El
sofá bermellón
Roberto
Omar Román
Al morir el tío Altamirano quedamos
hundidas en la mayor desesperación. Los acreedores en montón,
amenazantes, vociferando maldiciones desde afuera, daban rabiosos
puntapiés a la puerta de la casa que hacían brotar astillas.
Eusebia y yo, asustadas como
ratoncitos emboscados, nos taponábamos las orejas con tiras de
nuestras faldas para no oírlos, después de tapizar con tachuelas a
la pared las orillas de las cortinas, y corríamos a escondernos
detrás de una columna de piedra, no muy ancha, que nos cubría medio
cuerpo a cada una. Allí, nos mirábamos como en un espejo de la
verdad: solteronas inútiles para hacer cualquier otra cosa que no
estuviera relacionada con tejer pantuflas y bufandas, y cocinarle
vísceras de res al tío Altamirano.
Los únicos conocidos que teníamos,
aunque sólo de vista, cuando se reunían los viernes por la noche a
jugar baraja con el tío Altamirano, eran cuatro hombres barrigones,
canosos, vestidos con uniforme militar. Los espiábamos a través de
un hoyito que hicimos en la puerta de la cocina para ver a la sala,
turnándonos un rato cada una.
El tío Altamirano nos tenía muy
prohibido asomar la cara cuando estuvieran esos señores. Sin
embargo, cuando la enfermedad del tío agravó y empezó a desconocer
a la gente, les aventó las barajas despedazadas a la cara tan
repentinamente que ellos salieron con rapidez, y tras de ellos el tío
Altamirano cortando el aire con un sable que descolgó de la pared.
Jamás volvieron los cuatro hombres.
Estaba desahuciado el tío Altamirano.
Se lo dijeron los médicos que consultó. Meneaban la cabeza al
terminar de revisarlo con muchos aparatos; recomendaban que lo más
prudente era arreglar sus asuntos pendientes; pero él les respondía
con una hilera de maldiciones, alzando sus secos puños.
Cuando los dolores lo agarraban, se
jalaba los cabellos arrancando mechones y recorría a largas zancadas
toda la casa. Hurgaba como un loco en los roperos y cajones, y cuando
hallaba algún objeto de valor salía corriendo al encuentro de la
gente que pasaba, ofreciendo suplicante, arrodillado. Gritaba que
necesitaba dinero, dinero para ir a tocar las puertas de los médicos
a media noche, quienes ya fastidiados por tanta necedad no abrían.
Se tiraba al suelo a llorar como una criatura, hasta que ya desmayado
nos lo traíamos cargando a duras penas a la casa.
Alguien le recomendó a un yerbero; un
negro muy alto, flaco y descalzo que con ansiedad pedía su pago al
terminar de untarle todo el cuerpo con pomadas fétidas y hacerle
beber sus propios orines, asegurando que sanaría en tres semanas.
Bailaba semidesnudo alrededor de puñitos de eucalipto ardiendo,
teniendo siempre la compañía de un conejo tuerto que estaba muy
quieto observando, y una víbora de piel negra ambarina que se
enrollaba en su pierna.
Ilusionado con la esperanza que le dio
el curandero, el tío Altamirano sacó a rematar los muebles de la
casa. Eusebia y yo caminábamos descalzas para no herirnos con el eco
de pasos en las habitaciones que iban quedando desocupadas.
Cuando ya no hubo que vender, ni
dinero con que pagarle al yerbero, dejo de venir a curarlo. Nos dejó
las cenizas del eucalipto quemado, confundidas con la suciedad de los
animales que traía.
El tío Altamirano quedó desnudo,
tumbado como un trapo de cocina sobre el único mueble que había: el
viejo sofá bermellón. Convertía en cruz dolorosa su enfermedad
cuando lograba juntar las suficientes fuerzas para abrir los brazos,
e hincado sostener en cada mano un chayote espinudo que iba
oprimiendo con lentitud hasta sangrarse, al mismo tiempo de murmurar
lo que parecía un rezo mezclado con cantos de alabanza. Su piel
blanquísima, lampiña, magullada por los huesos que luchaban por
rasgarla nos dolía tanto que no soportábamos mirarlo. Cuando nos
dábamos algo de ánimo para acercarnos a él, nos miraba como un
animal a punto de atacar y nos aventaba escupitajos.
Una cofradía de damas benefactoras que
salía de misa, se ofreció a pagar los gastos del entierro del tío
Altamirano cuando nos vio que lo teníamos enrollado en una cobija,
paradas una a cada lado de la puerta de la iglesia.
Al siguiente día del sepelio
anduvimos tocando de casa en casa a ver quién se interesaba en
ocuparnos como costureras o sirvientas, pero yo creo nos veían muy
pazguatas, que ni levantábamos la vista cuando nos preguntaban algo,
que nadie nos ocupó. Sólo a eso del cuarto día, una señora se
interesó por Eusebia, que se notaba más robusta que yo, mejor
conservada y algo tragaños.
Pero Eusebia no quería separarse de mí, quería que me quedara con
ella, y yo, en el fondo también lo deseaba con toda mi alma. Sin
embargo la señora nos dijo que sólo necesitaba a una. Y mejor nos
regresamos, sintiendo que las tripas se nos hacían nudo al pasar
donde había gente comiendo.
Fue el tiempo cuando empezaron a
llegar hombres muy trajeados y con portafolios que reclamaban
airadamente unas deudas que nunca nos enteramos de dónde o cuándo
contrajo el tío Altamirano. Nos mostraban unos papeles que no se
alcanzaban a leer con toda claridad, borroneados y con letras
encimadas. Les ofrecimos unas colchas y algunos vestidos que habíamos
tejido y que teníamos en mucho aprecio y a buen resguardo en la
pileta, pero ellos nos dijeron que querían dinero, no trapos.
Nos estábamos comiendo el último puñado
de lentejas, a falta de platos, en nuestras manos, sentadas en el
sofá bermellón cuando me quedé mirando con amargura cómo Eusebia
se lamía los dedos en busca de alguna lenteja. Le dije lo que tenía
muchas ganas de decirle pero que me daba pena. Algo que había leído
en el puesto de periódicos de la esquina, acerca de una mujer que
ganó dinero por recibir hombres en su casa. Eusebia no me respondió
nada, siguió pasando la lengua por los dedos, y preferí no seguirle
platicando.
Yo fui la primera que me decidí. Era un
hombre prieto, cacarizo, con gorra de beisbolista, que olía mucho a
cigarro. A la siguiente vez regresó con otro hombre que se le quedó
mirando con mucha atención a Eusebia, que estaba en un rincón
sentada sobre una pila de tabiques, remendando un pañuelo. Me
preguntó el otro hombre qué si ella también era.
Le iba a responder que ella no, pero Eusebia ya se había levantado.
Nos acomodamos. Una en cada lado del
sofá bermellón, sólo que encontradas, de tal forma que casi sentía
los dedos de los pies de mi hermana agitarse en mi cara y, también,
casi sentía que eran míos sus sollozos.