25 junio 2021

Relato ganador del V Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid 2021

Bicicatrices

Héctor Vera Calderón

Bicicatrices, de Héctor Vera Calderón, de Lima (Perú), ha resultado vencedor del V Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid 2021.

Al mísmo han concurrido 180 trabajos que han sido enjuiciados por un jurado compuesto por 34 miembros, de México, Italia y España, a los que se agradece su labor. Sin ellos, este certamen no hubiera sido posible. A todos los participantes, de América y España, muchas gracias por su esfuerzo y contribución y una efusiva enhorabuena al triunfador. 

El correspondiente trofeo, una obra gráfica del reconocido pintor Antonio Lago Rivera, le será remitido en breve al ganador.

 


Hoy volví a pasar por el parque Matamula. Algo que no puedo explicar me empujó hacia allá, y una presencia potente formulaba en mi cabeza aquella pregunta, con voz inconfundible: —Torec, ¿una carrera alrededor de la pileta? ¿Ah? ¿Una carrera? Contesté mentalmente que sí, mientras sonreía, pero que esta vez cada uno montaría su propia bicicleta. Sonreí, es verdad… pero con tristeza. Mi añorado parque lucía fantasmal a esa hora de la mañana, entre verjas de hierro y privado de vida, probablemente por estar fuera de su horario de apertura al público. Cuando éramos chicos, el Matamula no estaba enrejado y se podía jugar allí a cualquier hora. Lo observé con melancolía desde el asiento de mi bicla. Hace un mes, y debido a problemas musculares en las extremidades inferiores —y también por estar sucumbiendo cada vez más a un alarmante sedentarismo—, un amigo doctor me aconsejó montar bicicleta aprovechando mis vacaciones en Lima. Para tal propósito me puse algo nostálgico y compré una bici azul de freno contrapedal, clásica y sin cambios ni mucho artilugio, como la que tuve de niño. La inactividad pedalística me pasó factura durante la primera semana, pues al descender de la cleta sentía una incomodidad inguinal exasperante que se hacía evidente en mi forma de andar: la de un vaquero pendenciero salido de algún western gringo, con las piernas muy abiertas. Pero a las dos semanas, los dolores —tanto de las piernas como de la región perineal— se desvanecieron, por lo que comencé a disfrutar mis paseos. Estando alojado en un hotelito de Pueblo Libre, mi circuito ciclístico comprendía la zona de la Plaza de La Bandera, quizás algunas calles aledañas y nada más. Mis incursiones por la metrópoli eran limitadas y cautas ya que el tráfico era imposible y los autos habían proliferado de una manera exponencial y peligrosa. Lima no era la que yo recordaba, y el instinto asesino de los micros y taxis era algo nuevo para mí. Pero hoy muy temprano —alentado no sé todavía por qué impulso —decidí alargar mis garbeos y muy resuelto me dirigí por la Avenida Brasil, y después de recorrer San Felipe, doblé hacia la Avenida Salaverry para pasar exactamente por la puerta principal del parque. Conforme me acercaba al Matamula, recordé las veces que mi padre nos llevó a mis hermanas y a mí a patinar y andar en bicicleta alrededor de los tres colosales caballos de bronce que se desbocaban irascibles en el medio de la enorme pileta central. Amarillentos almanaques y fotografías en blanco y negro atropellaron todos a una mi memoria. Tuve ganas de ingresar a mi viejo parque, escenario de pueriles juegos y traviesas aventuras, cómplice de las primeras borracheras nocturnas, mudo testigo de inexpertos besos púberes, y árbitro en una que otra pelea clandestina. Eso pensaba, cuando en ese instante sentí que algo tocó mi hombro, y giré la cabeza. Tonterías, deduje. Quizás fue alguna flor caída desde la rama de un árbol, bajos los cuales yo seguía pedaleando, en la ciclovía. Ya frente a la reja principal del parque, observé algo curioso: un niño flaco y espigado rodeaba la pileta central sobre su bicicleta roja, dando vueltas y vueltas. Imaginé que sería el hijo de alguno de los guardianes o trabajadores del parque, y sentí envidia porque me hubiera gustado a mí también ingresar y pedalear ahí dentro. A los pocos segundos, me pareció distinguir una bicicleta, también de color rojo, que pasaba a mi lado. Parpadeé y no hallé nada, pero volví a sentir ese toque en mi hombro y sonó la pregunta: “Torec, ¿una carrera alrededor de la pileta? ¿Ah? ¿Una carrera?”. Mientras contestaba afirmativamente en mi cabeza, me estremecí, pues en ese mismo instante se me presentó vívidamente aquella ocasión en la cual Jorge Luis y yo intercambiamos bicicletas en el Matamula y el plan acabó convertido en un desastre mayúsculo. Sonreí con dulzura al recordar a Jorge Luis. El gran y querido Jorge. Jorge Luis fue mi primer amiguito, el primer niño con el que jugué y con el que desarrollé una amistad increíble. Nunca tuvimos un altercado. Jamás una pelea, mucho menos un insulto entre nosotros. Cuando yo nací, Jorge tenía dos años de edad y ya vivía en el tercer piso del edificio. Compartimos ese pasillo por veinte años, hasta que circunstancias de la vida (más precisamente el terrorismo y la inflación) obligaron a mi familia a buscar suerte en el extranjero, y me vi forzado a abandonar mi barrio. Poco antes de mi partida a Venezuela, al amparo de la noche, con la ayuda de un destornillador arranqué la placa con la numeración del edificio y la hice firmar al reverso por todos mis amigos del barrio. Demás está decir que Jorge Luis fue el primero al que le solicité firmar algo que yo consideraba era mío por derecho de antigüedad, aunque valgan verdades, si a alguien le correspondía quedarse con ese letrero era a Jorge y no a mí. Simplemente yo me fui primero del edificio y por eso me adjudiqué esa licencia. Como muestra de reconocimiento, la firma de Jorge está en el centro (en el lugar de honor) de la placa que todavía conservo entre mis tesoros más preciados, y alrededor de su nombre figura el resto de camaradas y amigas.

 

 

Respecto a retratos y fotos junto a él, hay poco o nada que decir. A pesar de que la nostalgia haga trampas y me quiera hacer creer que por ahí, enrevesadas en los nebulosos caprichos del tiempo y el desorden, puedan existir instantáneas nuestras de cuando niños en alguna fiestita infantil, la verdad es que sólo poseo una fotografía con Jorge, tomada la semana antes de irme a tierras caribeñas, foto en la cual aparecemos abrazados en la puerta de nuestro edificio. La tengo guardada en mi álbum. Jorge Luis siempre me defendió en el barrio. Creo que de alguna manera me adoptó como su hermano menor, ya que él era hijo único. Si algún bravucón de algún vecindario aledaño llegaba a la cuadra intentando buscarme pleito, Jorge lo corría sin demora. Se había desarrollado bastante en su pubertad y el estirón que pegó nos dejó a todos cortos. Las bromas y apodos no se hicieron esperar entre la muchachada, e incluso a mí se me escapó un día compararlo con el Profesor Jirafales de la televisión. La mirada de sorpresa y decepción que me dirigió bastó para que me sintiera un vil gusano y le pidiera disculpas por mi falta de respeto. Así era mi relación con Jorge: definitivamente un hermano mayor, al que le debía miramiento y absoluta consideración. En las vacaciones escolares de enero, partíamos a la playa una docena de palomillas en bicicleta por toda la Salaverry, hasta la bajada de Marbella. Después de jugar fulbito tres horas regresábamos en bici también, muertos de cansancio y acalambrados pero felices, al borde del colapso por la subida empinada y a través de las cincuenta y tantas cuadras que separaban a nuestro edificio de la canchita al borde del mar. Jorge Luis solía ir y volver en bicicleta también, o al menos eso creíamos. En una oportunidad descubrieron que bajaba su bicicleta de un taxi unos doscientos metros antes de llegar a la cuadra y surgía por la esquina pedaleando como si hubiera hecho todo el trayecto de regreso en su bicicleta. Y fue esa bicicleta la que intercambié con Jorge Luis esa vez en el Matamula. La de Jorge era marca Monark, color rojo, con los frenos a ambos extremos del manubrio, de esas palanquitas que se apretaban con las manos y que mediante un sistema de cables presionaban a su vez las llantas y las hacían detenerse. Mi bicicleta era una Velox, azul, de freno contrapedal que me permitía el aspaviento de quemar llantas en simultáneo al frenado y girar la rueda trasera, levantando polvo para darle más dramatismo y espectacularidad a la maniobra. Ese día fuimos al parque, y no sé en qué aciago momento, a insistencia de Jorge, se nos ocurrió trocar vehículos y realizar una carrera de veinte vueltas alrededor de los caballos de la pileta, pero en rumbos opuestos. Así, Jorge Luis comenzaría a rodear la pileta en el sentido de las agujas del reloj en tanto que yo lo haría en dirección contraria. El que perdía compraba las gaseosas. Todo comenzó muy bien, tomándonos la apuesta a la chacota. Cuando nos cruzábamos en algún punto del periplo, hacíamos muecas burlonas y todo tipo de mohínes grotescos y pachotadas, y también aprovechábamos para anunciar la cantidad de vueltas transcurridas. Pero conforme fue progresando la carrera, advertí que el punto en el que nos encontrábamos favorecía cada vez más a una ventaja de Jorge Luis, y yo me retrasaba paulatinamente. Decidí hacer algo al respecto y entonces le puse más empeño a mis piernas y apliqué más concentración a mi cerebro, para recuperar un poco el terreno perdido. Jorge Luis se percató de mis intenciones y desde ese momento la carrera se convirtió en una furiosa competencia en la cual solo nos avisábamos las vueltas completadas al pasarnos por el lado. El resto del tiempo no podíamos vernos porque los enormes caballos de la pileta nos tapaban la visión del uno al otro. La velocidad fue aumentando de forma vertiginosa y esa sensación de volar sobre el cemento era deliciosa. A escasas cuatro vueltas para terminar la contienda, delante de mí se cruzó intempestivamente una pelota surgida de un sector de los jardines, y detrás de la pelota un niño de unos cinco años que la perseguía. El impacto fue brutal. No pude frenar porque el instinto y la costumbre me indicaron usar el contrapedal, recurso impracticable porque estaba montando la bicicleta de Jorge Luis y sus frenos estaban en el manubrio. Impulsé hacia atrás los pedales y mis piernas se quedaron dando vueltas interminables en retroceso mientras la bici se empotró contra el niño, a quien hizo volar como quince metros. Tal fue la fuerza del choque, que la llanta delantera se dobló toda, el manubrio se torció y zafó de su lugar y yo terminé también magullado, con feos raspones en los codos, la muñeca derecha dislocada y un golpe tremendo en la frente como consecuencia de aterrizar de cabeza en el duro pavimento. Ante los insultos estridentes de la nana del niño, y asustado por lo ocurrido, huí del lugar arrastrando conmigo la bicicleta de Jorge, ahora inservible. Tampoco quería que él llegara y viera su bici así. El pánico me invadió y me fui directo a la cuadra. En el camino pensaba la manera en que le explicaría a Jorge Luis lo que pasó y por qué su bicicleta se encontraba en tal estado. El niño no me inquietaba tanto porque cuando recogí la bicla y me aprestaba a fugar del parque lo escuché llorando, así que por lo menos muerto no estaba. Esperé a Jorge en la puerta del edificio, sin animarme a subir a mi casa a atenderme las heridas sino más preocupado por lo que iba a decirle. Media hora después apareció Jorge Luis por la esquina, con las rodillas sangrantes, rengo, y empujando a duras penas mi bicicleta. Al llegar a mi lado me contó que faltándole pocas vueltas, se le atravesó por delante una niña con su perro y que al intentar frenar, utilizó sus manos pero no encontró las palancas habituales (olvidó que llevaba mi bici contrapedal) y colisionó con la niña, ambos volaron despatarrados y toda mi bicicleta se abolló. Jorge también había decidido abandonar la escena del crimen inmediatamente, pero el dolor en sus rodillas no lo dejaba caminar muy bien y vino descansando en su retorno al barrio. Cuando le narré mi accidente, se sentó junto a mí y comenzó a reír. Soltamos carcajadas, desparramados y policontusos a la entrada del edificio, compartiendo detalles de nuestras respectivas odiseas, y revisando y comparando lesiones. Supimos que la marca en mi frente y las de sus rodillas no nos abandonarían nunca, y las bautizamos como nuestras “bicicatrices”, huellas que sellarían con sangre y piel nuestra amistad. Convinimos asimismo en que cada uno se haría cargo de las reparaciones de sus propias bicicletas.

Jorge Luis falleció hace veinte años, poco después de cumplir los treinta y uno. Cargué su féretro hasta llegar a nuestra cuadra junto con otros amigos y presencié emocionado cómo desde las ventanas de los edificios le llovían pétalos de flores a la vez que vecinos y vecinas lloraban su pérdida, invadidos por una extraña mezcla de dolor y rabia. No he vuelto a ver semejante homenaje póstumo a nadie conocido. Extraño a mi amigo. Y lo extraño porque ya abrieron las puertas del parque y hay dos niños abrazados, pactando tal vez un intercambio de bicicletas o una carrera alrededor de los briosos corceles de la pileta central de nuestro amado y eterno parque Matamula. Y lo extraño todavía más, ahora que regreso de mi ejercicio diario hacia el hotel, pues lo veo a mi lado, flaco y espigado, pedaleando en su bici roja, y escucho su voz mientras toca mi hombro, preguntándome persistentemente: —Torec, ¿una carrera alrededor de la pileta? ¿Ah? ¿Una carrera?

 


 

18 junio 2021

El vuelo más largo

Daniela Amadori

Traducción del italiano de Gianluigi Genovese, con adaptación y notas de Julio Sánchez Mingo

 


Ya está casi todo listo.

Observo un escaparate rebosante de trajes de baño, pijamas y sujetadores. Colores brillantes que atraen la mirada y entretienen la espera. La puerta de embarque A1 está situada a mis espaldas. Aunque no mire el panel indicador, tengo muy claro el destino del avión al que accederé en breve. El murmullo creciente delata que la gente comienza a levantarse para hacer cola, esperando el momento de subir al avión. Siempre me he preguntado qué sentido tiene apelotonarse y estar de pie tanto tiempo, inútilmente, considerando que los asientos son numerados y el avión no despegará sin todos nosotros. La zona de espera es un fulgor de luces, cristal, acero y falsa madera. El aeropuerto ha ido cambiando mucho, aunque, a mi llegada, siempre he tenido la misma sensación: ¡ya estoy en casa!

Mamá, tu casa está donde nosotros moramos dirían mis hijos si me escucharan—. Nosotros somos tu casa ¿Por qué sientes nostalgia de otros lugares?

Ellos no han conocido el terminal aéreo de Nápoles, cuando no había escaleras mecánicas, ni hoteles cápsula, el mármol no brillaba y nadie hubiera ni siquiera imaginado comprar ropa interior antes de un vuelo. Sin embargo, cada vez que partía de este aeropuerto que no tenía vuelos directos a Nueva York sentía algo familiar como el olor del ragù1 de mi madre, a la que durante tanto tiempo lloré. Y, cuando regresaba, sentía zozobra por temor a no volver a encontrar lo que anteriormente había dejado atrás.

Me levanto, necesito estirar las piernas. Me dirijo a los aseos, pero no a los más cercanos: sus rampas de acceso, aunque cortas y suaves, no son adecuadas para mis rodillas. Prefiero los más lejanos. Aunque camine más, el recorrido es llano. Según avanzo, la luz de los escaparates me molesta. Mis ojos están debilitados por la edad y el cansancio. Llevo mucho tiempo sin dormir.

Qué sabrán mis hijos de cuando en los bajos de la Via dei Ventaglieri no vivían extracomunitarios; qué sabrán de cuando, con trece años, escuché gritar por primera vez a Peppiniello: "Lecherooo..". Ese día me asomé al balcón del tercer piso y descubrí la mirada seria de un chico muy moreno. Mi Peppiniello no cambió con el paso de los años: un hombre de piel demasiado oscura para no ser del sur, de cabellos muy negros, que fueron dando paso poco a poco a las canas, de mirada penetrante, como malhumorada, incluso cuando reía. "Tu marido tiene verdadero encanto latino", me decían mis amigas. Yo sonreía orgullosa, pensando para mí en la mucha suerte que había tenido.

Cuántas tiendas. La que vende mozzarella lleva aquí muchos años, sin cambiar de marca. Cuántas veces compré varios paquetes para que la probaran aquellos que desconocían el producto. Yo la saboreaba poco a poco, para que las sensaciones de la infancia perduraran en el paladar.

Papá, ¿has traicionado alguna vez a mamá preguntó un día nuestro hijo John.

No se puede traicionar a una bruja partenopea respondió él. Siempre decía que yo era una bruja, porque lo había hechizado el día que le lancé o panariello2, lentamente, desde el balcón de casa, para comprarle una botella de leche. En mi casa todos eramos intolerantes a la leche, pero de alguna forma tenía que llamar su atención.

Aquí están los aseos. Me lavo las manos y me refresco la cara, pero no puedo borrar la nostalgia que me atenaza el corazón.

Annarella, ¿tú cómo quieres vivir la vida? me preguntó un día en italiano, sin utilizar el dialecto, porque según repetía a menudo: "Las cosas importantes hay que decirlas en un idioma importante". Lo miré desconcertada. ¿Qué debía responder? ¿Qué quería que yo dijera?¡Quiero vivirla contigo! Y pensé: "Lo demás no importa".Entonces vamos, vámomos de aquí. 

Nuestro primer viaje no fue en avión. Cuatro trapos en una bolsa, poco dinero en el bolsillo y el miedo de estar cometiendo un grave error. Me abrazaba a mi Peppiniello. En ese abrazo no sólo había amor, había también necesidad de protección.

Después de los aseos hay un bar más. Antes no había tantos... Este local es la típica bodega de degustación. Si no fueran las 10 de la mañana pediría un blanco seco. El vino es bueno en Italia. ¡El vino es bueno en mi casa! No es el miedo a que se me suba a la cabeza lo que me reprime. Es el miedo a sentirme indispuesta en el avión. El vuelo es largo y quien esté a mi lado tiene derecho a relajarse, sin tener que preocuparse de mí o, peor aún, tener que atenderme. Nunca me gustó ser un peso para los demás y me apoyé solamente en mi marido hasta que tuve hijos. Los niños tienen derecho a tener otros puntos de referencia a su lado, más allá de padres más infantiles que ellos mismos. Antes de que nacieran tuvimos años difíciles, años de peregrinación, de penurias, de llantos nocturnos contenidos para que no se oyesen, de cansancio, de trabajo, de dignidad, de ahorros, de crecimiento... Y, después, nacieron ellos: John y Nancy.

Cuando volvimos a casa por primera vez, lo hicimos con la cabeza bien alta. El calor del verano, ropa nueva y dos niños muy curiosos cogidos de la mano. ¡Cuántas veces habían oído hablar del lugar donde habían nacido papá y mamá! Querían ver y saberlo todo y nosotros estuvimos encantados de complacerles. A John le gustaba sobre todo la cocina: la pizza frita, los cucuruchos, coppetielli, de manitas o de morro de cerdo fritos, las zeppole3 y los panzerotti4. En muy poco tiempo se olvidó de las hamburguesas. Nancy, por su parte, se sentía más atraída por lo que veía. Podía ensimismarse con los vendedores callejeros de San Gregorio Armeno, que vendían los infalibles cuernos contra la mala suerte, curnicielli, o enmudecer emocionada contemplando el Cristo Velado de la capilla de San Severo.

Vuelvo a sentarme porque todavía hay que aguardar. La gente que me rodea parece presa de un parsimonioso nerviosismo. Es lo que tiene la espera: cansa más que correr, pero no vas a ponerte a gritar que no puedes más.

Siempre me ha gustado observar a la gente en los aeropuertos y tratar de adivinar de dónde vienen, dónde van y por qué. Por su ropa presupongo cuál es su trabajo, quién les espera a su llegada, si están contentos por irse o si se sienten como ahora me siento yo. Incluso si alguna vez Nápoles ha significado para ellos lo mismo que para mí, si tienen familiares aquí o sólo viajan por trabajo. Hoy, sin embargo, sólo pienso en los recuerdos de un pasado muy presente.

¿Por qué vas siempre vestida de negro? le preguntó John a mi abuela. Perdí a mi primer hijo y nunca lo he olvidado. Llevas su nombre.¿Cuándo se murió? Ella bajaba los ojos ante esta pregunta, que tantas veces le habían hecho. Entonces todos callaban, conscientes de que hacían revivir un profundo y viejo dolor. Mi abuelo volvía la cara hacia otro lado. El sentimiento de culpa aún le quemaba el alma. Desde 1875 el torno de la Annunziata estaba clausurado, pero en el hospicio se podía entregar a los hijos del pecado y de la miseria. En la penuria había nacido aquel primer hijo. Ella era poco más que una niña y el abuelo había marchado al frente, a luchar en la Primera Guerra Mundial. Escaseaba el pan y, con el pan, faltaba la leche para las parturientas. Una noche, con el rostro cubierto por un velo, la abuela abandonó para siempre a su primer hijo. Su corazón nunca se lo perdonó.

El tiempo transcurre lentamente cuando tenemos una meta anhelada que alcanzar o muchas citas que atender. A mi edad parece que el tiempo ya no nos posee, sino que lo controlamos nosotros. Pero no es así. El tiempo siempre nos supera y domina, incluso aquí, incluso ahora, mirando los ojos de las personas que están a mi lado. Un niño llora de aburrimiento y su madre intenta pacientemente distraerlo, sin dejar de mirar el reloj que lleva en la muñeca.

Abuela, ¿por qué te asomas al balcón y utilizas el panaro en lugar de hacer la compra en el supermercado? le preguntó un día mi hija a mi madre. Nunziatina, si no lo hubiera hecho, tu madre nunca habría conocido a tu padre y todavía la tendría aquí en casa, conmigo.

Nancy miró a su abuela sin alcanzar a comprenderla y a mí me disgustó el tono de suficiencia que había en sus palabras.

Mamá, ¿por qué no vienes y te quedas a vivir con nosotros? No puedes imaginar lo que se apreciaría tu ragù donde vivimos. Mi madre se encogió de hombros y murmuró una negativa. Pero yo sabía que no era indiferente a los halagos de aquel atezado e intrigante yerno. Nunca vino a vernos, nunca tuvo suficiente valor para subirse a un avión. "Si el hombre tuviera que volar, el Padre Todopoderoso le habría dado alas", solía decir. De esta forma empezamos con los viajes de ida y vuelta a través del Atlántico. Eso sí, cada vez que nos lo podíamos permitir, porque los vuelos entonces eran muy caros. Pero Peppiniello sabía lo mucho que yo deseaba regresar y se esforzaba en ahorrar para poder traerme a casa.

Asistí al paulatino cambio de Nápoles. Cada vez había algo diferente, algo más bonito: la ciudad estaba más limpia, edificios y monumentos fueron restaurados y se revalorizaron. Incluso los típicos callejones se convirtieron en polos turísticos en lugar de concentraciones de pobreza.

Nuestros hijos han crecido, conocen bien Nápoles, pero su casa está en otro lugar. Por ello retornamos a visitarlos, es lo propio. Nuestro hogar se encuentra donde lo construimos, donde abrimos nuestros corazones y nuestro amor se hizo más fuerte, donde lo perpetuamos generando dos criaturas que a su vez generaron tres más. Los nietos, ¡qué alegría dan!

Abuela me preguntan ¿por qué no te pones nunca de negro? Está de moda, ¿sabes? Porque la vida ha sido generosa conmigo, me ha dado al abuelo y a todos vosotros. Siempre me ha ofrecido lo justo, lo necesario y nunca he tenido necesidad de mendigar más allá de lo imprescindible. No lo entienden, pero se sonríen con esta abuela siempre de colorines.

El cansancio me supera: las últimas noches de insomnio empiezan a pesarme y casi apuro una cabezadita, arrebujada en estas amplias butacas. Este retorno no es fácil. Sabemos muy bien que esta vez será el definitivo. Es un regreso doloroso, con el corazón de ambos roto, pero lo más importante es que lo hacemos juntos. Nada nos volverá a separar. Cuando lleguemos nuestros hijos nos estarán esperando y ellos sabrán lo qué hay que hacer para arreglarlo todo.

Señora, está todo listo. Podemos ir. —Me giro y dirijo la vista a un joven del servicio de asistencia, alto y delgado. Espero que aprecie en mi mirada una muestra de agradecimiento. Me levanto lentamente, hoy no tengo prisa. Por aquí, por la vía preferente. Es amable, tal vez porque se compadece de mí. Le susurra algo a la auxiliar. Ella asiente, sin apenas comprobar los documentos que le tienden. Me sonríe, queriendo mostrarse amable, pero tiene que aligerar, porque los otros pasajeros de la cola se inquietan. Me apoyo en el brazo del joven que me ayuda a subir la escalerilla y me acompaña hasta mi asiento. No se preocupe, señora. Cuando lleguen, un compañero la ayudará a descender y podrá esperar a pie de avión la descarga del ataúd de la bodega. Todo irá bien. Ánimo.

El aeropuerto de Nápoles ha perdido el olor del ragù de mi madre. Sé que nunca volveré.

"Annarella, ¿tú cómo quieres vivir la vida?". "Espero que sin ti sea muy breve. Cerraré los ojos hasta el final del vuelo, el último vuelo contigo, mi amor".

 

1 Ragù: salsa a base de carne de añojo picada gruesa, tocino triturado, zanahoria, apio, cebolla, pulpa de tomate, nuez moscada, clavo, sal y pimienta, que se utiliza como condimento para pasta o primeros platos. En la cocina napolitana, el ragù consiste en una pieza de carne de añojo —cocinada entera— que se sirve en rodajas, en la salsa del mismo nombre. No confundir con el ragout francés, que también se prepara en España.

2 En Napoles se usaba antiguamente el panaro una cesta de mimbre atada a una cuerda de unos 10 a 20 metros de largo para hacer la compra desde los balcones de las casas. Cuando pasaban por la calle los vendedores ambulantes, las mujeres dejaban caer la cesta con el dinero y la recogían a continuación, cargada con el género adquirido y las vueltas.

3 Zeppole: dulces de masa frita rellenos, similares a los buñuelos españoles.

4 Panzerotti: empanadillas rellenas, típicas de Campania y Apulia.

 

Il volo più lungo

Daniela Amadori

 


Tutto è quasi pronto, ormai.

Davanti a me una vetrina con tanti costumi, pigiami e reggiseni. Un insieme di colori sgargianti che attira gli occhi e stravia la mia mente. Dietro di me il gate A1. Anche se non lo guardo conosco bene la destinazione dell’aereo su cui sto per imbarcarmi. Il brusio mi dice che la gente già comincia ad alzarsi per fare la fila in attesa dell’imbarco. Mi sono sempre chiesta che bisogno ci sia di accalcarsi e stare tanto tempo in piedi inutilmente, visto che tutti abbiamo i posti numerati e l’aereo non partirà comunque senza di noi… La sala in cui attendo è uno sfavillio di luci, vetri, acciaio e finto legno. Non è sempre stato così questo aeroporto, ma la sensazione è stata sempre la stessa: quando vi approdo, sono a casa!

Mamma, la tua casa è con noi!” direbbero i miei figli se mi sentissero. “Noi siamo la tua casa! Perché senti la nostalgia di altri luoghi?”

Ma cosa ne sanno loro di com’era prima l’aerostazione di Napoli… quando non c’erano le scale mobili… né gli hotel in “capsule”…i marmi erano opachi e nessuno avrebbe mai pensato di comperare la biancheria intima prima di partire…? Eppure, quell’aeroporto, che non aveva un volo diretto per New York, ogni volta che partivo, per me, aveva il buon profumo del ragù di mia madre, che avrei rimpianto per molto tempo… ed ogni volta che tornavo aveva l’odore stantio della paura di non ritrovare ciò che avevo lasciato…

Ho deciso: mi alzo. Devo sgranchire un po’ le gambe. Vorrei andare in bagno, ma non quello alla mia destra: le salite, sebbene corte e lievi, non sono gradite alle mie ginocchia… opto per le toilettes più lontane, quelle a sinistra. Il percorso è più lungo, ma almeno è in piano. Mentre cammino, la luce delle vetrine mi ferisce gli occhi sciupati dall’età e dalla stanchezza. Mi sembra così tanto tempo che non dormo…

Cosa ne sanno i miei figli di quando i “bassi” di Via Dei Ventaglieri non erano abitati dagli extracomunitari; di quando, a tredici anni, sentii per la prima volta la voce di Peppiniello urlare “O lattaaarooooo!”. Quel giorno mi affacciai al balcone del terzo piano e vidi uno sguardo serio sul viso di un ragazzino abbronzato. Anche con lo scorrere degli anni, è sempre stato così il mio Peppiniello: un uomo dalla pelle troppo abbronzata per non essere del sud. Capelli corvini che l’hanno abbandonato da poco tempo, lasciando spazio alla canizie… Uno sguardo penetrante, quasi imbronciato, perfino quando rideva.

Tuo marito ha proprio il fascino latino!” mi ripetevano le amiche ed io sorridevo orgogliosa dicendo dentro di me che ero stata una donna fortunata…

Quanti negozi… Quello delle mozzarelle c’è da tanti anni… La marca è sempre la stessa. Quante volte me ne sono portata qualche confezione a casa per farle assaggiare a chi non le conosceva… ma con parsimonia, perché io me le centellinavo il più a lungo possibile, affinché proseguisse nel tempo il sapore della infanzia…

Papà, hai mai tradito la mamma?!” chiese un giorno nostro figlio John. “Non si può tradire una strega partenopea!” rispose lui. Ha sempre detto che ero una strega, perché l’avevo ammaliato il giorno in cui avevo fatto scendere, lentamente, ‘o panariello’ perché ci mettesse una bottiglia di latte. In casa eravamo tutti intolleranti al latte, ma io dovevo assolutamente attirare la sua attenzione!

Ecco i bagni. Mi lavo le mani e mi rinfresco il viso, ma non riesco a lavare via la nostalgia che mi attanaglia il cuore.

Annarella, ma tu, come la vuoi vivere la vita?” mi chiese un giorno in italiano, senza usare il dialetto, perché, ripeteva spesso, “Le cose importanti devono essere dette in una lingua importante”. Lo guardai spiazzata… Cosa dovevo rispondere? Cosa voleva che rispondessi? La voglio vivere con te!” e pensavo “Il resto non conta…”. Allora partiamo, andiamo via di qua.”

Il primo viaggio non fu in aereo… Quattro stracci in una borsa, pochi soldi in tasca e la paura di fare un grande errore… Mi abbracciavo al mio Peppiniello e in quell’abbraccio non c’era solo amore: c’era anche il bisogno di essere rassicurata.

Dopo i bagni c’è un altro bar. Una volta non ce n’erano così tanti… Se non fossero le 10 del mattino ordinerei un bicchiere di bianco secco. Il vino è buono in Italia! Il vino è buono a casa mia!

Non è la paura di ubriacarmi a frenarmi, è la paura di stare male in aereo: il volo è lungo e chi starà al mio fianco ha il diritto di rilassarsi, senza doversi preoccupare o, peggio, soccorrermi. Non mi è mai piaciuto essere di peso e mi sono appoggiata a mio marito solo fino a quando non sono diventata madre. I figli hanno diritto ad avere al fianco dei punti di riferimento non dei genitori più infantili di loro!

Prima dei figli, furono anni difficili, anni di pellegrinaggi, di stenti, di pianti notturni cercando di non farmi sentire, di fatica, di lavoro, di dignità, di risparmi, di crescita… E poi… nacquero loro: John e Nancy.

Quando tornammo a casa per la prima volta, lo facemmo a testa alta. Il caldo dell’estate, i vestiti nuovi e due bambini curiosi per mano. Quante volte avevano sentito parlare del posto in cui erano nati mamma e papà! Volevano vedere e sapere tutto e noi eravamo ben felici di accontentarli.

John amava soprattutto la cucina: la pizza fritta, i “cuppetielli” ripieni di ‘o pere’ e ‘o musso”, le zeppole, e i panzerotti. In poco tempo aveva dimenticato gli hamburger! Nancy, invece, era più attratta da ciò che vedeva. Riusciva ad incantarsi davanti agli imbonitori di San Gregorio Armeno che vendevano “curnicielli” collaudati… e ad ammutolirsi commossa davanti al Cristo velato nella Cappella di San Severo.

Torno a sedermi, tanto devo ancora aspettare… La gente attorno a me sembra pervasa da un calmo nervosismo. E’ così l’attesa: ti stanca più di una corsa, ma non puoi metterti ad urlare che non ce la fai più… Mi è sempre piaciuto guardare le persone in aeroporto e cercare di indovinare da dove venissero, dove andassero, e perché. Dai vestiti suppongo che tipo di lavoro facciano… chi li attende all’arrivo, se sono felici di partire o se… si sentono come me. Se Napoli sia mai stata per loro quella che è stata per me, se avessero dei parenti qui o… solo degli affari in corso… Oggi invece non riesco a pensare se non ai ricordi di un passato per me così presente!

Nonna perché sei sempre vestita di nero?” chiedeva John a mia nonna “Ho perso il mio primo figlio e non l’ho mai dimenticato. Tu porti il suo nome, Giovanni” “Quando è morto nonna?” Lei, a quella domanda, che più volte le avevano rivolto, abbassava gli occhi e tutti tacevano, pensando di aver fatto riaffiorare un antico dolore. Il nonno girava la faccia dall’altra parte per un senso di colpa che gli bruciava ancora l’anima… Dal 1875 la ruota dell’Annunziata era chiusa, ma non l’orfanotrofio in cui si potevano lasciare i figli del peccato e della miseria. Nella miseria era nato quel primo figlio. Nonna era poco più di una bambina e mio nonno era partito per la prima guerra mondiale. Mancava il pane e con il pane, anche il latte alle partorienti… Così una notte, con il viso coperto da un velo, la nonna aveva lasciato per sempre il suo primo figlio, ed il suo cuore non glielo aveva perdonato.

Il tempo passa lentamente quando si ha una meta ambita da raggiungere o tanti appuntamenti che ci attendono, alla mia età ci pare che non sia più il tempo a possederci, ma noi a possedere lui… Non è così: il tempo ci sovrasta sempre e ci domina. Anche qui, anche ora, guardando gli occhi delle persone che mi sono accanto. Un bimbo piange annoiato e la mamma cerca di distrarlo pazientemente, ma è una finta: continua a guardare l’orologio che ha al polso…

Nonna perché butti giù il cesto invece di andare a supermercato?” chiedeva mia figlia a mia madre. “Nunziatina, se non l’avessi mai fatto, tua madre non avrebbe mai conosciuto tuo padre ed io l’avrei ancora avuta qui con me…”. Nancy guardava la nonna senza capire ed a me spiaceva quella nota di rimprovero nelle sue parole…

Mamma’, perché non venite voi a stare con noi? Il vostro ragù sapete come sarebbe apprezzato dove abitiamo noi?!” Mia madre faceva spallucce e borbottava il suo rifiuto, ma io sapevo che non riusciva a rimanere indifferente ai complimenti di quel genero moro ed intrigante. Però lei non è mai venuta da noi, non ha mai affrontato l’aereo. “Se l’uomo avesse dovuto volare, il Padreterno gli avrebbe dato le ali” diceva sempre. E così sono iniziati i viaggi di andata e ritorno, ogni volta che potevamo. I voli allora erano cari… ma Peppiniello sapeva quanto ci tenessi e, giorno per giorno, risparmiava per potermi riportare “a casa”.

Ho visto Napoli cambiare… Ogni volta c’era qualcosa di diverso, di più bello: la città più pulita, certe opere d’arte rivalutate. Persino i vicoli, li ho visti diventare mete turistiche più che agglomerati di povertà,,,

I figli sono cresciuti, Napoli la conoscono bene, ma la loro casa è un’altra ed è da loro che stiamo tornando, perché è giusto così… La nostra casa è dove l’abbiamo costruita… dove abbiamo aperto le porte del nostro cuore ed il nostro amore si è irrobustito, là dove l’abbiamo eternato generando due creature e loro generandone altre tre. Che gioia sono i nipoti!

Nonna” mi chiedono, “Perché non ti vesti mai di nero? E’ di moda, sai?!” “Perché la vita, con me, è stata generosa, mi ha donato il nonno e tutti voi e se non mi ha mai dato nulla di più di quanto avessi bisogno, non mi ha neppure mai costretto ad elemosinare il necessario”. Loro non capiscono, ma sorridono a questa nonna sempre “colorata”.

La stanchezza si sta facendo sentire: le ultime notti insonni iniziano a pesare e quasi mi appisolo.

Non è un ritorno facile questo, sappiamo bene che stavolta il ritorno sarà definitivo. E’ un ritorno sofferto che ha spaccato il cuore ad entrambi, ma la cosa più importante è tornare insieme. Non separarci mai. I figli ci attendono all’arrivo. Loro sapranno che fare per organizzare ogni cosa.

Signora, è tutto pronto! Possiamo andare!” Mi giro e guardo quel ragazzo, alto e magro, dell’assistenza speciale sperando che legga un barlume di riconoscenza nei miei occhi. Mi alzo piano, io non ho fretta. Di qua! Dalla via preferenziale” E’ gentile, ma forse lo è solo perché mi compatisce… Sussurra qualcosa all’impiegata di volo e lei annuisce, quasi non guarda i documenti. Mi sorride, vuole sembrare comprensiva, ma io so che deve sbrigarsi perché la coda degli altri passeggeri scalpita…Mi appoggio al braccio del giovane che mi aiuta a salire la scaletta e mi conduce al mio posto. Non si preoccupi signora! All’arrivo un mio collega la aiuterà a scendere e potrà aspettare ai piedi dell’aereo che la bara esca dalla stiva: andrà tutto bene, si faccia coraggio!”

L’aeroporto di Napoli non ha più il profumo del ragù di mia madre, ed io so che non tornerò più.

Annarella, ma tu come la vuoi vivere la vita?” “Spero in modo breve, senza di te! Ma ora chiuderò gli occhi e aspetterò la fine del volo, l’ultimo volo con te, amore mio”.

04 junio 2021

La decisión de no ser madre

Laura Vega

Te amo madre y lo sabes. Respeto y quiero a mi suegra, cuñadas y amigas por ser unas madres extraordinarias. Pero este texto me lo debía

 

Hace un par de semanas me encontré con una amiga de la universidad, que tenía tiempo de no ver, y me preguntó si tendría hijos, a lo que contesté que no, que ya no podía y ya no quería. En lugar de horrorizarse, como lo han hecho muchas personas a lo largo de mi vida, me felicitó y me dijo que la maternidad es algo demasiado idealizado y hay algunas mujeres que simplemente no servimos para ello, incluso algunas que ya son madres.

Después se me ocurrió ir a la ginecóloga para un chequeo rutinario y, tajante, me volvió a preguntar si quería tener hijos. Mi respuesta, la cual tengo desde hace muchos años atrás, fue que si ocurría bien y si no pues no iba a someterme a tratamientos costosos y extenuantes psicológica y físicamente. Sin embargo, esa idea que dejé al destino ya expiró, porque estoy a un mes de cumplir cuarenta años y la doctora me dijo que, si no era ahora, ya no sería nunca. Desafortunadamente de manera natural ya no podría tener bebés, la única manera sería in vitro. Hasta ese día honestamente desconocía el tratamiento in vitro y debo reconocer que no me gustó. Le expliqué a mi esposo, porque él comparte mi sentimiento de dejarlo al destino, y le comenté que éste ya nos alcanzó y hasta nos rebasó, porque el cuerpo se hace viejo y es sabio, pues no es lo mismo tener un o una bebé a los veinte o principios de los treinta, que llegando a los cuarenta. Resolvimos así no tener bebés y ya no someterme a ningún tratamiento doloroso, desde la histerosalpingografía, que debía hacerme para ver mis trompas de Falopio, hasta la extracción de óvulos y las inyecciones de hormonas. Aclaro, a los hombres no les duele nada. Solo tienen que depositar semen en un vaso. Así que decidí que eso no era para mí, tampoco me parecía equitativo. Así que no, no tendré hijos, por lo menos biológicos; adoptivos, pues tampoco estoy segura. Honestamente por la única razón que me hubiera gustado tenerlos, pero sigue sin ser suficiente, es para darles un nieto a mis papás, aunque sé que podrán superarlo o creo ya lo hicieron y se resignaron. Seguiré siendo la eterna hija que, cuando en una plática de madres alguien habla del embarazo, yo hablaré de lo que me contó mi mamá sobre mi nacimiento, para no quedar fuera de la conversación. Pero lo cierto es que a las no madres ya no nos invitan a las fiestas infantiles, a los cumpleaños de los hijos de las amigas, el entorno de ellas se transforma y por ende el nuestro también. Las no madres, que tienen ya cuarenta años y son señoras, somos una rara especie. Una amiga y yo compartimos la idea de que somos hasta cierto grado discriminadas de algunos espacios y, evidentemente, no podemos opinar sobre la maternidad porque no hemos sido madres. Esta condición al principio me entristecía, pero con el paso del tiempo y sobre todo cuando desaparecieron las ganas de ser madre, ya no me afectó. El tiempo lo cura todo, bien dice el dicho. Para llenar ese espacio que quedó de no ser madre, hace cuatro años llegó Bimbo. Evidentemente no es mi hijo y sé perfectamente que es un perro y aunque a veces se me pasa la mano y lo humanizo inconscientemente poniéndole sus suéteres o impermeables, me queda claro que es un perro. Pero sin duda, ese perro me ayuda a no sentirme sola cuando estoy en mi casa, tengo a quien abrazar y le doy mucho amor para que olvide, si es que los perros tienen recuerdos, su vida solitaria por las calles. No puedo negar también que la pandemia me hizo pensar mucho en la vejez, en que si se venía otro virus mortal, cuando yo estuviera mayor ,no habría un hijo o hija que me ayudara con las compras, a abrir un garrafón, cargar el súper, llevarme al hospital o simplemente preocuparse si seguía viva.

El pasado viernes vi la película Nomadland y advertí que parecido, no igual, quería acabar mis últimos días, donde quizás tener un hijo no era indispensable porque tampoco es obligación que te cuiden de viejo. Me vi recorriendo caminos, me vi viajando y quizás, si trascendía en uno de esos trayectos, cumpliría conmigo, no con nadie más. Y la verdad hoy, a mis casi cuarenta años, corriendo 10 kilómetros por día, y un poco más lo fines de semana, con metas en puerta, viajes a futuro, sobrinos que adoro, mi perrhijo Bimbo, un esposo tan loco como yo, me siento feliz y plena. Hoy me celebro a mí, por haber tomado la decisión valiente de no ser madre. Nadie tiene derecho a juzgarme, porque, como dice mi padre, cada quien que haga lo que quiera con su vida.