Sobre Mussolini y mucho más
Julio Sánchez Mingo
A Giovanni Notte, mi profesor de
Historia de Italia, in
memoriam, y a mi amigo
Ugo Picazio y su hermana Paola, que despertaron en mí la conciencia
política
Con un especial agradecimiento a Campo
García Rodríguez y Jesús Ramos Alonso, por su colaboración en la
corrección de textos
Benito Amilcare Andrea Mussolini (1883-1945). |
“La vaca ha muerto de carbunco, una
enfermedad infecciosa muy peligrosa. Sus restos no deben ser
manipulados. El veterinario le ha practicado una serie de profundas
incisiones a lo largo del cuerpo en las que ha vertido petroleo y ha
ordenado su inmediato enterramiento, como se hace con los
cristianos. Tres o cuatro campesinos ejecutan sus instrucciones en
presencia del agente municipal. Cavan una fosa, donde depositan los
despojos, y la cubren de tierra. El funcionario se da la media vuelta
y se aleja sin volverse a mirar, con la expresión del que dice: —Yo
he cumplido con mi obligación. Ahora haced lo que demonios queráis.
En cuanto el hombre traspasa los límites
del terreno, una treintena de labriegos famélicos, pertrechados de
palas, hoces y hachas, asoma entre los arbustos. Avanzan en línea, a
paso vivo, en grupos cerrados, como una falange que carga contra el
enemigo. En pocos minutos desentierran al animal, alguno de ellos
excava los últimos terrones con las manos, y lo depositan sobre las
tripas, al borde de la fosa. En grupos, descuartizan a la res, con
los ojos enfebrecidos por el hambre. Se pelean por el hígado, por
media cadera. Un hombre joven decapita lo que queda del animal con un
certero golpe de hacha. Una vieja esquelética irrumpe gritando como
una obsesa, se lanza sobre el cráneo de la vaca, lo ase por los
cuernos, se lo carga sobre los hombros y se da a la fuga. Dos
muchachos la siguen, la derriban y le arrebatan la cabeza. La
anciana, desposeída de su trofeo, regresa tambaleándose y se hinca
de rodillas al borde del agujero. Quizás ruegue, implore —desde
la distancia la escena carece de sonido—, quizás se dispone a
arrojar sus propios huesos a la sepultura vacía del bovino..."
Este impactante relato lo escuchó
infinitas veces de niño el diputado socialista Giacomo Matteotti
—asesinado por el régimen fascista en 1924—, sin saber si había
sucedido realmente o era fruto de la exageración y la invención de
alguien. Mostraba, eso sí, la situación en la que malvivían los
trabajadores de la tierra italianos en la segunda mitad del siglo
XIX.
Lo recoge Antonio Scurati en la primera
entrega de su biografía novelada de Mussolini M,
Il figlio
del secolo, un éxito
editorial que acumula diecisiete ediciones en nueve meses y que ha
conseguido el premio Strega 2019, el más prestigioso de la narrativa
en italiano. Alfaguara publicará la traducción al español en enero
de 2020.
La técnica literaria desarrollada por
Scurati en esta obra es verdaderamente original, dotándola de un
ritmo expositivo trepidante: capítulos cortos, de no más de cuatro
o cinco páginas, con la descripción de los acontecimientos y de
pensamientos y reflexiones de los protagonistas, llenos de detalles y
basados en sus discursos, artículos y correspondencia, que son
complementados con citas de documentos y prensa de la época.
Si el libro se aborda como una novela,
nos sorprenderá que no haya nada de ficción.
La narración arranca en 1919, con Italia
desmoralizada por la posguerra, con una sociedad dividida y
desestructurada, incapaz de asimilar y dar trabajo a los veteranos de
guerra, en su mayoría gente joven. Para hacerse una idea, según
cifras del gobierno italiano publicadas con motivo del centenario del
fin de la contienda, habían sido movilizados 6.000.000 de hombres
y cayeron en combate 680.000.
Hubo 2.500.000 de heridos, de los
cuales 463.000 resultaron
inválidos o mutilados.
En el mes de marzo Mussolini funda los
Fascios de Combate, con un acto en la plaza de
San Sepolcro de Milán al
que asisten no más de cien personas.
El relato recoge el crecimiento del
movimiento fascista, inicialmente apoyado en los nacionalistas e
irredentistas capitaneados por el poeta Gabriele D'Annunzio, su
conversión en partido político en 1921, su uso de la violencia
contra asociaciones, militantes y trabajadores socialistas, en un
clima de guerra civil, su financiación por la derecha industrial y
agraria, la obtención del poder en 1922, tras la Marcha sobre Roma,
ante la pasividad del rey Vittorio Emanuele III y la vieja clase
política dirigente, para terminar con el asesinato de Matteotti en
junio de 1924 y el famoso discurso del Duce
de 3 de enero de 1925, ante la Cámara de los Diputados, en que
declaró literalmente: "... que yo asumo, yo solo, la
responsabilidad política, moral, histórica de todo lo sucedido...".
Todo un ejercicio de cinismo y arrogancia.
"Campiña
del Polesine. Finales de febrero de 1921. Por la noche.
El caserío duerme.
Duerme arropado por el silencio y la oscuridad de los gélidos
inviernos de la llanura del Po. Es plena noche, la luz del día no se
alcanza a percibir todavía. Es la hora meridiana del sin sentir, la
hora que no transcurre, la hora del lobo. Todas las criaturas
duermen, dentro y fuera de la vivienda, en decenas de kilómetros a
la redonda. Duermen los niños y los viejos, duermen las mujeres y
los hombres, los padres, las madres, los hijos, duermen los animales
en el establo, los perros y los centenares de especies salvajes,
mamíferos, reptiles, anfibios y peces, que hibernan en las tierras
húmedas del delta.
El camión ha
salido de Ferrara. Los hombres que viajan en su caja abierta ―una
media docena― han cenado abundantemente en un mesón, han reído,
han apostado. Después han esperado a que se hiciera la hora dando
tragos de licor en su local habitual. El vehículo, material de
desecho del ejército, avanza lentamente con los neumáticos
hinchados al máximo, perdido en los meandros neblinosos, entre los
canales de drenaje de terrenos anfibios, sobre sedimentos
depositados, en gran parte, bajo el nivel del mar. Sus ruedas, tan
infladas, agravan la subsidencia del terreno, el lento hundimiento de
esta
franja
continental, presionan sobre capas detríticas que alcanzan espesores
de millares de metros en la corteza terrestre.
A la vista de la
alquería, el camión reduce su marcha y progresa a paso de hombre.
Alguno sugiere apagar los faros pero no hay luna, el cielo está
negro y se perdería el camino. Todas las criaturas ínfimas que
viven arrastrándose por el suelo, atraídas por la luz de los focos,
salen de sus madrigueras. Ratones, topos, lagartijas, esteliones,
lagartos, culebras, gusanos, lombrices, sapos y ciempiés se acercan
al carruaje, deslizándose sobre el vientre. Las primeras en buscar
el día artificial de los focos, para ir a estrellarse, son las
falenas de todo tipo y tamaño.
El pequeño cuerpo
redondo de un sapo del ajo es alcanzado por una de las ruedas. Ha
intentado inútilmente excavar el terreno con sus espuelas. La
insignificante masa elástica recibe el impacto de semejante peso
sobre el dorso pardo con manchas aceitunadas. La bola de materia
gelatinosa se extiende en una sacudida. El aplastamiento emite un
sonido en el que se mezclan un chiflido de aire y un derrame de
aguas.
Los escuadristas
rodean la construcción. Uno de ellos llama a su presa por el nombre,
audible a centenares de metros en el silencio del campo en quietud.
Todos están armados con mosquetones, unos italianos, otros
austríacos, de la Gran Guerra, excepto un individuo alto, envuelto
en un impermeable negro de piel, con el rostro celado por unas
grandes gafas de motorista. Es el que vocea en la noche. Porta una
imponente maza de madera con refuerzo de hierro en la cabeza.
El dirigente
sindical, que ha oído la llegada del camión y avistado las luces de
sus faros, huye al campo por una portezuela trasera. Está lejos, ya
a salvo, cuando el energúmeno del chaquetón negro derriba la puerta
de entrada a la vivienda a mazazos. La destrucción es metódica,
simple, sin oposición. Presos de su fácil euforia, los asaltantes
también disparan algún tiro de revolver contra el aparador donde se
guarda el pan del día anterior. El fugitivo, al oír en la distancia
los gritos de terror de su mujer y de sus hijas, vuelve atrás. En el
patio, se abre de brazos, dirigiéndose a los escuadristas: ―¿Me
buscáis? Aquí estoy.
Lo ponen contra un
muro. Hacen bajar a los viejos, a la mujer, a los niños, para que
presencien el fusilamiento del hijo, del marido, del padre, y se
alinean frente a él como una caricatura de pelotón de ejecución.
Las dos niñas ―tendrán unos siete y nueve años― no chillan, no
lloran, enmudecidas por la muerte inminente de su padre y la
apocalipsis de su mundo.
Apuntan las armas.
A la voz de mando del hombre con anteojos de motorista abren fuego.
Pero la víctima permanece en pie: han alzado el punto de mira para
simular una ejecución.
En ese momento su
mujer comienza a sollozar y se abandona en un irrefrenable llanto de
alivio. El marido separa la espalda del muro y se acerca cautamente
hacia ella. Solo la muchachita mayor adivina lo que va a suceder.
Extiende su pequeña mano con la palma abierta hacia lo alto y hacia
fuera y lanza un grito que durará toda su vida: ―¡No, papá,
escapa, escapa!
El fascista de las
gafas voltea la maza herrada por encima de su cabeza y descarga un
tremendo golpe contra el cráneo del sindicalista. El padre,
derribado, se arrastra por tierra hacia las hijas con el rostro
cubierto de sangre, balbucea palabras inconexas, repta entre las
piernas de sus ejecutores que lo muelen a bastonazos.
Parece que todo ha
terminado. El jefe de los asesinos hace gesto a los suyos de parar la
masacre. Después avanza lentamente hacia el cuerpo caído, lo supera
con la pierna derecha, se le pone encima a horcajadas y se dobla
sobre las rodillas, con una pose absurda, en una postura incómoda y
patosa, apoyado en sus propios talones, como si hubiera sentido
necesidad imprevista de defecar. Sin embargo, extrae de un bolsillo
del chaquetón un revólver y dispara a la espalda del moribundo. El
cuerpo se estremece. Ahora sí es el fin.
En el camino de
vuelta, amontonados en la caja del camión, los criminales cantan. Su
canto se pierde hacia el oriente, en la primera luz que emerge sobre
el mundo desde los márgenes del delta, como el primer día de la
creación. Desde esa noche, la vida no será la misma en los campos
del Polesine. El terror se extiende por todas partes, sutil,
uniforme, en un velo de escarcha."
Este capítulo del
libro es una muestra de cómo ejercían la violencia las escuadras
fascistas para imponerse por el terror sobre el conjunto de la clase
dirigente y la sociedad italianas. Las agresiones planificadas fueron
una estrategia política del movimiento fascista desde sus inicios.
Yo creo que
Mussolini, a pesar de su olfato político, su acometividad personal y
su innegable magnetismo, su dominio de la escena, su inteligente
administración del tempo político, no hubiera alcanzado el poder
sin la violencia de sus hombres y el alarde de una fuerza que
realmente no tenía, como quedó demostrado en la Marcha sobre Roma,
que Scurati describe con notable ritmo
narrativo,
presente en toda la obra.
La violencia
fascista era ejercida por los escuadristas, grupos de matones
reclutados, fundamentalmente, entre excombatientes, que la guerra
había dejado abandonados a su suerte, sin oficio ni beneficio, y
también por hampones con ansia de dinero fácil. Gran parte de
aquellos eran antiguos arditi,
los miembros de las unidades de asalto y operaciones especiales del
Regio
Esercito,
desmovilizados en 1920. Entre éstos alcanzaron especial notoriedad
los conocidos como los caimanes del Piave, de los cuales unos
pertenecían a los arditi del ejército de tierra y otros a fuerzas
de infantería de Marina. Cruzaban el río a nado, armados de una
daga, para degollar en el silencio y la oscuridad de la noche a
centinelas austríacos y causar el desconcierto en las filas
enemigas. Albino Volpi, el autor del apuñalamiento mortal de
Matteotti era un excaimán.
Eran hombres de
mente obtusa, primarios, fácilmente manipulables, amigos de
francachelas y, por tanto, asiduos de tabernas y burdeles. En una de
sus guaridas, reían como idiotas cuando usaban una efigie de Lenin a
modo de escupidera. Yo recuerdo esos antihigiénicos recipientes de
otros
tiempos, de loza o latón dorado, diseminados por los pasillos y
despachos del Palacio de Justicia de Madrid.
Las acciones
violentas eran tanto indiscriminadas, fundamentalmente apaleamientos
de transeúntes en la vía pública ante la pasividad de policía y
carabinieri, como selectivas, cuyo objeto eran las palizas infligidas
a diputados y dirigentes socialistas, a sindicalistas, tanto agrarios
como de la industria, el ataque e incendio de sedes de diarios,
partidos y sindicatos de estas tendencias y el asesinato premeditado
de elementos anarquistas y de izquierda, que respondían, en muchos
casos, con la misma moneda, en una espiral de violencia sin fin.
Además, como las huelgas y ocupaciones de tierras y fábricas en
demanda de justas reivindicaciones eran continuas, los patronos
vieron el cielo abierto y a partir de 1919 empezaron a financiar a
las escuadras fascistas, institucionalizadas en 1923 con la creación
de la Milizia
Volontaria per la Sicurezza Nazionale,
las SS
italianas, los tristemente famosos camisas negras. ¡Pasaron de
delincuentes a policía uniformada del régimen!
Italia, en ese
período de posguerra, vivió una soterrada guerra civil. Y ello,
ante el comportamiento pasivo, si no cómplice, y en ocasiones
criminal, de las fuerzas de orden público. Como
en el suceso de Decima di San Giovanni in Persiceto,
donde
una sección de carabinieri disparó sobre una multitud de mil quinientos braceros indefensos que gritaban
a favor de la revolución, con el resultado de ocho muertos y una
treintena de heridos, casi todos con
orificios por arma de fuego en la espalda.
Por la excelencia
de su descripción, reproduzco parte del capítulo dedicado al
atentado terrorista cometido por Albino Volpi en Milán, el 17 de
noviembre de 1919.
"... El hombre
que a las siete de la tarde espera de pie en el puente de las
Sirenitas, en el centro de Milán, además de un puñal con el mango
de madreperla, lleva dos bombas Thévenot colgando del cinturón. A
pesar de que nadie lo mira, hincha el pecho y levanta el mentón como
si posase para un fotógrafo. Desde hace media hora, observa la
comitiva de los socialistas que por la calle San Damián, algo más
allá y un poco más abajo, festejan la victoria electoral. En
aquella orilla del canal hay miles, cantan, ondean banderas,
festejan. Hombres, mujeres, niños. Proceden de la calle del Verziere
(el
mercado de frutas y verduras, N. del T.). Desfilan desde hace
bastantes minutos y no han llegado todavía a la sede de Avanti!,
donde tendrá lugar el mitin.
En
el puente de arco rebajado, ese individuo está solo y a cara
descubierta. Para llegar hasta ahí sin ser visto desde el local de
los arditi de la calle Cerva, ha tenido que superar el muro de cierre
del palacio Visconti y atravesar los jardines. Solamente le acompañan
cuatro estatuas de fundición de hierro, situadas en las extremidades
de los parapetos. Las Sirenitas sujetan un remo entre las manos.
Albino Volpi acaricia un tubo de hierro de chapa estañada.
El
hombre solo, ignorado por todo el mundo, sacude levemente la cabeza.
No es posible, son todos italianos, sin embargo esos socialistas
cantan himnos a Rusia. Son tantos, tantísimos, podrían formar un
ejército pero no marchan, se arrastran, se mueven en manada,
trashuman. Sus banderas son rojas, los claveles en el ojal
escarlatas, pero ellos son unos dejados, unos descamisados. Dan asco,
no tienen dignidad alguna. Son una turba, no un batallón. Un
enjambre de pervertidos. Una orgía de cantos, de vino, de
aguardiente, que se mueve desordenadamente. Una horda de banderas
rojas que ondean en manos de alféreces tambaleantes. Son
desagradables, están malhechos, son pobres, diminutos y débiles,
tarados mentales, hambrientos y famélicos, bestias de carga. Son
animales, no personas. Un rebaño de ovejas enfurecidas.
Y
encima esa canción: —Arriba,
luchemos! El ideal nuestro fin será... La Internacional, futura
humanidad... —.
Ese canto no tiene ninguna exuberancia, es solemne pero tenebroso,
de la tierra, polvoriento, el murmullo sordo de una horda. De
italiano no tiene nada, quien lo canta es ganado, no pueblo. Sí, la
canción... justo la canción... es lo peor. La martilleante
monotonía que parece evocar llanuras sin fin, desiertos, gente
extranjera, hielos siberianos, sopa de remolacha sin condimento,
estepas de un hambre infinita. ¿Es este rebaño asiático la
Historia?
No
puede serlo y, si lo es, hay que cambiarle el rumbo. Está listo
para la masacre, expuesto a cualquier violencia.
Albino
Volpi, con los ojos siempre fijos en la muchedumbre, extrae el
cilindro de hierro del cinturón, le quita la lengüeta que bloquea
el percutor y extiende los brazos perpendicularmente al cuerpo.
Permanece en esa posición un instante, con las alas desplegadas,
inhalando el aire húmedo de la tarde, como si esperase la corriente
atmosférica adecuada para levantar el vuelo. Después el equilibrio
se rompe, el cuerpo bascula, con la mano derecha abajo, la izquierda
hacia el cielo, el muelle se tensa, se libera, el
cuerpo robusto se convierte en una catapulta. La bomba vuela sin ser
vista
por la multitud, describiendo un arco perfecto. La detonación es
tremenda. Nadie canta. Gritos, blasfemias, lamentos de heridos,
llamadas a la madre. Ahora el ganado se dispersa.
El
hombre del puente vuelve a su posición de observador, los brazos
extendidos a lo largo de los costados. Le basta un golpe de vista
para evaluar la situación: un hombre solo ha puesto en fuga a
millares. Ya está demasiado oscuro para contar el número de caídos,
pero eso no le interesa. La humanidad le parece dividida según la
actitud frente a las esquirlas de metal.
El
excombatiente valora a los candidatos a formar parte de la historia
en base a sus reacciones frente a un bombardeo. El que ha estado en
el frente se encoge de inmediato en posición fetal, con los bazos
cruzados sobre el vientre. Se empequeñece prudentemente,
al mínimo tamaño indispensable para proteger las partes blandas. El
resto, todos los demás, huyen a toda prisa creyendo que la postura
erecta los salvará.
Más
abajo, en la calle de San Damián, unos pocos se agazapan. Casi todos
son obreros y los obreros no han hecho la guerra con la excusa de que
así funcionaban las fábricas. Un rebaño de emboscados. Merecen
sufrir terror mental.
Albino
Volpi empuña un segundo tubo de hierro y estira de nuevo los
brazos."
El autor nos
muestra a Mussolini en todas sus facetas, y para ello se basa en
documentos y hechos contrastados.
El Duce, un cínico
redomado y un solemne amoral, como hombre, como varón, fue
calamitoso. Era sifilítico, asiduo de prostíbulos de toda
condición, lamentablemente algo habitual en aquella época, en que
los padres de familia llevaban una doble vida sexual. No tenía
empacho en acumular amantes, con gran desprecio hacia Rachele Guidi,
una humilde semianalfabeta, su pareja de hecho desde 1910, con la que
tuvo tres hijos antes de casarse civilmente con ella en 1915.
Religiosamente lo harían en 1925, en un claro ejercicio de
oportunismo y transformismo, pues él, un ateo y feroz anticlerical,
quería ganarse la simpatía y el apoyo de la mayoría católica del
país.
Al parecer colérico
en privado, en público no perdía los estribos. Era un hombre sin
prejuicios, egoísta y egocéntrico, excelente orador, demagogo,
cautivador, calculador y frío. En la planificación y ejecución de
la Marcha sobre Roma, durante la que permaneció agazapado hasta que
el viento sopló por la aleta, demostró ser un gran manipulador y
engañador y un eminente jugador de farol. Siempre permanecía
escondido mientras otros se batían el cobre o hacían el trabajo
sucio por él. Como administrador fue nefasto. Sin principios
sólidos, los cambios bruscos de rumbo para lograr un objetivo
inmediato fueron una de las constantes de su comportamiento político
y personal a lo largo de toda su vida.
Promiscuo, polígamo
redomado, también tuvo un hijo, en 1915, con Ida Dalser, una pobre
desequilibrada con la que al parecer se había casado en 1914 y a la
que hizo encerrar en un manicomio, siendo ya presidente del Consejo,
para evitar el acoso al que lo sometía para que reconociera su
paternidad. Igualmente Bianca Ceccato, empleada de su periódico Il
Popolo d'Italia,
le dio otro hijo, tras haberla hecho abortar tiempo atrás, cuando
ella era menor. Caso aparte es el de Margherita Sarfatti, una rica
heredera de origen judío, mayor que él, casada con un abogado de
renombre, culta, coleccionista y crítica de arte, que fue su mentora
intelectual desde el comienzo de su vínculo amoroso en 1914. Scurati
reproduce en el texto párrafos seleccionados de la correspondencia
entre los dos amantes, lo que permite ahondar en el conocimiento de
su personalidad. Igualmente muestra parte de la relación epistolar
mantenida entre Matteotti y su mujer Velia Titta, que nos revela a
una pareja radicalmente diferente, en
lo moral y en el pensamiento.
Precisamente de la Sarfatti es la frase: ―Así
mueren las revoluciones, cuando se cruza la sangre o el dinero.
Claretta Petacci
entraría en escena en 1932.
Su compulsión
sexual, su comportamiento con las mujeres, reflejan perfectamente la
idiosincrasia del dictador. A lo largo de la narración, solo en una
ocasión se muestra como un personaje familiar, de sentimientos
nobles, angustiado ante la enfermedad de su hijo Bruno de dieciocho
meses, aquejado de difteria.
Lógicamente, dada
su forma de ser, Mussolini no tenía amigos.
Hombre desaseado,
se afeitaba cada dos o tres días siendo presidente del Consejo.
Scurati, con maestría, nos hace sentir el olor de pies del Duce que
inunda la habitación del hotel Londres de Roma al quitarse las
polainas, desabrocharse los zapatos, aflojarse el cinturón y, en
mangas de camisa, hundirse en un butacón, con el cigarrillo caído
entre los labios, a la moda francesa, apoyando las piernas sobre otra
butaca, a la americana. Acaba de llegar a Roma para hacerse cargo del
gobierno el 31 de octubre de 1922.
En el texto, muchas
escenas y anécdotas revelan certeramente el carácter de los
protagonistas y la teatralidad de los italianos.
Así se comportaba
D'Annunzio, el poeta, il
Vate,
el héroe del raid aéreo sobre Viena, el líder de los irredentistas
que tomaron Fiume:
"... Frente al
poeta guerrero, la raya de polvo blanco contrasta con las vetas
oscuras de la mesa de madera de castaño. La cánula de plata atrapa
la luz bajo la digna mirada de los solemnes retratos de los antiguos
gobernadores magiares. Una vez inhalada la droga, las narices le
escuecen, arden, los capilares sangran. El aumento de dopamina en las
sinapsis cerebrales devuelve el valor al navegante en vuelo sobre
Viena.
El sentido de las
percepciones se intensifica, la capacidad de reacción se agudiza, el
sueño, el hambre y la sed desaparecen, la euforia se desata, la
libido reaparece. El Comandante
ya es infatigable de nuevo.
Convoca
a su guardia personal y ordena que el referéndum en curso sea
anulado. —Esta
democracia, en el fondo, es sólo un gran equívoco pequeño
burgués."
En
una ocasión, Mussolini, histrión y teatral, se presenta en un mitin
en Florencia vestido con un mono blanco de aviador manchado de grasa,
como recién aterrizado esa misma mañana en un vuelo pilotado por él
desde el norte de Italia, dando la imagen de un hombre moderno,
enérgico, de acción. Realmente había llegado la noche anterior en
tren y había dormido plácidamente en una habitación de hotel.
En
diciembre de 1919, para la inauguración de la legislatura tras las
elecciones ganadas por las izquierdas, el rey acude a Montecitorio,
ya entonces sede parlamentaria, a pronunciar el habitual discurso de
la Corona. Al entrar el monarca en la sala, los diputados
socialistas, todos con un clavel rojo en el ojal de la chaqueta,
permanecen sentados y en silencio. Tras el clamoroso aplauso de rigor
a su majestad del resto de los parlamentarios, la marea roja se pone
en pie y abandona ordenadamente la sala. El pueblo rechaza al
soberano. Lo ignora. Para ellos, el soberano es el pueblo.
En
la primavera de 1922, las escuadras fascistas, que pretenden el cese
del prefecto Mori por su excesivo celo en la represión de la
violencia en Bolonia, cambian de táctica. Sus miembros, en lugar de
asaltar la sede del gobierno civil, se alinean frente a éste y por
turno, disciplinados, uno tras otro, orinan en los soportales del
edificio. Así, durante cinco días, hasta que las presiones de los
burgueses y los comerciantes de la ciudad fuerzan el traslado del
máximo responsable policial. Fue una idea del ocurrente Italo Balbo,
el mismo que implantó las purgas con aceite de ricino a los enemigos
políticos. No bastaba con apalearlos, había que humillarlos en
público y que volvieran a casa magullados y absolutamente pringados.
El método lo imitaría Falange en España, al igual que el grito de
¡Presente!, que los mussolinianos acuñaron en el entierro de un
compañero, un industrial textil muerto por un empleado suyo, un
obrero harto de que su patrón lo azotara continuamente en la cara
con una fusta de montar a caballo, algo que, por cierto, no sabía
hacer.
Muchas
son las analogías existentes entre aquellos tiempos y los actuales y
muchas las enseñanzas que se pueden inferir de los sucesos y los
comportamientos de hace un siglo.
La
pequeña burguesía, como ahora las clases medias, se sentía
empobrecida, traicionada por la política, disgustada por la
corrupción, desconcertada por el pasteleo parlamentario. Los
líderes de los partidos de ahora hablan el mismo lenguaje que los de
entonces. Ya Mussolini llamó casta, el término es idéntico en
italiano que en español, a la clase dirigente, igual que Pablo
Iglesias en España cien años después.
En
1919 se salía de un conflicto bélico que había empobrecido Italia
pero enriquecido a sus grandes industriales y a los contratistas del
Estado. La llamaron la guerra de los ricos. La corrupción hacía
estragos, el material de guerra siempre ha movido mucho dinero.
Ahora, tras la crisis económica de estos años pasados, gran parte
de la ciudadanía se ha empobrecido en relación a la década
anterior, los salarios se han recortado drásticamente y tampoco los
jóvenes ven un porvenir prometedor.
Entonces,
como ahora, primaban los sentimientos sobre el análisis racional a
la hora de ir a votar. Nada ha cambiado en lo relativo al manejo de
los símbolos: fascistas y socialistas estaban inmersos en una guerra
de banderas, la tricolor frente a la roja, como ahora en España la
derecha, vascos y catalanes.
El
fascismo encontró un escenario similar al presente, que ha sido el
caldo de cultivo para la eclosión de partidos de ultraderecha en
Europa, en Brasil o fenómenos como el de Trump. Y se da la paradoja
de que la economía crece, realmente solo crece el PIB, pero la mayor
parte de la ciudadanía es más pobre. También ahora, como en Italia
entonces, la izquierda, aún siendo mayoritaria socialmente, se
desangra en luchas y discusiones intestinas, mientras la derechona,
en cuanto huele la posibilidad de llegar al poder, cierra rápidos
acuerdos y vende su alma al diablo si es preciso. Como hoy en día en
China, Rusia, Oriente Medio y tantos otros países de libertades
recortadas, el régimen fascista italiano planteaba la disyuntiva
demagógica de libertad frente a bienestar y Salvini, como entonces
Mussolini, se arroga la representación del pueblo sin escaños que
lo respalden.
En
1921, Giolitti, que había dominado la escena política de los
treinta años anteriores, llegó a un acuerdo con el futuro Duce,
cuyo partido era minoritario, para concurrir conjuntamente a las
elecciones generales, en una maniobra similar a los pactos
poselectorales de PP, Ciudadanos y VOX tras los recientes comicios
autonómicos y municipales en España. Se volvían, y se vuelven,
locos por el reparto del pastel del poder que conlleva prebendas y
negocio, sobre todo mucho negocio.
Afortunadamente
hay una gran diferencia con aquellos tiempos: la inexistencia actual
de violencia política en Italia y España. Aunque se siguen
cometiendo crímenes de Estado en otros países. La analogía entre
el chapucero asesinato de Matteotti y el no menos torpe
descuartizamiento del periodista Jamal Khashoggi en el consulado
saudí de Estambul es evidente. Y en ambos casos se esconde la mano
que mece la cuna y los sicarios ejercen de cabezas de turco.
En definitiva, la
obra es un tratado de historia que recoge el período 1919-1924 en
Italia, un ensayo de psicología que muestra la condición humana de
los protagonistas, un estudio concienzudo de política, sociología y
de los movimientos sociales, que se lee como una novela y cuya
lectura recomiendo. Son 827 páginas
de texto.
Pocas, considerando lo mucho que se aprende, especialmente de cómo
somos las personas.
Traducciones
del italiano del autor.
M.
Il figlio del secolo
Antonio
Scurati
841
páginas
XVII
edición en italiano
Julio
de 2019
Bompiani
Gracias por tu mención, aunque leerte ha sido como un paseo militar, ver y confirmar que todo estaba bien hecho.
ResponderEliminarEl libro del que nos hablas, tan magníficamente, tiene que ser muy interesante. La narración da paso a precisas descripciones que nos muestran la crueldad de algunas de las escenas que van sucediendo. Todo ello contado con cuidador y despertando la curiosidad hacia el libro que nos recomiendas, como a mi me ha pasado.
Gracias por la recomendación que nos haces parece un libro muy interesante. Has hecho una sipnosis excelente y muy trabajada.
ResponderEliminarTomo nota de tus reflexiones y añado el libro a mi lista de lectura. Espero que pronto podamos tener la versión castellana.
ResponderEliminarEdición en español de Alfaguara a la venta en librerías el 9-1-2020.
ResponderEliminarCampaña de lanzamiento en España.
Entrevista con Scurati en El País Semanal:
https://elpais.com/elpais/2019/12/30/eps/1577705627_593341.html
Reseña en Babelia, suplemento de cultura de El País:
https://elpais.com/cultura/2020/01/10/babelia/1578669996_272607.html