El
último entrenamiento
Carmen
Picazo
Piscina La Isla. 1932-1954. Madrid |
Me
subí al podio para que Rafa, mi entrenador, me cronometrase por
última vez. Él, claro, no lo sabía, pero yo, aún con la
incertidumbre latente de mis trece años y faltándome solo unos
días, pocos, para cumplir los catorce, estaba segura de ello.
—¡Vamos,
que no tenemos toda la tarde!— decía Rafa, con esa energía y
dominio de adolescentes que por fuerza tenía que tener. —Si
quieres que se te considere para los Campeonatos de España en
Canarias, debes dar el máximo, pero ya mismo.
Yo
sabía que eso era agua pasada. Y que por mucho que me hubiese
esforzado, nunca me elegirían a mí para ir a Canarias porque para
eso estaba Isabel, cuyo padre pertenecía a la Federación y era
directivo del Club con el que nadábamos. Como me entrenaba con ella,
sabía que yo estaba haciendo mejores tiempos, pero que no serviría
de nada. Yo había sido en dos ocasiones campeona de Castilla
infantil tanto en crawl como en espalda, había llegado la primera en
la travesía de la Laguna de Peñalara, y ése sería todo mi
palmarés. Lo que tampoco me importaba mucho, porque yo nadaba por
complacer a mi padre.
Mi
padre. Él había sido muy deportista de joven, participando en
competiciones ciclistas, jugando al fútbol como amateur y siendo de
los pioneros en ir a la Sierra de Guadarrama a esquiar con un grupito
de chicos y chicas que eran tomados por chalados por la gente.
Subida
al podio, doblé los dedos de los pies sobre su borde, flexioné las
rodillas y puse los brazos en vertical, todo ello para darme impulso.
Al sonar el silbato de Rafa, me estiré todo lo que pude e hice una
buena salida.
Los
100 metros libres que me estaban cronometrando duraban poco más de
un minuto, pero un minuto puede ser muy largo cuando no recibes
ningún estímulo externo, cuando estás sola contigo misma, viendo
únicamente que te rodea una masa azulada y que en el fondo de la
piscina hay pintada una raya negra que es lo que te permite nadar sin
torcerte.
Al
llegar a la mitad del recorrido hice la vuelta japonesa, que me salió
muy bien. Me alegré de que así fuera. Mejor despedirse con lo mejor
que uno pueda dar, pensé para mí.
—¡Has
rebajado tu tiempo dos segundos! Eso está bien, muy bien.
Sí
que estaba bien. Me habían enseñado mi padre, —siempre él— que
lo importante no era llegar la primera o la segunda, sino rebajar mi
tiempo. Ése era el verdadero triunfo, que aún hoy considero una de
las mejores lecciones del deporte.
Como
ya había entrenado antes, no me quedaba nada por hacer. La noche se
echaba encima y teníamos que atravesar el parque hasta la salida
principal porque ese año había Feria del Campo y estaba, por tanto,
cerrado nuestro acceso habitual desde la piscina al Alto de
Extremadura, donde cogíamos el tranvía que nos llevaría al centro.
Hablé con mi mejor amiga y con el resto de la pandilla y todos
decidimos irnos a vestir para marcharnos a casa. Mi amiga era la
única que sabía que yo no iba a volver y por qué razón.
Todos
ellos, durante el recorrido, iban contando chistes, riendo y haciendo
planes para un futuro más o menos inmediato. Menos yo. Yo no podía
hacer plan alguno.
Llegué
a casa. Subí las escaleras —era una casa antigua sin ascensor— y
llamé a la puerta. Me abrió mi madre. La miré con detenimiento y
vi lo que temía: un dolor escondido, que sólo afloraba conmigo y
con otras personas de la familia. Entré a ver a mi padre. Me pareció
mentira verle más demacrado que el día anterior.
—¿Qué
tal te ha ido hoy? ¿Has rebajado tu tiempo?
—Pues
sí, un par de segundos.
—Fenomenal.
Tienes que seguir rebajándolo.
Él
era así. Ni se planteaba hablar de cosas irremediables. Siempre
procuraba animar a todo el mundo y sus palabras encerraban una
lección, de lo que creo que ni siquiera él era consciente. No
imaginaba que el de hoy había sido mi último día.
La
cena estaba lista. Mi madre me llamó y fui a la cocina para ayudar a
poner la mesa. La vi llorando sin hacer ruido alguno y me enfrenté a
ella:
—Sécate
enseguida las lágrimas, no debe darse cuenta. Tienes que poder,
tienes que poder hacerlo.
Mi
madre recompuso su apariencia, mojándose los ojos con agua del grifo
del fregadero y secándoselos con un paño limpio. Suspiró hondo y
me dijo lo que tenía que ir llevando a la mesa.
Cenamos
con las palabras y la música de fondo de la radio, el flamante
aparato que mi padre había comprado poco antes en espera de que
bajase el astronómico precio de las televisiones, una novedad en una
sola tienda de la Gran Vía. Había sido su sueño algunos meses
atrás, un sueño que por el momento le estaba vedado, como algunas
otras cosas.
Cuando
me acosté vino a verme, como siempre hacía cuando era pequeña.
Luego había interrumpido esas visitas cuando crecí prácticamente
de sopetón.
—Hasta
mañana. Puede que todavía duerma cuando te vayas a la piscina por
la mañana.
—No,
verás, mañana no tengo que ir. Rafa me ha dicho que conviene que no
vayamos ninguno de sus chicos porque él se marcha a no sé qué
campamento y no volverá hasta dentro de al menos dos semanas.
—Pero
eso te va a perjudicar de cara a tus entrenamientos...
—Ha
dicho que luego lo recuperaremos. Y, además, puedo ir alguna que
otra vez a entrenarme aunque no esté él.
Mi
padre me cree, o hace como que me cree, me da un beso y se despide,
de momento, hasta mañana. Ya llegará, lo sé, otra despedida. Qué
será muy dolorosa y que siempre recordaré.
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