20 noviembre 2020

 

El sofá bermellón


Roberto Omar Román



Al morir el tío Altamirano quedamos hundidas en la mayor desesperación. Los acreedores en montón, amenazantes, vociferando maldiciones desde afuera, daban rabiosos puntapiés a la puerta de la casa que hacían brotar astillas.

Eusebia y yo, asustadas como ratoncitos emboscados, nos taponábamos las orejas con tiras de nuestras faldas para no oírlos, después de tapizar con tachuelas a la pared las orillas de las cortinas, y corríamos a escondernos detrás de una columna de piedra, no muy ancha, que nos cubría medio cuerpo a cada una. Allí, nos mirábamos como en un espejo de la verdad: solteronas inútiles para hacer cualquier otra cosa que no estuviera relacionada con tejer pantuflas y bufandas, y cocinarle vísceras de res al tío Altamirano.

Los únicos conocidos que teníamos, aunque sólo de vista, cuando se reunían los viernes por la noche a jugar baraja con el tío Altamirano, eran cuatro hombres barrigones, canosos, vestidos con uniforme militar. Los espiábamos a través de un hoyito que hicimos en la puerta de la cocina para ver a la sala, turnándonos un rato cada una.

El tío Altamirano nos tenía muy prohibido asomar la cara cuando estuvieran esos señores. Sin embargo, cuando la enfermedad del tío agravó y empezó a desconocer a la gente, les aventó las barajas despedazadas a la cara tan repentinamente que ellos salieron con rapidez, y tras de ellos el tío Altamirano cortando el aire con un sable que descolgó de la pared. Jamás volvieron los cuatro hombres.

Estaba desahuciado el tío Altamirano. Se lo dijeron los médicos que consultó. Meneaban la cabeza al terminar de revisarlo con muchos aparatos; recomendaban que lo más prudente era arreglar sus asuntos pendientes; pero él les respondía con una hilera de maldiciones, alzando sus secos puños.

Cuando los dolores lo agarraban, se jalaba los cabellos arrancando mechones y recorría a largas zancadas toda la casa. Hurgaba como un loco en los roperos y cajones, y cuando hallaba algún objeto de valor salía corriendo al encuentro de la gente que pasaba, ofreciendo suplicante, arrodillado. Gritaba que necesitaba dinero, dinero para ir a tocar las puertas de los médicos a media noche, quienes ya fastidiados por tanta necedad no abrían. Se tiraba al suelo a llorar como una criatura, hasta que ya desmayado nos lo traíamos cargando a duras penas a la casa.

Alguien le recomendó a un yerbero; un negro muy alto, flaco y descalzo que con ansiedad pedía su pago al terminar de untarle todo el cuerpo con pomadas fétidas y hacerle beber sus propios orines, asegurando que sanaría en tres semanas. Bailaba semidesnudo alrededor de puñitos de eucalipto ardiendo, teniendo siempre la compañía de un conejo tuerto que estaba muy quieto observando, y una víbora de piel negra ambarina que se enrollaba en su pierna.

Ilusionado con la esperanza que le dio el curandero, el tío Altamirano sacó a rematar los muebles de la casa. Eusebia y yo caminábamos descalzas para no herirnos con el eco de pasos en las habitaciones que iban quedando desocupadas.

Cuando ya no hubo que vender, ni dinero con que pagarle al yerbero, dejo de venir a curarlo. Nos dejó las cenizas del eucalipto quemado, confundidas con la suciedad de los animales que traía.

El tío Altamirano quedó desnudo, tumbado como un trapo de cocina sobre el único mueble que había: el viejo sofá bermellón. Convertía en cruz dolorosa su enfermedad cuando lograba juntar las suficientes fuerzas para abrir los brazos, e hincado sostener en cada mano un chayote espinudo que iba oprimiendo con lentitud hasta sangrarse, al mismo tiempo de murmurar lo que parecía un rezo mezclado con cantos de alabanza. Su piel blanquísima, lampiña, magullada por los huesos que luchaban por rasgarla nos dolía tanto que no soportábamos mirarlo. Cuando nos dábamos algo de ánimo para acercarnos a él, nos miraba como un animal a punto de atacar y nos aventaba escupitajos.

 

Una cofradía de damas benefactoras que salía de misa, se ofreció a pagar los gastos del entierro del tío Altamirano cuando nos vio que lo teníamos enrollado en una cobija, paradas una a cada lado de la puerta de la iglesia.

Al siguiente día del sepelio anduvimos tocando de casa en casa a ver quién se interesaba en ocuparnos como costureras o sirvientas, pero yo creo nos veían muy pazguatas, que ni levantábamos la vista cuando nos preguntaban algo, que nadie nos ocupó. Sólo a eso del cuarto día, una señora se interesó por Eusebia, que se notaba más robusta que yo, mejor conservada y algo tragaños. Pero Eusebia no quería separarse de mí, quería que me quedara con ella, y yo, en el fondo también lo deseaba con toda mi alma. Sin embargo la señora nos dijo que sólo necesitaba a una. Y mejor nos regresamos, sintiendo que las tripas se nos hacían nudo al pasar donde había gente comiendo.

Fue el tiempo cuando empezaron a llegar hombres muy trajeados y con portafolios que reclamaban airadamente unas deudas que nunca nos enteramos de dónde o cuándo contrajo el tío Altamirano. Nos mostraban unos papeles que no se alcanzaban a leer con toda claridad, borroneados y con letras encimadas. Les ofrecimos unas colchas y algunos vestidos que habíamos tejido y que teníamos en mucho aprecio y a buen resguardo en la pileta, pero ellos nos dijeron que querían dinero, no trapos.


Nos estábamos comiendo el último puñado de lentejas, a falta de platos, en nuestras manos, sentadas en el sofá bermellón cuando me quedé mirando con amargura cómo Eusebia se lamía los dedos en busca de alguna lenteja. Le dije lo que tenía muchas ganas de decirle pero que me daba pena. Algo que había leído en el puesto de periódicos de la esquina, acerca de una mujer que ganó dinero por recibir hombres en su casa. Eusebia no me respondió nada, siguió pasando la lengua por los dedos, y preferí no seguirle platicando.


Yo fui la primera que me decidí. Era un hombre prieto, cacarizo, con gorra de beisbolista, que olía mucho a cigarro. A la siguiente vez regresó con otro hombre que se le quedó mirando con mucha atención a Eusebia, que estaba en un rincón sentada sobre una pila de tabiques, remendando un pañuelo. Me preguntó el otro hombre qué si ella también era. Le iba a responder que ella no, pero Eusebia ya se había levantado.

Nos acomodamos. Una en cada lado del sofá bermellón, sólo que encontradas, de tal forma que casi sentía los dedos de los pies de mi hermana agitarse en mi cara y, también, casi sentía que eran míos sus sollozos.

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