Negocios
Luis
M. de Blas Muela
Llegaron de las tierras altas. Traían en las alforjas viejos pellejos cubiertos con pieles de oveja. Miraban a su alrededor con una mezcla de temor y curiosidad que denotaba su desconocimiento de las tierras y gentes de la lejana región a donde llegaban.
Llegaron de las tierras altas. Traían en las alforjas viejos pellejos cubiertos con pieles de oveja. Miraban a su alrededor con una mezcla de temor y curiosidad que denotaba su desconocimiento de las tierras y gentes de la lejana región a donde llegaban.
Cuando
preguntaron a un lugareño, éste indicó una construcción de
grandes piedras y recia mampostería al otro lado del pueblo. Al
llegar al lugar y traspasar el gran arco de piedra de la entrada se
encontraron en un gran patio recorrido por una galería de soportales
de madera con columnas y capiteles y un curioso artesonado con
motivos florales y geométricos que llamó poderosamente su atención.
Fueron
recibidos por el mayoral de la hacienda que los condujo a través de
las cuadras y cocheras hasta una empinada escalinata de piedra que
descendía hasta los sótanos, en un recorrido apenas iluminado por
gruesos velones. Tras descender el último peldaño encontraron una
larga galería abovedada en cuyo final se adivinaban las gruesas
formas de una multitud de barricas y tinajas. Al acercarse a ellas,
un olor ácido se hizo notar en el aire mientras les conducían hasta
una larga mesa de madera donde ya se hallaban dispuestos unos vasos y
a la que se encontraban sentados varios hombres.
Tras
una mínima presentación, los avispados vendedores se dedicaron a
alabar la calidad de sus caldos, famosos en la región, dando por
supuesto que su oferta sería aceptada sin discusión por aquellos
arrieros que, sin duda, apenas entendían de las mercancías que
traían y llevaban de un lugar a otro, y a los que podrían sacar un
buen precio y colocarles los vinos que más les interesara sin
ofrecer calidad alguna, solo con la fama de los productos de la
región.
Los
viajeros no tuvieron reparo en aceptar el precio pero, en lo que
pareció algo entre humilde y curioso, solicitaron ver la heredad
donde cultivaban y probar un poco de cada barrica antes de decidir el
género que deseaban adquirir. Seguro de su ventaja el amo de la
hacienda llamó al mayoral para que acompañara a uno de los
invitados y le enseñara los cultivos. Le extrañó que, cuando
hubieron salido, los demás le indicaran que, si no tenía
inconveniente, preferían esperar el regreso de su compañero antes
de seguir con la operación.
Cuando
volvieron, el arriero llevaba en sus manos tres bolsas de fina tela,
las abrió con cuidado y las vació en tres lugares separados de la
mesa. Los demás compradores se acercaron a cada uno, estudiaron la
tierra de cada montón, la mesaron entre sus dedos y la olisquearon
repetidamente. Cuando terminaron, dos de ellos apartaron los vasos
que habían dispuesto los dueños, abrieron sus petates, sacaron de
ellos unos cuencos de loza y unas jarras de metal mientras los otros
disponían sobre la mesa varias tablas de madera. En una colocaron un
par de manzanas que cortaron en gajos, en otras varias cazuelas con
distintas clases de uvas en cada una, en otra más cazuelas con
diversas clases de aceitunas y en la última un gran trozo de queso
añejo envuelto en hojas de parra.
Cuando
todo estuvo dispuesto, uno de los recién llegados, que no había
abierto la boca en todo el tiempo, se levantó y dijo:
—Estamos
preparados para la cata. Cuando los señores deseen pueden traer los
vinos.
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