29 junio 2023

Pregón de las fiestas de San Juan del barrio de Quintana de Madrid 2023

Pronunciado por Javier Martínez Gutiérrez el 23 de junio de 2023 en el auditorio del parque Calero

 


 

Queridos vecinos:

Mi calle de toda la vida, la calle Zigia, es hoy una triste, anodina y anónima calle más de este barrio, de apenas tres manzanas y unos escasos 300 metros de longitud. Hace 50 años era muy distinta.

Tengo recuerdos nítidos pero ha pasado tanto tiempo que me he podido olvidar de algo, seguramente cambiar algún nombre y olvidar alguna tienda, con certeza a las que no iba.

En la esquina con Caudillo de España, hoy Doctor Vallejo, había una frutería. Antonio, el frutero, vivía con su familia en el primer piso. Tenía dos hijos, la mayor era una chica muy trabajadora que ayudaba en la frutería durante el día y estudiaba bachillerato nocturno en el instituto que había en la calle Elfo. Era muy sensible y amiga de mi prima Mari.

Su hermano pequeño, Antonio, era todo lo contrario. Su currículum se limitaba a ser la mano derecha del temido Banano, joyita de chaval del vecino barrio de San Pascual.

Con la banda del Banano tuvimos mi hermano, primos y yo varios y desiguales encontronazos, ninguno en bibliotecas, iglesias o centros culturales, sino en los pequeños billares como el que había en un bajo interior en uno de los patios de Virgen del Portillo, apenas a cien metros de aquí. Una vez, discutimos por quién había reservado antes la mesa de pimpón, claramente nosotros Banano y su banda ni reservaban ni pagaban en billar alguno—. En medio de la apasionada y desigual pendencia con Banano, amenazándonos continuamente con partirnos la cara, mi hermano, de repente, le reventó una raqueta en todo el careto. Si, al Banano. Ante la sorpresa, salimos por piernas, corriendo a toda leche de los billares.

Siempre temimos que Antonio contara al Banano donde vivíamos, nunca lo hizo. Durante varios meses estuvimos cambiando de itinerarios de casa al cole y viceversa, y evitamos ir a los billares.

Al lado de la frutería estaba la tienda de frutos secos, de María Jesús, casi enfrente del Colegio Corazón de María. Allí comprábamos a diario a la vuelta de clase chuches y helados. Me gustaban los polos de menta ROYNE, que costaban una peseta. Ella estaba casi siempre acompañada de su marido, un guardia civil tan alto, como malhumorado. Le recuerdo siempre de pie, vestido con el traje verde de la benemérita, incluyendo tricornio y pistola reglamentaria. Realmente el hombre amedrentaba a niños de escasos diez años. En la siguiente esquina, con la calle Talisio, había una tenebrosa mercería. Nunca entré, pero cuando volvía del cole y la puerta estaba abierta, veía que el interior estaba a oscuras, con un triste y joven empleado tras un viejo mostrador de madera con una bata tan gris como él y con una enorme cara de aburrimiento.

En esa misma finca estaba el zapatero remendón de la calle, el señor Alfonso, que tenía de aprendiz a su hijo Alfonso. Ocupaban la parte baja de la escalera del numero 24 de la calle. Un lugar ínfimo, insalubre, sin ventilación alguna. En ese cuchitril tenían un pequeño y ruidoso torno, con el que reparaban el cuero y la goma de las suelas de los zapatos, que desprendía virutas y mas virutas de residuos que, durante muchos años, sin protección alguna, respiraron los dos. Ambos murieron, como no, de cáncer de pulmón.

A continuación estaba la tienda de ultramarinos de Goyo y su padre, don Gregorio Salazar. Tenían siempre aparcados frente a la tienda un pequeño y viejo camión recuerdo que matricula de Soria SO-550 y un Ford negro matricula de Sevilla del año de la polca. Me hice muy amigo de Goyo. Mi madre y mi tía encargaban respectivamente a Cris y a Pili, las muchachas que teníamos en casa, bajar a la tienda a hacer los recados, como se decía entonces. Ellas muy hábiles, y por sólo dos reales, 50 céntimos de peseta, nos subcontrataban ese servicio a mi primo Toñín y a mí.

Íbamos donde Goyo con las botellas, entonces se llevaban y devolvían los cascos de vidrio vacíos, se entregaban y se cambiaban por envases llenos: sifones marca La Revoltosa, que pesaban un huevo, pero se agarraban bien, leche COLEMA, vino SAVIN o CASA, gaseosa La Casera o la Pitusa……….

Ganábamos como bonus adicional leer gratis el periódico AS, que Goyo compraba cada día. Toñín y yo nos sentábamos en una caja de fruta en la acera frente de la tienda y al alimón leíamos en verano tranquilamente, y gratis, el periódico, haciéndonos especial eco en las noticias del Bilbao, de quien era fan Goyo, el Betis, de quien era fan Toñín y el Deportivo de la Coruña, mi club en esa época. No tengo idea porque nos hicimos aficionados a esos clubes.

Creo recordar que Carmela, era quien vendía el pan en la panadería que había frente a casa. Era hija del dueño, el señor Vitor, el industrial del barrio, que también tenía detrás del despacho la tahona. Había una lechería, frente a la panadería, que aún recuerdo con las vacas en la trastienda, y que era Manoli, hija del Sr. Arias, el otro industrial de la calle, quien despachaba la leche.

Al final de la manzana, esquina con Mandarina, estaba la fábrica de hielo. Un fuerte olor a amoniaco, utilizado entonces en su proceso de fabricación, delataba el tipo de industria y señalaba claramente su ubicación. También era propiedad del seño Vitor, que tenía, además de Carmela, otros hijos como Isabel, Vitín, el pequeño y Juli, que tocaba la bandurria y nos enseñó a tocarla a mi hermano Alberto y a mí.

El transporte de las barras de hielo a casa no era sencillo para niños como nosotros. Las barras se vendían enteras, medias o en cuartos. En casa como éramos muchos comprábamos varias medias barras. Tenían unos 50 cm de largo y aproximadamente 20x20 cm de ancho. Ese servicio era mas complejo de negociar con Pili y Cris, que de nuevo nos subcontrataban el transporte. Ellas insistían en mantener la tarifa plana de 25 céntimos. Pero claro, para Toñín y yo este trabajo tenía mucho menos interés que las botellas de Goyo, porque las barras de hielo pesaban mas y eran muy incómodas de transportar, no teníamos el plus de lectura y conversación profunda de futbol con el AS, y, por último, no nos podíamos entretener ni sentarnos tranquilamente, como solíamos y nos gustaba, charlando con cualquiera que nos encontráramos en la calle porque el hielo en verano se empezaba a derretir enseguida e iba dejando un reguero de gotas de agua, que en la calle, bueno, podía pasar, pero al llegar a casa, subiendo las escaleras y por el pasillo hasta la cocina, tenían luego que limpiar nuestras clientas, con su consabido cabreo. Recuerdo bien duras negociaciones con ambas. Toñín y yo incluso hicimos algún conato de huelga y romper relaciones, pero al final ellas se salían con la suya. Tenían siempre guardado algún secretillo nuestro que amenazaban con contar a nuestras madres, con lo que la débil amenaza de huelga se diluía inmediatamente.

Tambien en Mandarina pero en la esquina de la siguiente manzana estaba el bar Aupa. En la acera de enfrente, los impares, estaba la peluquería de hombres, la tienda de frutos secos de Manolo, siempre con una bata azul. Manolo y su mujer siempre juntos, despachando caramelos, cromos, y a diferencia de la tienda de María Jesús, atendiendo a los niños con mucho cariño y calor.

Al lado de Manolo creo recordar que había una huevería, a la que apenas entré porque Toñín y yo no éramos demasiado fiables como para transportar huevos y no nos subcontrataban el servicio.

A continuación estaba la perfumería, porque en nuestra calle teníamos perfumería. No una perfumería droguería que era lo que se estilaba. Solo perfumería. Era el negocio mas chic, y lo regentada Vicki, siempre con bata blanca. Allí no entraban hombres. Yo iba de vez en cuando a hacerle algún recado a mi madre. Vicki era la cotilla oficial de la calle. Se conocía todos los líos, verdaderos o inventados. Portaba siempre una media sonrisa de superioridad, no se si por lo “elitista” de su negocio en una pobre calle, o por los secretos que todas las mujeres del barrio presumían que ella conocía y callaba. Recuerdo su pequeña tienda, llena siempre de mujeres hablando y hablando, sin comprar nada, y callando al unísono cuando entraba cualquier niño.

La tienda vecina de Vicki, era una mercería y su dueña Laura. Vicki y Laura eran muy amigas, tenían más o menos la misma edad, ambas eran solteras. Cerraban y abrían a la misma hora y las recuerdo siempre llegando y saliendo de ambas tiendas juntas, andando por la calle y cogidas del brazo. La verdad, mas de cincuenta años después y recordando esta imagen, me pregunto ahora si entre Vicki y Aurora hubo, o hay, algo mas que vecindad y amistad.

Junto al negocio de Laura estaba el estanco, regentado por un tullido malhumorado, que además resultó que era familiar lejano, ya que su mujer, apodada La Mejicana, era prima lejana de mi padre. Ella hablaba gangosa, apenas se la entendía al hablar, y decía que era Mejicana y se quedó con ese mote.

Era una pareja que no pegaba de ninguna manera. No tenían hijos, ella era grande, mucho más que su marido. Nunca los ví juntos, La mejicana estaba siempre atendiendo el estanco y el tullido marido siempre jugando a las cartas y fumando en el bar de al lado, EL Grupo.

Los camiones de mi padre y de mi tío se guardaban en casa, numero 28 de la calle Zigia, y transportaban la basura y restos de los mercados del pescado de la puerta de Toledo y de frutas de Legazpi al llamado vertedero de la China, con lo que los chóferes y sobre todo los mozos de carga llegaban por la tarde al garaje de casa con un olor terrible, pero allí solo se lavaban los camiones. Ninguno de ellos se duchaba, y apenas aseaba, la verdad tampoco había donde. Una vez lavados los camiones, que no ellos, salían todos tan contentos con sus olores y con mi tío y mi padre, a tomar vinos al bar EL Grupo, donde les recibían con los brazo abiertos y entiendo que con las pituitarias en alerta máxima.

Toñín y yo éramos los encargados cada día, sobre las 9 de la noche, de ir a buscar a mi tío y a mi padre al bar y recordarles que tenían esperándoles en casa diez hijos y sobrinos, suegras, varias cuñadas, dos esposas y la cena. En casa no se cenaba hasta que ellos llegaban.

Frente al bar el Grupo estaba la farmacia de la licenciada Villaamil, nombre y título rimbombante para una pobre calle como la nuestra.

Esa era mi calle hace mas de cincuenta años. Con solo tres manzanas y apenas trescientos metros de longitud y escondida en el barrio. Una calle llena de vida propia. Tenía prácticamente los mismos edificios, la misma escasa longitud, la misma densidad de población que hoy en día, pero lucía viva y radiante con un claro pulmón y corazón que eran las muchas tiendas y tenderos que os he descrito y que tantos años después sigo, como veis, recordando uno a uno con detalle y mucho cariño.

Les estoy viendo ahora mismo a todos y cada uno, riendo, felices, todos ellos con modestísimos negocios. No sé sinceramente como algunos sobrevivieron decenas de años vendiendo lo que vendían, pero formando parte de una enorme familia que era la calle y, en extensión, el barrio.

No necesitábamos, ni en realidad casi queríamos, salir más allá de la calle para hacer las compras diarias, o para encontrar amigos y compañía. Te encontrabas con tus vecinos y sus familiares a quienes conocías como si llevaras toda la vida viviendo juntos. La calle estaba llena de ambiente, de solidaridad, de vida.

Pero los comercios empezaron a cerrar, poco a poco, en un goteo imparable y letal que duró años. De todos los comercios que os he descrito, solo la farmacia, y con distinto dueño, sigue hoy día abierta. La calle está muerta, vacía, triste. Por ella ahora deambulan muy pocas personas anónimas, con cara triste, con paso rápido y esquivo que apenas lanzan un saludo si te las cruzas.

Las nueva generaciones se han perdido la cercanía de los comercios que daban la vida a la calle, al barrio, y sobre todo a la relación entre vecinos. Tenemos que luchar por recuperar ese trozo fundamental de nuestra historia, vida y cultura.

El comercio de barrio sigue sufriendo injustamente cada vez más por la presión, la injusta y desigual competencia de los grandes centros comerciales, propiedad de enormes, desconocidos y anónimos grupos empresariales, y de la venta online. Por todo ello nace la Asociación de Comerciantes de Quintana.

Queremos desde ella visibilizar y potenciar estos antiguos valores añadidos a la función de fondo de un simple negocio cara al público, tal y como he descrito se hacía hace cincuenta años.

Los comercios de barrio ayudan a mejorar la seguridad en nuestras calles, su limpieza, y contribuyen de forma notable a la construcción de relaciones sociales, que enriquecen enormemente la vida de todos. Estando los comerciantes unidos podremos además crear sinergias entre las tiendas, los vecinos, y la administración.

En estas fiestas de San Juan, nuestra Asociación, de reciente creación, patrocina un campeonato de petanca, una práctica con un gran valor social y con mucha tradición en el barrio.

Ojala nuestras calles, con el impulso de los comercios locales y de todos vosotros, se vuelvan a llenar de vida, cultura, solidaridad, apoyo, que sirvan para mejorar las relaciones entre todos nosotros.

Necesitamos en el barrio a las Vickis, Manolos, Goyos, Manolis, Alfonsos, Lauras, incluso estanqueros tullidos y hasta Bananos, para reconvertir el barrio, nuestro barrio, en un lugar vivo y solidario donde todos los vecinos encontremos calor , solidaridad, apoyo y todo lo que necesitemos tanto en lo material, como en lúdico, lo asociativo y comunitario.

Muchísimas gracias a todos.

23 junio 2023

El jilguero

Roberto Omar Román


Ya no me lo dice tan seguido, pero sé de hace mucho que a Elba le desagrada mi oficio de cortar las uñas de los pies a los obesos. Las de los hombres son calcáreas, amarillentas y huelen a aceite rancio de nuez; las de las mujeres son cerosas, color piñón intenso y al limpiarlas emanan un olor ascendente que va de la flor de calabaza recién cosechada al de aceitunas en conserva.

Los gordos son cordiales y cariñosos, reciben con agrado la poda. Bromean con alusiones al matrimonio y a los asaltos nocturnos que asolan la ciudad. Nunca he entendido la relación de estos hechos y me aguanto la risa para no incomodarlos.

A pesar del escaso esmero en su aseo corporal, los obesos mantienen un pudor inquebrantable: desnudan únicamente la punta de los dedos y, apenas concluyo mi trabajo, la cubren con un impecable calcetín blanco de seda.

La paga es mala pero nos da para vivir con algunas modestas comodidades que otros vecinos anhelan. En cierta manera nos envidian. Mantener una mascota en estos tiempos de hambre es un privilegio, y nosotros tenemos un jilguero.

Elba no lo comprende así, se lo he explicado y no entra en razón, cree que mi oficio es una derrota. Me señala la panza y dice que por pasar el tiempo sentado cortando las uñas de los obesos algún día seré uno de ellos. Me sirve la cena de mala gana y me esquiva; le causan repugnancia mis manos.

A solas, en este rincón de la casa donde me deja quedar, pienso en lo disparatado de asociar el matrimonio y los asaltos nocturnos en la ciudad. Me río para mis adentros de la estúpida lógica de los gordos, y porque Elba ignora que la semana pasada me inicié, a petición de una clienta cuya desmesurada robustez le impide hacerlo por sí misma, en la depilación de piernas y axilas. Además, ni sospecha que a escondidas alimento con los pedacitos de uñas a nuestro jilguero. Canta maravilloso y a ella la transforma, olvida su mal genio y malos tratos conmigo. A veces, cuando su calor de mujer la atosiga me deja acariciarla desnuda y comienza a canturrear.

¡Y yo que de mayor pensé dedicarme a pulir lámparas de latón!

17 junio 2023

 

Obra ganadora del VII Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid

 

Con la voz a cuestas

María Paz Sanz Álvarez

 



Fui invitada a un congreso de documentalistas en la Biblioteca de Salónica. Un colega, el bibliotecario Dokhópulus, me proporcionó una maravilla bibliográfica que mis dedos tuvieron el placer de tocar. Se trataba de un raro incunable del Libro de Job, de diez centímetros, encuadernado en viejo pergamino con un botón y ojal para cerrar sus tapas.

Lo abrí de izquierda a derecha, en vez de al revés como es el sentido lógico de la escritura hebraica, torpeza inexcusable para una filóloga y documentalista, acostumbrada a catalogar libros en diferentes idiomas. Pero aquella torpeza tuvo la fortuna de descubrir unas cuartillas amarillentas, escritas, para mi sorpresa, en caracteres latinos. El documento era un manuscrito en castellano antiguo. Silencié celosa mi descubrimiento y me lo guardé en el portafolios para leerlo en la tranquilidad de la habitación del hotel donde me hospedaba. Se trataba de los recuerdos de una mujer judía nacida en España, en los tiempos de los Reyes Católicos, cuando sufrieron la expulsión de Sefarad. Maravillada con su lectura, al día siguiente pregunté a Dokhópulus si coexistía alguna comunidad hebrea de orígenes españoles. El bibliotecario me contestó afirmativamente e incluso se ofreció a llevarme a una casa que conocía, donde habitaban descendientes sefardíes. La casa se ubicaba en la parte más baja de la ladera, al otro lado del puerto. La familia me acogió con agrado al presentarme como española. Eran un matrimonio con tres hijos y una anciana, la abuela materna, que hablaba un español ancestral. Se emocionó al conocerme. Aunque me costase un poco entenderla, debido a sus arcaicas expresiones, hicimos buenas migas. Me invitaron a compartir su comida y después de ésta, la anciana me trajo unas hojas amarillentas, guardadas con esmero, como si de un tesoro se trataran. Me explicó que habían pasado de generación a generación, desde que sus antepasados llegaran a Salónica. Me permitió copiarlas y hallé en ellas casi lo mismo que en las encontradas en el incunable. La explicación más lógica que puedo razonar es la de la copia por distintas manos del mismo texto, para evitar su pérdida, como hicieran los amanuenses medievales. Aquí transcribo –tomando el relevo amanuense- la historia de Raquel, una muchacha que partió en el lejano 1492 con su familia, a la aventura del exilio, con su idioma como único tesoro, heredándolo generación tras generación, traspasando los siglos. Corrijo algunas grafías y términos desusados, para la mejor comprensión del lector de hoy, respetando en lo más el texto original.

Aquella primavera ya no sería la misma alegre estación que avía cosnoçido en mi corta vida. Hazía pocos días, concretamente el 31 de março d´aqueste año de Mil e quatro cientos e nouenta e dos, que sus Católicas Maxestades decretaron que todos nosotros, la comunidad hebrea, dexásemos nostras faziendas, nostros trabaxos, nostras heredades e nostros recuerdos del Reyno. Nos daban de plaço fasta finales del mes de Xulio. Yo avía nasçido en Toledo, y no avía cosnocido ninguna otra ciudad. Mis recuerdos iban del Tajo a Zocodover, de la sinagoga al aljibe, a veces se extendían hasta los cigarrales. Con solo treze años a mi aver tenía conçiencia de mis ancestrales antepasados. Segund me avían contado, mi familia llegó en los tiempos que Roma señoreava la mayor parte del mundo, e señoreava a Iherúsalem e a Sefarad. E otros dezían que cuando Roma pobló a Toledo e a Segovia; e si non se sabe de veras es ca los libros en memoria desto fueron quemados en el robo de la judería, en tiempos de Vicente Ferrer, en el cual tiempo se hallavan en Sefarad más de mill vezinos casados, con sus respectivos fijos. La sinagoga que frecuentaba mi familia fue construida en el siglo pasado, exactamente en 1356, por Samuel Leví un ascendiente de mi familia. Mi padre era un médico con decisión e voto en la aljama, mi tío Saúl confiaba en Abraham, el rabino jefe de Sefarad, conocía personalmente al rey Fernando, seguro que hablaría con él e lo convençería. La comunidad judía llevava siglos asentada en Sefarad, desde antes del nasçimiento de Cristo, luego no teníamos la culpa de su crucifixión. Muchos judíos avían luchado contra los moros, ayudando a los cristianos a la reconquista de Granada, e avían contribuido al enriquecimiento del reino. ¡Cómo ahora los querían expulsar! Segúnd se iba acercando el verano las noticias eran más obscuras.

Una noche mi padre, mi tío, mi hermano e los hombres más importantes de nuestra comunidad se reunieron en nuestra casa. Sus rostros eran graves, sus ojos mostraban su tristeza e sus frentes arrugadas las horas de preocupación. Yo me tuve que ir a la cama después de rezar con mi madre mis oraciones, cuando me quedé sola en mi cuarto entorné la puerta para escuchar la trascendente reunión:

Conversión o expulsión, no hay otra alternativa oí decir a mi padre.

Pero Abraham va a hablar con don Fernando… se aventuró a decir mi tío Saul con voz temblorosa.

Abraham ya no es judío, ahora es un conversooí sollozar a mi tío, quién siempre tuvo veneración por el Gran Rabí.

Desde hace tiempo circulan leyendas contra nuestro pueblo, recordad la del niño de La Guardia.

Aquello fue un infundio de los cristianos contra nuestra comunidad sentenció mi padre.

Acaso ¿creéis que alguien de nosotros podríamos matar a un niño?. Por desgracia no se trata solo de lo que creemos... nos echan no solo por lo que creemos sino por lo que tenemos, por ser un pueblo con riqueza y con fe.

Precisamente por eso dixo el platero ya no estaríamos seguros viviendo en Sefarad aunque renegáramos de nostra fe. Los cristianos viejos son recelosos de los conversos. Decís verdad, tenemos que partir de Sefarad.

Dexar Sefarad, dexar Toledo, dexar nostra casa, despedirme de Alonso, aquellas cuatro obligaciones impuestas por la Inquisición fueron para mí cuatro sentencias contra la vida que avía llevado hasta ahora, contra mi voluntad. Y la peor de ellas era, quizá, la de tener que despedirme de Alonso. Nos avíamos criado juntos, éramos uña y carne, pero mi mejor amigo es cristiano viejo sin nengún problema para quedarse en Toledo. No entendí por qué nos estaba pasando esto, ¿qué extrañas ideas sobre nuestra comunidad se avían forxado en la mente de Torquemada para convençer al rey don Fernando de nostra expulsión? Tantos años conviviendo pacíficamente en el mismo reino judíos e cristianos e incluso moros...

Aunque nos bautizáramos agregó mi padre no estaríamos seguros. Algunos de nosotros lo han hecho e permanecen fieles en secreto, en la intimidad de su casa, a la religión hebrea. Pero eso ya lo sabe Torquemada y es hombre muy peligroso. Además de que prefiero dexar mis faziendas, la tierra que me vio nasçer e donde nasçieron mis fijos, que tener que renegar, aunque sólo fuera externamente, de mi religión, de mis creencias.

Aquella noche la pasé llorando y orando para que no fuera la última noche de mi estancia en Sefarad: Baruj atá Adonay elohem melej hoalam”, repetía incansable las palabras de la Torah. Bendito seas, Eterno Jehová, nuestro Dios, Rey del Universo.... hasta que el sueño devoró mis oraciones.

Me desperté muy de mañana, con el corazón encogido, pensando en mi amigo Alonso, soñándole toda la noche, rogándole a Dios que me allegara a verle de nuevo, que me diera fuerzas para despedirme. Pero Alonso no estaba en el camino de la fuente, donde solíamos reunirnos, tampoco en la puente. Pregunté a sus amigos, a su hermano Vidal, nadie supo darme razón de su ausencia o no querían decírmelo. Alonso presentía mi marcha, quizá no se atrevía a enfrentarse con el duro destino que se me deparaba. No tenía la valentía de despedirse de su amiga de la infancia. Seguro que estaba muy afectado por la larga separación que se nos avecinaba. A la tristeza de tener que dexar Toledo se unía la profunda pena de no volver a ver a Alonso, de no poder tocar sus fortes manos, sentir sus cálidas palabras como música en mis oídos.

Los días pasaron vertiginosos, mi familia malvendió cuanto pudo, ca muchas cosas rogaban e no hallavan quien se las comprase.

Malbarataron la casa, las tierras, las viñas por un asno, por comida, pues avian ordenado que no sacásemos oro ni plata. Los pocos ducados e cruzados que pudimos conseguir eran para pagar el pasage del navío en que avíamos de partir. Antes de asomarse el sol por el horizonte me despertaron. Mi madre había preparado el equipage, unos cuantos arcones que tendríamos que acarrear entre toda la familia, con la sola ayuda del asno. No se avía consumido la última semana que daba la triste noticia: los hombres de Torquemada se adelantaban a la fatídica fecha. Teníamos que abandonar Sefarad enseguida.

Los primeros rayos del sol rebotaron en la cúpula de la Sinagoga del Tránsito, el camino era largo e duro. De algunos árboles colgaban cuerpos sin vida de judíos como nosotros, macabro fruto que nos acompañaría a lo largo de nuestro viage. Toledo a lo lejos, quedaba ya a nuestras espaldas, para siempre en mi retina. El viento levantaba el polvo del camino mezclándose con mis lágrimas.

Poco tiempo después de alborear pudimos vislumbrar la figura de un hombre parado en mitad del camino. Mi padre, temeroso, se adelantó, mientras nosotros permanecimos expectantes. Vimos a mi padre abrazar a aquel hombre e poco después nos hizo una seña para reanudar la marcha. Mi rostro se iluminó como el lucero del alba, ante nosotros estaba Alonso. Me allegué a él con el corazón palpitando como si fuera a salirse de mí.

¡Alonso, has venido a despedirte! .

No, Raquel, he venido para irme con vosotros.

Pero tú no eres de los nuestros, eres católico, de una buena familia de cristianos viejos. No tienes por qué huir le dixo mi padre.

Ya lo sé, pero no hay nada que me retenga aquí si Raquel no está. Dexadme partir con vosotros, me convertiré al judaísmo, si permitís nuestro desposorio prometo ser fiel a vuestra fe.

Mi padre quedó pensativo e yo le miré suplicante, aunque sabía que debía acatar lo que él decidiera.

Fillo, aunque no debería fiarme de un hombre que abandona su fe, si lo faces por amor seas bien reçibido. Pues toda hembra necesita la sombra e compaña de un bon marido.

Alonso abrazó a mi padre, mientras le prometía que no se arrepentiría jamás. Mi madre e yo mesma lloramos de felicidad.

Después de largos días de camino, exhaustos por el peso de la estiba, subimos a una de las galeras atracadas en el puerto de Cádiz. Era la primera vez que veía el mar, contemplé aquella inmensa manta azul, salpicada de espuma e sonreí cuando la brisa me rozó la cara con su sabor salino. Ahora ya no tenía miedo de partir a un lugar desconocido, mi familia, mi amor e nuestra lengua serían mi patria. Nuestro tesoro más querido, que nadie nos podría arrebatar. La galera emprendió el largo viage al anochecer.

Termino de transcribir el manuscrito mientras imagino a Raquel observando, desde el puente del barco que la alejaba de la escollera gaditana, la estrella Sefar brillar en el ocaso. Sefar, Sefarad, Iberia...la estrella que llevarían de generación en generación encendiendo sus almas.