30 octubre 2020

Criminales de guerra

Julio Sánchez Mingo

 

1920. Combatientes de una harka rifeña. EFE.

En estas breves y someras líneas no quiero entrar en el análisis de acontecimientos anteriores al siglo XX, como el genocidio de los indios norteamericanos, el esclavismo, las conquistas y guerras coloniales de españoles, británicos, franceses, belgas, alemanes y portugueses, cuando el contexto y los valores y principios morales eran muy distintos a los actuales. Me ciño a lo sucedido en nuestro tiempo y el de nuestros padres y abuelos. No contemplo ni guerras civiles ni revoluciones. La China de la Revolución Cultural de Mao o Stalin, con sus masivas y sangrientas purgas y deportaciones, entrarían en esta categoría.

La historia de la Humanidad es el relato de un permanente espanto.


Siempre nos hemos considerado superiores, en lo ético y lo moral, a los compatriotas de Trump, por ser su país reo de crímenes de guerra por las atrocidades cometidas en Vietnam, sentimiento especialmente arraigado entre la gente de mi generación. No digamos respecto a los alemanes, por el Holocausto y la II Guerra Mundial, y al Japón imperialista por su actuación en China, Extremo Oriente y el Pacífico. A veces se nos olvida que también son culpables del mismo delito personajes como Churchill, que, con la ayuda de Roosevelt, arrasó las inermes Hamburgo y Dresde con bombas explosivas y de fósforo, aniquilando a su población. O como Truman, cuya alma vagará hasta la eternidad con el estigma de frío asesino que borró de la faz de la tierra Hiroshima y Nagasaki y a sus habitantes. Ese olvido está causado por el hecho de que la historia oficial la escriben los vencedores.


Pero, ¿y nosotros, italianos y españoles? ¿Somos tan brava gente, como se autodenominan los transalpinos, y tan majetes, como nos consideramos los hispanos?

Hace pocas semanas ha aparecido M. L'uomo della provvidenza, la segunda entrega de la trilogía que Antonio Scurati está escribiendo sobre el dictador italiano Benito Mussolini. Hace poco más de un año publiqué en este blog una extensa reseña sobre la primera, M. Il figlio del secolo, que titulé Sobre Mussolini y mucho más.

La segunda parte de la obra, escrita igualmente con la construcción y el estilo propios de una novela, recoge los años de consolidación del régimen fascista, las luchas intestinas del partido, con el ascenso y caída en desgracia de multitud de personajes. Muestra el cinismo desmesurado, la desconfianza absoluta hacia todo el mundo y el progresivo aislamiento del protagonista y dedica muchas páginas a la conquista italiana de Libia, a los crímenes de guerra cometidos por sus generales Badoglio y Graziani, con la aquiescencia del Duce y de su ministro de las Colonias, el general Emilio De Bono, al que el mismo dictador haría fusilar en 1944.

Enero de 1930. A pesar de que el Estado italiano había ratificado el 3 de abril de 1928 el Protocolo de Ginebra de 17 de junio de 1925, relativo a la prohibición del uso de armas químicas y bacteriológicas, no tuvieron empacho en bombardear con iperita, el gas mostaza, a las pobres y famélicas, pero aguerridas, tribus líbicas rebeldes, contrarias a la ocupación del territorio por un país ávido de su petroleo. No contentos con ello, desarrollaron un programa de confinamiento de la población autóctona en inhumanos campos de concentración. Italiani, brava gente! Mientras tanto, el rey, Vittorio Emanuele III, miraba hacia otro lado y callaba. Su única preocupación era mantener el trono, los privilegios, como todos los monarcas a lo largo de la historia.

En el interior de la sobrecubierta del libro, se dice que el trabajo del autor reaviva la autoconciencia nacional, retirando el velo que oculta el ignominioso pasado del que la generación italiana de nuestros abuelos, y padres siendo niños, fue testigo o protagonista.


Y de los majetes españoles, ¿qué?

En la Guerra de Marruecos, entre 1921 y 1927, el ejército español gaseó a las tribus rifeñas, sus zocos, sus ríos, sus campos de cultivo, con fosgeno, difosgeno, cloropicrina e iperita.

En 1921, unas horas después del Desastre de Annual, Alfonso XIII, muy involucrado en el seguimiento de las operaciones de las tropas españolas de África, telegrafiaba al general Dámaso Berenguer, alto comisario de España en Marruecos: "Lástima no te hayamos podido mandar una escuadra de bombardeo, para con gases llevar la desolación al campo rifeño y hacerles sentir nuestra fuerza, rápidamente y en su terreno". A su vez, unos días después, Berenguer manifestaba por telegrama al ministro de la Guerra Luis de Marichalar, abuelo del popular Jaime de Marichalar, excuñado de Felipe VI: "Siempre fui refractario al empleo de gases asfixiantes contra estos indígenas, pero después de lo que han hecho, y de su traidora y falaz conducta, he de emplearlos con verdadera fruición".

El 16 de agosto de 1921, una semana después de la inesperada, pero previsible, derrota española, el Consejo de Ministros aprobó una partida de 14 millones de pesetas destinada a la producción y adquisición de agentes químicos, según apunta el militar y profesor René Pita en su obra Armas químicas. La ciencia en manos del mal.

Durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), continuaron los ataques aéreos y terrestres con sustancias tóxicas y vesicantes contra los combatientes de Abd el-Krim.

Si además leemos La forja de un rebelde de Arturo Barea, o la biografía de Franco de Paul Preston, conoceremos las sevicias cometidas por los militares españoles, de la mano de un protagonista y de un historiador bien documentado, respectivamente.

Así pues, los españoles estamos a la altura de los estadounidenses en Vietnam y de los italianos en Libia o Abisinia, ahora Etiopía.

En 2007, el partido ERC presentó una proposición no de ley en el Congreso de los Diputados, solicitando que el Estado español reconociera haber hecho un uso sistemático de gases venenosos contra los rifeños. La propuesta fue rechazada con los votos en contra de la mayoría compuesta por el PSOE, entonces en el gobierno, y el PP. Zapatero y Rajoy, ¿son encubridores de crímenes de guerra?

España ratificó el Protocolo de Ginebra en 1929, una vez terminada la guerra de Marruecos.


Sólo el conocimiento de lo que somos, nuestros orígenes, de nuestros hechos pasados, de nuestras culpas colectivas, creará un estado de opinión que favorecerá que esas atrocidades no se repitan.

23 octubre 2020

 La presa

 Jesús Ramos Alonso

 

 

Es alto y fuerte. Su rostro, de gruesos labios, parece esculpido en ébano. No sabemos nada de él pues no conoce nuestro idioma, pero puede que se llame Abdul o Mohamed, ¿por qué no?

El color de su piel nos invita a imaginarlo con los pies descalzos y el torso desnudo y brillante en algún lugar de África. Algún lugar donde la naturaleza sea fiera, el aire limpio y la vegetación feraz. Pero Abdul o Mohamed viste un chándal ajado y unas deportivas desparejadas, y la esquina en que le vemos cada día no está en la sabana, sino que es un cruce de avenidas en una jungla de cemento, un paisaje opresivo bajo un cielo sucio y contaminado, donde no se escucha el rugido del león, ni pastan los búfalos, ni las cambiantes tonalidades del cielo te emborrachan al atardecer.

Su única arma es una gorra roja, propaganda del mayor banco del país, aunque su mirada altiva no nos hace pensar en un mendigo sino, por ejemplo, en un cazador masái empuñando una lanza con el brazo en tensión, oculto tras unos matorrales, al acecho de una gacela desprevenida que pace, ajena a su ineluctable destino.

Abdul o Mohamed llega a su esquina al amanecer. Cuando en la calle no quedan más que los borrachos, no regresa a su poblado caminando orgulloso con la pieza cobrada sobre los hombros, mientras los niños saltan a su alrededor; ni tampoco se sienta junto al fuego a compartir con los suyos la carne suculenta; ni se guarece después, satisfecho, en una choza de barro y paja. No: cuando oscurece, Abdul o Mohamed se pierde sombrío en una boca de metro mientras cuenta las pocas monedas de su gorra y pasa la noche en un cuarto frio y estrecho, con las paredes ennegrecidas por el humo y un hornillo en un rincón, donde se amontonan raídas colchonetas en las que dormitan otros Abdul o Mohamed.

Al abrirse el primer semáforo comienza su performance. Una oleada humana inunda impetuosa la calzada y se amontona en el triángulo de cemento que separa las dos avenidas; una isla donde la muchedumbre espera que se abra el segundo semáforo y donde Abdul o Mohamed, como un derviche vestido para hacer footing, da vueltas sobre sí mismo al son de un cántico ritual que él mismo entona; unos sonidos emitidos sin esfuerzo, automáticamente, pues han sido repetidos generación tras generación. Con la mirada perdida y la mente muy lejos, fuera de ese cuerpo que se mueve con torpeza, no presta atención a los hombres y mujeres que pasan por su lado ensimismados, sin advertir su presencia, mientras piensan en el monótono trabajo que les espera o en la hipoteca que no saben si podrán pagar. Solo unos pocos se vuelven, contemplan con desgana el espectáculo y, casi sin detenerse, arrojan en la gorra unos céntimos que les abultan en el bolsillo. Quizá, en ese compás de espera en que la vida parece detenerse entre semáforo y semáforo, se vea a sí mismo retornando a su patria, victorioso, con las manos llenas de monedas.

Cuando se abre el segundo semáforo, la isla urbana se vacía de los que se van para volver a llenarse con los que vienen. Como el pescador que echa su red, Abdul o Mohamed repite su número una y otra vez hasta que, de pronto, en una de las oleadas, en medio del océano tumultuoso del gentío, surgen dos figuras amenazantes que él no ve porque está bebiendo de una botella de plástico con la etiqueta medio despegada. Los dos policías avanzan al mismo paso que el resto. Al llegar a su altura se detienen. Uno llama por teléfono; el otro, mientras desenfunda la porra reglamentaria, le toca en el hombro y le pide la documentación. Él no responde, solo gesticula, no entiende lo que le dicen, no tiene papeles, está desconcertado, con el cuerpo tenso, el sudor empapándole la camiseta, mirando a un lado y a otro buscando un hueco por donde huir. Pero un cerco de ojos y el zumbido de una sirena, que se aproxima por una de las avenidas, le bloquean toda escapatoria.

 


 

 

16 octubre 2020

Otros beneficios de la mascarilla

Julio Sánchez Mingo

A Isabel, de Alergología del Marañón


Es irrefutable que el uso de la mascarilla nos protege, y mucho, de los letales zarpazos de la COVID-19. Llevarla puesta largas horas —se me van a quedar orejas de soplillo— es incómodo. Se le adjudican inagotables inconvenientes —no puedo respirar, me agobia, me pica, estoy feo, es una imposición intolerable de las autoridades, no puedo fumar, no entiendo lo que dicen cuando me hablan, no reconozco a la gente y, así, hasta el infinito—. Pero el bozal —como me gusta llamarla en solidaridad con nuestros fieles amigos los canes— es imprescindible en los tiempos que corren. Además, su empleo aporta otros beneficios, nada desdeñables, que he experimentado en mis propias carnes.

Soy alérgico. Cada invierno, de enero a marzo, sufro los embates del polen de arizónicas y ulmáceas, cuyos efectos se ven agravados por la contaminación atmosférica de Madrid, la ciudad de los alcorques vacíos. La desidia del Ayuntamiento es notabilísima a la hora de tomar drásticas medidas antipolución, a pesar de las continuas amenazas de fuertes multas de la Unión Europea. Después, en mayo y junio, a gramíneas y olivos les toca martirizarme. Las fortísimas rinitis alérgicas y la congestión nasal no me dejan vivir, no puedo salir a la calle, y eso que estoy recibiendo tratamiento de inmunoterapia que, poco a poco, va dando resultados positivos. Sin embargo, esta primavera, no he tenido ningún síntoma de reacción alérgica, gracias al uso permanente de la mascarilla.

Lo mismo me ha sucedido con los catarros estacionales, especialmente el resfriado de septiembre, el de la vuelta al cole. No he vuelto a cogerme ningún trancazo desde el confinamiento del mes de marzo.

Todo ello me ha hecho comprender por qué, antes de la aparición de esta pandemia, hemos visto frecuentemente a los japoneses embozados. También las azafatas de Aeroméxico, cuando atraviesan el Atlántico, —un vuelo de casi doce horas desde Madrid—, se tapan nariz y boca cuando descansan. Sin embargo, al llegar, los pardillos de los pasajeros padecemos, además de problemas de sueño, de afecciones de garganta.

Este 2020, según nos adelantan los epidemiólogos, los efectos y daños de la gripe —causada por virus que mutan de un año a otro— se verán muy reducidos por la utilización masiva del cubrebocas. A pesar de ello, se encarece a la población de riesgo que se vacune. Así, gracias a esta necesaria y muy recomendable medida profiláctica, se aliviaría el vergonzoso bloqueo anual de las urgencias hospitalarias. Vivimos en sociedad y todos debemos aportar nuestro granito de arena. Sed buenos, no seáis egoístas, pensad en los demás y así os estaréis ayudando a vosotros mismos.

Cuando se practican actividades como las manualidades o la jardinería hay que resguardar los ojos, la cara, las manos, vestir ropa y calzado adecuados y proteger el aparato respiratorio, especialmente los pulmones. Si se lija un mueble de madera, o una barandilla metálica para eliminarle el óxido, se desprenden nubes de partículas muy nocivas, incluso cancerígenas, con metales pesados y productos químicos en suspensión. No hace falta decir que una buena mascarilla es imprescindible. En este caso son válidas las egoístas, las FFP2 y FFP3 con válvula.

Este verano, me entretenía mirando a un paisano cuidar su huerta, podando, desbrozando, regando, fumigando... Iba perfectamente equipado: sombrero, gafas, cubrebocas, pantalla, guantes y botas de seguridad. Parecía un marciano, pero más vale prevenir que curar. Y sale más barato.

Ahora que los rostros sólo tienen ojos, disfrutemos de las bonitas miradas de la gente que encontramos a nuestro paso.

09 octubre 2020

Primer premio del XXV Concurso Literario Policía de Albacete, patrocinado por la Fundación Globalcaja

Crónicas de un gratuito

José Luis Chaparro

A la vida.
La única de las guerras que estamos destinados a perder
aunque le hayamos ganado todas las batallas


¿Huir de los recuerdos? No. ¿Por qué? Y sobre todo… ¿para qué? La memoria es una función del cerebro que permite al organismo codificar, almacenar y recuperar la información del pasado... o eso dicen.
Sevilla, 1963. Una hermosa mujer lleva de la mano un niño de cuatro años, por una calle de Sevilla. Es el mayor de sus tres hijos y se dirige al Colegio de los Padres Escolapios. Allí un sacerdote la espera a las cuatro de la tarde, para decidir si el niño reúne las condiciones necesarias para ingresar en el centro.
La madre y el niño atraviesan el arco de entrada y acceden a un cuidado jardín con arriates cubiertos de flores, donde un cura que se encuentra sentado se pone de pié para recibirlos y extiende su mano. Rosa ¿y…?, pregunta el cura. José Luis, añade mi madre.
El cura sacó de su bolsillo un pequeño trozo de papel de periódico muy arrugado, intentó alisarlo un poco tirando de los extremos con sus dedos y aplastándolo con la palma de su mano, me lo entregó diciendo: «a ver... lee».
Comencé a leer a toda velocidad aquello que ponía en el papel y que no entendía, mientras pude observar que el cura, sin poder disimular su sorpresa, miraba a madre.
Bien —dijo interrumpiendo mi lectura, mientras me arrebataba el papel— lees muy bien para tu edad y creo que estarás con nosotros el curso que viene.
Se despidió de mi madre, me tocó la cabeza y me dijo: «Hasta pronto chaval».
Nos dirigimos a la salida, atravesando el cuidado jardín con arriates cubiertos de flores. Lo que yo no sabía es que nunca más volvería a ver ese jardín, al menos desde su interior, a pesar de permanecer en el colegio hasta los trece años.
Sevilla, 2004. Sentado en la sala de espera de urgencias de la clínica Sagrado Corazón, observo a un anciano que se encuentra frente a mí. No puedo apartar mi vista de él, cuando de pronto un nombre me asalta la mente: don Secundino. ¿Por qué? Un impulso hizo que me levantara de pronto y ocupara un asiento vacío a su lado. El anciano se sorprendió pero no dijo nada. Yo sí.
Perdone.... ¿es usted don Secundino?
Me miró muy sorprendido y girando la cabeza me respondió.
Hacía una eternidad que nadie me llamaba así. Desde que me jubilé y dejé de dar clases, en el año 74.
Yo fui alumno suyo. Le recuerdo como si fuera ayer, de Los Escolapios.
El anciano se sorprendió aún más y exclamó,
De eso hace más de cuarenta años... ¿Cómo es posible que puedas recordarme?
Tal vez porque usted no era cura y por más cosas; por su seriedad, por su forma de hablar y sobre todo por su paciencia. También creo que usted nunca llegó a castigarme.
Esbozó una sonrisa, pero se notaba que le faltaba práctica.
Un gran número de niños se agolpa en la entrada. Es una minúscula puerta metálica, en un antiguo y desconchado muro de varios metros de altura, junto a la iglesia de los Terceros al principio de la calle Sol. No había arco de entrada ni cuidado jardín con arriates cubiertos de flores. Lo que se descubre tras la puerta es un patio de arena, para los 250 alumnos que no pagan. «Gratuitos» decían ellos, «pobres desgraciados», digo yo.
Este es vuestro patio del recreo. Estas son vuestras clases. Esta es vuestra parte del colegio...
Dos mundos. La entrada de Ponce de León era un continuo trasiego de niños apeándose de coches, o que se soltaban de la mano de madres elegantes, para introducirse a la carrera en el colegio a través del arco de entrada y atravesando el cuidado jardín con arriates cubiertos de flores. Mientras por la entrada de la calle Sol, niños gratuitos solos o niños gratuitos con madres de andares tristes, que seguían desde lejos la gran batalla por alcanzar el interior del colegio a través de la minúscula puerta metálica. Se abría a la hora en punto y se cerraba también en punto con precisión milimétrica. El niño que quedaba fuera, volvería a su casa y se acabó. En realidad perdería el tiempo de otra forma diferente.
Dieciséis metros cuadrados de vivienda alquilada, para un matrimonio con tres hijos pequeños. Con acceso a un patio comunitario, dos grifos comunitarios en una pila comunitaria para lavar la ropa que se tendía en una terraza comunitaria. Los servicios/duchas, comunitarios eso sí, con agua fría también comunitaria.
El agua calentada al sol en un baño de zinc durante horas, era hereditaria de menor a mayor. Primero la niña chica, después la mediana y luego yo. A elegir entre piojos y resfriados, o ambas cosas a la vez. Un armario grande para todos, ocupaba una de las paredes. La cama de matrimonio casi el resto de la habitación. Cuando llovía, los niños se sentaban en el borde de la cama. ¿Televisión? La de la vecina por la ventana y a través de las juntas de la persiana. No se oía la voz, pero se intuía lo que ocurría por la expresión de las caras. Blanco y negro en las imágenes y blanco y negro en la vida.
Después de que unos zapatos negros fueran pisando el suelo mojado de una calle cualquiera, en una lluviosa noche de invierno, la pregunta escrita: «¿Es usted el asesino?» y un dedo índice acusador, apuntaba al espectador. Era el momento de ir a dormir.
¡¡Vamos, a formar!!
El patio del colegio lleno de niños con el brazo alzado para cantar el «Cara al Sol», era todo un poema. ¡Con la camisa nueva! ¿Qué camisa nueva...? ¡Yo no tengo camisas nuevas!
Filas e hileras perfectas para niños con disciplina, pero sin formación militar, con sacerdotes/sargentos en actitud vigilante.
Si no cantabas, colleja. Si te movías, colleja. Si te reías de la colleja ajena, colleja para ti también. Si sólo movías la boca, colleja. Si cantabas otra letra o sólo movías la boca porque no te la sabías, no te acordabas o no te apetecía cantar, colleja y si movías la otra mano para rascarte el cuello, otra colleja.
A los niños no se les debe exigir comportamientos de adulto, pero eso no valía con los curas de los Escolapios. Los libros de psicología no debían existir por entonces. El gratuito no debía comportarse como un niño, porque se arriesgaba a los más horribles tormentos, como por ejemplo no pisar jamás el Cielo, el cual, además, debía haberse ganado antes con especial ahínco por ser de origen humilde.
Si veíamos un cura a lo lejos debíamos correr como pollos sin cabeza a besar el anillo de su mano, bajo pena de recibir el castigo de ser elevado a las alturas por medio de un tirón vertical y hacia arriba de su patilla derecha o izquierda, según el caso, tal vez para acercarnos más a Dios.
Si coincidías con los otros, lo más normal, debías empujar para ser el primero. No valía disimular, no valía esconderse, no valía ni siquiera el argumento verdadero de no haber advertido su presencia. El castigo te hacía comprender que podías llegar a ser alguien grande, aunque sólo fuera poniéndote de puntillas para evitar una parte ínfima del dolor. Después, la certeza de que tus padres se enterarían.
Los curas ignoraban el principio non bis in ídem. Ellos te juzgaban y te condenaban, provocaban el disgusto de tus padres con el consiguiente castigo paterno, además de amenazarte con que Dios todo lo sabe. Con lo cual, futuro castigo divino también.
La asistencia a misa era obligatoria los domingos o los sábados. En la Iglesia de los Terceros, o en cualquier otra, justificando la asistencia a otra iglesia por medio de un papelito con el sello de la iglesia correspondiente. De ahí que nacieran los traficantes infantiles de sellitos de iglesias. El lunes aparecían siempre los mismos con un taquito de papelitos sellados. Los que no habían ido a misa podían conseguirlo mediante algún trueque. Canicas, estampas o cualquier otra cosa de un universo inimaginable de monedas de cambio. Todo ello para no caer en el destierro eterno de la gloria divina. Parece ser que Dios pasaba lista.
Con siete años, durante las misas, me entretenía en decir la parte del cura, en lugar de la de los feligreses. Pensaba que tenía más mérito hacerlo sin ser cura. Me imaginaba que yo decía la misa y los otros me contestaban.
El día que uno de los curas se percató de que uno de los niños lanzaba bolitas de papel masticado, con el tubo de un bolígrafo, le castigó con veinte tablas.
¿Qué son las tablas? —pregunté a uno de mis compañeros.
Ya te enterarás, —fue su respuesta.
Y así fue. Me enteré y pronto. Apareció de repente. El pasillo era largo, pero cuando vine a darme cuenta lo tenía encima. El padre Millán y su amenazante mano anillada. Me agarró de la patilla derecha y tiró hacia arriba. Comencé a elevarme cada vez más, hasta quedar apoyado sobre las uñas de los dedos de los pies. Pero no grité, a pesar del dolor. Eso debió escocerle y airado gritó,
—¡¡Cincuenta tablas el lunes!!
Entonces supe que las tablas no eran las que Moisés bajó del monte.
El castigo era original a la vez que didáctico. Consistía en escribir la tabla de multiplicar del 1, la del 2, la del 3 y así hasta la del 10. Eso era una tabla. Es decir, el fin de semana entero escribiendo números.
Por eso surgieron los traficantes infantiles de tablas. Poco a poco, escribían tablas mientras no tenían otra cosa mejor que hacer o habían terminado su propio castigo. Cada transacción de tablas suponía la entrega del bolígrafo correspondiente, que debía portarse con disimulo al entregar el castigo, por si el profesor quería comprobar si las había hecho el castigado con su propio bolígrafo. Además, las tablas de calidad se hacían con números fáciles de imitar por cualquiera. Se pagaban caras.
Había castigos que no eran nada originales ni nada didácticos, pero sí crueles. La regla milimetrada de madera que impactaba sobre la pequeña palma de la mano, el tiempo de meditación mirando al rincón con libros sobre los brazos extendidos, la expulsión de clase para permanecer en el pasillo, con la consiguiente condena a besar multitud de manos anilladas y otros de similar naturaleza, según la fecunda imaginación del personal docente...
El patio de recreo era de arena. Si llovía no podía pisarse para no ensuciar las galerías y las clases. Además corrías el riesgo de coger un resfriado histórico. Si por el contrario hacía sol, podías sufrir una insolación, en el caso de que se te ocurriera darle patadas a un balón. También si rozabas con la pared alguna parte del cuerpo mientras corrías, tenías herida asegurada. Por cierto, un día pregunté por qué los balones que nos daban para jugar estaban rotos y nunca nos entregaban uno que estuviera bien, aunque fuese usado.
La respuesta era bien sencilla. Eran balones heredados. Los nuevos los usaban «los de pago». Cuando ya estaban casi inservibles, se los recogían y les entregaban uno nuevo y el viejo quedaba almacenado para cuando los gratuitos pidieran uno porque el que tenían ya se encontraba deshecho.
¡Toma! ¡El único que queda ya!
Esa era la frase que sentenciaba.
Cuando conocí a D. Secundino, me pareció un hombre bastante mayor, teniendo en cuenta que yo podía tener cuatro años. Cuando le reconocí en la clínica, también me pareció muy mayor, pero no con cuarenta años más que cuando era profesor.
¿Que si se conservaba bien? No. Es que ya parecía viejo cuando aún era joven. Era imponente y causaba un gran respeto. Siempre lo relacioné con la palabra «metralla». Creo que una vez contó en clase para evitar las risitas que su forma característica de andar se debía a unas lesiones antiguas producidas durante la guerra civil, por efecto de la metralla.
La verdad es que no sé si lo contó él, lo contó otra persona o es que yo lo imaginé.
Eres un gran fisonomista y tienes una memoria sorprendente, —dijo D. Secundino en la clínica—. Ni te imaginas lo que siente un profesor cuando un alumno le recuerda después de tanto tiempo —añadió—. Siento decirte que yo no te recuerdo. Espero que lo comprendas. ¿Puedo preguntarte a qué te dedicas?
Soy policía —respondí.
¡Vaya!, escogiste bien entonces. Seguro que eres bueno en tu profesión. —Creo que sí —le dije, mientras me despedía estrechando su mano.
El día que murió uno de los curas, los niños fuimos obligados a presentar los respetos al difunto. Colocaron al pobre hombre encina de una mesa, dentro del féretro y fuimos pasando en fila de a uno por su lado. Era una habitación a oscuras con las ventanas cerradas e iluminada por velas. Estaba un poco alto y yo solo alcancé a ver una nariz muy grande y blanca en exceso, que sobresalía por encima y cuya sombra se proyectaba en la pared. Creo que nunca supe el nombre del difunto, ni falta que me ha hecho, pero la visión de su nariz me acompañó durante varias noches. Era mi primer cadáver. Después he visto más, pero eso es otra historia...
Se corrió la voz de que unos representantes del Sevilla F. C. vendrían al colegio para ver jugar a los niños. Cabía la posibilidad de que alguno fuera seleccionado y con ello, pasar a formar parte de lo que ahora conocemos como «cantera». Cierto que vinieron, pero no pasaron por las catacumbas. Se limitaron a observar a los de la parte bonita del colegio.
Cuando nos enteramos los gratuitos, ya era tarde. De nuevo el colegio escondió sus vergüenzas y enseñó su parte más noble. Nada de niños desaliñados, hijos de padres pobres que no tenían donde caerse muertos. Bueno sí. En realidad, eso era lo único que tenían. Donde caerse muertos.
Sevilla 1969. Tiempo atrás una enfermedad mental de mi padre, lo había dejado ausente de la realidad e ingresó en Miraflores. Era un sanatorio psiquiátrico, pero me consta que ninguno de los internos sanó nunca. Los domingos lo visitábamos y pasábamos el día. Pero poco a poco fuimos notando que lo sacábamos de su mundo, de su rutina. Mi madre cargó con sus cuatro hijos. Las visitas se fueron distanciando.
Nos mudamos a un piso de alquiler en Triana. Era como un palacio de cincuenta metros cuadrados. Dos dormitorios, salón cocina, baño y terraza, desde podía verse casi toda la calle Castilla.
Era la cuarta y última planta del edificio, lo que en Sevilla significa mucho calor en verano y bastante frío en invierno. A pesar de no tener ascensor, para nosotros era todo un lujo. Muchas cosas dejaron de ser tan «comunitarias». Empezamos a ver y oír el televisor, sin persiana de por medio y para entonces no recuerdo que nos preguntara nadie sí nosotros éramos los asesinos, por lo que la hora de ir a dormir se retrasó un poco. No mucho.
De vuelta a casa de mi abuela María, en La Alameda, donde me esperaba mi madre, me detenía siempre frente al escaparate de una tienda de bicicletas en La Campana. Una hermosa bicicleta de carreras de color azul centraba toda mi atención. «Motobécane» podía leerse en el cuadro. En una etiqueta de papel que colgaba del manillar, también podía leerse con claridad «4000 pts.». Las cuentas eran claras. Si el billete de ida y vuelta al colegio costaba 4 pesetas, debería que ir al colegio andando mil veces y volver otras mil y tendría suficiente dinero para comprarla. Pero algo me decía que esa bicicleta no estaría esperándome allí seis o siete años más tarde. Así que me decidí por el «Plan B».
Todos los días, a la vuelta del colegio, le recordaba a mi madre lo que me gustaba esa bicicleta. Un día me lo dijo.
Hijo mío, sé cuánto te gusta y ojalá pudiera, pero no puede ser.
Ese día me resigné al hecho de que nunca sería mía.
Poco tiempo después, mi madre me dijo que le enseñara la bicicleta y tras comprobar cómo se me caía la baba, hizo que esperara frente al escaparate y entró en la tienda. Unos minutos más tarde salió y no dijo nada. Tampoco yo me atreví a preguntar.
Después de recorrer unos cuantos metros en silencio, soltó la bomba.
El viernes la tienes en casa.
Levanté la cabeza sorprendido y mi madre se agachó para abrazarme. Quería decirle muchas cosas, pero un nudo en la garganta no me dejaba. Comencé a llorar en silencio y fue mi madre la que habló.
No llores, o le digo que no te la lleven.
El llanto no me dejaba reír y la risa no me dejaba llorar. En ese momento era el niño más nervioso y más feliz del mundo. Además de sentir verdadera admiración por mi madre.
Era viernes. A la vuelta del colegio, subí a toda prisa las cuatro plantas y llamé al timbre. Abrió mi madre y me quedé mirándola. Hizo un gesto con la cabeza señalando la dirección a la terraza. La besé y corrí por el pasillo. La vi y me detuve en seco. Allí estaba esperándome. Comencé a deslizar mis manos por el cuadro. Brillaba más que en la tienda. En mi casa era aún más bonita. Ese viernes fue el último billete de ida y vuelta que pagué. Me prometí a mí mismo que nunca más cogería de la mano de mi madre las cuatro pesetas del autobús.
Llegaba al colegio con las manos congeladas. No quería dejar mi bicicleta en la calle y entré con ella. Al fondo del patio había un cuartito que se utilizaba como almacén de materiales. Allí estaba un señor al que pedí permiso para dejarla dentro hasta el final de las clases. Me autorizó y me alejé mirándola mientras pude. Eso es lo que lo hice hasta el último día que terminé los estudios.
Don Juan Centeno detuvo su paseo vigilante entre los pupitres, para mirar lo que yo estaba dibujando.
¿Me permites? —dijo mientras cogía mi cuaderno de dibujo y lo comparaba con la lámina que me servía de modelo.
Era un pez de esos con grandes aletas, que vi una vez en un en algún acuario.
Tengo entendido que cuando termine este curso… ¿dejarás los estudios?
Sí, —respondí.
Deberías continuarlos. El Graduado es poco para un buen futuro.
«¿Qué significa futuro?», pensé, pero no dije nada.
Ya en el futuro, comprendí que tenía razón y también caí en la cuenta de que fue el único profesor que se interesó por mi futuro.
Tal vez porque el de su hijo Alfredo que estudiaba «de pago» en el mismo colegio, se intuía bueno. Fue alcalde de Sevilla por el Partido Socialista durante los años 2009 a 2011.
Un día nos sorprendió la noticia de que los Escolapios se trasladarían a otro lugar. Habían recibido una oferta que no podían rechazar ¿o sí?, y vendido el edificio del colegio. Con parte del dinero se edificaría un colegio más moderno y mejor equipado en unos terrenos cedidos gratis en Montequinto.
Lo que no se sabía es lo que pasaría con los gratuitos, que necesitarían un vehículo familiar para poder asistir a clase. No había autobuses ni nada parecido, para la gente que luchaba por llegar al final del día, porque para ellos llegar a fin de mes, ya era mucho pedir. Suerte que el traslado se retrasó unos años.
Sevilla 1973. Decidí que estaba dispuesto para recibir ese amenazante futuro. Conseguí un trabajo por un mísero sueldo de 2.500 pesetas mensuales que ayudarían en casa.
Atrás dejé los besos a los anillos, las misas, los sellitos y las tablas, para descargar camiones, y despiezar carne helada que me helaba las manos todos los días. Para atender al público había recaudado una inagotable paciencia y una educación exquisita. Además, hacía las multiplicaciones más rápido que la máquina registradora. Más frío en las manos que ahora, había pasado antes con la bicicleta.
Sevilla 1986. Cuando el futuro se presentó de lleno, con una hija de cuatro años, casualidades de la vida, recalé en Montequinto y consciente de que ya habían desaparecido las carreras de anillos, las collejas, el «Cara al Sol» y las tablas, pretendí que mi hija consiguiera plaza en los Escolapios.
Los hijos de antiguos alumnos tenían preferencia, pero yo no figuraba como tal, con toda seguridad, por mi condición de «gratuito».
Ahora ya todo era trasiego de niños apeándose de coches, o que se soltaban de la mano de madres elegantes, para introducirse a la carrera en el colegio, no a través del arco de entrada ni atravesando cuidado jardín con arriates cubiertos de flores, pero tampoco había entrada por la calle Sol, ni madres de andares tristes, por fortuna. Cierto que no está don Secundino, ni don Juan. Pero tampoco está el padre Millán con su terrible anillo.
Entonces, ¿para qué huir de los recuerdos?
Sólo es necesario saber que la memoria puede jugarte malas pasadas y puede ser que a veces necesites recordar algo y no lo consigas y otras, en cambio, no puedas olvidar cosas que preferirías no recordar.
Y saber también que todos tenemos en nuestro interior nuestro propio Padre Millán y también nuestro don Secundino. Entonces… dejemos que sea la memoria la que ponga a cada uno en su lugar.

02 octubre 2020

El torno

Gianluigi Genovese


Nunca había querido a esta ciudad, Nápoles. Y era como si ella lo hubiera percibido, a pesar de que aquí hayan nacido mi padre, mis hijos, mis abuelos paternos y... quién sabe qué otro antepasado, porque el conocimiento de mi familia se detiene en 1863.
Quizá porque nací y viví en una gran ciudad europea, Madrid, con amplios espacios verdes, donde se respiraba aire imperial, donde todo parecía en orden y la policía te multaba si tirabas un papel al suelo. Otros tiempos...
No me gustaba porque me abrumaba el ruido, la anarquía, la sutil ironía de su gente que sonríe incluso ante la muerte y la miseria, que mezcla admirablemente lo sagrado con lo profano. Y su manera de ser, demasiado populachera. Nunca llegué a adaptarme.
Como si fuera un ser vivo, la ciudad sabía que no me atraía y, después de tantos años, como se rechaza a un amante, me dejó marchar rumbo a otros horizontes.
No sé por qué, pero pienso en Parténope, una sirena, mitad mujer, mitad pez, que decidió morir por no haber persuadido a Ulises de permanecer a su lado, a pesar de su canto seductor. Su cuerpo sin vida fue arrastrado por las olas del mar hasta la pequeña península donde hoy está Castel dell'Ovo... El nombre de la naciente ciudad provenía de esa leyenda.
Parténope sabía que no la quería y me dejó marchar... Pero, ¿de veras su canto de sirena se había acallado?

"Puerta de embarque A3..."
En el mostrador de facturación el empleado me devuelve mis documentos sonriente. Yo estoy feliz, también han admitido mi equipaje de mano y así podré deambular sin ningún estorbo.
Durante muchos años mi vida ha sido un continuo salto de un aeropuerto a otro, de un país a otro. Un demonio interior me incitaba a partir una y otra vez y peregrinar a nuevos lugares... A veces me preguntaba si realmente no estaba huyendo de algo o, por el contrario, era la búsqueda perenne de mi Ítaca.
Hoy tengo suerte. Tras haber devuelto el coche de alquiler, mientras avanzaba por la larga avenida que lleva al terminal, oí la voz de un joven que me perseguía con un objeto en la mano: "¡Se le ha caído el teléfono!".
Ahí estaba, mi nuevo iPhone 7 de 1.000 euros en manos de un extraño que, sonriendo, cuestionaba mi atávica desconfianza.
Mientras que, incrédulo, le daba las gracias al chico, no podía dejar de pensar en el robo de otro teléfono similar, que había presenciado unos días antes en Niza, en mitad de la plaza Garibaldi. Y en otro móvil desaparecido en Grecia y hallado en Alemania. Y en otro iPhone sustraido en el parque de El Retiro de Madrid.
Y luego dicen que en Nápoles...

Absorto en mis pensamientos, casi tropiezo con algo que había enganchado con las piernas. Me percaté de que era una gatita, una gatita negra que, a hurtadillas, se había detenido a unos metros de distancia y me miraba directamente a los ojos.
¿Por qué he dicho gatita y no gatito? Me causó una viva impresión y pude apreciar la elegancia de sus movimientos y la mirada penetrante de sus dos bonitos ojos verdes.
Tras mirarnos, se esfumó en un santiamén.

En la planta superior, me dirijo lentamente al control de seguridad, atravesando entre establecimientos de restauración, bonitas tiendas y el inevitable punto de venta del Napoli, el equipo de la ciudad, donde cada artículo manifiesta la ridícula intención de burlarse de los eternos rivales, los de la Juventus.
La lenta pero continua transformación de este aeropuerto, lo ha convertido en uno de los más bonitos de Italia. Pequeño, encajado en el corazón de la ciudad, es objeto de continuas y acertadas mejoras. Aterrizar en él, casi tocando los tejados de las casas, es como hacerlo en un portaaviones.
Después del striptease, término con el que me gusta definir el paso de los controles de seguridad, cruzo la zona de venta de cosméticos, donde observo a una mujer que, con aire distraído, finge mirar los perfumes caros y después se pulveriza con una muestra gratuita de Chanel n° 5.
Los aromas del café y el babbà me envuelven hasta llegar a los grandes ventanales y cómodos sillones de las zonas de embarque.
Decido aprovechar la situación, aún faltan dos horas para mi vuelo, para echarme una cabezadita. Me acomodo mientras mi mirada se detiene en la publicidad que recuerda al pasajero que ésta es la tierra del mito y el sueño, de Pompeya y del Vesubio, el volcán más peligroso del mundo.

Estoy cansado y cierro los ojos pensando en el verdadero motivo de este viaje: quería saber algo más sobre mi abuelo Luigi, fallecido unos meses antes de mi alumbramiento y del que sólo sabía el año de nacimiento y poca cosa más.
Todo lo que tengo es una foto de un joven marinero, guapo, alto, rubio, con ojos azules, otra más que muestra a un hombre anciano con los mismos ojos y una carta amarillenta dirigida a mi padre.

 
Alguien de la familia había apuntado, susurrándolo de forma vergonzante, que en realidad el abuelo había sido confiado a un orfanato y que por esta razón no se sabía nada de sus verdaderos padres. Obviamente, como siempre, habían imaginado orígenes nobles y de países remotos.

La Real Casa Santa dell'Annunziata de Nápoles fue durante siglos el lugar de salvación de miles de criaturas abandonadas, hijas de la miseria o la deshonra, donde fueron acogidas por abnegadas monjas y altruistas voluntarios. Gracias a las donaciones de soberanos y nobles, de nombre y de hecho, se concedieron privilegios y dotaron fondos para que estos niños pudieran tener un futuro digno y, las niñas, también una dote.
Casi setecientos recién nacidos, en su mayoría féminas, pasaban cada año por el torno de la institución, alejados para siempre de los brazos de sus madres, convirtiéndose en hijos de la Virgen.
Hace unos meses acudí a la histórica sede de esta noble entidad con la esperanza de acceder a sus archivos históricos. Cerca de la entrada vi una abertura rectangular en la fachada exterior del edificio, clausurada con una pequeña placa de mármol. Una fecha grabada, 27 de junio de 1875, recuerda el día en que fue cerrada definitivamente.
Por ese ventanuco miles de niños habían sido introducidos en el torno que, al girar, los había llevado inexorablemente a un destino plagado de incógnitas.

G. G.

De repente, un roce, como la caricia de una pluma, interrumpe mis pensamientos. Abro bien los ojos y la miro con incredulidad... Ahí está, la pequeña gatita negra que ahora me observa atentamente, tumbada en un asiento cercano, con unos ojos verdes que parecen escudriñar mi alma.
Lo increíble es que los otros pasajeros parece que no la ven y permanecen impasibles ante su presencia.
Lentamente me levanto e intento acercarme a ella. Se aleja inmediatamente, mirando hacia atrás con su cola de carbón enhiesta.
No me doy por vencido y la persigo mientras baja a toda prisa por las escaleras mecánicas que llevan al piso inferior, donde están las otras puertas de embarque. Con un ademán altivo y elegante, el pequeño felino atraviesa el centro comercial y se pierde entre una multitud indiferente.
Ya no la veo. Se ha desvanecido en el aire. Afortunadamente hay otros sillones donde esperar cómodamente la salida del avión.

Ayer regresé al archivo histórico de la Annunziata. Un empleado muy amable me había llamado para comunicarme que había encontrado algo sobre mi abuelo. Fue emocionante cuando me mostró un viejo libro de registro y me señaló dos breves anotaciones.

31 de julio de 1863. Luigi Genovesi, varón, de 22 días de edad, como han declarado, hoy a las 14 horas. Pelo rubio, ojos azules.


Luigi Genovesi, varón de 22 días de edad, expuesto en el torno el 31 de julio de 1863. Dado en cría a Maria Carotenuto, esposa de Pasquale Pica, cantero, residentes en el municipio de Resina. Gratis. 5 de agosto de 1863.

 
Unas líneas que fueron para mí como un puñetazo en el estómago, porque dibujaban un nuevo y desconocido panorama que me empujaba a averiguar, a saber más.
Y esos dos nombres hasta ahora absolutamente desconocidos para mí… ¿Quiénes eran esas personas a las que había sido encomendado mi abuelo...? ¿Cuál era el sentido de la palabra gratis?
Observé que todos los niños que habían pasado por el torno en esa fecha tenían el mismo apellido, el mío.
El instituto entregaba a los lactantes a nodrizas a las que pagaba por el servicio. La anotación indica que la pareja a la que se había confiado a la criatura no quería ninguna compensación —me explicaron.
Mientras contemplaba fascinado los viejos libros, el empleado abrió otro volumen, marcado por el tiempo:
Mire, éste es el certificado del párroco y del alcalde de la localidad de residencia de la pareja de acogida atestiguando que vivían honestamente de sus actividades cotidianas y que no querían ninguna retribución económica. Habían perdido un hijo el 31 de julio, el mismo día en que su abuelo había sido expuesto.


 
Un discreto cuchicheo me despierta del letargo en el que me había sumergido. Son dos mujeres que conversan animadamente junto a mí. La más joven, de poco más de treinta años, hermosa y de pelo largo, se dirige a la otra, de pelo corto y negro. Sin quererlo, escucho lo que dicen:
Mamá, tu historia es muy bonita. Incluso me has hecho llorar al leerla. Estoy segura de que obtendrás el primer premio.
No es cierto, cariño. El relato que tú has escrito es mejor. Describe muy bien el ambiente de este aeropuerto, ¡ganarás tú!.
Obviamente están hablando de un concurso literario de cuentos con el aeropuerto como argumento. Me pica la curiosidad, tal vez podría intentarlo yo también...
Se levantan y se van sin percatarse de mi presencia. Mientras, cierro los ojos y pienso en los últimos días transcurridos en Nápoles...

Ayer me detuve de nuevo, unos minutos, frente al torno en que habían abandonado a mi abuelo, encajado en un gran mueble de madera oscura apoyado sobre el muro perimetral del edificio.
Al otro lado de la pared, la calle, llena de gritos, luces y sombras, amor y odio, dolor y felicidad.
Un portillo permitía depositar a los niños sobre la plataforma giratoria. Emocionado la acaricié, colocando los brazos en la abertura, imitando el gesto de poner un pequeño cuerpo... Hice girar el dispositivo con manos trémulas, descubriendo dos pequeños agujeros que permitían ver desde el interior.
Un cantero y una hilandera, mis bisabuelos adoptivos, dos gigantes que habían derrotado al demonio de la muerte con el ángel del amor. Ofrecieron la leche destinada a su criatura muerta a un niño abandonado por su madre. Gratis, porque por amor no se paga.
Ahora comprendo cuánto debo a esa gente, cuánto debo a esta ciudad que sabe ser tan amarga y tan dulce... Después de tantos años me invade un sentimiento de remordimiento por mi rechazo hacia ella.
Esta tierra es también mi tierra.

De improviso me despierto sobresaltado. Algo me ha caído en el regazo. El corazón me late a mil por hora. Es ella... ¡la gatita negra!
Nos miramos a los ojos, extiendo el brazo, la acaricio lentamente y ella ronronea relajadamente.
¿Se encuentre bien? Una señora, de unos 50 años, me agita mientras se inclina sobre mí. Es una empleada del aeropuerto, muy guapa, de pelo negro y dos maravillosos ojos verdes, del mismo color de los de la gatita... Estrecho su mano entre las mías mientras la cabeza me da vueltas.
La miro con ojos extraviados. ¿Será un amor a primera vista, algo en lo que nunca he creido?
Los altavoces anuncian el embarque inmediato de mi vuelo y me dirijo a la puerta indicada, donde se ha formado una larga cola de impacientes viajeros.
Delante de mí un chaval con una llamativa camiseta del equipo partenopeo juega con un muñeco de Polichinela... ¡Estamos en Nápoles!
Hoy no tengo prisa por irme, algo ha cambiado en mí.
Mientras el avión apunta directamente al sol, atravesando las nubes, miro la ciudad desde las alturas... Una princesa con la cara sucia, a la que durante muchos años la incuria y hombres deshonestos han desfigurado. Pero bajo las manchas de tierra y de sol, el rostro de la bella princesa permanece oculto... Al fondo, el gigante asesino acecha vigilante.
Soy consciente de que mis sentimientos hacia este lugar han cambiado. Ahora, también es mi ciudad, donde todo es posible, donde, me ilusiona pensar, que una sirena, mitad mujer, mitad pez, es capaz de convertirse en una gatita negra de hermosos ojos verdes, para recuperar un corazón.
Regresaré, quiero ver otra vez a esa mujer, quiero saber si es real o si fue el último canto de sirena para mí. En ese caso, quizá no volveré a irme, porque mi Ítaca está aquí.
En el asiento de al lado, el pequeño Polichinela salta en manos del niño, hace una vistosa pirueta y, girando su rostro enmascarado, me guiña un ojo. Mientras, en el pasillo, bajo una butaca, asoma la larga cola de una gatita negra.