19 agosto 2022

De árboles y sanidad

Julio Sánchez Mingo

La jacaranda de Helenita. J. S. M.

El pasado martes 10 de agosto leí dos artículos, publicados ese mismo día, sobre sendos temas que desde hace bastante tiempo ocupan mis desvelos. Uno, de Manuel Jabois, versa sobre los árboles, su utilidad, significado y magia. El otro, de Sergio del Molino, glosa las virtudes de la sanidad pública, el milagro social que comporta y las amenazas que la acechan.

Entresaco algunas líneas de ambos textos. Dice del Molino: “Cada dosis del medicamento que me inyecto para mi enfermedad crónica e incurable cuesta 1.246,48 euros. En la primera fase de tratamiento necesito un vial cada semana (luego, uno cada cuatro), por lo que este mes me he inyectado químicos por valor de 4.958,92 euros, de los cuales yo no he abonado ni un céntimo. La farmacia del hospital público donde me tratan me los ha dispensado gratuitamente, añadiendo al paquete mucha amabilidad y un montón de buenos consejos. Nadie me informó del precio, lo he buscado yo para recordarme en qué país vivo, no perder de vista lo importante y armarme de razones para defender un Estado social en tiempos de demolición… y todo ha sido gracias a un consenso social alcanzado hace unas décadas en España: la universalización de la sanidad, un milagro que solo sucede en un club pequeño de países y por el que suspiran cientos de millones de desarrapados en los cinco continentes… Este consenso está amenazado por un populismo de derechas bien conocido, que levanta su ola sobre la amargura y el rencor legítimo de los precarios, de los parados y de todos los marginados. Es decir, de aquellos que no podrían pagar esos 1.246,48 euros y que, en caso de sufrir mi enfermedad, tendrían que resignarse al dolor y a la parálisis. Son los que tampoco podrían pagar un ciclo de quimio cuando el cáncer les visite… “.

Es paradójico e incomprensible que aquellos que menos tienen, muchos desfavorecidos, tiren piedras contra su propio tejado. Este año un vecino mío fue sometido a una intervención para que le fuera sustituida una válvula del corazón. Acudió a un centro no público y su seguro privado corrió con todos los gastos excepto el coste del diminuto dispositivo artificial: 24.500 euros. Afortunadamente, goza de una buena posición económica y pudo hacer frente al inesperado desembolso.

La sanidad pública crea mucha riqueza, puestos de trabajo siempre cualificados —incluso un celador, pieza clave del engranaje de un hospital, requiere un mínimo de formación, desarrolla grandes programas de investigación y sostiene a las industrias farmacéutica y de equipamiento médico y hospitalario. Es una óptima inversión económica para una sociedad. Es una locomotora que remolca un tren que debemos cuidar. Sin embargo, el hospital español que, de largo, más trasplantes de corazón realiza al cabo del año, solo dispone de una máquina capaz de realizar TACs de aorta, por lo que la espera para esta exploración superaba los cuatro meses esta pasada primavera. Una economía como la región de Madrid tiene músculo suficiente para poder ofrecer a la ciudadanía una atención médica pública excelente. Pero hay que invertir, tener voluntad política de hacerlo y, por supuesto, racionalizar el gasto público. Hace unas semanas, una vieja amiga y compañera, durante muchos años jefe de prensa del mayor partido de la derecha, me tachaba de demagogo por censurar el gasto de 100.000 euros en que incurrió el gobierno regional de Madrid por un busto en bronce del jefe del Estado. Pieza que quedará arrumbada en cualquier pasillo o sala del edificio de la Puerta del Sol y cuyo único objetivo era la foto que se tomó la presidente de marras con el monarca. “… Además, cien mil euros no van a ninguna parte… “, me decía. Con ese dinero cualquier grupo de investigación hace gollerías o se cubren ochenta dosis del fármaco que necesita Sergio del Molino. Un grano no hace granero pero ayuda al compañero y muchos pocos de cien mil euros consiguen lo inimaginable.

Escribe Jabois por su lado, a colación de los devastadores incendios forestales de este verano: “… Cada árbol plantado por alguien llevaba parte de su vida: una dedicatoria a alguien fallecido o querido, un trozo de vida desgajado que se decidió que siguiese viviendo de otra manera a través del recuerdo… “. Este mes de julio, le regalé por su cumpleaños a un querido amigo de toda la vida un brinzal de arce negundo en primavera había sido un roble carballo a otro gran amigo, que ejerce de gallego. Creo que le hizo bastante ilusión. Me dice que le trae a la memoria los garbanzos que plantábamos con el profesor Tiberio en el colegio, la progresión de cuyas matas nuestro maestro nos planteaba como tema de odiadas redacciones escolares. Cuando nosotros ya no estemos y el arce esté en su emplazamiento definitivo, su nieta mayor, su ojito derecho, recordará a su abuelo en presencia de ese árbol tan especial. Yo, por mi parte, he plantado junto a la desembocadura del río Aguas, en Almería, una jacaranda dedicada a Helenita, nuestra pequeña mexicana de raices españolas. En primavera, esta especie, originaria de Argentina, inunda las calles de Ciudad de México con sus bellas flores de color añil o morado. Del riego del joven ejemplar se ocupa ahora su abuelo. En marzo de 2020, desde la ventana de su habitación, yo observaba, sobresaliendo por encima de las casas que cierran el vasto patio de manzana, las copas florecidas de las jacarandas, cuyos tonos, tan vivos, contrastaban con la grisura anímica que nos producía el confinamiento de aquellos días. Como narré en un artículo anterior, a la vuelta del verano del año pasado, a orillas del Tirreno, hubo fiesta familiar por la plantación de un madroño y una encina dedicados a Aurora y Leonardo, los pequeños de aquella estirpe. Risas, felicidad, y una sabrosísima lasagna elaborada por nonna Danila, hicieron de aquel día una jornada inolvidable. En septiembre, obsequiaré a una romántica amiga un brinzal de olmo, obtenido de las sámaras de uno de los pocos árboles que quedan en la glorieta del Ángel Caído del parque de El Retiro, tan cercana a su casa. Los árboles, amén de útiles y necesarios, más bien imprescindibles, son bellos, adornan y alegran el camino de nuestra vida y, para más inri, son mágicos. Yo llevo más de cuarenta años plantándolos. ¿Te animas tú, querido lector?



10 comentarios:

  1. Bonitos recuerdos y magnífica manera de crear vida,unida a buena parte de tu vida. Definitivamente, me animo.

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  2. Magnífica manera de unir vida y recuerdos. Definitivamente, me animo. Alessandro

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  3. Tus reflexiones sobre la sanidad pública son iguales a las mías, que tú sabes poner por escrito. ¿Cómo es posible que la gente no comprenda que está destruyendo algo fundamental para lucro de seguros y financieros sin alma? Los árboles después.... Tiene mucho que ver y el discurso es consecuente: defender y plantar árboles, defender lo que queda de una sanidad pública, el mismo discurso de lucha contra la barbarie en la cual nos estamos lentamente hundiendo sin enterarnos. ¡Cuando todo será privado, nos quedaremos privados de todo! A plantar árboles, banderas salvíficas de nuestras voluntades humanas.

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  4. Hola Julio, soy Carlos, el hermano de Menchu. De arboles debería saber. Desde hace tiempo estoy alejado de ello, aunque sigo intentando estar al día. Muy buena cita. De Sanidad se lo que hemos vivido y sufrido en la familia, pagandolo como sabes con la vida de alguno. En los dos casos hay un punto en común, la dejación y la falta de recursos. Tengo amigos trabajando en los servicios de extinción y de gestión forestal, y todos me dicen eso mismo.

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  5. Muy buenas la reflexiones sobre la sanidad pública, universal y gratuita. No faltan médicos ni recursos, falta voluntad política de cuidar nuestra salud y sobra egoísmo.
    Lo mismo que con los incendios. Unos políticos de derechas le echan la culpa a la falta de medios (que ellos mismos se niegan a asignar) y otros, en el colmo de la desvergüenza, a los ecologistas.

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  6. He leído el artículo de Sergio del Molino, que incluyes en tu escrito, elogiando a la sanidad pública y, aunque hay algunas cosas que mejorar, estoy de acuerdo con lo que dice y con lo que tu opinas, es magnífica. El de Manuel Jabois, lo habia leído en el periódico. Es una pena que España lidere en extensión la superficie quemada en toda Europa, es verdad que, aquí, las temperaturas son extremas, y por eso precisamente, deberíamos tomar las medidas necesarias, durante el invierno, para prevenir los incendios en verano.
    Me encantan los árboles, todos ellos, cada uno con su peculiaridad. Plantar un árbol es sembrar vida.

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  7. Ángeles Caso ha escrito hoy en El País: "En medio de este verano tórrido —probablemente el primero de los muchos que nos amenazan—, ha habido, creo, una gran noticia: un grupo de personas ha logrado salvar la vida de una criatura extraordinaria, ese ficus centenario de la iglesia de San Jacinto de Sevilla, primero abandonado y después agredido por quienes se creen sus dueños, el párroco y el Ayuntamiento de la ciudad.

    Algo está empezando a cambiar en España para que se produzca un movimiento de tantos ciudadanos en torno a un árbol y para que un juez paralice su tala. Somos, tristemente, un país de auténticos arboricidas, asesinos en serie de árboles. Por los geógrafos antiguos como Mela, Estrabón o Plinio, sabemos que la península Ibérica era hace dos mil años un lugar ampliamente cubierto de bosques. Ahora, sobrevolar nuestro territorio encoge el corazón: hectáreas y hectáreas de tierras en proceso de desertificación, de las que todo ha sido arrancado y en las que ya no crece ni una brizna de hierba, ni la más leve sombra de algo que suavice el duro amargor del polvo y las rocas.

    A los muchos siglos de construcción de barcos para nuestras flotas de América y para nuestra armada —que terminaron con buena parte de los sabinares y robledales del país— se unió, ignoro en qué momento, una mentalidad de “pseudoeconomistas agrarios”: todo lo que no ofrezca un rendimiento inmediato, bien visible y cuantificable, no tiene ningún valor. Hemos llegado a la conclusión de que los árboles que no nos den de comer a nosotros, a nuestro ganado o a nuestras fábricas —sobre todo las de papel— no sirven para nada. Así que, o bien los abandonamos —como nos gritan nuestros bosques cuando se queman—, o bien los vamos matando, sin más. Les quitamos la vida con una absoluta indiferencia, como si ese fuera un gesto inocuo, el manotazo con el que apartamos algo que nos molesta: porque dan sombra en esa zona de nuestro jardín donde no nos apetece que la den, porque incordian a los coches que quieren circular a gran velocidad por carreteras pensadas para ir despacio, porque quizás algún día —quizás— sus raíces terminen por levantar esa zona de hierba que hemos decidido asfaltar (y vaya si nos gusta asfaltar). O, sencillamente, porque son propiedad nuestra, y con lo que es nuestro hacemos lo que nos da la gana... Sigue

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  8. Viene del anterior:
    "En medio de este verano tórrido —probablemente el primero de los muchos que nos amenazan—, ha habido, creo, una gran noticia: un grupo de personas ha logrado salvar la vida de una criatura extraordinaria, ese ficus centenario de la iglesia de San Jacinto de Sevilla, primero abandonado y después agredido por quienes se creen sus dueños, el párroco y el Ayuntamiento de la ciudad.

    Algo está empezando a cambiar en España para que se produzca un movimiento de tantos ciudadanos en torno a un árbol y para que un juez paralice su tala. Somos, tristemente, un país de auténticos arboricidas, asesinos en serie de árboles. Por los geógrafos antiguos como Mela, Estrabón o Plinio, sabemos que la península Ibérica era hace dos mil años un lugar ampliamente cubierto de bosques. Ahora, sobrevolar nuestro territorio encoge el corazón: hectáreas y hectáreas de tierras en proceso de desertificación, de las que todo ha sido arrancado y en las que ya no crece ni una brizna de hierba, ni la más leve sombra de algo que suavice el duro amargor del polvo y las rocas.

    A los muchos siglos de construcción de barcos para nuestras flotas de América y para nuestra armada —que terminaron con buena parte de los sabinares y robledales del país— se unió, ignoro en qué momento, una mentalidad de “pseudoeconomistas agrarios”: todo lo que no ofrezca un rendimiento inmediato, bien visible y cuantificable, no tiene ningún valor. Hemos llegado a la conclusión de que los árboles que no nos den de comer a nosotros, a nuestro ganado o a nuestras fábricas —sobre todo las de papel— no sirven para nada. Así que, o bien los abandonamos —como nos gritan nuestros bosques cuando se queman—, o bien los vamos matando, sin más. Les quitamos la vida con una absoluta indiferencia, como si ese fuera un gesto inocuo, el manotazo con el que apartamos algo que nos molesta: porque dan sombra en esa zona de nuestro jardín donde no nos apetece que la den, porque incordian a los coches que quieren circular a gran velocidad por carreteras pensadas para ir despacio, porque quizás algún día —quizás— sus raíces terminen por levantar esa zona de hierba que hemos decidido asfaltar (y vaya si nos gusta asfaltar). O, sencillamente, porque son propiedad nuestra, y con lo que es nuestro hacemos lo que nos da la gana.

    Pero un árbol —un simple y asombroso árbol— no debería ser propiedad de nadie. Toda la vida que es capaz de contener, toda la riqueza que le ofrece al mundo de manera gratuita no le pertenece a un único individuo, sino a la humanidad en su conjunto, y en especial a la del futuro. Ese reino vegetal que tanto menospreciamos es infinitamente más generoso que nosotros, los sabios seres humanos. Los neurobiólogos que estudian las plantas, como Stefano Mancuso, nos están haciendo entender cómo, desde su quietud, interactúan continuamente entre sí, siempre colaborando las unas con las otras.

    Son tan generosas, que de ellas —sean pequeñas como la hierba o grandes como los árboles— obtenemos infinidad de dones. Nos dan oxígeno y humedad, apagan los ruidos, moderan las temperaturas —sí, moderan las temperaturas—, suavizan los vientos y sostienen las tierras, al tiempo que las alimentan para que crezcan otras plantas. Nos ofrecen comida y medicinas, sombra y material para construir nuestras casas y nuestros utensilios, energía para calentarnos. Además de belleza, mucha belleza: no hay nada más hermoso sobre este planeta que una flor, con toda esa perfección concentrada en unos diminutos centímetros de delicada materia, o un árbol que se encarama hacia el cielo, lleno de firmeza y entusiasmo...
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  9. Viene del anterior:
    "La complejidad y el altruismo de cualquier planta —una lechuga, una peonía, un viejísimo ciprés— merecería por nuestra parte toda clase de loas, monumentos y cultos: sin ellas, nuestra especie no sobreviviría, asfixiada probablemente en su propia inmundicia. Que las menospreciemos y las matemos alegremente tan solo habla de nuestro inaudito nivel de estupidez.

    Por el bien de todos, espero que el ficus de San Jacinto reviva, que lo cuiden como se merece y que su bondad y su frescor acojan durante mucho tiempo a quienes han sido capaces de salvarlo de la destrucción, y a las hijas de sus hijos".

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  10. Invertir en la sanidad pública, que estos gobernantes aboguen por ello, y plantar árboles, maravillosos seres vivos grandiosos, a veces gigantes nos dan su oxígeno, su sombra, su belleza, nos sobreviven..Os lloro cuando ardeis. Gracias Julio .

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