y luego a mí, expectante, como si esperara que dijese algo. No sé por qué, pero la verdad es que me sentí un poco azorado, como si estuviese bajo la lente de un microscopio; no sabía qué decir.
Tras un largo silencio volvió a poner en marcha el vídeo, las imágenes de Raimundo gimiendo y tapándose la cara con los brazos, el cañón de la escopeta apuntándole a la cara, luego el sonido del disparo, el cuerpo desinflándose (me vino a la memoria la maravillosa fotografía del miliciano), y finalmente una toma del ánima del cañón echando humo...—imaginé las volutas atornillándose en el aire e impregnándolo con su letal contenido.
Cuando paró el vídeo me preguntó por el calzado que llevaba ese día, mis botas de montaña…
¿Dónde están ahora? —preguntó.
En la casa del pueblo —contesté.
Tendrá que dejárnoslas.
Tras dirigir la mirada al espejo una vez más, me dijo que iban a venir unos colegas a “cumplimentar unas formalidades”, esas fueron sus palabras exactas. Seria, se levantó y salió de la sala.
Mientras esperaba me entretuve con el libro que hojeaba Ramírez, “Las tres caras de Eva”; leí la síntesis en la contraportada; la protagonista de la novela alternaba en su vida diaria entre personalidades diferentes.
En ese momento me puse a divagar pensando en quién podría ser el asesino del pobre Raimundo, y en qué tendrían que ver mis botas con todo aquello. De repente, sin saber por qué, intuí que en adelante iba a disponer de muchísimo tiempo; así que me apunté el título de la novela.     

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