28 agosto 2020

El niño y sus juguetes

Julio Sánchez Mingo

J. S. M.
Yo soy un niño y, claro, me gustan los juguetes. Me agrada compartirlos, pero me llevan los demonios si un manazas, de cuerpo o espíritu, me los rompe o deteriora.
Aún conservo el primero de ellos. Un elefante de goma, para apretar, que emitía el correspondiente silbido en la descompresión. Ahora está roto, el material cuarteado y cristalizado. Por aquellos tiempos no se utilizaba el plástico. ¡Han pasado tanto años...!

Desde pequeño siempre pedí una bicicleta. En su lugar me regalaron un patinete, que duró muy poco. Se partió el eje del manillar por una soldadura, algo imposible de arreglar. Porque, aunque parezca mentira, entonces los juguetes se reparaban. La ansiada bicicleta no llegó hasta los ¡dieciséis años!
Hoy en día la burra de acero es uno de mis juguetes predilectos, que me trae y lleva, especialmente en verano. Una de las vacaciones que recuerdo con mayor satisfacción es la que disfrutamos en el valle del Loira, visitando castillos, trasladándonos de uno a otro a lomos de nuestros velocípedos.

Los trenes eléctricos y el Meccano, un juego de construcción de piezas metálicas que se atornillan unas a otras, me entusiasmaron, siendo el complemento ideal los unos del otro. Siempre estaba ideando y tendiendo puentes para la línea férrea.

La imaginación de los chavales está siempre desbocada y no hay mejores juguetes que aquellos que ellos mismos crean o los que hacen trabajar y desarrollar su creatividad. Recuerdo una espada que me hice con unas maderas que conseguí de los escombros de los decorados del rodaje de Salomón y la reina de Saba, en Madrid, en los descampados donde ahora discurre la avenida de Badajoz. El papel protagonista lo interpretaba Tyrone Power, que murió entonces, de un infarto, y hubo de ser sustituido por Yul Brinner, que para los críos tenía cara de malo. Eso sí, para dar la réplica a una belleza explosiva como la Lollo era mucho mejor que el ambiguo guaperas de Ohio.
En otra ocasión, con unas piezas de leña para la calefacción de carbón, cuatro clavos y unas gomas, fabriqué una ballesta de alcance y precisión sorprendentes. Afortunadamente no atacaba a los amigos ni a los perros vagabundos, tan abundantes entonces en Madrid.

Había que ver la cara de satisfacción y felicidad de mi sobrino, un niño entonces, cuando una mañana lo armé con un sable de verdad, una de esas armas antiguas que ruedan por casa, heredadas de un tío mío, y nos fuimos a comprar el periódico. Se debía sentir D'Artagnan, en la calle y con una espada real, de acero toledano.

El pasillo de casa fue el teatro de operaciones de encarnizadas batallas mantenidas por dos bandos, capitaneados por mi hermana y por mí, respectivamente, de figuras de indios, vaqueros, soldados de la Unión, mamíferos de todo tipo a la leona enseguida le faltó el rabo y legionarios romanos. Con una pieza de madera de un juguete de construcción había que derribar las unidades del enemigo. La gracia del juego consistía en hacer gala de una excelente puntería y en situar a los propios efectivos lo más resguardados posible, pero siempre con un mínimo de exposición frente al adversario. Según las reglas había que ofrecer la posibilidad de ser alcanzado. Con el buen tiempo la contienda se trasladaba a la calle, cambiando a mi hermana por los amigotes, la madera por una piedra y los refugios por agujeros en la tierra, donde sólo asomaba el sombrero del sheriff de turno.

Siempre me ha perseguido la afición por la fotografía y captar imágenes es uno de mis entretenimientos predilectos. En cuanto pude me compré una magnífica réflex que jubilé con la aparición de la fotografía digital, que ofrece gran versatilidad pero que ha matado un tanto la emoción de hacer la foto perfecta. Unas vacaciones de una semana se comían tres carretes de treinta y seis exposiciones. Ahora no bajas de cien capturas al día, para desesperación de los sufridos acompañantes.

El juguete más grande, de tamaño, que he tenido ha sido un balandro de una vela. No tengo capacidad para describir lo maravilloso que es navegar y el ejercicio físico y mental que comporta enfrentarse al viento, las olas y la corriente, sin ruido de motores, y desplazarse hasta el punto deseado. Además, ofrece, cuando se hace en compañía, al igual que los paseos por la montaña, la posibilidad de mantener agradabilísimas conversaciones sobre todo lo divino y lo humano.

Ahora tengo un juguete que me roba bastante tiempo pero que me produce grandísimas satisfacciones. Lo comparto con muchísima gente, más de setenta y siete mil veces se han recreado con él. Unos lo hacen de forma pasiva y otros muy activamente. Me ha permitido hacer amigos, incluso allende los mares, y con él se han entretenido en países cuya existencia desconocía. He detectado que incluso robots gringos y rusos juegan con él. Los muy ignorantes de sus gestores buscan controlarnos, fiscalizando algo creado para uso y disfrute de las personas.
Espero que me acompañe hasta que la cabeza no me dé más de sí.

P.D. Hay dos juguetes que se me ha olvidado mencionar. Los balones de fútbol, la omnipresente redonda que llamaba Di Stefano, y las pistolas de jugar a indios y vaqueros.
 

21 agosto 2020

El abanico de bambú
Al migrante ofrezco mi tierra, y a quien lo explote mi condena
Roberto Omar Román
El pasado sábado 1 de agosto, Eleazar Blandón fue abandonado inconsciente a la puerta de un ambulatorio de Lorca (España). Inmigrante indocumentado, con un salario misérrimo y jornadas de once horas, trabajaba en la recogida de la sandía, a pleno sol, sin acceso a agua, con unas temperaturas que llegaron a alcanzar esos días 44 ºC. Había sufrido un golpe de calor. Retrasaron su traslado al centro sanitario para aprovechar el trayecto de la furgoneta que debía transportar a otros trabajadores de vuelta de la faena diaria. No fueron capaces de avisar a una ambulancia. Al poco murió. ¡Un crimen!
Había venido a España para sacar adelante a su mujer, embarazada, y cuatro hijos. Todos ellos habían quedado en Nicaragua.
A raíz de este execrable hecho, encargué a Roberto Omar Román, de Toluca (México), un relato que tocara la explotación laboral en el campo que, en su país, al igual que en España, no es esporádica. Los escritores mexicanos tienen una sensibilidad especial para tratar estos temas. Éste es el resultado.
La pieza está redactada en el español que se habla en el país norteamericano, pero, si el lector peninsular no entiende algún término puede consultar el diccionario de la Real Academia Española, que ahora tiene carácter panhispánico, gracias a la colaboración con las otras Academias de la lengua española. J. S. M.
Eleazar Blandón. Foto de la familia.
Andábamos sin voltear, ¿pues para qué? si ese recorrido ya no volveríamos a hacerlo. Bien conocida era la maña de nunca regresarnos al campo de donde nos sacaban. Amanecía, no llevábamos más que el olor a fresa recién cortada pegado a las hilachas y un pesar en los entresijos, de esos pesares reacios que se clavan a carajazos debajo de la piel y uno piensa que al igual que un mal pensamiento ya no saldrá.
Callados, ya sin rechinar los dientes para mordernos las rabietas que peleaban por salir, nos apercibimos de caminar a paso de gansos cansados, con la mirada bajita como si buscáramos hormigas.
Los primeros cintarazos fueron a modo de arreo para que echáramos a caminar, y luego, ya encausados en brecha, nos volvieron a zumbar a intención de azuzarnos o, a la mejor, para que no fuéramos a ponernos cabestros. Pero, ¿quién en sano juicio se iba a poner al tú por tú con esos tres Toms, más jóvenes, fuertes, blancos y altaneros como bacinilla de porcelana y mejor tragados que nosotros, quienes, aparte de eso, traían tres perrazos gordos de hocico lobuno que se andaban a gruñidos al pasar junto a nosotros como si cuidaran reses?
Antes no nos maltrataban tanto. En el entendido de que ahora lo hacían en castigo de que la semana pasada se les peló en sus güeras jetas El Mantecas, un guatemalteco que hacía el rancho para los jornaleros, y a quien los Toms tenían mucha confianza. Según lo mandaron por el bastimento al pueblo, y el pichón voló con todo el varo. Y a honra suya, ahora los ojetes nos traían cortitos. Hasta los pedos nos cuidaban.
Hacía largo tiempo que habíamos pasado por el terreno donde me alegraba ir a pasear con Amira, la etíope, porque ahí sembraban la yerbabuena. A ella le encantaba ese olor, y a mí me gustaba el olor de la yerbabuena mezclado con el de su piel cuando nos tumbábamos a cielo abierto a querernos como Dios manda. Aunque el aironazo helado nos rebanaba las orejas y lo poco de cachetes que nos quedaba, tuve ánimo de soltar una risita parecida a hipo a causa de ese dichoso pensamiento.
Esos Toms eran malos, muy malos en verdad. Trabajo fue darnos cintarazos la primera vez, para hallarle gusto a machacarnos cada vez que se les venía en gana. Nos chingaban en los brazos, espalda y nalgas, pues tontos no eran, y si nos daban en las piernas chance que nos tulleran y ya entonces inválidos cómo íbamos a seguir andando. Al principio nos quejamos, mas como nuestros reclamos sólo servían para contrariarlos, nos dio por chillar por dentro, me figuro como lo hacen las perlas en su concha. Nos limpiábamos los mocos que nos salían en vez de lágrimas en las mangas de la camisa, que de tallar y tallar ya parecían almidonadas. Las pestañas, pesadas por las lagañas secas nos hacían entrecerrar los ojos de vez en vez y chocar unos con otros. Éramos veinte, bien nos contaron, antes de salir para que no hubiera equivocación. Veinte negros güevones se necesitan en la finca de tomate, así dijeron y nos fueron contando uno a uno. Aquí, para ellos todos éramos negros, sin importar de dónde viniera o el parlar nativo de uno. Por igual, para nosotros, todo ese hatajo de mandamases eran Toms.
No nos cabía ni tantito la duda de que era gente negra entraña. Bebían a grandes tragos, de unas cantimploras panzudas, agua olor a sandía que se les escurría por las orillas del hocico y eructaban en nuestras jetas coloradas por el calor arrejuntado de las faenas. Algunos de nosotros, ya medio loquitos por la sed, se chupaban el flaco frescor de sus mocos en las mangas tiesas y soltaban una risita de pellizco.
Ya hacía rato, cuando pasamos por el último lugar donde había casas, que vi, como si de repente me hubieran dicho que alzara la mirada, asomar por una ventanita, una mano delgada, mano de mujer, blanca, haciéndome seña de adiós. Sentí un calor risueño y ancho en el corazón como razón no tenía de sentirlo desde que esos malandras nos fueron a sacar del plantío de fresa. Ahí estábamos conformes, al menos nos daban medio día de descanso en domingo y nos permitían tener trato con nuestras hembras de jale, que en realidad ya las sentíamos ajenas, porque los Toms mayores y achichincles las usaban para gozarse en ellas, las empanzonaban y después las corrían con todo y prole a su tierra de origen, y porque aquí nada era nuestro, ni siquiera el derecho a retacarnos a nuestro antojo las narices con el aire que respirábamos. Pero Amira era otra cosa: por ser un poco renga y medio cacariza de viruela ningún jefe cábula la tenía de rorra. A veces, cuando lograba escabullirme de los capataces, nos encontrábamos en un lugar donde había un como socavón no muy hondo y allí nos envolvíamos en su mantón a fajar. A ella le gustaba cantar de allá, de su tierra, el sonsonete de un rey que comía bambú a toda hora y se volvió elefante. Yo le cantaba El Cielito lindo. Nos daba harta risa de a bien no entendernos, pero en lo que sí nos entendíamos era al restregarnos. Mas para desgracia nuestra, nos cayó la mala leche de una marroquí argüendera, alquilona, igual que nosotros, que llevó el chisme de que Amira se veía conmigo, y me la mandaron a los trigales.
Ese mal lance me agüitó: sentí un terrón acedo en el pecho y tosí seco, sin gana, nada más para disimular la lágrima que me brincó y no se dieran cuenta los de atrás. Al rato, en mi cabeza revoloteaba como mosca loca la manita blanca de mujer. No vi su cara, pero esa manita seguramente de uñas pintadas de rosa, bien cuidadas, aireando como abanico, debía de pertenecer a una mujercita guapetona. Entonces, yo iba ya poniéndole ojos y labios, formas en el cuerpo y maneras, pero al no quedar conforme con esa apariencia la borraba para volverla a armar. Sin embargo, con los arrempujones y chicotazos que nos daban para apurarnos, y que casi nos hacían caer, se me volvía a desdibujar de la choya esa damita.
Yo me decía que para qué tanta urgencia en llevarnos a otro sembradío, si de todos modos sean fresas o sea algodón, la tierra nos estaba chupando las fuerzas y el aliento. De todo ese ánimo con que llegamos a esta patria ya nada más nos quedaba retumbando la frase brava, vomitada de bilis: ¡Chíngale más rápido, negro güevón, o te parto la madre!
Para qué andar tanto si el terreno para caer muerto es igual de recio doquiera y da lo mismo que sea a las dos de la tarde, o a las ocho y media de la noche. Si lo que menos tiene un desilusionado es apuro en el tiempo y la distancia. Pero esos gandallas estaban tercos en martirizarnos. A eso de sabrá Dios qué hora, se echaron bajo la sombra de un ahuehuete a zamparse unos fiambres chonchos. Lo gacho del asunto fue que los pellejos se los tiraron a los perros, de modo tal que hasta los ojos les chillaron de alegría a los animalazos, mientras a nosotros, los que acaso todavía teníamos algo de hiel se nos escurría la baba.
Romualdo mi compadre, Genovevo, un paisano de Tecolutla y yo íbamos diciendo, a cómo nos acordábamos, El Padre nuestro que estás en el cielo, mas por saber si todavía teníamos boca y voz que por devoción. Yo por más ánimo en concentrarme en el rezo seguía encaprichado en esa manita tono de la leche recién ordeñada haciendo la seña de adiós… y que se me viene a la tatema que así de tibiecitas estarían las chichis de esa mujer. Y dale de nuevo con las palabrotas y las zarandeadas de esos bárbaros que ahora les había dado por agarrar una vara y picarnos el culo, justo cuando ya casi tenía completada la forma de la mujer con ropa y peinado.
El frío nos había hecho más prietos y enclenques y rajado las entrañas, varios se habían acuclillado a cagar lo poco que conservaban en las tripas.
Uno de aquellos Toms, ojos color gargajo, aliento a mierda de vaca, se me quedó mirando con curiosidad y me dijo:
Y tú, ¿de qué te vas riendo, negro pendejo?
Yo volteé como haciéndome el guaje de que no era a mí a quien preguntaba.
Sí, a ti te estoy hablando, ¿qué te hace gracia, negro cabrón?
Nada, míster, es que ando trayendo resecos los labios y los meneé un poco para despegarlos.
Pues esto va para que los despegues con ganas, perro mal parido.
Y dale sabroso a la zurrada en brazos, lomo y nalgas que me hicieron encogerme como caracol en anafre. Y lo más chistoso fue que en ese momento, quizás por los madrazos logré figurarme que esa manita blanca correspondía, por Dios que no miento, a la mala facha de Amira, y ya no sé si me retorcía de dolor o de risa al imaginar a esa negra culo de tambora con unas manos tan finitas, emperifollada como gran señora, meneando muy cuca un abanico de bambú estampado con unas fresas preciosas, de esas que yo le ponía en la trompa antes de darle un beso.
En ese brete, yo creo que el Tom pensó que me guaseaba de él y me chingaba con más ojeriza. Lo demás lo desmemorio, pero desperté sentado, cual niña chula, en esta silla de mimbre, rajado de las patas y el lomo, mirando a los demás compas como gusanitos laboriosos recoger tomates y traerlos para que yo los pele. Eso sí, el Tom mayor me tiene a media raya y medio rancho.

15 agosto 2020

El jardín de los algarrobos

Julio Sánchez Mingo

A los que ya no están

J. S. M.
Ahora, los que ya no están, no podrían disfrutar de su sombra, su cobijo, de su bella presencia, de la magia que transmitía su humilde rusticidad, tan mediterránea. Fueron cuatro soberbios ejemplares de algarrobo, coetáneos de los que subsisten vigorosos en la huerta colindante, gracias al mimo y cuidados de sus propietarios. Sólo resta uno, con una rama herida, con la traza en cuña de una sierra asesina. Eran la esencia y la joya de lo que fue un magnífico, florido y oloroso jardín, al que acaban de dar la puntilla con una pretenciosa pérgola y un plástico verde, tan repelente electrostáticamente como de dudoso gusto, y una tala innecesaria. Desaparecieron los jazmines y buganvillas que tapizaban las feas paredes de los locales comerciales, nuestros infames vecinos, la dama de noche que inundaba con su perfume el portal de la torre y el singular hibisco bajo el ventanal de Laura, nombre de reminiscencias petrarquianas, que a todos nos pareció una venganza a lo Capuletos y Montescos. Aquellos geranios de profundo aroma y gigantescas flores, que el señor Manuel, nuestro querido y añorado jardinero, cuidaba con primor, dieron paso a la foránea e invasiva cortaderia, vulgo plumero, que el ministerio competente y varias administraciones autonómicas quieren erradicar. El señor Manuel era un andaluz de campo, enjuto, de poca talla, de humildad señorial, con una sempiterna media sonrisa en el rostro, serio en su comportamiento, cordial, de pocas palabras, trabajador incansable y silencioso, siempre tocado con una boina, de una paciencia infinita con nosotros, los chavales. Regaba a mano, recortaba a mano, podaba a mano, barría a mano, sin aspavientos. Mi eterno reconocimiento a su labor y mi permanente agradecimiento.

Ahora estamos recogiendo el fruto de la desidia y la dejadez de casi todos y su correspondiente falta de exigencia, la ignorancia de bastantes, ciertos intereses espurios, incompetencia profesional, sucesivas malas administraciones, irregularidades económicas, extralimitaciones de funciones, pobreza de espíritu, falta de sensibilidad, con el aderezo de unos toques de soberbia. Hay quien no alcanza a entender que recoger algarrobas crea horas de trabajo y es una tarea más gratificante que desatrancar arquetas de bajantes taponadas por toallitas humedas o vaciar papeleras con todas nuestras inmundicias.

Nuestro jardín ha perdido siete árboles que no han sido repuestos. No es de extrañar que el autor chileno Luis Sepúlveda, que esta primavera la Covid-19 se llevó, escribiera que la obra maestra del hombre civilizado es el desierto. Desde la Amazonía hasta el enésimo alcorque vacío de Madrid, el proceso es imparable.

Algo tienen los árboles. El único consuelo de Ana Frank en su encierro era la contemplación del castaño del jardín de la manzana de casas, rodeada de canales, donde vivía en el Jordaan de Amsterdan. Y escribió: "Miramos el cielo azul, el castaño sin hojas con sus ramas de gotitas resplandecientes, las gaviotas y demás pájaros que al volar por encima de nuestras cabezas parecían de plata. Y todo esto nos conmovió y nos sobrecogió tanto que no podíamos hablar".
¿Qué hubiera sentido Juan Marsé, recientemente desaparecido, si hubieran talado el algarrobo del jardín de su casa en Calafell?

Afortunadamente, a pesar de todo, este verano aún rechinan ensordecedoras las chicharras.


07 agosto 2020

El violinista

María Pérez Herrero

Sigue lloviendo y yo continúo con estos Capricci. Ahora empezaré el número 24, en La menor, mi preferido. Cierro los ojos como siempre que me quiero evadir. Apenas empiezo los primeros compases oigo unos pasos que vacilan y regresan a la esquina donde me encuentro en este pasadizo subterráneo. Continúo. Noto una presencia que me despierta y me llama en silencio. Entre compás y compás entreabro los ojos.

De repente, volví al pasado. Los ojos que me están mirando dibujan una breve incógnita con su entrecejo fruncido y la boca abierta de asombro. De golpe llegan los años, cinco, diez, quince y hasta veinte años... y allí enfrente Carlitos, el pequeño Carlitos Gómez de Olaizola y Guzmán de Osuna que no tiene ya diez añitos. Ese niño pulcro de educación particular de misses, froilans, señoritas, preceptores, educadores, chóferes, cocineras y doncellas de hace veinte años. Ahora está sólo frente a mí, interrogándome con su mirada, y yo, vestido de negro, como siempre, pelo lacio negro, anudado en una coleta negra, piel blanca casi transparente y ojos negros, yo, sigo tocando y retrotrayéndome veinte años atrás, a mi lejana Colombia.

       —¡Señoooraaaa..., mi doñaaa..., el músicooo... llegóóó!

    Por Dios, Luzmilda, cuántas veces le tengo dicho que así no se le llama. Le tiene que anunciar correctamente: Maestro Sebástian, de la familia de los Salinas, los Salinas de la finca de “El Cerro”, un gran músico, el profesor de Carlitos, un gran artista, ¡Carlitos!, rápido, el violín, laváte las manos...., ¡por dios!, este niño ¿dónde estará?, nunca está preparado.

    ¡Qué pena con usted, maestro!, siéntese aquí, le esperaremos juntos, tomaremos un tintico, cuénteme..., cómo le hubo, cuénteme, ¡cómo le fue!, y qué más,...ya sabe que le espero el próximo sábado, a las diez, una velada sensilla, vendrá el alcalde, no se me olvide del violín...nos deleitará usted con su arte ¿verdad?... nos interpretará a Paganini, tocará “La Campanella...., ¡no, no, no.., divino!....qué fuerza.... y se me pone usted de negro, todo de negro, le luce tan lindo con ese pelo suyo...

La tarde tropical nace sobre la lluvia de todos los días y el sol rasga las últimas nubes. El salón está fresco con una suave corriente que llega del amplio patio central abigarrado con sus descomunales matas y verdes plataneras, hojas desbordando el espacio, el guayacán amarillo, ahora en flor, el denso aroma arrastrando deseos prohibidos, los anturios, las impúdicas orquídeas, las carnosas bromelias, los acantos, las sensuales clivias con sus flores naranjas, y en medio ella, toda ella, doña Encarnación María de Gómez de Olaizola, poderosa, atrevida. La mamá de Carlitos. El cuello blanco descubierto, un poco más abajo el escote marfil, la blusa semitransparente de gasa granate apenas cubriendo unos pechos desafiantes... Y esa mirada, esos gestos invitando... jugando... o simplemente soñando con... él. Él con sus recién veinte años, de gran futuro como violinista, como maestro ya reconocido, ocupando un lugar en la orquesta sinfónica de la ciudad de Medellín, en el Teatro Pablo Tobón Uribe, de renombre ya en toda Colombia, el recital de los domingos en la Basílica de la Candelaria, y al mismo tiempo dando clases particulares para saciar el deseo de las madres insatisfechas con hijitos cuyo arte no es ni será precisamente la música.

Y ahora, con la mirada penetrante y sonrisa sarcástica adivinando los avatares transcurridos en esos veinte años, allí enfrente Carlitos. El “pequeño” Carlitos Gómez de Olaizola y Guzmán de Osuna, con su gabardina inglesa, dejando entrever un traje impecable de corte inglés y zapatos ingleses, todo él fiel reproducción de su dinastía blanca, rica, poderosa y oligarca de ciudad latinoamericana.

¿Explicarle, o, mejor perpetuar el consentido olvido y mantener la memoria borrosa de esos años? sigo tocando mientras recuerdo. Paganini, siempre.

Primero fueron los recitales privados, el éxito en las pequeñas ciudades, luego las giras por México, Venezuela y Ecuador, y en medio ella, siempre ella, doña Encarnación, la protectora, absorbiendo el aire que respiro, invadiendo mi espacio, manejando mi música, chupándome como mantis religiosa y por encima de todo organizando la representación y la puesta en escena.

Tocarás La Campanella, y los Capricci, vístete de negro, como Paganini.... te luce tan lindo..., puro siglo XIX, qué romántico... y misterioso...

Y yo emulando a Paganini, prestándome a ser espectáculo no ya de música sino pura exhibición de virtuosismo instrumental diabólico, añadiendo rumores de pactos satánicos con mi piel excesivamente blanca y mis ojos excesivamente negros, mis largos dedos afilados, mi extremada delgadez y mi pasión musical.

Al final, la desidia, la dejadez, el abandono, la lasitud que me embargaba en cada interpretación y el cansancio infinito de no ser yo, ni ser música, ni arte. Y de pronto, de gira, en el prestigioso auditorio nacional de Madrid de la mano del director Gordan Nikolic, con el concierto nº 1 en Re Mayor de Paganini surge la transformación, ahora sí, real, íncubo de la ira y espíritu de la agonía, el arco expresivo y mis dedos atrapando notas y exagerando pizzicatos. Ahí nací de nuevo, cerrando el concierto con una ovación grandiosa y entregando como propinas por primera vez mis composiciones atrevidas, estridentes. Mis movimientos eran cada vez más desafiantes para ese público que tenía mimado con tantas armonías y tanta Campanella. Yo me expresaba intenso y atonal, como un nuevo ser arrogante retomando mi propio destino, forzando la brusca ruptura de mi crisis y sellando el vacío de mi existencia. Se terminaron para siempre los saludos de cortesía, las invitaciones al diván con sonrisa hueca y conversación estúpida. Yo conduciría mi vida, sería en adelante el intérprete maldito, el que tiró por la borda su vida de lujo y placer.

Estamos los dos observándonos, llevamos cuatro minutos aguantando la mirada, todavía quedan otros dos para terminar este Capriccio que me alimenta y que ha detenido el tiempo, nuestros rostros se han suavizado, el mío antes tenso por el recuerdo ahora transmite serenidad y Carlitos atento aspira los sonidos que tan bien conoce, que en su día también supo despertar y sonríe por primera vez admitiendo un pasado del que fue testigo silencioso. Mira el reloj. Se acerca y deja caer una tarjeta. Mejor así. Ambos necesitamos pensar detenidamente si nos queremos encontrar. Nos sonreímos y termino los últimos compases mientras le veo alejarse abstraído. Recojo mi bandeja con varios euros y pienso en mi próxima composición, Libertad.

María Pérez Herrero es la autora de la novela histórica Ni Locas, ni tontas, publicada por el sello Espasa Narrativa, del Grupo Planeta, esta pasada primavera, www.planetadelibros.com/libro-ni-locas-ni-tontas/303439.