El abanico de bambú
Al
migrante ofrezco mi tierra, y a quien lo explote mi condena
Roberto
Omar Román
El
pasado sábado 1 de agosto, Eleazar Blandón fue abandonado
inconsciente a la puerta de un ambulatorio de Lorca (España).
Inmigrante indocumentado,
con
un salario misérrimo y jornadas de once horas, trabajaba en la
recogida de la sandía, a pleno sol, sin acceso a agua, con unas
temperaturas que llegaron a alcanzar esos días 44 ºC.
Había
sufrido un golpe de calor. Retrasaron su traslado al centro sanitario
para aprovechar el trayecto
de la
furgoneta
que debía transportar
a otros trabajadores
de
vuelta de la faena diaria. No
fueron capaces de avisar a una ambulancia. Al
poco murió. ¡Un crimen!
Había venido a España para sacar adelante a su mujer, embarazada, y cuatro hijos. Todos ellos habían quedado en Nicaragua.
A raíz de este execrable hecho, encargué a Roberto Omar Román, de Toluca (México), un relato que tocara la explotación laboral en el campo que, en su país, al igual que en España, no es esporádica. Los escritores mexicanos tienen una sensibilidad especial para tratar estos temas. Éste es el resultado.
La pieza está redactada en el español que se habla en el país norteamericano, pero, si el lector peninsular no entiende algún término puede consultar el diccionario de la Real Academia Española, que ahora tiene carácter panhispánico, gracias a la colaboración con las otras Academias de la lengua española. J. S. M.
Había venido a España para sacar adelante a su mujer, embarazada, y cuatro hijos. Todos ellos habían quedado en Nicaragua.
A raíz de este execrable hecho, encargué a Roberto Omar Román, de Toluca (México), un relato que tocara la explotación laboral en el campo que, en su país, al igual que en España, no es esporádica. Los escritores mexicanos tienen una sensibilidad especial para tratar estos temas. Éste es el resultado.
La pieza está redactada en el español que se habla en el país norteamericano, pero, si el lector peninsular no entiende algún término puede consultar el diccionario de la Real Academia Española, que ahora tiene carácter panhispánico, gracias a la colaboración con las otras Academias de la lengua española. J. S. M.
Andábamos
sin voltear, ¿pues para qué? si ese recorrido ya no volveríamos a
hacerlo. Bien conocida era la maña de nunca regresarnos al campo de
donde nos sacaban. Amanecía, no llevábamos más que el olor a fresa
recién cortada pegado a las hilachas y un pesar en los entresijos,
de esos pesares reacios que se clavan a carajazos debajo de la piel y
uno piensa que al igual que un mal pensamiento ya no saldrá.
Callados,
ya sin rechinar los dientes para mordernos las rabietas que peleaban
por salir, nos apercibimos de caminar a paso de gansos cansados, con
la mirada bajita como si buscáramos hormigas.
Los
primeros cintarazos fueron a modo de arreo para que echáramos a
caminar, y luego,
ya encausados en brecha,
nos volvieron a zumbar a intención de azuzarnos o, a la mejor,
para que no fuéramos a ponernos cabestros. Pero, ¿quién en sano
juicio se iba a poner al tú por tú con esos tres Toms,
más jóvenes, fuertes, blancos y altaneros como bacinilla de
porcelana y mejor tragados que nosotros, quienes, aparte de eso,
traían tres perrazos gordos de hocico lobuno que se andaban a
gruñidos al pasar junto a nosotros como si cuidaran reses?
Antes
no nos maltrataban tanto. En el entendido de que ahora lo hacían en
castigo de que la semana pasada se les peló en sus güeras jetas El
Mantecas,
un guatemalteco que hacía el rancho para los jornaleros, y a quien
los Toms
tenían mucha confianza. Según lo mandaron por el bastimento al
pueblo, y el pichón voló con todo el varo. Y a honra suya, ahora
los ojetes nos traían cortitos. Hasta los pedos nos cuidaban.
Hacía
largo tiempo que habíamos pasado por el terreno donde me alegraba ir
a pasear con Amira, la etíope, porque ahí sembraban la yerbabuena.
A ella le encantaba ese olor, y a mí me gustaba el olor de la
yerbabuena mezclado con el de su piel cuando nos tumbábamos a cielo
abierto a querernos como Dios manda. Aunque el aironazo helado nos
rebanaba las orejas y lo poco de cachetes que nos quedaba, tuve ánimo
de soltar una risita parecida a hipo a causa de ese dichoso
pensamiento.
Esos
Toms
eran malos, muy malos en verdad. Trabajo fue darnos cintarazos la
primera vez, para hallarle gusto a machacarnos cada vez que se les
venía en gana. Nos chingaban en los brazos, espalda y nalgas, pues
tontos no eran, y si nos daban en las piernas chance que nos tulleran
y ya entonces inválidos cómo íbamos a seguir andando. Al principio
nos quejamos, mas como nuestros reclamos sólo servían para
contrariarlos, nos dio por chillar por dentro, me figuro como lo
hacen las perlas en su concha. Nos limpiábamos los mocos que nos
salían en vez de lágrimas en las mangas de la camisa, que de tallar
y tallar ya parecían almidonadas. Las pestañas, pesadas por las
lagañas secas nos hacían entrecerrar los ojos de vez en vez y
chocar unos con otros. Éramos veinte, bien nos contaron, antes de
salir para que no hubiera equivocación. Veinte
negros
güevones se necesitan en la finca de tomate, así
dijeron y nos fueron contando uno a uno. Aquí, para ellos todos
éramos negros, sin importar de dónde viniera o el parlar nativo de
uno. Por igual, para nosotros, todo ese hatajo de mandamases eran
Toms.
No
nos cabía ni tantito la duda de que era gente negra entraña. Bebían
a grandes tragos, de unas cantimploras panzudas, agua olor a sandía
que se les escurría por las orillas del hocico y eructaban en
nuestras jetas coloradas por el calor arrejuntado de las faenas.
Algunos de nosotros, ya medio loquitos por la sed, se chupaban el
flaco frescor de sus mocos en las mangas tiesas y soltaban una risita
de pellizco.
Ya
hacía rato, cuando pasamos por el último lugar donde había casas,
que vi, como si de repente me hubieran dicho que alzara la mirada,
asomar por una ventanita, una mano delgada, mano de mujer, blanca,
haciéndome seña de adiós. Sentí un calor risueño y ancho en el
corazón como razón no tenía de sentirlo desde que esos malandras
nos fueron a sacar del plantío de fresa. Ahí estábamos conformes,
al menos nos daban medio día de descanso en domingo y nos permitían
tener trato con nuestras hembras de jale, que en realidad ya las
sentíamos ajenas, porque los Toms
mayores
y achichincles las usaban para gozarse en ellas, las empanzonaban y
después las corrían con todo y prole a su tierra de origen, y
porque aquí nada era nuestro, ni siquiera el derecho a retacarnos a
nuestro antojo las narices con el aire que respirábamos. Pero Amira
era otra cosa: por ser un poco renga y medio cacariza de viruela
ningún jefe cábula la tenía de rorra. A veces, cuando lograba
escabullirme de los capataces, nos encontrábamos en un lugar donde
había un como socavón no muy hondo y allí nos envolvíamos en su
mantón a fajar. A ella le gustaba cantar de allá, de su tierra, el
sonsonete de un rey que comía bambú a toda hora y se volvió
elefante. Yo le cantaba El
Cielito lindo.
Nos daba harta risa de a bien no entendernos, pero en lo que sí nos
entendíamos era al restregarnos. Mas para desgracia nuestra, nos
cayó la mala leche de una marroquí argüendera, alquilona, igual
que nosotros, que llevó el chisme de que Amira se veía conmigo, y
me la mandaron a los trigales.
Ese
mal lance me agüitó: sentí un terrón acedo en el pecho y tosí
seco, sin gana, nada más para disimular la lágrima que me brincó y
no se dieran cuenta los de atrás. Al rato, en mi cabeza revoloteaba
como mosca loca la manita blanca de mujer. No vi su cara, pero esa
manita seguramente de uñas pintadas de rosa, bien cuidadas, aireando
como abanico, debía de pertenecer a una mujercita guapetona.
Entonces, yo iba ya poniéndole ojos y labios, formas en el cuerpo y
maneras, pero al no quedar conforme con esa apariencia la borraba
para volverla a armar. Sin embargo, con los arrempujones y chicotazos
que nos daban para apurarnos, y que casi nos hacían caer, se me
volvía a desdibujar de la choya esa damita.
Yo
me decía que para qué tanta urgencia en llevarnos a otro sembradío,
si de todos modos sean fresas o sea algodón, la tierra nos estaba
chupando las fuerzas y el aliento. De todo ese ánimo con que
llegamos a esta patria ya nada más nos quedaba retumbando la frase
brava, vomitada de bilis: ¡Chíngale
más rápido, negro güevón, o te parto la madre!
Para
qué andar tanto si el terreno para caer muerto es igual de recio
doquiera y da lo mismo que sea a las dos de la tarde, o a las ocho y
media de la noche. Si lo que menos tiene un desilusionado es apuro en
el tiempo y la distancia. Pero esos gandallas estaban tercos en
martirizarnos. A eso de sabrá Dios qué hora, se echaron bajo la
sombra de un ahuehuete a zamparse unos fiambres chonchos. Lo gacho
del asunto fue que los pellejos se los tiraron a los perros, de modo
tal que hasta los ojos les chillaron de alegría a los animalazos,
mientras a nosotros, los que acaso todavía teníamos algo de hiel se
nos escurría la baba.
Romualdo
mi compadre, Genovevo, un paisano de Tecolutla y yo íbamos diciendo,
a cómo nos acordábamos, El
Padre
nuestro que estás en el cielo,
mas por saber si todavía teníamos boca y voz que por devoción. Yo
por más ánimo en concentrarme en el rezo seguía encaprichado en
esa manita tono de la leche recién ordeñada haciendo la seña de
adiós… y que se me viene a la tatema que así de tibiecitas
estarían las chichis de esa mujer. Y dale de nuevo con las
palabrotas y las zarandeadas de esos bárbaros que ahora les había
dado por agarrar una vara y picarnos el culo, justo cuando ya casi
tenía completada la forma de la mujer con ropa y peinado.
El
frío nos había hecho más prietos y enclenques y rajado las
entrañas, varios se habían acuclillado a cagar lo poco que
conservaban en las tripas.
Uno
de aquellos Toms,
ojos color gargajo, aliento a mierda de vaca, se me quedó mirando
con curiosidad y me dijo:
—Y
tú, ¿de qué te vas riendo, negro pendejo?
Yo
volteé como haciéndome el guaje de que no era a mí a quien
preguntaba.
—Sí,
a ti te estoy hablando, ¿qué te hace gracia, negro cabrón?
—Nada,
míster, es que ando trayendo resecos los labios y los meneé un poco
para despegarlos.
—Pues
esto va para que los despegues con ganas, perro mal parido.
Y
dale sabroso a la zurrada en brazos, lomo y nalgas que me hicieron
encogerme como caracol en anafre. Y lo más chistoso fue que en ese
momento, quizás por los madrazos logré figurarme que esa manita
blanca correspondía, por Dios que no miento, a la mala facha de
Amira, y ya no sé si me retorcía de dolor o de risa al imaginar a
esa negra culo de tambora con unas manos tan finitas, emperifollada
como gran señora, meneando muy cuca un abanico de bambú estampado
con unas fresas preciosas, de esas que yo le ponía en la trompa
antes de darle un beso.
En
ese brete, yo creo que el Tom
pensó que me guaseaba de él y me chingaba con más ojeriza. Lo
demás lo desmemorio, pero desperté sentado, cual niña chula, en
esta silla de mimbre, rajado de las patas y el lomo, mirando a los
demás compas como gusanitos laboriosos recoger tomates y traerlos
para que yo los pele. Eso sí, el Tom
mayor me tiene a media raya y medio rancho.
Mil gracias, Roberto, por tu arte literario y por ponerlo al servicio del combate a la explotación. Verdaderamente, la esclavitud no está abolida; sigue viva y bien viva. Y crece, que es aún peor. Tu texto tiene la virtud de acercar una realidad a lectores que, viviendo en medio de los/las esclavos/as del siglo XXI, desconoce por completo este mundo paralelo, de descubrirlo y ponerlo en evidencia. Incita a la empatía y contribuye a preservar la dignidad de las personas. Me ha encantado conocerte. Gracias.
ResponderEliminarPrimero, quiero felicitar por el texto; también, expreso indignación por la explotación laboral; no encontramos condiciones necesarias para el trabajador en general, y quienes corresponde controlar que los obreros tengan dignidad y las garantías necesarias para desempeñar sus actividades, sencillamente no lo hacen.
ResponderEliminarHoy; los lectores, la “sociedad” somos sensibles ante estas noticias, cierto; pero sucede, seguirá ocurriendo.
Existe indiferencia, falta de empatía de los empleados públicos que les corresponde monitorear estas situaciones. Funcionarios ganan sueldos, ellos si tienen estabilidad económica, seguridad social, horarios cómodos, permisos, etc., y ganan ese dinero para monitorear las condiciones laborales de los trabajadores, pero no lo hicieron. Existen responsables y responsables.
Desde Ecuador, un abrazo amigos.
Dra. Anna Rossell, es en verdad gratificante y apreciable recibir una opinión de usted, una mujer de notable trayectoria académica y docente, dedicada a las artes literarias.
ResponderEliminarMe congratulo, y agradezco a Julio Sánchez Mingo la oportunidad de difundir mi trabajo literario en su blog.
Reciba un cordial saludo.
Muy buen relato. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarMuchas Gracias por este maravilloso relato reivindicativo, que parece de tiempos de esclavitud, desgraciadamente es ahora cuando ocurre. Felicidades Roberto.
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