26 agosto 2022

Calentarnos o abrasarnos. Qué hacer con los biocombustibles agroforestales

Carlos García Delgado


Ante la reciente ola de grandes incendios que estamos registrando en España, surge una cuestión colateral a la más urgente, grave y angustiosa de la perdida de vidas y terribles daños y perjuicios económicos, a los ecosistemas y al tejido social, pero también importante: el desperdicio de una energía especialmente valiosa y escasa.

Aunque la biomasa es biodegradable, no lo es instantáneamente. Si no se retira la que el monte produce en exceso cada año, una vez que ha llegado a su espesura óptima la que permite vivir con buena salud a todos los arboles de un monte con los recursos de agua, minerales y biológicos de su ubicación, los arboles vivirán menos y peor, serán más susceptibles a plagas e incendios y, además, la materia muerta se irá acumulando.

Según los cálculos de los expertos, debido a la sobreacumulación de biomasa en nuestro montes por una insuficiente gestión forestal, que aumenta exponencialmente el riesgo de incendio, la potencia calorífica que se genera en cada metro de frente de llama de un incendio supera ya en muchos casos los 60.000 Kilovatios e incluso, como en el caso del incendio de la Sierra de la Culebra, llega a los 90.000 Kilovatios. Si ese frente de llama persiste durante una semana puede llegar a producir hasta más de 15 Megavatios hora de energía. ¿Cuánta energía es esa? Comparémosla con la que una familia consume en España cada año en promedio, unos 10.000 kilovatios hora. Es decir, la energía producida por ese incendio será equivalente a la que consumen algo más de 1.500 familias… Da que pensar ¿no? Y solo hablo de un metro de frente de llama, si hablamos de varios centenares o incluso varios kilómetros las cifras se disparan...

¿Cuánto se podría aprovechar de esa energía? La tecnología actual de calderas de biomasa permite aprovechar entre un 75%-90%, pero si se utilizan calderas de condensación que recuperan el la energía latente en el el vapor de agua y gases que se desprenden durante el proceso de combustión, el rendimiento puede llegar hasta el 109%.

Evidentemente no se trata de utilizar toda la madera del bosque para este propósito, solo la sobrante por exceso, daño o decrepitud, que puede suponer aproximadamente entre un 3 y un 10% del total de las existencias de un monte rara vez es mayor en España una vez llegado a su plenitud si se dedica a este propósito, e incluso mucho menos si la madera se dedica principalmente a otros fines (construcción, industria etc.). Por otro lado, el monte debe cumplir muchas otras importantes funciones además de producir biocombustibles como sanear el aire, permitir la vida silvestre, proveernos de frutos y madera, disfrutar de su paisaje y entorno, facilitar la caza y la pesca, conservar en buena salud los cursos fluviales y protegernos de la erosión y los corrimientos de tierras, entre otros. Si el monte está bien gestionado y las condiciones climáticas acompañan con olas de calor y sequias como las actuales es muy difícil todo eso se puede conseguir a la vez. Pero para ello es necesario retirar ese pequeño sobrante que el monte no puede reciclar cada año y darle un buen uso.

¿Qué nos cuesta más, dedicar un poco más de recursos a mantener en buena salud nuestros montes, aprovechando además de manera sostenible su biomasa residual para calentarnos, o estar sufriendo todos los años cuantiosísimas perdidas de todo tipo? La naturaleza por si sola no recicla a tiempo, hay que ayudarla para que no lo haga como ha hecho antes de la llegada del hombre a base también de grandes incendios, como demuestran lo registros fósiles y otras técnicas y aprendiendo de nuestros errores del pasado por exceso y por defecto. ¿Queremos calentarnos o abrasarnos? Esa es nuestra decisión.

Carlos García Delgado es responsable técnico del Sector de Edificación y Obra Civil en CTA, Corporación Tecnológica de Andalucía.

 

19 agosto 2022

De árboles y sanidad

Julio Sánchez Mingo

La jacaranda de Helenita. J. S. M.

El pasado martes 10 de agosto leí dos artículos, publicados ese mismo día, sobre sendos temas que desde hace bastante tiempo ocupan mis desvelos. Uno, de Manuel Jabois, versa sobre los árboles, su utilidad, significado y magia. El otro, de Sergio del Molino, glosa las virtudes de la sanidad pública, el milagro social que comporta y las amenazas que la acechan.

Entresaco algunas líneas de ambos textos. Dice del Molino: “Cada dosis del medicamento que me inyecto para mi enfermedad crónica e incurable cuesta 1.246,48 euros. En la primera fase de tratamiento necesito un vial cada semana (luego, uno cada cuatro), por lo que este mes me he inyectado químicos por valor de 4.958,92 euros, de los cuales yo no he abonado ni un céntimo. La farmacia del hospital público donde me tratan me los ha dispensado gratuitamente, añadiendo al paquete mucha amabilidad y un montón de buenos consejos. Nadie me informó del precio, lo he buscado yo para recordarme en qué país vivo, no perder de vista lo importante y armarme de razones para defender un Estado social en tiempos de demolición… y todo ha sido gracias a un consenso social alcanzado hace unas décadas en España: la universalización de la sanidad, un milagro que solo sucede en un club pequeño de países y por el que suspiran cientos de millones de desarrapados en los cinco continentes… Este consenso está amenazado por un populismo de derechas bien conocido, que levanta su ola sobre la amargura y el rencor legítimo de los precarios, de los parados y de todos los marginados. Es decir, de aquellos que no podrían pagar esos 1.246,48 euros y que, en caso de sufrir mi enfermedad, tendrían que resignarse al dolor y a la parálisis. Son los que tampoco podrían pagar un ciclo de quimio cuando el cáncer les visite… “.

Es paradójico e incomprensible que aquellos que menos tienen, muchos desfavorecidos, tiren piedras contra su propio tejado. Este año un vecino mío fue sometido a una intervención para que le fuera sustituida una válvula del corazón. Acudió a un centro no público y su seguro privado corrió con todos los gastos excepto el coste del diminuto dispositivo artificial: 24.500 euros. Afortunadamente, goza de una buena posición económica y pudo hacer frente al inesperado desembolso.

La sanidad pública crea mucha riqueza, puestos de trabajo siempre cualificados —incluso un celador, pieza clave del engranaje de un hospital, requiere un mínimo de formación, desarrolla grandes programas de investigación y sostiene a las industrias farmacéutica y de equipamiento médico y hospitalario. Es una óptima inversión económica para una sociedad. Es una locomotora que remolca un tren que debemos cuidar. Sin embargo, el hospital español que, de largo, más trasplantes de corazón realiza al cabo del año, solo dispone de una máquina capaz de realizar TACs de aorta, por lo que la espera para esta exploración superaba los cuatro meses esta pasada primavera. Una economía como la región de Madrid tiene músculo suficiente para poder ofrecer a la ciudadanía una atención médica pública excelente. Pero hay que invertir, tener voluntad política de hacerlo y, por supuesto, racionalizar el gasto público. Hace unas semanas, una vieja amiga y compañera, durante muchos años jefe de prensa del mayor partido de la derecha, me tachaba de demagogo por censurar el gasto de 100.000 euros en que incurrió el gobierno regional de Madrid por un busto en bronce del jefe del Estado. Pieza que quedará arrumbada en cualquier pasillo o sala del edificio de la Puerta del Sol y cuyo único objetivo era la foto que se tomó la presidente de marras con el monarca. “… Además, cien mil euros no van a ninguna parte… “, me decía. Con ese dinero cualquier grupo de investigación hace gollerías o se cubren ochenta dosis del fármaco que necesita Sergio del Molino. Un grano no hace granero pero ayuda al compañero y muchos pocos de cien mil euros consiguen lo inimaginable.

Escribe Jabois por su lado, a colación de los devastadores incendios forestales de este verano: “… Cada árbol plantado por alguien llevaba parte de su vida: una dedicatoria a alguien fallecido o querido, un trozo de vida desgajado que se decidió que siguiese viviendo de otra manera a través del recuerdo… “. Este mes de julio, le regalé por su cumpleaños a un querido amigo de toda la vida un brinzal de arce negundo en primavera había sido un roble carballo a otro gran amigo, que ejerce de gallego. Creo que le hizo bastante ilusión. Me dice que le trae a la memoria los garbanzos que plantábamos con el profesor Tiberio en el colegio, la progresión de cuyas matas nuestro maestro nos planteaba como tema de odiadas redacciones escolares. Cuando nosotros ya no estemos y el arce esté en su emplazamiento definitivo, su nieta mayor, su ojito derecho, recordará a su abuelo en presencia de ese árbol tan especial. Yo, por mi parte, he plantado junto a la desembocadura del río Aguas, en Almería, una jacaranda dedicada a Helenita, nuestra pequeña mexicana de raices españolas. En primavera, esta especie, originaria de Argentina, inunda las calles de Ciudad de México con sus bellas flores de color añil o morado. Del riego del joven ejemplar se ocupa ahora su abuelo. En marzo de 2020, desde la ventana de su habitación, yo observaba, sobresaliendo por encima de las casas que cierran el vasto patio de manzana, las copas florecidas de las jacarandas, cuyos tonos, tan vivos, contrastaban con la grisura anímica que nos producía el confinamiento de aquellos días. Como narré en un artículo anterior, a la vuelta del verano del año pasado, a orillas del Tirreno, hubo fiesta familiar por la plantación de un madroño y una encina dedicados a Aurora y Leonardo, los pequeños de aquella estirpe. Risas, felicidad, y una sabrosísima lasagna elaborada por nonna Danila, hicieron de aquel día una jornada inolvidable. En septiembre, obsequiaré a una romántica amiga un brinzal de olmo, obtenido de las sámaras de uno de los pocos árboles que quedan en la glorieta del Ángel Caído del parque de El Retiro, tan cercana a su casa. Los árboles, amén de útiles y necesarios, más bien imprescindibles, son bellos, adornan y alegran el camino de nuestra vida y, para más inri, son mágicos. Yo llevo más de cuarenta años plantándolos. ¿Te animas tú, querido lector?



05 agosto 2022

Estas ganas de llorar

Roberto Omar Román



Lo mío es el insomnio. A causa de eso descubrí que Concha habla dormida. No se lo diré, porque de ese modo supe que su padre remeda mi andar patizambo; que su madre me apoda panzón de pulquería; que a Concha la desquicia cómo mastico cucarachas y aborrece que coleccione picos de paloma y crestas de gallo; que le repugnan mis besos salivosos en el cuello y las ásperas caricias de mis manos diminutas en los senos; que no soporta mi olor a patas, el humor avinagrado de mis axilas y mi aliento a monedas de cobre…

No se lo diré, porque de ese modo supe que la nueva inquilina es trapecista; que tiene veintitrés años, es francesa y soltera; que la nombran Paulette aunque se llama María Genoveva; que a eso de las dos de la mañana, a fuerza de padecer sonambulismo, camina desnuda por el pasillo de la vecindad, y como también tiene el mal de urgencia de hombre, abraza y besa al primero que encuentra a su paso; que cuando despierta no recuerda nada…

No se lo diré, porque sospecho que Concha no sólo habla dormida, también miente. Y es que llevo un mes de madrugadas aquí, en el pasillo, esperando con todo el insomnio de mi corazón ver pasar a la trapecista sonámbula, y nada de nada.

No se lo diré, porque no entiendo estas ganas de llorar. No entiendo por qué las lágrimas se niegan a resbalar por mis Cachetes de globero, como me decían de niño en la escuela.

No se lo diré, porque le puede entrar pesar y rasurarse la barba, y entonces el patrón nos correrá, y será muy difícil encontrar colocación. Ya habemos muchos adefesios de circo.