20 septiembre 2019


El último entrenamiento
Carmen Picazo
Piscina La Isla. 1932-1954. Madrid
Me subí al podio para que Rafa, mi entrenador, me cronometrase por última vez. Él, claro, no lo sabía, pero yo, aún con la incertidumbre latente de mis trece años y faltándome solo unos días, pocos, para cumplir los catorce, estaba segura de ello.
—¡Vamos, que no tenemos toda la tarde!— decía Rafa, con esa energía y dominio de adolescentes que por fuerza tenía que tener. —Si quieres que se te considere para los Campeonatos de España en Canarias, debes dar el máximo, pero ya mismo.
Yo sabía que eso era agua pasada. Y que por mucho que me hubiese esforzado, nunca me elegirían a mí para ir a Canarias porque para eso estaba Isabel, cuyo padre pertenecía a la Federación y era directivo del Club con el que nadábamos. Como me entrenaba con ella, sabía que yo estaba haciendo mejores tiempos, pero que no serviría de nada. Yo había sido en dos ocasiones campeona de Castilla infantil tanto en crawl como en espalda, había llegado la primera en la travesía de la Laguna de Peñalara, y ése sería todo mi palmarés. Lo que tampoco me importaba mucho, porque yo nadaba por complacer a mi padre.
Mi padre. Él había sido muy deportista de joven, participando en competiciones ciclistas, jugando al fútbol como amateur y siendo de los pioneros en ir a la Sierra de Guadarrama a esquiar con un grupito de chicos y chicas que eran tomados por chalados por la gente.
Subida al podio, doblé los dedos de los pies sobre su borde, flexioné las rodillas y puse los brazos en vertical, todo ello para darme impulso. Al sonar el silbato de Rafa, me estiré todo lo que pude e hice una buena salida.
Los 100 metros libres que me estaban cronometrando duraban poco más de un minuto, pero un minuto puede ser muy largo cuando no recibes ningún estímulo externo, cuando estás sola contigo misma, viendo únicamente que te rodea una masa azulada y que en el fondo de la piscina hay pintada una raya negra que es lo que te permite nadar sin torcerte.
Al llegar a la mitad del recorrido hice la vuelta japonesa, que me salió muy bien. Me alegré de que así fuera. Mejor despedirse con lo mejor que uno pueda dar, pensé para mí.
—¡Has rebajado tu tiempo dos segundos! Eso está bien, muy bien.
Sí que estaba bien. Me habían enseñado mi padre, —siempre él— que lo importante no era llegar la primera o la segunda, sino rebajar mi tiempo. Ése era el verdadero triunfo, que aún hoy considero una de las mejores lecciones del deporte.
Como ya había entrenado antes, no me quedaba nada por hacer. La noche se echaba encima y teníamos que atravesar el parque hasta la salida principal porque ese año había Feria del Campo y estaba, por tanto, cerrado nuestro acceso habitual desde la piscina al Alto de Extremadura, donde cogíamos el tranvía que nos llevaría al centro. Hablé con mi mejor amiga y con el resto de la pandilla y todos decidimos irnos a vestir para marcharnos a casa. Mi amiga era la única que sabía que yo no iba a volver y por qué razón.
Todos ellos, durante el recorrido, iban contando chistes, riendo y haciendo planes para un futuro más o menos inmediato. Menos yo. Yo no podía hacer plan alguno.
Llegué a casa. Subí las escaleras —era una casa antigua sin ascensor— y llamé a la puerta. Me abrió mi madre. La miré con detenimiento y vi lo que temía: un dolor escondido, que sólo afloraba conmigo y con otras personas de la familia. Entré a ver a mi padre. Me pareció mentira verle más demacrado que el día anterior.
—¿Qué tal te ha ido hoy? ¿Has rebajado tu tiempo?
—Pues sí, un par de segundos.
—Fenomenal. Tienes que seguir rebajándolo.
Él era así. Ni se planteaba hablar de cosas irremediables. Siempre procuraba animar a todo el mundo y sus palabras encerraban una lección, de lo que creo que ni siquiera él era consciente. No imaginaba que el de hoy había sido mi último día.
La cena estaba lista. Mi madre me llamó y fui a la cocina para ayudar a poner la mesa. La vi llorando sin hacer ruido alguno y me enfrenté a ella:
—Sécate enseguida las lágrimas, no debe darse cuenta. Tienes que poder, tienes que poder hacerlo.
Mi madre recompuso su apariencia, mojándose los ojos con agua del grifo del fregadero y secándoselos con un paño limpio. Suspiró hondo y me dijo lo que tenía que ir llevando a la mesa.
Cenamos con las palabras y la música de fondo de la radio, el flamante aparato que mi padre había comprado poco antes en espera de que bajase el astronómico precio de las televisiones, una novedad en una sola tienda de la Gran Vía. Había sido su sueño algunos meses atrás, un sueño que por el momento le estaba vedado, como algunas otras cosas.
Cuando me acosté vino a verme, como siempre hacía cuando era pequeña. Luego había interrumpido esas visitas cuando crecí prácticamente de sopetón.
—Hasta mañana. Puede que todavía duerma cuando te vayas a la piscina por la mañana.
—No, verás, mañana no tengo que ir. Rafa me ha dicho que conviene que no vayamos ninguno de sus chicos porque él se marcha a no sé qué campamento y no volverá hasta dentro de al menos dos semanas.
—Pero eso te va a perjudicar de cara a tus entrenamientos...
—Ha dicho que luego lo recuperaremos. Y, además, puedo ir alguna que otra vez a entrenarme aunque no esté él.
Mi padre me cree, o hace como que me cree, me da un beso y se despide, de momento, hasta mañana. Ya llegará, lo sé, otra despedida. Qué será muy dolorosa y que siempre recordaré.

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