13 septiembre 2019


Negocios

Luis M. de Blas Muela



Llegaron de las tierras altas. Traían en las alforjas viejos pellejos cubiertos con pieles de oveja. Miraban a su alrededor con una mezcla de temor y curiosidad que denotaba su desconocimiento de las tierras y gentes de la lejana región a donde llegaban.
Cuando preguntaron a un lugareño, éste indicó una construcción de grandes piedras y recia mampostería al otro lado del pueblo. Al llegar al lugar y traspasar el gran arco de piedra de la entrada se encontraron en un gran patio recorrido por una galería de soportales de madera con columnas y capiteles y un curioso artesonado con motivos florales y geométricos que llamó poderosamente su atención.
Fueron recibidos por el mayoral de la hacienda que los condujo a través de las cuadras y cocheras hasta una empinada escalinata de piedra que descendía hasta los sótanos, en un recorrido apenas iluminado por gruesos velones. Tras descender el último peldaño encontraron una larga galería abovedada en cuyo final se adivinaban las gruesas formas de una multitud de barricas y tinajas. Al acercarse a ellas, un olor ácido se hizo notar en el aire mientras les conducían hasta una larga mesa de madera donde ya se hallaban dispuestos unos vasos y a la que se encontraban sentados varios hombres.
Tras una mínima presentación, los avispados vendedores se dedicaron a alabar la calidad de sus caldos, famosos en la región, dando por supuesto que su oferta sería aceptada sin discusión por aquellos arrieros que, sin duda, apenas entendían de las mercancías que traían y llevaban de un lugar a otro, y a los que podrían sacar un buen precio y colocarles los vinos que más les interesara sin ofrecer calidad alguna, solo con la fama de los productos de la región.
Los viajeros no tuvieron reparo en aceptar el precio pero, en lo que pareció algo entre humilde y curioso, solicitaron ver la heredad donde cultivaban y probar un poco de cada barrica antes de decidir el género que deseaban adquirir. Seguro de su ventaja el amo de la hacienda llamó al mayoral para que acompañara a uno de los invitados y le enseñara los cultivos. Le extrañó que, cuando hubieron salido, los demás le indicaran que, si no tenía inconveniente, preferían esperar el regreso de su compañero antes de seguir con la operación.
Cuando volvieron, el arriero llevaba en sus manos tres bolsas de fina tela, las abrió con cuidado y las vació en tres lugares separados de la mesa. Los demás compradores se acercaron a cada uno, estudiaron la tierra de cada montón, la mesaron entre sus dedos y la olisquearon repetidamente. Cuando terminaron, dos de ellos apartaron los vasos que habían dispuesto los dueños, abrieron sus petates, sacaron de ellos unos cuencos de loza y unas jarras de metal mientras los otros disponían sobre la mesa varias tablas de madera. En una colocaron un par de manzanas que cortaron en gajos, en otras varias cazuelas con distintas clases de uvas en cada una, en otra más cazuelas con diversas clases de aceitunas y en la última un gran trozo de queso añejo envuelto en hojas de parra.
Cuando todo estuvo dispuesto, uno de los recién llegados, que no había abierto la boca en todo el tiempo, se levantó y dijo:
Estamos preparados para la cata. Cuando los señores deseen pueden traer los vinos.

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