24 septiembre 2021

La mujer del violinista

Mercedes Trigo

 

 

En el pasillo interminable que comunica las líneas 6 y 4 del metro, en Madrid, las notas musicales bailan al ritmo de vals cuando él toca su violín. Una danza que contagia a los pasajeros que parecen también quedar embrujados, como ratones encantados, por un nuevo flautista de Hamelín.

El viejo, con traje negro de elegancia olvidada, sostiene el arco con su mano huesuda y lo desliza sobre las cuerdas del violín, a veces suave, otras con verdadera vehemencia, a la vez que su cuerpo le sigue con un vaivén reposado, conteniendo apenas la emoción que lo embarga.

A su lado, sentada en una silla de tijera, que pareciera a punto de quebrarse, está ella, su admiradora, su compañera inseparable. Vestida como para ir a una fiesta, una diadema de flores ciñe sus cabellos plateados. Sobre su falda de encajes, permanecen las manos dormidas sobre su violín, como si acunara a una criatura. La dulzura dibuja una sonrisa en sus labios, pero con mirada ausente, ella está lejos, muy lejos de allí.

Hace tiempo que su mente se perdió en los recuerdos, una nebulosa de luces y lentejuelas que se enredan en un bucle interminable. En esta confusión de imágenes, ella se ve joven, bella, con cabellos radiantes y figura frágil. Sosteniendo, jadeante, en una de sus manos un violín, agradece emocionada una y otra vez las ovaciones de un público, entregado a su virtuosismo en el teatro Bolshoi de Moscú. A su lado, otro joven violinista, él, saluda también agradeciendo los aplausos que no dejan de tronar como si el teatro se viniera abajo. Cogiéndole la mano, se la aprieta con fuerza, las miradas cómplices reflejan una felicidad contenida, se vuelven hacia la orquesta sin soltarse, saludan y ésta les devuelve el saludo. Más luces, más brillos, más flores, más aplausos…

El sonido metálico de una moneda al caer la saca de su ostracismo. En el suelo, el estuche abierto del violín sirve de bandeja, donde, algunas monedas reposan en el fondo. El viejo sigue tocando, ella mira las monedas, hace ademán de tocarlas pero se detiene, y de nuevo las manos cansadas se cruzan en una caricia, mientras fija su mirada sonriente en él.

Así permanecen hasta que al cabo de un rato el violinista deja de tocar, la magia musical se rompe de golpe, y el pasillo vuelve a adquirir su corriente interminable de gentes que, indiferentes, van y vienen con caminar apresurado.

Ella observa como él recoge las pocas monedas. Las guarda en un bolsillo de su frac, raído por el paso del tiempo, y a continuación, con parsimonia, coloca con mimo el violín en el estuche.

Ahora, solícito, la levanta de su silla, ella se deja llevar. Como a una niña, le arregla los frunces de la falda, le acaricia el cabello, y con ternura deja reposar sus labios en la frente florecida. Se alejan con pasos cansados, la lleva de la mano, como siempre, ella sostiene su violín en la otra.

No muy lejos de allí les espera un cuarto frio y destartalado, donde él dejará pasar las horas, mientras ella volverá a su mundo hechizado de luces y flores, una y otra vez, del que cada vez menos regresa.

17 septiembre 2021

El bar de la calle Ibiza

Julio Sánchez Mingo

 


César trabajaba como camarero en un pequeño y castizo bar de la calle Ibiza. En invierno, debido al reducido tamaño del establecimiento, por la mañana servían algún que otro desayuno a fieles parroquianos. Por la tarde, las consabidas cañas que ingieren con aburrimiento los asiduos y solitarios clientes, tan característicos, que pueblan las barras de la ciudad. En primavera, verano y otoño, el panorama cambiaba radicalmente. En el bulevar instalaban una amplia terraza, con mobiliario abanderado por una de las grandes cerveceras. Al atardecer, con buen tiempo, siempre estaba llena. Los fines de semana, y las noches de estío, la demanda de raciones, tapas y bocadillos era tal que el dueño se ponía a los mandos de la diminuta y agobiante cocina, mientras nuestro protagonista, normalmente con uno o dos compañeros más, se afanaba en cruzar la calzada incesantemente para atender el servicio de mesas. Eran muy amables con nosotros y siempre nos completaban el aperitivo de rigor, un cestillo de patatas fritas y almendras, con un par de tapas adicionales. Tras ello, pedíamos, como poco, una de colesterol, un bocadillo de beicon con queso y tomate, con el pan tostadito, que dividíamos en dos porciones exactamente iguales.

Llegó el confinamiento de 2020 y permanecieron cerrados hasta junio. Por prudencia, cuando reabrieron, no acudimos de nuevo a disfrutar de sus especialidades, aunque saludábamos a César en nuestros paseos pandémicos, al encontrárnoslo en el bulevar, siempre atareado. El pasado otoño nos adelantó que cerrarían con los primeros fríos para reformar el local. No supimos nada de él ni de sus compañeros hasta que esta primavera se reinauguró el negocio con la denominación de gastrobar. El mismo concepto hostelero pero con otra imagen y otras formas. Distinta propiedad se trata de inversores que por allí no aparecen, que no están al pie del cañón, nuevos camareros, con mandil ―es la moda―, más jóvenes, guapos y modernos, y un encargado con corbata. Seguramente con empleos más precarios, de alta rotación, sin estabilidad, peor pagados. El mobiliario de imitación mimbre, como si se tratara de una brasserie de París, también está patrocinado. La carta es más reducida y mucho menos variada, y los precios, obviamente, son más altos. Se promocionan en Instagram y admiten reservas, por lo que a las nueve de la noche están completos mientras la mitad de las mesas permanecen vacías. La clientela ya no es mayoritariamente del barrio. Nuevos tiempos en los que creo que nosotros y los demás vecinos de la zona hemos salido perdiendo.

¿Qué ha pasado con César, sus compañeros y su jefe? Con un poco de interés, en un barrio de Madrid, es muy fácil seguirle la pista a alguien. Basta preguntar a las personas adecuadas como porteros, camareros, tenderos o dependientes. Felizmente César está trabajando cerca de su casa, por la Vaguada, y su alter ego en un bar restaurante con terraza, al final de la misma calle Ibiza, frente al Marañón. Su patrono, el propietario del negocio, que también lo era del local gua, disfruta de una merecida jubilación en Galicia. No había vendido el recinto y ahora se lo arrienda a sus actuales ocupantes.

César es uno más de los miles de cocineros y camareros que atestan, al cierre diario de bares y restaurantes, los trenes del metro de Madrid, camino de sus casas en la periferia, agotados, más bien reventados, tras durísimas jornadas de trabajo, que se prolongan desde la mañana hasta la medianoche. Mi reconocimiento a todos ellos.